El policía dirigió la luz hacia el rostro de Margaret.
—No es una de las nuestras, Steve —murmuró una mujer.
—¿Cómo te llamas, muchacha? —preguntó el policía llamado Steve.
—Margaret Oxenford.
—Un pisaverde la confundió con una puta, eso es todo —dijo el hombre vestido de obrero.
Satisfecho, se marchó.
—¿Quiere decir lady Margaret Oxenford? —preguntó el policía.
Margaret sorbió el aire y asintió con aspecto compungido.
—Ya te he dicho que no era de las nuestras —insistió la mujer. Dio una bocanada a su cigarrillo, lo tiró al suelo, lo pisó y se marchó.
—Venga conmigo, señorita, ya ha pasado todo —dijo el policía.
Margaret se secó la cara con la manga. El policía le ofreció el brazo. Ella lo cogió. El hombre iluminó el suelo con la linterna y empezaron a andar.
—Qué hombre tan horrible —dijo al cabo de un momento Margaret, estremeciéndose.
El policía no se mostró muy comprensivo.
—No se le puede culpar —dijo alegremente—. Esta es la calle de Londres que goza de peor reputación. Lo normal es creer que una chica sola a estas horas es una Dama de la Noche.
Margaret supuso que tenía razón, aunque lo consideró muy injusto.
El familiar farol azul de una comisarla de policía apareció a la luz del alba.
—Tómese una buena taza de té y se sentirá mejor —dijo el policía.
Entraron. Había un mostrador frente a ellos, con dos policías detrás. Uno era corpulento y de edad madura, mientras que el otro era joven y delgado. A cada lado del vestíbulo había un sencillo banco de madera apoyado contra la pared. Sólo había una persona en el vestíbulo, una mujer pálida, el pelo recogido con un chal y calzada con zapatillas, que estaba sentada en un banco y esperaba con resignada paciencia.
El rescatador de Margaret le indicó que tomara asiento en el banco opuesto.
—Siéntese un momento.
Margaret obedeció. El policía se acercó al mostrador y habló con el hombre de mayor edad.
—Sargento, ésa es lady Margaret Oxenford. Tuvo un altercado con un borracho en Bolting Lane.
—Debió pensarse que era del oficio.
La variedad de eufemismos con que se designaba a la prostitución asombró a Margaret. La gente parecía tener horror a llamarla por su nombre, y necesitaba mencionarla de una manera solapada. Ella misma sólo había conocido su existencia de una manera muy vaga, y no había creído en su realidad hasta esta noche. En cualquier caso, las intenciones del joven vestido de etiqueta no habían sido nada vagas.
El sargento inspeccionó a Margaret con atención, y después dijo algo en voz baja que ella no pudo oír. Steve asintió y desapareció por la parte posterior del edificio.
Margaret se dio cuenta de que había dejado los zapatos ante aquella puerta. Se le habían agujereado las medias. Empezó a preocuparse: no podía presentarse en la oficina de reclutamiento con esta pinta. Quizá podría volver a buscar sus zapatos a la luz del día, aunque era muy posible que ya no estuvieran allí. También necesitaba con suma urgencia un baño y ropa limpia. Después de tantas penalidades, sería horroroso que el STA la rechazara. ¿Adónde podía ir a asearse?
La casa de tía Martha ya no sería segura por la mañana; papá podía presentarse en ella, buscándola. ¿Iba a fracasar todo su plan por un simple par de zapatos?, se preguntó angustiada.
Su salvador volvió con una gruesa taza de loza con té. Estaba demasiado flojo y azucarado, pero Margaret lo bebió con fruición. Se marcharía en cuanto hubiera terminado el té. Iría a un barrio pobre y encontraría una tienda que vendiera ropas baratas; aún le quedaban unos chelines. Compraría un vestido, un par de sandalias y un conjunto de ropa interior. Iría a una casa de baños publica, se lavaría y cambiaría. Entonces, se hallaría en condiciones de acudir al ejército.
Mientras fraguaba este plan, se produjo un ruido al otro lado de la puerta y un grupo de jóvenes se precipitó en el interior. Iban bien vestidos, algunos de etiqueta y otros de calle. Al cabo de un momento, Margaret observó que arrastraban contra su voluntad a alguien. Uno de los hombres empezó a gritar al sargento que estaba detrás del mostrador.
El sargento le interrumpió.
—¡Muy bien, muy bien, silencio! —ordenó con voz autoritaria—. Ahora no están en el campo de rugby. Esto es una comisaría de policía. —El alboroto se aplacó un poco, pero no lo suficiente para el sargento—. ¡Si no saben comportarse, les encerraré a todos en una sucia celda! ¡De una vez por todas, CIERREN EL PICO!
Se callaron y soltaron a su prisionero, que parecía malhumorado. El sargento señaló a uno de los hombres, un individuo de cabello oscuro que tendría la misma edad de Margaret.
—Muy bien. Usted, dígame a qué viene este alboroto. El joven señaló al prisionero.
—¡Este sujeto invitó a mi hermana a cenar a un restaurante y después se largó sin pagar! —exclamó indignado.
Hablaba con acento de clase alta, y Margaret creyó reconocer su cara. Confió en que no la reconociera; sería muy humillante que la gente se enterase de que un policía la había rescatado después de huir de casa.
—Se llama Harry Marks y deberían encerrarle —añadió otro joven, vestido con un traje a rayas.
Margaret miró con interés a Harry Marks. Era un hombre de unos veintidós o veintitrés años, muy atractivo, de cabello rubio y facciones regulares. Aunque le habían arrugado bastante la ropa, llevaba su chaqueta de etiqueta con desenvuelta elegancia.
—Estos tipos están bebidos —dijo, mirando a su alrededor con desdén.
—Es posible que estemos borrachos, pero es un caradura y un ladrón —estalló el joven del traje a rayas—. Mire lo que hemos descubierto en su bolsillo. —Tiró un objeto sobre el mostrador—. A sir Simon Monkford le robaron estos gemelos por la noche.
—Muy bien —dijo el sargento—. Eso quiere decir que le están acusando de obtener provechos económicos mediante el engaño, o sea, dejando de pagar la cuenta del restaurante, y de robo. ¿Algo más?
—¿Es que no le parece bastante? —rió el joven. El sargento apuntó con su lápiz al muchacho. —Recuerde bien donde cojones está, hijo. Puede que haya nacido con un estrella en el culo, pero esto es una comisaría de policía y si no habla con educación, pasará el resto de la noche en una celda de mierda.
El muchacho le miró con expresión confusa y no dijo nada más.
El sargento dirigió su atención al que había hablado primero.
—Bien, ¿puede proporcionarme detalles sobre ambas acusaciones? Necesito el nombre y dirección del restaurante, el nombre y dirección de su hermana, así como el nombre y dirección de la persona a la que pertenecen estos gemelos.
—Sí, no hay problemas. El restaurante…
—Bien. Quédese aquí. —Señaló al acusado. Siéntese. — Agitó la mano hacia el resto de los congregados—. Los demás pueden irse a casa.
Todos parecieron decepcionados. Su gran aventura había concluido en un anticlímax. Por un momento, ninguno se movió.
—¡Vamos, muevan todos el culo! —dijo el sargento. Margaret nunca había oído tanto tacos en un solo día. Los jóvenes se marcharon, murmurando.
—¡Entregas a un ladrón a la justicia y te tratan como si el criminal fueras tú! —dijo el muchacho del traje a rayas, pero atravesó la puerta antes de finalizar la frase.
El sargento empezó a interrogar al joven de cabello oscuro, tomando notas. Harry Marks permaneció de pie junto a él unos instantes, y después se apartó con impaciencia. Vio a Margaret, le dedicó una luminosa sonrisa y se sentó a su lado.
—¿Estás bien, jovencita? ¿Qué haces aquí, a estas horas de la noche?
Margaret se quedó perpleja. El hombre se había transformado por completo. Sus altivos modales y lenguaje refinado habían desaparecido, y hablaba con el mismo acento del sargento. La sorpresa impidió a Margaret contestar.
Harry dirigió una mirada significativa hacia la puerta, como si pensara en salir corriendo por ella; después, miró al mostrador y vio que el policía joven, que aún no había pronunciado palabra, le observaba con suma atención. Dio la impresión de que desechaba la idea de escapar. Se volvió hacia Margaret.
—¿Quién le ha puesto ese ojo morado? ¿Su viejo?
—Me perdí en el apagón y tropecé con un buzón —respondió Margaret, encontrando la voz.
Esta vez le tocó al hombre sorprenderse. La había tomado por una chica de clase obrera. Al captar su acento, se dio cuenta de su equivocación. Adoptó su anterior personalidad sin pestañear.
—¡Qué mala suerte!
Margaret estaba fascinada. ¿Cuál era su auténtica identidad? Olía a colonia. Llevaba el pelo bien cortado, aunque una pizca largo. Vestía un traje de etiqueta azul oscuro, siguiendo la moda de Eduardo VIII, con calcetines de seda y zapatos de piel. Se adornaba con joyas de buena calidad: diamantes a guisa de botones en la camisa, gemelos a juego, reloj de oro con correa de piel de cocodrilo y un anillo de sello en el dedo meñique de la mano izquierda. Sus manos eran grandes y de aspecto fuerte, pero de manicura impecable.
—¿De veras se marchó del restaurante sin pagar? —preguntó Margaret en voz baja.
Él la miró de arriba abajo y aparentó tomar una decisión.
—Pues sí —dijo, en tono de conspirador.
—¿Por qué?
—Porque si hubiera escuchado a Rebecca Maugham-Flint hablar un minuto más acerca de sus malditos caballos, no habría podido resistir el impulso de precipitarme sobre su garganta y estrangularla.
Margaret rió por lo bajo. Conocía a Rebecca Maugham-Flint, una muchacha sencilla y gorda, hija de un general, que había heredado los enérgicos modales y la voz estentórea de su padre.
—Me lo imagino —dijo.
No se le ocurría una compañera de cena más improbable para el atractivo señor Marks.
El agente Steve apareció y cogió su taza de té vacía.
—¿Se siente mejor, lady Margaret?
Observó por el rabillo del ojo que su título había impresionado a Harry Marks.
—Mucho mejor, gracias —contestó. Hablando con Harry, había conseguido olvidar sus problemas, pero ahora recordó todo cuanto había hecho—. Han sido muy amables —prosiguió—. Me voy a marchar, porque me aguardan asuntos muy importantes.
—No hace falta que se apresure —dijo el policía—. Su padre, el marqués, ya viene a buscarla.
El corazón de Margaret se paralizó. ¿Cómo era posible? Estaba tan convencida de encontrarse a salvo.., ¡Había subestimado a su padre! Se sentía tan asustada como en el momento de huir hacia la estación de ferrocarril. ¡Iba en su persecución, corría tras ella en este preciso momento! Sintió que el suelo temblaba bajo sus pies.
El joven agente parecía orgulloso.
—Su descripción empezó a circular a última hora de la noche, y la leí mientras estaba de servicio. No la reconocí a oscuras, pero me acordaba del nombre. Las instrucciones consistían en informar al marqués de inmediato. En cuanto la traje aquí, le llamé por teléfono.
Margaret se puso en pie. Su corazón latía locamente.
—No voy a esperarle —anunció—. Ya es de día. El semblante del policía reflejó nerviosismo.
—Un momento —la atajó, volviéndose hacia el mostrador—. Sargento, la señorita no quiere esperar a su padre.
—No pueden obligarla a quedarse —le dijo Harry Marks—. Huir de casa no es ningún crimen a su edad. Si quiere marcharse, hágalo.
La idea de que encontraran alguna excusa para detenerla horrorizaba a Margaret.
El sargento se levantó de su silla y dio la vuelta al mostrador.
—El señor tiene razón —dijo—. Puede marcharse cuando quiera.
—Oh, gracias —respondió Margaret, aliviada.
El sargento sonrió.
—Pero no tiene zapatos, y las medias están rotas. Si va a marcharse antes de que llegue su padre, deje que llamemos un taxi.
Ella reflexionó unos momentos. Habían telefoneado a papá en cuanto entró en la comisaría, pero hacía menos de una hora. Papá no llegaría hasta dentro de otra hora, o más.
—Muy bien —accedió—. Gracias.
El sargento abrió una puerta que daba al vestíbulo.
—Estará más cómoda aquí, mientras espera el taxi. Abrió una luz.
Margaret habría preferido quedarse a hablar con el fascinante Harry Marks, pero no quería rechazar la amable invitación del sargento, sobre todo después de que hubiera accedido a su petición.
—Gracias —repitió.
—Es una trampa —dijo Harry, mientras se encaminaba hacia la puerta.
Entró en la pequeña habitación. Había unas sillas baratas, un banco, una bombilla desnuda que colgaba del techo y una ventana con barrotes. No pudo imaginar por qué el sargento consideraba este cubículo más cómodo que el vestíbulo. Se volvió para decírselo.
La puerta se cerró en sus narices. Un presentimiento espantoso hinchó su corazón de pánico. Se abalanzó sobre la puerta y aferró el tirador. En ese momento, una llave giró en la cerradura, confirmando sus terrores. Agitó el tirador furiosamente. La puerta no se abrió.
Se desplomó, desesperada, apoyando la cabeza contra la madera.
Oyó al otro lado una carcajada, y después la voz de Harry, apagada pero comprensible.
—Bastardos.
La voz del sargento ya no era amistosa.
—Métete la lengua en el culo —dijo con rudeza.
—No tiene derecho, y lo sabe.
—Su padre es un podrido marqués, y ése es todo el derecho que necesito.
Nadie volvió a hablar.
Margaret comprendió con amargura que había perdido. Su gran evasión había fracasado. Los que había considerado sus amigos la habían traicionado. Había gozado de libertad por un breve espacio de tiempo, pero todo había terminado. No se iba a enrolar en el STA, pensó, desolada. Se embarcaría en el
clipper
de la Pan Am y volaría a Nueva York, huyendo de la guerra. A pesar de todas las vicisitudes, no había logrado alterar su destino. Le pareció horriblemente injusto.
Al cabo de un largo rato, se apartó de la puerta y recorrió los pocos pasos que la separaban de la ventana. Vio un patio vacío y una pared de ladrillo. Se quedó de pie, derrotada e indefensa, mirando por entre los barrotes la brillante luz del amanecer, esperando a su padre.
Eddie Deakin dio al
clipper
de la Pan American un vistazo final. Los cuatro motores Wright Cyclone de 1500 caballos de fuerza brillaban de aceite. Cada motor era tan alto como un hombre. Habían cambiado todas las cincuenta y seis bujías. Guiado por un impulso, Eddie sacó del bolsillo de su mono una galga y la deslizó por el asiento de uno de los motores, entre la goma y la parte metálica, para probar la estanqueidad. La potente vibración debida al largo vuelo sometía el adhesivo a un terrorífico esfuerzo. Sin embargo, la delgada hoja de la galga no consiguió penetrar ni medio centímetro. El encaje del motor era perfecto.