La lancha se aproximó con mayor rapidez, gracias a que un hombre tiraba de cada cuerda. De repente, los motores enmudecieron y un hombre cubierto con un mono salió de la timonera y se encargó de la tarea. Se trataba de un marinero, sin lugar a dudas.
Eddie oyó otra voz a su espalda, procedente del compartimento de proa. Era el capitán Baker.
—¡Deakin, está desobedeciendo una orden directa! —aulló.
Eddie no le hizo caso y rezó para que tardara unos segundos más en intervenir. La lancha ya se encontraba lo más cerca posible. El patrón ató las cuerdas a los puntales de la cubierta, tensándolas lo suficiente para que la lancha se meciera al compás de las olas. Los gángsters deberían esperar hasta que el oleaje permitiera que la cubierta se situara al nivel de la plataforma. Después, saltarían de una a otra. Utilizarían la cuerda que unía la popa de la lancha con el compartimento de proa para conservar el equilibrio.
—¡Deakin! —ladró Baker—. ¡Vuelva aquí!
El marinero abrió una puerta practicada en la barandilla y el gángster del traje a rayas se dispuso a saltar. Eddie notó que el capitán Baker le agarraba por la chaqueta desde atrás. El gángster comprendió lo que estaba pasando y deslizó su mano en el interior de la chaqueta.
La peor pesadilla de Eddie consistía en que uno de sus compañeros de tripulación decidiera comportarse como un héroe y le mataran. Ojalá hubiera podido contarles que Steve Appleby iba a enviar un guardacostas, pero temía que, sin darse cuenta, alguno de ellos pusiera sobre aviso a los gángsters. Por lo tanto, debía esforzarse por controlar la situación.
—¡Capitán, no se entrometa! —gritó, volviéndose hacia Baker—. ¡Estos bastardos llevan pistolas!
Baker se mostró sorprendido. Miró al gángster, y luego se escabulló. Eddie se giró en redondo y vio que el hombre del traje a rayas guardaba una pistola en el bolsillo de la chaqueta. Jesús, ojalá pueda impedir que empiecen a disparar sobre la gente, pensó, presa del pánico. Si alguien muere, será por culpa mía.
La embarcación se hallaba sobre la cresta de una ola, con la cubierta algo elevada sobre el nivel de la plataforma. El gángster asió la cuerda, vaciló y saltó sobre la plataforma. Eddie le sujetó para que no cayera.
—¿Tú eres Eddie? —preguntó el hombre.
Eddie reconoció la voz: la había oído por teléfono. Recordó cómo se llamaba el nombre: Vincini. Eddie le había insultado. Ahora lo lamentó, porque necesitaba su colaboración.
—Quiero trabajar con ustedes, Vincini —dijo—. Si quiere que no haya problemas, déjenme ayudarles.
Vincini le dirigió una dura mirada.
—Muy bien —dijo al cabo de un momento—, pero un paso en falso y está muerto.
Su tono era enérgico, práctico. No dio muestras de guardarle rencor. Sin duda, tenía demasiadas cosas en la cabeza para pensar en desaires anteriores.
—Entre y espere a que los demás suban.
—Muy bien —Vincini se volvió hacia la lancha—. Joe, tú eres el siguiente. Después, el muchacho. La chica será la última.
Entró en el compartimento de proa.
Eddie vio que el capitán Baker estaba subiendo por la escalerilla hacia la cubierta de vuelo. Vincini sacó la pistola y dijo:
—Quieto ahí.
—Obedézcale, capitán —indicó Eddie—. Estos tíos no se andan con bromas.
Baker bajó y levantó las manos.
Eddie devolvió su atención a la lancha. El tal Joe se aferraba a la barandilla de la embarcación, con el aspecto de estar muerto de miedo.
—¡No sé nadar! —chilló, con voz rasposa.
—No le hará falta —contestó Eddie, extendiendo una mano.
Joe saltó, asió su mano y entró tambaleándose en el compartimento de proa.
El jovencito era el último. Se mostraba más confiado, después de ver que los otros dos se habían trasladado al avión sin problemas.
—Yo tampoco sé nadar —dijo, sonriente. Saltó demasiado pronto, posó los pies en el mismo borde de la plataforma, perdió el equilibrio y cayó hacia atrás. Eddie se inclinó hacia adelante, sujetándose a la cuerda con la mano izquierda, y agarró al muchacho por el cinturón, tirando de él hasta depositarle sobre la plataforma.
—¡Caray, gracias! —dijo el chico, como si Eddie, en lugar de salvarle la vida, se hubiera limitado a echarle una mano.
Carol-Ann se encontraba de pie en la cubierta de la lancha, mirando hacia la plataforma con el temor reflejado en su cara. No era cobarde, pero Eddie adivinó que el amago de accidente del muchacho la había asustado.
—Haz lo mismo que ellos, cariño —dijo Eddie, sonriendo—. Tú puedes hacerlo.
Ella asintió y agarró la cuerda.
Eddie esperó, con el corazón en un puño. El oleaje elevó la lancha al nivel de la plataforma. Carol-Ann titubeó, perdió una oportunidad y se asustó aún más.
—No te precipites —aconsejó Eddie, hablando con una voz serena que ocultaba sus propios temores—. Salta cuando lo creas conveniente.
La lancha volvió a mecerse. Una expresión de forzada determinación apareció en el rostro de Carol-Ann. Apretó los labios y frunció el entrecejo. La lancha se alejó medio metro de la plataforma, ensanchando la separación.
—Quizá no sea el momento… —empezó Eddie, pero ya era demasiado tarde. Carol-Ann estaba tan decidida a comportarse con valentía que ya había saltado.
Ni siquiera llegó a tocar la plataforma.
Lanzó un chillido de terror y quedó colgada de la cuerda.
Sus pies patalearon en el aire. Eddie no podía hacer nada mientras la lancha se deslizaba hacia abajo por la pendiente de la ola y Carol-Ann se alejaba de la plataforma.
—¡Cógete fuerte! —gritó—. ¡Ya subirás!
Estaba dispuesto a lanzarse al mar para salvarla si fuera necesario.
Pero ella se aferró con fuerza a la cuerda y el oleaje volvió a elevarla. Cuando llegó al nivel de la plataforma, estiró una pierna, pero no logró tocarla. Eddie se arrodilló y extendió una mano. Casi perdió el equilibrio y cayó al agua, pero ni siquiera consiguió rozarle la pierna. El oleaje se la llevó de nuevo, y la joven chilló de desesperación.
—¡Colúmpiate! —gritóEddie—. ¡Colúmpiate de un lado a otro cuando subas!
Ella le oyó. Eddie advirtió que apretaba los dientes a causa del dolor que sentía en sus brazos, pero logró columpiarse atrás y adelante mientras el oleaje elevaba la lancha. Eddie se arrodilló y alargó la mano. Carol-Ann se situó al nivel de la plataforma y se columpió con todas sus fuerzas. Eddie la agarró por el tobillo. No llevaba medias. La atrajo hacia sí y se apoderó del otro tobillo, pero sus pies aún no llegaban a la plataforma. La lancha cabalgó sobre la cresta de la ola y empezó a caer. Carol-Ann chilló. Eddie continuaba agarrándola por los tobillos. Entonces, ella soltó la cuerda.
Eddie no cedió. Cuando Carol-Ann cayó, su peso le arrastró y estuvo a punto de caer al mar, pero consiguió deslizarse sobre el estómago y permanecer en la plataforma. Carol-Ann subía y bajaba, sin soltar sus manos. En esta posición no podía elevarla, pero el mar se encargó del trabajo. La siguiente ola sumergió su cabeza, pero la alzó hacia él. Eddie soltó el tobillo que atenazaba con la mano derecha y rodeó su cintura con el brazo.
La había salvado. Descansó unos momentos.
—Ya está, nena, te he cogido —dijo, mientras ella respiraba con dificultad y farfullaba palabras entrecortadas. Después la izó hasta la plataforma.
La sostuvo con una mano mientras ella se ponía de pie, y luego la condujo al interior del avión.
Carol-Ann, sollozando, se derrumbó en sus brazos. Eddie apretó la cabeza chorreante contra su pecho. Tenía ganas de llorar, pero se contuvo. Los tres gángsteres y el capitán Baker le miraban expectantes, pero siguió sin hacerles caso varios segundos más. Abrazó a Carol-Ann con fuerza cuando ella se puso a temblar.
—¿Te encuentras bien, cariño? —preguntó por fin—. ¿Te han hecho daño estos canallas?
Ella meneó la cabeza.
—Creo que estoy bien —balbució, mientras sus dientes castañeteaban.
Eddie levantó la vista y miró al capitán Baker. Éste les contempló con estupor.
—Dios mío, empiezo a comprender esta…
—Basta de cháchara. Hay mucho que hacer —interrumpió Vincini.
Eddie soltó a Carol-Ann.
—Muy bien. Creo que antes deberíamos hablar con la tripulación, serenarla y lograr que no se entrometa. Después, les conduciré hasta el hombre que buscan. ¿De acuerdo?
—Sí, pero démonos prisa.
—Síganme.
Eddie se encaminó a la escalerilla y subió por ella. Salió a la cubierta de vuelo y se puso a hablar al instante, aprovechando los pocos segundos que había sacado de ventaja a Vincini.
—Escuchad, chicos, que nadie intente hacerse el héroe, por favor, no es necesario. Espero que me comprendáis. —No podía arriesgarse más. Un momento después, Carol-Ann, el capitán Baker y los tres malhechores surgieron por la escotilla—. Mantened todos la calma y haced lo que os digan —continuó Eddie—. No quiero disparos, no quiero que nadie resulte herido. El capitán os dirá lo mismo. —Miró a Baker.
—Exactamente, muchachos. No deis motivos a estos tipos para utilizar sus armas.
Eddie miró a Vincini.
—Muy bien, adelante. Capitán, venga con nosotros para tranquilizar a los pasajeros, por favor. Después, que Joe y Kid conduzcan a los tripulantes al compartimento número 1.
Vincini mostró su aprobación con un cabeceo.
—Carol Ann, ¿quieres ir con la tripulación, cariño?
—Sí.
Eddie se sintió mejor. Estaría lejos de las pistolas, y podría explicar a sus compañeros de tripulación por qué había ayudado a los gángsteres.
—¿Quiere esconder su pistola? —preguntó Eddie a Vincini—. Asustará a los pasajeros…
—Que te den por el culo. Vamos.
Eddie se encogió de hombros. Al menos, lo había intentado.
Les guió hasta la cubierta de pasajeros. Muchos conversaban en voz alta, otros reían con cierta nota de histeria y una mujer sollozaba. Todos estaban sentados, y los dos mozos realizaban heroicos esfuerzos para aparentar calma y normalidad.
Eddie recorrió el avión. Vajilla y vasos rotos sembraban el suelo del comedor; de todos modos, no se había derramado mucha comida, porque la comida casi había terminado, y todo el mundo estaba tomando café. La gente se calló cuando reparó en la pistola de Vincini.
—Les pido disculpas, damas y caballeros —iba diciendo el capitán Baker, que caminaba detrás de Vincini—, pero sigan sentados, mantengan la calma y todo terminará en breve plazo.
Hablaba con tal aplomo que hasta Eddie se sintió más aliviado.
Atravesó el compartimento número 3 y entró en el número 4. Ollis Field y Frankie Gordino estaban sentados codo con codo. Ya está, pensó Eddie; voy a dejar en libertad a un criminal. Apartó el pensamiento, señaló a Gordino y dijo:
—Aquí tiene a su hombre.
Ollis Field se puso en pie.
—Soy el agente del FBI Tommy McArdle —dijo—. Frankie Gordino cruzó el Atlántico en un barco que llegó ayer a Nueva York, y ahora está encerrado en la cárcel de Providence, Rhode Island.
—¡Por los clavos de Cristo! —estalló Eddie. Estaba atónito—. ¡Un señuelo! ¡He sufrido tanto por un asqueroso señuelo!
A la postre, no iba a dejar en libertad a un asesino, pero no podía sentirse contento porque temía la reacción de los gángsters. Miró con temor a Vincini.
—Gordino nos importa un rábano —dijo Vincini—. ¿Dónde está el devorador de salchichas?
Eddie le miró, sin habla. ¿No querían a Gordino? ¿Qué significaba eso? ¿Quién era el devorador de salchichas?
La voz de Tom Luther sonó desde el compartimento número 3.
—Está aquí, Vincini. Ya le tengo.
Luther estaba en el umbral, apuntando con una pistola a la cabeza de Carl Hartmann.
Eddie no salía de su asombro. ¿Por qué demonios quería secuestrar a Carl Hartmann la banda de Patriarca?
—¿Por qué les interesa un científico?
—No sólo es un científico —dijo Luther—. Es un físico nuclear.
—¿Son ustedes nazis?
—Oh, no —explicó Vincini—. Sólo hacemos un trabajo para ellos. De hecho, somos demócratas. —Lanzó una ronca carcajada.
—Yo no soy demócrata —replicó con frialdad Luther—. Estoy orgulloso de ser miembro del Deutsch-Amerikaner Bund.
Eddie había oído hablar del Bund; era una supuesta sociedad de amistad germano-norteamericana, pero la habían fundado los nazis.
—Estos hombres son simples mercenarios —prosiguió Luther—. Recibí un mensaje personal del propio Führer, solicitando mi ayuda para capturar a un científico fugado y devolverle a Alemania. —Eddie comprendió que Luther estaba orgulloso de tal honor. Era el acontecimiento más importante de su vida—. Pagué a esta gente para que me ayudara. Ahora, llevaré de vuelta a Alemania al profesor Hartmann, donde el Tercer Reich requiere su presencia.
Eddie miró a Hartmann. El hombre estaba muerto de miedo. Un abrumador sentimiento de culpa embargó a Eddie. Obligarían a Hartmann a regresar a la Alemania nazi, todo por culpa de Eddie.
—Raptaron a mi esposa —le dijo Eddie—. ¿Qué podía hacer?
La expresión de Hartmann se transformó de inmediato. —Lo comprendo —dijo—. En Alemania estamos acostumbrados a estas cosas. Te obligan a traicionar una lealtad por el bien de otra. Usted no tenía otra alternativa. No se culpe.
Que el hombre aún conservara arrestos para consolarle en un momento como éste dejó estupefacto a Eddie. Miró a Ollis Field.
—¿Por qué trajo un señuelo al
clipper
? —preguntó—. ¿Quería que la banda de Patriarca secuestrara el avión?
—De ninguna manera —contestó Field—. Nos informaron que la banda quiere matar a Gordino para impedir que cante. Iban a atentar contra su vida en cuanto pusiéramos pie en Estados Unidos. Esparcimos el rumor de que volaba en el
clipper
, pero le enviamos en barco. En estos momentos, la radio estará transmitiendo la noticia de que Gordino ha ingresado en prisión, y la banda sabrá que fue engañada.
—¿Por qué no protegía a Carl Hartmann?
—No sabíamos que viajaba a bordo… ¡Nadie nos lo dijo!
¿Viajaba Hartmann sin ninguna protección, o contaba con un guardaespaldas desconocido para todo el mundo?, se preguntó Eddie.
El gángster bajito llamado Joe entró en el compartimento con su pistola en la mano derecha y una botella abierta de champán en la izquierda.
—Están pacíficos como corderitos, Vinnie —dijo—. Kid se ha quedado en el comedor, para cubrir la parte delantera del avión desde allí.