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Authors: Ken Follett

Tags: #Belica, Intriga

Noche sobre las aguas (55 page)

BOOK: Noche sobre las aguas
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La idea le afligió hasta extremos inconcebibles.

Hasta este momento no se había dado cuenta de lo mucho que Margaret había logrado cambiarle. Su amor por él era auténtico. Toda su vida era un fraude: su acento, sus modales, sus ropas, toda su forma de vivir era un disfraz. Sin embargo, Margaret se había enamorado del ladrón, del chico de clase obrera huérfano de padre, el Harry real. Era lo mejor que le había pasado en toda su vida. Si lo desechaba, su vida siempre sería como ahora, una combinación de fingimiento y falta de honradez. Margaret había conseguido que él deseara algo más. Aún confiaba en comprar la casa de campo con pista de tenis, pero no le satisfaría hasta que Margaret viviera en ella.

Suspiró. Harry ya no era un muchacho. Tal vez se estaba haciendo hombre.

Abrió el baúl de lady Oxenford. Sacó del bolsillo la cartera de piel que contenía el conjunto Delhi.

Abrió la cartera y sacó las joyas una vez más. Los rubíes brillaban como fuegos artificiales. Quizá no vuelva a verlos nunca más, pensó.

Devolvió las joyas a la cartera. Después, apesadumbrado, colocó la cartera en el baúl de lady Oxenford.

25

Nancy Lenehan estaba sentada en el malecón, en el extremo que limitaba con la orilla, frente a la terminal aérea. El edificio recordaba una casa de la playa, con macetas de flores en las ventanas y toldos sobre éstas. Sin embargo, una antena de radio que se alzaba detrás de la casa y una torre de observación que sobresalía del tejado revelaban su auténtico cometido.

Mervyn Lovesey estaba sentado a su lado, en otra tumbona de lona a rayas. El agua lamía el malecón, provocando un sonido calmante, y Nancy cerró los ojos. No había dormido mucho. Una leve sonrisa se insinuó en las comisuras de su boca, al recordar cómo se habían comportado Mervyn y ella por la noche. Se alegró de no haber llegado hasta el final con él. Demasiado rápido. Ahora, ya tenía algo en qué pensar.

Shediac era un pueblo pesquero y un lugar de veraneo. Al oeste del malecón se abría una bahía iluminada por el sol, en la que flotaban varios langosteros, algunos yates y dos aviones, el
clipper
y un pequeño hidroavión. Al este había una amplia playa arenosa que parecía extenderse a lo largo de varios kilómetros, y casi todos los pasajeros del
clipper
estaban sentados entre las dunas o paseaban por la orilla.

La paz se vio alterada por dos coches de la policía que irrumpieron en el malecón con aparatosos chirridos de neumáticos, vomitando siete u ocho policías. Entraron a toda prisa en el edificio.

—Da la impresión de que vienen a detener a alguien —murmuró Nancy a Mervyn.

—Me preguntó a quién —dijo él, asintiendo con la cabeza.

—¿A Frankie Gordino, quizá?

—No pueden… Ya está detenido.

Salieron del edificio pocos momentos después. Tres subieron a bordo del
clipper
, dos se encaminaron a la playa y dos siguieron la carretera, como si buscaran a alguien.

—¿A quién persigue la policía? —preguntó Nancy, cuando se acercó un tripulante del
clipper
.

El hombre vaciló como si no supiera si debía revelar algo; después, se encogió de hombros.

—El tipo se hace llamar Harry Vandenpost, pero no es su nombre verdadero.

Nancy frunció el ceño.

—Es el chico que se sienta con la familia Oxenford. Tenía la impresión de que Margaret Oxenford estaba perdiendo la cabeza por él.

—Sí —corroboró Mervyn—. ¿Ha bajado del avión? No le he visto.

—No estoy segura.

—Me pareció un vivales.

—¿De veras? —Nancy le había tomado por un joven de buena familia—. Tiene buenos modales.

—Exactamente.

Nancy insinuó una sonrisa; era muy típico de Mervyn detestar a los hombres educados.

—Creo que Margaret estaba muy interesada en él. Confío en que no sufra.

—Los padres se sentirán tranquilizados, supongo.

Sólo que a Nancy no le agradaban los padres de Margaret. Mervyn y ella habían presenciado el desagradable comportamiento de lord Oxenford en el comedor del
clipper
. Personas como él se merecían todo cuanto les pasaba. Sin embargo, en el caso de que Margaret se hubiera prendado de un personaje impresentable, Nancy sentiría pena por ella.

—No soy lo que suele llamarse un tipo impulsivo —dijo Mervyn.

Nancy se puso en guardia.

—Sólo hace unas horas que te conocí —prosiguió él—, pero estoy completamente seguro de que deseo conocerte hasta el fin de mis días.

¡No puedes estar seguro, idiota!, pensó Nancy, pero no por ello dejaba de estar satisfecha. No dijo nada.

—He estado pensando que, al llegar a Nueva York, tú te quedarías y yo volvería a Manchester, pero no quiero hacerlo.

Nancy sonrió. Eran las palabras que quería escuchar. Le acarició la mano.

—Estoy muy contenta —dijo.

—¿De veras? —Mervyn se inclinó hacia adelante—. El problema es que pronto resultará casi imposible cruzar el Atlántico, a excepción de los buques militares.

Nancy asintió con la cabeza. Ella también había meditado sobre el problema, aunque no en profundidad, pero estaba segura de que encontrarían una solución si se empeñaban.

—Si nos separamos ahora —continuó Mervyn—, puede que pasen años, literalmente, antes de que nos veamos de nuevo. No puedo aceptarlo.

—Estoy de acuerdo contigo.

—¿Volverás a Inglaterra conmigo? —preguntó Mervyn. La sonrisa de Nancy se esfumó de su boca.

—¿Qué?

—Regresa conmigo. Múdate a un hotel, si quieres, compra una casa, un piso…, lo que sea.

Una enorme irritación se apoderó de Nancy. Apretó los dientes e intentó mantener la calma.

—Has perdido el juicio —dijo con desdén. Apartó la vista. Una amarga decepción la embargaba.

Mervyn pareció herido y desconcertado por su reacción.

—¿Qué pasa?

—Tengo una casa, dos hijos y un negocio de muchos millones. ¿Te atreves a pedirme que me vaya a vivir a un hotel de Manchester?

—¡Si no quieres, no! —exclamó Mervyn, indignado—. Vive conmigo, si así lo deseas.

—Soy una viuda respetable, con una buena posición social… ¡No pienso vivir como una mantenida!

—Escucha, creo que nos casaremos. Estoy seguro, pero no espero que lo aceptes al cabo de tan pocas horas de conocernos, ¿verdad?

—Esa no es la cuestión, Mervyn —dijo Nancy, aunque en cierto modo sí lo era—. Me importan un bledo los arreglos que tengas en mente, pero me molesta tu presunción de que voy a dejarlo todo para seguirte a Inglaterra.

—¿Y cómo estaremos juntos?

—¿Por qué no me has hecho esa pregunta, en lugar de empezar por la respuesta?

—Porque sólo hay una respuesta.

—Hay tres: puedo trasladarme a Inglaterra, tú puedes trasladarte a Estados Unidos, o podemos trasladarnos los dos a otro lugar, por ejemplo, las Bermudas.

Mervyn estaba perplejo.

—Pero mi país está en guerra. He de unirme al combate. Puede que sea demasiado mayor para el servicio activo, pero la Fuerza Aérea necesita hélices a miles, y yo sé más sobre fabricar hélices que cualquier otro de mis compatriotas. Me necesitan.

Todo lo que Mervyn decía sólo servía para empeorar la situación.

—¿Y por qué das por sentado que mi país no me necesita? Yo fabrico botas para los soldados, y cuando Estados Unidos intervenga en esta guerra, habrá muchos más soldados que necesiten buenas botas.

—Pero yo tengo un negocio en Manchester.

—Y yo tengo un negocio en Boston…, mucho más importante, a propósito.

—¡No es lo mismo para una mujer!

—¡Claro que es lo mismo, idiota!

Se arrepintió al instante de haberle insultado. Una expresión de furia apareció en el rostro de Mervyn: le había ofendido mortalmente. Mervyn se levantó de la tumbona. Nancy quiso decir algo para impedir que se marchara, pero las palabras precisas no acudieron a su mente, y Mervyn ya se había ido al cabo de un momento.

—Maldita sea —masculló Nancy.

Esta furiosa con él y furiosa con ella misma. No quería ahuyentarle; ¡le gustaba! Había aprendido muchos años antes que los enfrentamientos directos no eran la mejor manera de tratar con los hombres; aceptaban ser agredidos por otro miembro de su sexo, pero no por una mujer. Siempre había suavizado su espíritu combativo cuando se trataba de negocios. Conseguía lo que deseaba manipulando a la gente, con palabras medidas, sin peleas. Había olvidado por un momento todo eso y peleado con el hombre más atractivo que había conocido en diez años.

Qué idiota soy, pensó. Sé que es orgulloso, y además me gusta que lo sea, es una faceta más de su energía. Es duro, pero no ha reprimido todas sus emociones, como la mayoría de los hombres duros. Acuérdate de cómo siguió al pendón de su mujer por medio mundo. Acuérdate de cómo defendió a los judíos cuando lord Oxenford perdió los papeles en el comedor. Recuerda cómo te besó…

Lo más irónico es que se sentía muy dispuesta a plantearse un cambio en su vida.

Lo que Danny Riley le había contado sobre su padre había arrojado nueva luz sobre toda la historia. Siempre había pensado que Peter y ella discutían porque la consideraba más inteligente que él. Sin embargo, ese tipo de rivalidad solía desaparecer en la adolescencia. Sus propios hijos, que se habían peleado como gato y perro durante casi veinte años, eran ahora los mejores amigos del mundo y se profesaban una lealtad a toda prueba. Por el contrario, la hostilidad entre Peter y ella se había mantenida viva hasta la madurez, y ahora comprendía que el responsable era papá.

Papá había dicho a Nancy que iba a ser su sucesora, y que Peter trabajaría bajo sus órdenes, al tiempo que aseguraba a Peter lo contrario. Por lo tanto, ambos habían creído que iban a dirigir la empresa. Sin embargo, todo se remontaba a mucho tiempo atrás. Papá siempre se negó a marcar normas precisas o a definir las áreas de responsabilidad. Compraba juguetes para que ambos los compartieran, y luego se negaba a solventar las inevitables disputas. Cuando tuvieron edad de conducir, compró un coche para que ambos lo disfrutaran: habían peleado por ese motivo durante años.

La estrategia de papá había sido positiva para Nancy; se había. convertido en una mujer inteligente y de voluntad férrea. Por el contrario, Peter había terminado débil, pusilánime y rencoroso. Ahora, el más fuerte de los dos iba a tomar el control de la empresa, de acuerdo con el plan de papá.

Y eso era lo que molestaba a Nancy: todo de acuerdo con el plan de papá. Saber que todo cuanto hacía había sido previsto por otra persona aguaba el sabor de la victoria. Toda su vida le parecía ahora un deber escolar preparado por su padre. Había logrado matrícula de honor, pero cuarenta años era una edad excesiva para estar en el colegio. Albergaba un violento deseo de fijar ella misma sus propias metas, y también de vivir su vida.

De hecho, se hallaba en el momento idóneo para discutir sin prejuicios con Mervyn acerca de su futuro común, pero él la había ofendido al suponer que lo dejaría todo y le seguiría al otro extremo del mundo; en lugar de hablar con él, le había gritado.

No esperaba que se pusiera de rodillas y le propusiera matrimonio, claro, pero…

En el fondo de su corazón, creía que debería haberle propuesto matrimonio. Al fin y al cabo, ella no era una bohemia; era una mujer norteamericana, procedente de una familia católica, y si un hombre quería relacionarse con ella, sólo había una forma legítima de hacerlo, y se llamaba matrimonio. Si era incapaz de pedírselo, tampoco debía pedirle otra cosa.

Suspiró. Todo era muy indignante, pero ella le había ahuyentado. Quizá el enfado no fuera permanente. Lo deseaba con todo su corazón. Ahora que corría el peligro de perder a Mervyn, se daba cuenta de lo mucho que le deseaba.

Sus pensamientos fueron interrumpidos por la llegada de otro hombre al que en una ocasión había ahuyentado: Nat Ridgeway.

Se quedó de pie frente a ella, se quitó el sombrero y dijo:

—Por lo visto, me has derrotado… de nuevo.

Ella le miró con atención durante un momento. Nunca podría haber fundado y levantado una empresa como papá lo había hecho: carecía del empuje y la visión. Sin embargo, dirigía con suma habilidad una gran organización: era inteligente, trabajador y duro.

—Si te sirve de consuelo, Nat —dijo Nancy—, sé que cometí una equivocación hace cinco años.

—¿Una equivocación comercial, o personal? —preguntó él; el tono de su voz traicionó cierto resentimiento agazapado.

—Comercial —replicó ella. La despedida de Nat había finalizado un romance que acababa de empezar, pero no quería hablar del tema—. Te felicito por tu matrimonio. He visto una foto de tu mujer. Es muy bonita.

Falso: era atractiva, como máximo.

—Gracias, pero volviendo a los negocios, me ha sorprendido que hayas acudido al chantaje para lograr tus propósitos.

—No se trata de una fiesta, sino de una fusión. Me lo dijiste ayer.

—Touché. —Nat vaciló—. ¿Puedo sentarme?

Su formalidad la impacientó.

—Coño, claro. Trabajamos juntos durante años, y salimos unas semanas. No tienes que pedirme permiso para sentarte, Nat.

—Gracias —sonrió el hombre. Giró la tumbona de Mervyn para poder mirarla—. Intenté apoderarme de «Black’s» sin tu ayuda. Fue una tontería, y fracasé. Debería haberlo pensado dos veces.

—No hay duda. —Consideró la respuesta algo hostil—. Ni tampoco rencor.

—Me alegro de que digas eso… porque aún quiero comprar tu empresa.

Nancy se quedó estupefacta. Había corrido el peligro de subestimarle. ¡No bajes la guardia!, se dijo.

—¿Qué tienes en mente?

—Voy a intentarlo otra vez. Haré una oferta mejor la próxima vez, por supuesto. Pero lo más importante es que quiero tu apoyo…, antes y después de la fusión. Quiero hacer un trato contigo, para que te conviertas después en directora de «General Textiles» y firmes un contrato por cinco años.

Nancy no se esperaba eso, y tampoco sabía qué pensar. Hizo una pregunta para ganar tiempo.

—¿Un contrato? ¿Para hacer qué?

—Para dirigir «Black’s Boots» como división de «General Textiles»

—Perdería mi independencia. Sería una empleada.

—Dependiendo de cómo se estructurase el acuerdo, podrías ser accionista. Y mientras obtengas beneficios, gozarás de toda la independencia que quieras… No me entrometo en las divisiones rentables, pero si pierdes dinero, entonces sí, perderás tu independencia. Despido a los perdedores. —Meneó la cabeza—. Pero tú no fracasarás.

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