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Authors: Ken Follett

Tags: #Belica, Intriga

Noche sobre las aguas (53 page)

BOOK: Noche sobre las aguas
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Mark no cedió ni un milímetro.

—Olvídelo. No tiene ningún derecho sobre ella, así que no trate de inventarse uno. Y no me llame chico, abuelito.

—No empecéis —intervino Diana—. Mervyn, si tienes algo que decir, hazlo, y no intentes escurrir el bulto.

—Muy bien, muy bien, no es tan complicado —respiró hondo—. No voy a interponerme en tu camino. Te pedía que volvieras conmigo y te negaste. Si crees que este tipo va a triunfar donde yo fracasé, haciéndote feliz, buena suerte a los dos. Os deseo lo mejor —hizo una pausa y les miró—. Eso es todo.

Se produjo un momento de silencio. Mark quiso decir algo, pero Diana se le adelantó.

—¡Maldito hipócrita! —había comprendido en un instante lo que pasaba en realidad por la cabeza de Mervyn, y se quedó sorprendida por la furia de su reacción—. ¿Cómo te atreves?

—¿Cómo? ¿Por qué…? —balbuceó Mervyn, estupefacto.

—Eso de que no te vas a interponer en nuestro camino es pura mierda. No nos desees suerte, como si estuvieras haciendo un sacrificio. Te conozco demasiado bien, Mervyn Lovesey. ¡Sólo renuncias a algo cuando ya no lo quieres! —Se dio cuenta de que todo el compartimento escuchaba ávidamente, pero estaba demasiado enfurecida para tenerlo en cuenta—. Sé lo que estás planeando. Te lo has pasado de miedo con la viuda esta noche, ¿verdad?

—¡No!

—¿No? —ella le examinó con atención. Tal vez decía la verdad—. Faltó poco, ¿verdad? —Leyó en su rostro que esta vez había acertado—. Te has enamorado de ella, y a ella le gustas, y ahora ya no me quieres… Esa es la verdad, ¿no? ¡Admítelo!

—No admitiré algo semejante…

—Porque no tienes valor para ser sincero, pero yo se la verdad y todo el mundo en el avión la sospecha. Me has decepcionado, Mervyn. Creía que tenías más redaños.

—¡Redaños!

Le había ofendido.

—Exacto. Te has inventado una lamentable historia acerca de no interponerte en nuestro camino. Bien, te has ablandado… ¡Los sesos se te han ablandado! ¡No nací ayer, y no puedes engañarme tan fácilmente!

—Muy bien, muy bien —dijo Mervyn, levantando las manos en un gesto defensivo—. Te he ofrecido la paz y la has rechazado. Haz lo que te dé la gana —se puso en pie—. Por la forma en que hablas, cualquiera diría que soy yo quien se ha fugado con su amante —se encaminó a la puerta—. Avísame cuando te vayas a casar. Te enviaré un cuchillo de pescado.

Salió.

—¡Bien! —La sangre aún hervía en las venas de Diana—. ¡Vaya cara!

Miró a los demás pasajeros. La princesa Lavinia apartó la vista con aire altivo, Lulu Bell sonrió, Ollis Field frunció el ceño, expresando su desaprobación, y Frankie Gordino dijo:

—¡Buena chica!

Por fin miró a Mark, preguntándose qué pensaba de la interpretación de Mervyn y de su estallido. Sorprendida, vio que sonreía ampliamente. Su sonrisa se le contagió.

—¿Qué te divierte tanto? —preguntó.

—Has estado magnífica —contestó Mark—. Estoy orgulloso de ti. Y complacido.

—¿Por qué complacido?

—Te has enfrentado a Mervyn por primera vez en tu vida.

¿Era verdad? Diana supuso que sí.

—Imagino que sí.

—Ya no estás asustada de él, ¿verdad?

Diana reflexionó.

—Tienes razón; ya no lo estoy.

—¿Te das cuenta de lo que eso significa?

—Significa que no estoy asustada de él.

—Significa más que eso. Significa que ya no le quieres.

—¿Tú crees? —preguntó, pensativa. No había parado de decirse que había dejado de querer a Mervyn hacía siglos, pero ahora investigó en el fondo de su corazón y comprendió que no era cierto. Todo el verano, incluso cuando le era infiel, había seguido siendo su esclava. Mervyn había continuado ejerciendo influencia sobre ella incluso después de que le abandonara. Los remordimientos la habían asaltado en el avión, hasta el punto de pensar en volver a su lado. Pero ya no.

—¿Cómo te sentaría que se liara con la viuda? —preguntó Mark.

—¿Qué más me da? —replicó, sin pensar.

—¿Lo ves?

Diana lanzó una carcajada.

—Tienes razón. Por fin se ha terminado.

24

Cuando el
clipper
inició el descenso hacia la bahía de Shediac, en el golfo de San Lorenzo, Harry se estaba replanteando el robo de las joyas de lady Oxenford.

Margaret había debilitado su determinación. Dormir con ella en una cama del Waldorf Astoria, despertar y pedir que les subieran el desayuno a la habitación valía más que las joyas. Por otra parte, también deseaba ir a Boston con ella y vivir en un piso, ayudarla a ser una persona independiente y llegar a conocerla en profundidad. La excitación de Margaret era contagiosa, y Harry compartía su emocionada anticipación de la vida en común que les aguardaba.

Pero todo eso cambiaría si robaba a su madre.

Shediac era la última escala antes de Nueva York. Debía tomar una decisión cuanto antes. Sería su última oportunidad de introducirse en la bodega.

Se preguntó otra vez si existía alguna forma de quedarse con Margaret y con las joyas. En primer lugar, ¿sabría ella que las había robado? Lady Oxenford descubriría su ausencia cuando abriera el baúl, probablemente en el Waldorf, pero nadie sabría si las joyas habían sido robadas en el avión, o antes, o después. Margaret sabía que Harry era un ladrón, y sospecharía de él. Si él lo negaba, ¿le creería? Tal vez.

Y luego, ¿qué? ¡Vivirían como pobres en Boston mientras guardaba en el banco cien mil dólares! No sería por mucho tiempo. Margaret encontraría alguna manera de volver a Inglaterra y alistarse en el ejército, y él iría a Canadá para ser piloto de caza. La guerra se prolongaría uno o dos años, quizá más. Cuando terminara, regresaría para sacar el dinero del banco y comprar la casa de campo, y tal vez Margaret fuera a vivir con él…, y entonces sabría de dónde había salido el dinero.

Pasara lo que pasara, tarde o temprano se lo diría. Pero quizá sería mejor tarde que temprano.

Tendría que darle alguna excusa por quedarse a bordo del avión en Shediac. No podía decirle que se encontraba mal, porque ella querría hacerle compañía, y lo estropearía todo. Debía procurar que bajara a tierra y le dejara solo.

La miró. Estaba abrochándose el cinturón de seguridad sobre el estómago. En su imaginación la recreó desnuda, en la misma postura, sus pechos desnudos bañados por la luz que penetraba por las ventanas, una mata de vello castaño brotando de entre sus muslos, sus largas piernas estiradas sobre el suelo. ¿No era una idiotez perderla por un puñado de rubíes?, pensó.

Claro que se no se trataba de un puñado de rubíes, sino del conjunto Delhi, valorado en cien de los grandes, suficiente para que Harry se convirtiera en lo que siempre había deseado ser: un caballero.

De todos modos, jugueteó con la idea de contárselo ahora. «Voy a robar las joyas de tu madre, ¿te importa?» Tal vez respondiera: «Buena idea, la vieja vaca no ha hecho nada para merecerlas». No, Margaret no reaccionaría de esta forma. Se consideraba radical, y creía en la redistribución de la riqueza, pero todo en teoría. Se sentiría conmovida en lo más hondo si él desposeía a su familia de alguna de sus pertenencias. Se lo tomaría como algo personal, y sus sentimientos hacia él cambiarían.

Ella le miró y sonrió.

Él le devolvió la sonrisa con una sensación de culpabilidad y desvió la vista hacia la ventana.

El avión descendía hacia una bahía en forma de herradura; se veían algunos pueblos diseminados a lo largo de su orilla. Más allá de los pueblos se extendían tierras de cultivo. Cuando se aproximaron más, Harry distinguió una línea férrea que serpenteaba entre los pueblos y desembocaba en un largo malecón. Cerca del malecón estaban amarrados varios buques de diferente tamaño y un pequeño hidroavión. Al este del malecón se extendían kilómetros de playas arenosas, y entre las dunas surgían algunas casetas de veraneo. Harry pensó que sería maravilloso poseer una casa de veraneo a la orilla de la playa en un lugar como éste. Bueno, si eso es lo que quiero, eso tendré, se dijo. ¡Voy a ser rico!

El avión se posó sobre el agua con suavidad. La tensión de Harry disminuyó. Ya era un viajero aéreo experimentado.

—¿Qué hora es, Percy? —preguntó.

—Once de la mañana, hora local. Llevamos una hora de retraso.

—¿Cuánto tiempo nos quedaremos aquí?

—Una hora.

En Shediac se estaba experimentando un nuevo método de atraque. Los pasajeros no eran transportados a tierra mediante una lancha, sino que se acercaba un barco parecido a un langostero y remolcaba el avión. Se ataban guindalezas a ambos extremos del aparato y se sujetaba a un muelle flotante conectado con el malecón mediante una pasarela.

Esta invención solucionó un problema de Harry. En las escalas previas, donde los pasajeros habían sido conducidos a tierra en una lancha, sólo existía una posibilidad de llegar a la orilla. Harry había pensado en una excusa para quedarse a bordo durante toda la escala sin permitir que Margaret se quedara con él. Ahora, sin embargo, podía dejar que Margaret bajara a tierra, diciéndole que le seguiría al cabo de unos minutos, impidiendo así que insistiera en quedarse con él.

Un mozo abrió la puerta y los pasajeros empezaron a ponerse las chaquetas y los sombreros. Todos los Oxenford se levantaron, como también Clive Membury, que apenas había pronunciado palabra durante todo el viaje, a excepción, recordó Harry, de una animada conversación con el barón Gabon. Se preguntó de qué habrían hablado. Apartó el pensamiento de su mente, impaciente, y se concentró en sus propios problemas.

—Ya te alcanzaré —susurró al oído de Margaret, mientras los Oxenford salían. Después, se dirigió al lavabo de caballeros.

Se peinó y se lavó las manos, por hacer algo. La ventana se había roto por la noche, y habían encajado una sólida pantalla en el marco. Oyó que la tripulación bajaba la escalera y pasaba por delante de la puerta. Consultó su reloj y decidió esperar otros dos minutos.

Supuso que casi todo el mundo habría bajado. Muchos estaban demasiado dormidos en Botwood, pero ahora querían estirar las piernas y respirar aire fresco. Ollis Field y su prisionero se quedarían a bordo, por supuesto. Sin embargo, sería extraño que Membury fuera a tierra, si se suponía que también vigilaba a Frankie. El hombre del chaleco rojo vino aún intrigaba a Harry.

Las mujeres de la limpieza subirían a bordo casi de inmediato. Se concentró en la escucha: no captó el menor sonido al otro lado de la puerta. La abrió unos centímetros y miró. Todo despejado. Salió con cautela.

La cocina estaba desierta. Echó un vistazo al compartimento número 2: vacío. Divisó la espalda de una mujer que manejaba una escoba en el salón. Sin más vacilaciones, subió la escalera.

Lo hizo con sigilo, para que nadie advirtiera su presencia. Se detuvo en la curva de la escalera y escrutó el suelo de la cabina de vuelo. No había nadie. Iba a continuar cuando un par de piernas uniformadas se hicieron visibles, alejándose de él. Harry se ocultó en la esquina, y después se asomó. Era Mickey Finn, el ayudante del mecánico, que ya le había sorprendido la última vez. El hombre se detuvo en el puesto del mecánico y se dio la vuelta. Harry retiró la cabeza de nuevo, preguntándose a dónde se dirigía el tripulante. ¿Bajaría por la escalera? Harry escuchó con atención. Los pasos recorrieron la cubierta de vuelo y enmudecieron. Harry recordó que la última vez había visto a Mickey en el compartimento de proa, manipulando el ancla. ¿Ocurría lo mismo ahora? Tenía que aprovechar la coyuntura.

Subió en silencio.

En cuanto hubo ascendido lo suficiente miró hacia la proa. Por lo visto, había acertado: la escotilla estaba abierta y Mickey no se veía por parte alguna. Harry no se paró a mirar con más atención, sino que atravesó a toda prisa la cubierta de vuelo y se introdujo en la zona de las bodegas. Cerró la puerta a su espalda con sigilo y volvió a respirar.

La última vez había registrado la bodega de estribor. Ahora, probaría en la de babor.

Supo al instante que estaba de suerte. Vio en medio de la bodega un enorme baúl, forrado de piel verde y dorada, con brillantes esquineras de metal. Estaba seguro de que pertenecía a lady Oxenford. Consultó la etiqueta: no llevaba ningún nombre, pero la dirección era The Manor, Oxenford, Berkshire.

—Bingo —dijo en voz baja.

Lo aseguraba un simple candado, que abrió con su navaja. Aparte del candado, contaba con seis cierres de metal que no estaban cerrados con llave. Los soltó todos.

El baúl estaba pensado para ser utilizado como guardarropa en el camarote de un transatlántico. Harry lo puso vertical y lo abrió. Se dividía en dos espaciosos compartimentos. A un lado había una barra con perchas, de las que colgaban trajes y chaquetas, con un pequeño hueco para zapatos en el fondo. El otro contenía seis cajones.

Harry registró primero los cajones. Estaban hechos de madera liviana recubierta de piel y forrados de terciopelo. Lady Oxenford tenía blusas de seda, jerseys de cachemira, ropa interior de encaje y cinturones de piel de cocodrilo.

En la otra parte, la parte superior del baúl se alzaba como una tapa, y se sacaba la barra para poder coger con más facilidad los vestidos. Harry palpó cada prenda y los costados del baúl.

Por fin, abrió el compartimento de los zapatos. Sólo contenía zapatos.

Estaba abatido. Confiaba ciegamente en que la mujer se habría llevado sus joyas, pero tal vez existía alguna equivocación en su razonamiento.

Era demasiado pronto para abandonar las esperanzas.

Su primer impulso fue registrar el resto del equipaje de los Oxenford, pero prefirió reflexionar. Si tuviera que transportar joyas de incalculable valor en un equipaje consignado, pensó, intentaría esconderlas en alguna parte. Y sería más fácil ocultarlas en un bául que en una maleta de tamaño normal.

Decidió mirar otra vez.

Empezó con el compartimento de las perchas. Deslizó una mano por dentro del baúl y otra por fuera, intentando calcular el espesor de los lados; si detectaba algo anormal, significaría que había un compartimento secreto. No encontró nada extraño. Se volvió hacia el otro lado y sacó los cajones por completo…

Y encontró el escondrijo.

Su corazón latió a mayor velocidad.

En la parte posterior del baúl habían pegado con esparadrapo un gran sobre de papel manila y una cartera de piel. —Aficionados —dijo, meneando la cabeza.

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