Read Noches de baile en el Infierno Online
Authors: Meg Cabot Stephenie Meyer
Tags: #Infantil y juvenil, Fantastica, Romántica.
—Vamos —dijo, extendiendo una mano—. No tengo nada que hacer esta noche y estoy aburrido. ¿No tendrás vértigo, no?
Mi primer pensamiento fue: «¿Vértigo?». Y el segundo: «¿Vamos adonde?». Sin embargo, lo que dije fue algo diferente y bastante anodino.
—No puedo. Estoy castigada hasta que haya pagado el disfraz. No puedo poner un pie fuera de la casa si no es para ir al instituto.
Pese a ello, sonreí y permití que me ayudara a levantarme. Si Ron era capaz de hacer que mi padre olvidara que su hija había muerto, seguramente Barnabas lograría borrar de su memoria que me había escapado de casa durante un par de horas.
—Comprendo. No puedo ayudarte en lo del castigo, pero, en todo caso, no vas a poner el pie en ningún sitio.
—¿Qué? —balbucí, y me enderecé al ver que se colocaba detrás de mí—. ¡Oye! —grité, al comprobar que me rodeaba con un brazo.
Mis ganas de protestar cesaron cuando nos ciñó una sombra gris, una sombra palpable, que olía como la almohada de plumas de mi madre. Barnabas me sujetó con más fuerza, la gravedad se invirtió y dejé de tener los pies en el suelo. Me quedé sin aire.
—¡Vaya! —grité, mientras el mundo se extendía por debajo de nosotros, en tonos oscuros y plateados—. ¿Tienes alas?
Barnabas se rió y, mientras mi estómago se estremecía, subimos más alto.
Tal vez… tal vez no lo fuese a pasar tan mal, después de todo.
Michele Jaffe
—Siento que no sea un final demasiado novelesco —dijo el hombre que la estaba estrangulando con ambas manos, sonriendo y mirándola.
—Ya que vas a asesinarme, ¿te importaría acabar de una vez? Está siendo desagradable.
—¿Te refieres a lo que te hago con las manos? ¿O tiene que ver con la sensación de que fracasas…
—No estoy fracasando.
—… una vez más?
Ella le escupió en la cara.
—Sigues teniendo agallas. Eso es lo que admiro de ti. Creo que tú y yo habríamos llegado lejos, pero, por desgracia, ya no hay tiempo para eso.
Ella presentó batalla una última ocasión, arañándole las manos con que le atenazaba el cuello, los antebrazos, cualquier parte de su cuerpo, pero él no se inmutó. Desesperanzada, dejó caer las manos.
Él se le acercó tanto que ella pudo olerle el aliento.
—¿Unas últimas palabras?
—Pues sí: Listerine contra el mal aliento. Te hace mucha falta.
El se rió y le presionó el gaznate hasta que se le cruzaron las manos.
—Adiós.
Por un segundo, ella sintió que la mirada de su ejecutor le quemaba los ojos. Después, oyó un fuerte chasquido y, mientras las tinieblas la envolvían, notó que se desplomaba.
OCHO HORAS ANTES
Las chicas sexis saben que el silencio puede ser oro puro… aunque sólo durante cuatro segundos. Si se alarga más, entonces es que no vas por el buen camino —leyó Miranda, frunciendo el entrecejo—. Si notas que el tiempo se te escapa de las manos, ¡hazle una oferta! Un simple "¿Te apetecen unos frutos secos?" acompañado de una sonrisa servirá para romper el hielo en un segundo. Recuerda: «estar sexy es ser sexy.»
Con profunda desconfianza, Miranda estaba leyendo las primeras páginas de
Cómo conseguir un chico ¡y besarlo!
Apoyada en el costado de la limusina de color negro aparcada en la zona de carga y descarga del aeropuerto municipal de Santa Bárbara, una tarde de junio, recordó la emoción que le había provocado encontrar aquel libro en la librería. Parecía el sueño de vivir felices y comer perdices convertido en libro —¿quién no querría aprender «los cinco gestos faciales que te cambiarán la vida» o «los secretos del tantra de la lengua que sólo los expertos conocen»?—, pero, tras haber hecho todos los ejercicios, no estaba demasiado convencida del poder transformador de la Sonrisa Encantadora ni de pasarse media hora al día chupando una uva. No era la primera vez que un libro de autoayuda le salía rana —
No dejes para mañana lo que puedas hacer hoy
y
Haz una amistad verdadera
habían sido auténticos fracasos— y, sin embargo, en aquella ocasión le resultó deprimente, dadas las grandes esperanzas que le había inspirado en un principio. Otro motivo consistía en que, como su mejor amiga, Kenzi, había observado hacía poco, cualquier estudiante de último curso del instituto que pretendiese ligar del mismo modo que Miranda, estaba pidiendo ayuda a gritos.
Lo intentó con otro pasaje. «Plantéale una de sus preguntas eligiendo otras palabras y añadiéndole el toque de insinuación que da levantar una ceja. O, mejor aún, ¡mete la directa y atrévete con una indirecta! Tú: "¿No estás mareado?". El: "No, ¿por qué?". Tú: "Porque te has pasado el día dándome vueltas en la cabeza". Si los mareos no van contigo, prueba con lo siguiente; ¡nunca falla! Tú: "¿Llevas puesto el pantalón de astronauta?". El: "¿Cómo?". Tú: "Es que tienes un culo que se sale de órbita"…»
—Hola, señorita Kiss.
Miranda alzó la mirada y descubrió ante sus ojos la barbilla partida y la cara bronceada del sargento Caleb Reynolds.
Debía de estar muy distraída para no haber oído los latidos de su corazón cuando se le acercó. Eran inconfundibles, con un pequeño retintín al final semejante al del un, dos, tres, chachachá (había aprendido el ritmo del chachachá en
¡Bailar es fácil!,
otra experiencia de autoayuda con final catastrófico). Seguro que iba a tener problemas cardiacos al llegar a la vejez, pero, a sus veintidós años, dicho fenómeno no parecía impedirle ir al gimnasio, a juzgar por sus pectorales, bíceps, hombros, antebrazos, muñecas…
«Deja ya de mirar.»
Dado que sufría un ataque de Boca Atolondrada cada vez que intentaba hablar con un chico guapo —y mucho peor aún si se trataba, como era el caso, del empleado más joven de la oficina del
sheriff
de Santa Bárbara, individuo que sólo era cuatro años mayor que ella, que iba a hacer surf todas las mañanas antes de ir a trabajar y que era lo bastante sofisticado para llevar gafas de sol al anochecer—, dijo:
—Hola. ¿Sueles venir por aquí?
El frunció el ceño.
—No.
—Claro, ¿por qué ibas a venir? Yo tampoco vengo mucho. O, bueno, no tanto. Una vez a la semana. En fin, no lo bastante como para saber dónde están los baños. ¡Ja, ja!
Pensó de inmediato, y no por primera vez, que en la vida todo el mundo debería tener una trampilla por la que escabullirse. Es decir, una pequeña vía de escape por la que desaparecer cada vez que hacías el ganso de un modo tan estrepitoso. O cada vez que te salía un grano inesperado.
—¿Está bien el libro? —preguntó, quitándoselo de la mano para leer el subtítulo en voz alta—. «Una guía para buenas chicas que (de vez en cuando) quieren ser malas.»
Pero en la vida no había trampillas.
—Es para un trabajo del instituto. Deberes. Sobre, bueno, sobre rituales de apareamiento.
—Creía que te gustaban más los de crímenes —le dedicó una de sus medias sonrisas, pues una sonrisa de oreja a oreja hubiera sido impropia de él—. ¿Piensas desbaratar algún otro atraco a un colmado?
Aquello había sido un error. No detener a los tipos que estaban asaltando el veinticuatro horas de Ron, sino quedarse el tiempo suficiente para que los policías la viesen. Por alguna razón, les había costado creer que se hubiese apoyado en la farola y que ésta se hubiera caído sobre el coche de los ladrones, que aceleraba para salir al cruce. Era triste que la gente fuese tan suspicaz, sobre todo la que se dedicaba a la ley y el orden. O la de la administración del instituto. Pero, desde entonces, Miranda había aprendido mucho.
—Ahora sólo intervengo en un atraco al mes —dijo, con el deseo de que su actitud fuera la de las chicas que están sexis y son sexis, que gastan bromas y no se despeinan—. Ahora me dedico a lo de siempre: recoger vips en el aeropuerto.
Miranda percibió que el chachachá del corazón del sargento se aceleraba un poco. A lo mejor lo de los vips le parecía interesante.
—Ese internado al que vas… ¿la Chatsworth Academy? ¿Te dejan salir del recinto cada vez que te apetece o sólo algunos días?
—Las tardes de los miércoles y de los sábados, si estás en el último curso, porque no hay clase —le explicó ella, y notó que el pulso de él se apuraba aún más.
¿Es que la iba a invitar a salir? No. Imposible. Imposible, imposible, imposible… ¡IMPOSIBLE! «¡Liga! —se ordenó a sí misma—. ¡Sonrisa Encantadora! ¡Di algo! ¡Cualquier cosa! ¡Sé sexy! ¡Ahora!»
—Y tú, ¿qué haces en tu tiempo libre? —le preguntó, reformulando su pregunta y alzando la ceja que daba aquel toque de insinuación.
Él se quedó un tanto desconcertado.
—Yo siempre trabajo, señorita Kiss —repuso, muy formal.
«Por favor, reciban con un gran aplauso a Miranda, la diosa del amor, nuestra nueva campeona de la estupidez del año», pensó ella.
—Claro —afirmó—. Igual que yo. O sea, siempre estoy llevando a clientes en el coche o entrenando con el equipo. Soy una de las Bee Girls de Tony Bosun, ¿te suenan? Es un equipo de
roller derby.
Por eso trabajo en esto —dijo, aporreando la limusina cuando en realidad sólo pretendía señalarla—. Tienes que trabajar en la empresa de Tony, 5Ds Luxury Transport, para que te admitan en el equipo. Los partidos suelen jugarse los fines de semana, pero entrenamos los miércoles y, de vez en cuando, algún otro día… —así chachareaba Boca Atolondrada.
—He visto jugar a las Bees. Pero el suyo es un equipo profesional, ¿me equivoco? ¿Permiten jugar a alguien de tu edad.
Miranda tragó saliva.
—Ah, pues claro. Sí, sí.
Él la miró por encima de la montura de sus gafas de sol.
—Vale, vale —corrigió—. Tuve que mentir para entrar en el equipo. Tony cree que tengo veinte años. ¿No vas a decirle nada, verdad?
—¿De verdad se ha tragado que tienes veinte?
—Necesitaba una nueva delantera.
El sargento profirió una risita sofocada.
—Así que tú eres la delantera. Pues se te da muy bien. Entiendo que haya hecho una excepción contigo —volvió a observarla—. Nunca te habría reconocido.
—Bueno, ya sabes. Nos ponemos pelucas y máscaras, así que es difícil distinguirnos.
Era una de las cosas que le gustaban del roller derby: el anonimato, que nadie supiese quién eras ni cuál era tu nivel. La hacía sentirse invulnerable, segura. Nadie podía señalarla y recriminarle… nada.
Reynolds se quitó las gafas para mirarla mejor.
—¿Así que te pones uno de esos conjuntos rojos, blancos y azules, con falda corta y camiseta ceñida y sin mangas? Me gustaría verte alguna vez.
Sonrió mirándola a los ojos, y ella, con temblores en las rodillas, comenzó a imaginárselo sin camisa y con un tarro de sirope de arce y un enorme…
—Ah, aquí está la señorita a quien estaba esperando —dijo—. Nos vemos —y se alejó.
… montón de tortitas. Miranda lo vio acercarse a una mujer de unos veintitantos —rubia y delgada, pero fibrosa—, abrazarla y darle un beso en el cuello. La clase de mujer cuyos sujetadores tenían etiquetas en las que podía leerse: «Talla treinta y seis. Absténganse mocosas». Le oyó decir, excitado: «Espera a que lleguemos a casa. Tengo juguetes nuevos, increíbles, especiales para ti». Hablaba con voz ronca, y el pulso se le había disparado.
Al pasar junto a Miranda, levantó la barbilla y dijo:
—No te metas en problemas.
—Lo mismo digo —repuso Boca Atolondrada.
De tan zopenca que se sentía, Miranda quiso darse de cabezazos con el techo del coche. Había querido ensayar la Risita (expresión número cuatro del libro), pero había obtenido la humillación.
Mientras la feliz pareja atravesaba el aparcamiento, oyó que la mujer le preguntaba a Reynolds quién era ella, y él le respondió:
—Trabaja conduciendo esa limusina.
—¿Es chófer? —preguntó la mujer—. Pues parece una de esas niñas de Hawanan Airlines con las que te gustaba salir, pero más joven. Y también más guapa. Ya sabes cómo te pones con las niñas guapas. ¿Estás seguro de que no tengo que preocuparme por nada?
Miranda lo oyó reír y hablar con franco asombro.
—¿Ella? Vamos, nena. Es sólo una cría que va al instituto. Le gusto y nada más. Confía en mí: no tienes que preocuparte por nada.
Y pensó: «Tram… pilla… ahora… por favor».
De vez en cuando, tener un superoído era un supersuplicio.
Miranda adoraba el aeropuerto de Santa Bárbara.
Con sus muros imitando el adobe, el fresco suelo de terracota, los extravagantes azulejos azules y dorados, y las buganvillas, más parecía una de esas cantinas de Acapulco que un edificio oficial. Como su tamaño era reducido, los aviones se detenían en la propia pista y esperaban a que se les acercaran las escaleras. Una cadena era lo único que separaba a quienes acababan de bajar del avión de los que esperaban a alguien.
Tras sacar de la limusina el cartel de bienvenida, en el que leyó el nombre de la persona que debía recoger —Cumean—, lo levantó para mostrárselo a los pasajeros que estaban desembarcando. Mientras aguardaba, oyó a una mujer que estaba en un Lexus todoterreno situado cuatro coches más allá hablando por teléfono: «Si se baja del avión, la veré. Más le vale a ése tener el talonario preparado». Luego, inclinó la cabeza para escuchar el chupeteo de un caracol que reptaba a través de los recalentados adoquines hacia unas hojas de hiedra.
Todavía recordaba el momento en que se había dado cuenta de que no todo el mundo oía los sonidos que ella podía oír, que ella no era normal. Había transcurrido la mitad del séptimo curso en el colegio Saint Bartolomeo —marcada por la proyección del vídeo
Tu cuerpo está cambiando: la feminidad
— y estaba pasmada con la cantidad de cambios de los que no se hablaba, como las aceleraciones descontroladas, los objetos que se aplastaban sin motivo cuando iba a cogerlos, golpearse la cabeza con el techo del gimnasio cuando saltaba con los brazos en cruz o la repentina capacidad para distinguir las partículas de polvo en la ropa de la gente. Sin embargo, desde que la hermana Anna le respondió a todas sus preguntas con un «Déjate de bromas, niña», Miranda había concluido que la película pasaba por alto aquellas cosas por considerarlas obvias. Pero cuando trató de ganarse las simpatías de Johnnie Voight avisándole de que no debía volver a copiarle a Cynthia Riley ya que, a juzgar por el ruido que hacía el lápiz de ésta, sentada cinco filas más allá, erraba todas las respuestas, Miranda había comprendido hasta qué punto era diferente de los demás. En lugar de arrodillarse frente a ella para adorarla como a una diosa, Johnnie le había dicho que era un bicho raro, una bruja entrometida, y después había querido pegarle.