Nocturna (23 page)

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Authors: Guillermo del Toro y Chuck Hogan

Tags: #Ciencia Ficción, Terror

BOOK: Nocturna
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La tomó de la mano para llevarla a la cocina. Le daría algo de comer. La sentó en su silla y la miró desde el mostrador mientras le preparaba dos gofres con chispas de chocolate, su plato favorito. Ella permaneció sentada con las manos a los lados, observándolo, aunque sin mirar exactamente, ajena a todo lo que había a su alrededor. No hubo conversaciones triviales ni anécdotas escolares.

Los gofres saltaron de la tostadora y él les untó mantequilla y sirope, sirviéndolos en un plato que dejó frente a ella. Gary se sentó en la silla para observarla. La tercera silla, el lugar de mamita, aún estaba vacío… Quién sabe, tal vez el timbre de la puerta sonara de nuevo…

—Come —le dijo, pero ella no cogió el tenedor. Él cortó un pedazo y lo sostuvo frente a su boca; ella no la abrió.

—¿No? —le dijo él. Entonces se llevó el tenedor a la boca y masticó el trozo de gofre para estimular su apetito. Lo volvió a intentar, pero la respuesta de la niña fue la misma. Una lágrima resbaló por la mejilla de Gary. En ese momento supo que algo muy malo le había sucedido a Em, pero apartó esa idea de su mente.

Ella ya estaba allí: había regresado.

—Ven.

La llevó a su habitación. Él entró primero, y Emma se detuvo después de cruzar la puerta. Sus ojos miraron el cuarto como un recuerdo lejano en los ojos de una anciana que hubiera regresado milagrosamente a la infancia.

—Necesitas dormir —le dijo él, buscándole un pijama en los cajones del ropero.

Ella permaneció en la puerta con sus brazos pegados al cuerpo.

Gary se dio la vuelta con el pijama en sus manos.

—¿Quieres que te lo ponga?

Se arrodilló, le alzó el vestido, y su hija preadolescente no hizo la menor objeción. Gary descubrió más arañazos, y un moretón grande en el pecho. Tenía los pies muy sucios, con rastros de sangre reseca, y la temperatura de su piel era muy alta.

Pero no la llevaría al hospital; nunca más permitiría que se alejara de él.

Llenó la bañera con agua y la sentó allí. Se arrodilló para limpiarle las contusiones con un paño enjabonado. Ella ni siquiera se inmutó. Le lavó el pelo sucio y enmarañado con champú y acondicionador.

Ella lo miró con sus ojos oscuros, sin la menor señal de comunicación. La niña estaba en una especie de trance, de
shock
, de trauma profundo.

Pero él velaría por su bienestar.

Le puso el pijama, tomó un cepillo grande de la canasta de mimbre que había en un rincón y le peinó el pelo rubio.

«Estoy alucinando con ella», pensó Gary. «He perdido el contacto con la realidad».

Y mientras la seguía peinando, concluyó: «Me importa un pepino».

Levantó las sábanas y el edredón acolchado, y acostó a su hija, tal como lo hacía cuando era una niña pequeña. Dobló las sábanas a la altura del cuello de Emma, quien permanecía inmóvil y con un aspecto somnoliento, pero con los ojos completamente abiertos.

Gary se detuvo antes de inclinarse para besar su frente todavía caliente. Era poco más que un fantasma, un fantasma cuya presencia él acogía, un fantasma que podía amar.

Le humedeció la frente con sus lágrimas, agradecido por su presencia.

—Buenas noches —le dijo, pero ella no le respondió. Emma seguía inmóvil bajo el halo rosado de la lámpara de su mesa de noche, con la mirada fija en el techo, sin reconocerlo, sin cerrar los ojos y sin esperar el sueño. Esperaba… otra cosa.

Gary cruzó el pasillo para ir a su habitación. Se cambió y se acostó en la cama. Él tampoco durmió. También estaba esperando algo, aunque no sabía qué.

Sólo lo supo cuando lo escuchó.

Fue un crujido leve en el umbral de su cuarto. Se dio la vuelta y vio la silueta de Emma frente al quicio de la puerta, acercándose a él con su figura menuda en medio de la penumbra, Se detuvo al lado de su cama y abrió la boca de par en par, como si fuera a bostezar.

Su Emma había regresado a él. Eso era lo único que importaba.

Z
ack tuvo dificultades para dormir. Era cierto lo que todos decían: que se parecía mucho a su padre. Y aunque era muy joven para tener una úlcera, lo cierto es que ya sentía el peso del mundo en sus espaldas. Era un chico muy serio, y sufría a causa de ello.

Eph le había dicho que era algo congénito. Ya desde la cuna su mirada tenía una ligera expresión de preocupación, y sus ojos intensos y oscuros siempre estaban buscando algo. Su expresión ligeramente preocupada le causaba gracia a Eph, pues le recordaba mucho a sí mismo.

Durante los últimos años, Zack había sentido el peso de la separación, del divorcio y de la batalla por su custodia. Tardó un tiempo en convencerse a sí mismo de que no era culpable de lo que estaba sucediendo. Sin embargo, sabía que si hurgaba más de la cuenta, una rabia profunda afloraría en su corazón. Años de susurros rabiosos a sus espaldas… los ecos de las peleas nocturnas… los golpes a las paredes despertándolo a media noche… todo aquello no tardó en pasarle factura. Y ahora, a la tierna edad de once años, Zack era un insomne.

Algunas noches sofocaba los ruidos de su casa con su iPod nano y se distraía mirando por la ventana de su cuarto. Otras noches la abría y escuchaba el sonido más insignificante que pudiera ofrecer la noche, hasta que los oídos le zumbaban.

Él personificaba la esperanza de muchos niños de su edad, que esperaban que los sonidos de la calle le revelaran sus misterios en horas de la noche, cuando ésta no se sintiera observada: fantasmas, asesinatos, lujuria. Sin embargo, lo único que Zack había visto hasta la hora en que el sol aparecía en el horizonte era el parpadeo hipnótico y azul de la televisión de la casa de enfrente.

El mundo estaba desprovisto de héroes y de monstruos, aunque Zack los buscaba con su imaginación. La falta de sueño afectó al chico, quien muchas veces se quedaba dormido en la escuela, y sus compañeros, que no pasaban por alto ni el menor detalle, inmediatamente le pusieron sobrenombres que iban desde el típico «zoquete», al más críptico «Necro-Zack», cada grupo eligiendo su favorito.

Zack soportaba los días de humillación con el recuerdo y la promesa de las visitas de su padre.

Se sentía bien con Eph,
especialmente
cuando estaban en silencio. Su mamá era demasiado perfecta, observadora y amable, sus expectativas implícitas (supuestamente para el bien de él) eran imposibles de cumplir, y él sabía, de un modo extraño, que la había decepcionado desde el momento en que nació, por ser varón, y por parecerse tanto a su papá.

Pero con Eph todo era distinto. Zack le contaba a su papá todo aquello que su mamá anhelaba saber. No eran cosas graves y mucho menos secretas, sino simplemente privadas, aunque sí tan importantes como para no revelárselas a ella y reservarlas para Eph, que era lo que hacía Zack.

En ese momento, acostado y sin poderse dormir, Zack pensó en el futuro. Estaba seguro de que nunca más volverían a estar unidos como una familia. Eso no era posible. Pero se preguntó cuánto podrían empeorar las cosas. Ése era Zack en una sola frase, preguntándose siempre:
¿cuánto pueden empeorar las cosas?

Y la respuesta, siempre inevitable, era:
podrían empeorar mucho
.

Tenía la esperanza de que, al menos ahora, toda la legión de adultos «preocupados por él» desaparecería de su vida: terapeutas, jueces, trabajadores sociales y el novio de su madre. Todos ellos lo mantenían como rehén de sus propias necesidades y metas estúpidas. Todos tan «interesados» en él, en su bienestar, cuando en realidad a ninguno de ellos le importaba un pepino.

La canción de
My Bloody Valentine
terminó de sonar en el iPod, y Zack se quitó los auriculares. El cielo aún no estaba claro, y finalmente se sintió cansado. Le agradó sentirse así, pues no le gustaba pensar.

Se dispuso a dormir y ya se estaba quedando dormido cuando sintió unos pasos.
Flap-flap-flap
, como un eco de pies descalzos sobre el asfalto. Zack se asomó por la ventana y vio a un tipo. Estaba desnudo.

Tenía una palidez lunar, las marcas de su estómago brillando en la oscuridad. Era evidente que había sido gordo, pero ahora la piel le colgaba por todas partes, lo que hacía imposible definir su figura.

Era viejo, pero parecía no tener edad. El escaso pelo mal teñido en su cabeza casi calva y las venas varicosas de sus piernas hacían suponer que tenía unos setenta años; pero su paso tenía un vigor, y su andar un tono, que era difícil no compararlos con los de un hombre joven. Zack pensó en todo esto, pues era muy parecido a Eph. Su madre le habría ordenado que se retirara de la ventana y llamara al 911, mientras que Eph le habría pedido que describiera con pelos y señales la complexión de aquel hombre desnudo.

La pálida figura merodeó por la casa de enfrente. Zack escuchó un pequeño quejido, y luego el chirrido de la reja del patio. El hombre apareció de nuevo y se dirigió hacia la puerta de los vecinos. Zack pensó en llamar a la policía, pero su mamá lo acosaría con muchas preguntas, y además, él tenía que ocultarle su insomnio, pues de lo contrario tendría que padecer días y semanas enteras de citas y pruebas médicas, para no hablar del motivo de preocupación que representaría para ella.

El hombre llegó hasta la mitad de la calle y se detuvo. Sus brazos eran flácidos y tenía el pecho completamente caído; ¿realmente respiraba? La brisa nocturna le mecía el cabello, dejando al descubierto las raíces de color café rojizo.

Miró hacia la ventana de Zack, y por un momento extraño sus miradas se encontraron. A Zack se le aceleró el corazón. Hasta ese momento no había visto al tipo de frente; sólo le había alcanzado a distinguir el costado y la espalda, pero ahora le podía ver el tórax atravesado por una enorme cicatriz en forma de «Y».

Sus ojos eran como tejidos muertos, de aspecto opaco incluso bajo la suave luz de la luna. Lo peor de todo era que poseían una energía frenética, iban de un lado a otro y se concentraban en él, mirándolo con una expresión indefinible.

Zack se agachó y se retiró de la ventana, completamente asustado por la cicatriz y por aquella mirada vacía. ¿Qué expresaba ese señor?

Conocía esa cicatriz y sabía lo que significaba. Era la cicatriz de una autopsia. Pero ¿era eso posible?

Se arriesgó a mirar de nuevo por el borde de la ventana. Lo hizo con mucho cuidado, pero la calle estaba vacía. Se sentó para ver mejor: el hombre había desaparecido.

¿Alguna vez había estado allí? ¿No sería que la falta de sueño
realmente
se estaba apoderando de él? Ver cadáveres caminando desnudos por la calle no era algo que el hijo de unos padres divorciados quisiera contarle a un terapeuta.

Entonces se le ocurrió algo: hambre. Eso era. Aquellos ojos vacíos lo habían mirado con un
hambre
intensa…

Zack se metió debajo de las mantas y enterró su cabeza en la almohada. La ausencia del hombre no lo tranquilizó, y más bien le produjo el efecto contrario. Había desaparecido, pero Zack lo vio en todas partes. Podía estar abajo, irrumpiendo en su casa por la ventana de la cocina. No tardaría en subir las escaleras con mucha lentitud —
¿podía escuchar ya sus pasos?
— y en cruzar el corredor hasta llegar a su puerta. Abriría la cerradura con suavidad, pues estaba rota y el seguro no funcionaba, llegaría hasta su cama, y ¿después qué? Temía escuchar la voz del hombre y enfrentar su mirada muerta, pues tenía la terrible certeza de que, por más que caminara, el hombre ya no estaba vivo.

Zombis…

Zack se escondió debajo de su almohada, su mente y su corazón agitados, lleno de miedo y rezando para que las luces del amanecer acudieran a su rescate. Por primera vez en su vida deseó que amaneciera para ir a la escuela.

El parpadeo hipnótico del televisor se había desvanecido en la casa de enfrente y un sonido lejano de cristales rotos se escuchó en la calle desierta.

A
nsel Barbour hablaba solo mientras deambulaba por el segundo piso de su casa. Tenía la misma camiseta y los calzoncillos con los que había intentado dormir, y el pelo totalmente revuelto. Después de halárselo y apretárselo durante todo el día. No sabía qué le estaba sucediendo. Ann-Marie sospechaba que tenía fiebre, pero cuando se acercó con el termómetro él no soportó la idea de que le metieran ese tubo con punta de acero debajo de su lengua ardiente. Tenían un termómetro de oído para los niños, pero él ni siquiera era capaz de permanecer lo suficientemente quieto para una lectura exacta. Ann-Marie le puso la mano en la frente y sintió calor, mucho calor, pero eso ya no era noticia para Ansel.

Ansel notó que su esposa estaba petrificada por el miedo. No hizo ningún esfuerzo por ocultarlo; para ella, cualquier enfermedad era un asalto a la seguridad de la unidad familiar. La más pequeña anomalía, el menor signo de vómito en uno de los niños o una jaqueca, eran recibidos con el mismo temor que uno podría sentir con una prueba de sangre con resultados negativos, o con la repentina aparición de un tumor en cualquier parte del cuerpo.
Ahora sí
, pensó Ann-Marie; era el comienzo de esa tragedia terrible que tarde o temprano la abatiría.

La tolerancia de Ansel para con las excentricidades de Ann-Marie estaban en su punto más bajo. Él estaba viviendo momentos terribles y necesitaba su ayuda, no su estrés. En ese momento él no podía ser el más fuerte de los dos. Necesitaba que ella asumiera el control.

Hasta los niños permanecían alejados de él, asustados por la mirada ausente de su padre, o tal vez —y él era vagamente consciente de eso— a causa de su hedor, el cual le recordaba el olor a manteca de cocina congelada durante mucho tiempo en una lata oxidada. De tanto en tanto los veía esconderse detrás de la balaustrada de la escalera, observándolo cruzar el rellano del segundo piso. Él quería disipar sus temores, pero temió perder el control al tratar de explicarles, y empeorar así las cosas. La mejor forma de tranquilizarlos sería recuperándose y escapando de la desorientación y el dolor que lo agobiaban.

Se detuvo en la habitación de su hija, le pareció que las paredes eran demasiado púrpura y oscuras, y regresó al corredor. Permaneció completamente inmóvil en el rellano —tanto como pudo— y escuchó de nuevo ese ruido sordo, ese latido cercano y agitado, completamente distinto al martilleo en su cabeza que acompañaba sus jaquecas. Era casi… como en las salas de cine de las ciudades pequeñas, cuando en los momentos silenciosos de las películas se puede escuchar el sonido de la cinta rodando en el proyector. Es algo que distrae y te conduce a la certeza de que
eso no es real
, como si fueras el único en comprender esa verdad.

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