Movió la cabeza con firmeza y se retorció de dolor… tratando de utilizarlo como un blanqueador para limpiar sus pensamientos. Sin embargo, aquel golpeteo, aquel latido resonaba en las fibras más recónditas de su ser.
Los perros también se estaban comportando de una forma extraña.
Pap
y
Gertie
, la pareja de san bernardos torpes y grandes, gruñían como si sintieran la presencia de algún animal en el jardín.
Ann-Marie entró en el cuarto y vio a Ansel sentado en el borde de la cama, sosteniéndose la cara con las manos como un huevo que se fuera a romper.
—Deberías dormir —le dijo ella.
Él se agarró del pelo como tomando las riendas de un caballo desbocado, y suprimió el deseo de reprenderla. Tenía un problema en la garganta, y cuando se recostaba durante cierto tiempo, su epiglotis aumentaba de tamaño, obstruyéndole las vías respiratorias y sofocándolo hasta que podía respirar de nuevo. Sentía terror de morir mientras estuviera durmiendo.
—¿Qué hago? —preguntó ella en la puerta, apretando firmemente su mano contra la frente.
—Tráeme un poco de agua —le dijo él. La voz silbó en su garganta en carne viva, lacerándolo como una oleada de vapor—. Que sea tibia. Disuelve un poco de Advil, ibuprofeno, o lo que sea.
Ella se quedó mirándolo sin saber qué hacer.
—¿No te sientes al menos un poco mejor…?
Su timidez, que normalmente despertaba fuertes instintos protectores en él, ahora sólo le producía rabia.
—Ann-Marie, tráeme un maldito vaso de agua y llévate a los niños afuera. ¡Haz algo, y por favor,
mantenlos alejados de mí!
Ella se marchó llorando.
Ansel escuchó que salían al patio, y fue al primer piso, sosteniéndose del pasamanos de las escaleras. Ella había dejado el vaso a un lado del fregadero, sobre una servilleta, y las pastillas disueltas enturbiaban el agua. Se llevó el vaso a los labios con las dos manos y se obligó a beber el contenido. Vertió agua en su boca, y su garganta no tuvo otra opción que tragarla. Bebió un poco, pero expulsó el resto del contenido sobre la ventana del fregadero que daba al patio posterior. Jadeó mientras veía la mezcla líquida escurrir por el cristal, distorsionando la visión de Ann-Marie, quien estaba detrás de los columpios, mirando el cielo oscuro, y descruzando sus brazos únicamente para empujar a Haily.
El vaso resbaló de su mano y cayó al fregadero. Salió de la cocina y se dirigió a la sala; se tumbó en el sofá, sumido en una especie de estupor. Tenía la garganta inflamada y se sintió más enfermo que nunca.
Tenía que regresar al hospital. Ann-Marie tendría que defenderse sola durante un tiempo. Podía hacerlo si no tenía otra opción. Incluso podría ser bueno para ella…
Intentó concentrarse y determinar con claridad lo que debía hacer antes de marcharse.
Gertie
llegó hasta la puerta jadeando, y un sonido retumbó en los oídos de Ansel.
Entonces advirtió que el sonido provenía de los perros.
Se levantó del sofá y se fue gateando en dirección a
Pap
, acercándose para oír mejor.
Gertie
gimoteó y retrocedió hasta la pared.
Pap
estaba intranquilo, pero continuó echado sobre sus patas. El gruñido en la garganta del perro se hizo más fuerte, y Ansel lo agarró del collar cuando intentaba levantarse para huir de él.
Trum… trum… trum.
El sonido estaba
dentro
de ellos.
Pap
gimoteó y se sacudió, pero Ansel, un hombre corpulento que casi nunca apelaba a su fuerza, le pasó el brazo alrededor del cuello, inmovilizando al san bernardo con una llave. Apretó su oído contra el cuello del perro, y el pelaje del animal le hizo cosquillas en el tímpano.
Sí; era un repiqueteo. ¿Sería la sangre del animal circulando?
Ése era el sonido. El perro intentó desprenderse en medio de aullidos, pero Ansel apretó con más fuerza su oído contra el cuello del animal, pues necesitaba saber si aquélla era la fuente del sonido.
—¿Ansel?
Se dio la vuelta con tanta rapidez que sintió una pavorosa oleada de dolor; vio a Ann-Marie en la puerta, y a Benjy y a Haily detrás de ella. Haily estaba abrazada a la pierna de su madre y Benjy a un lado; ambos lo estaban mirando. Ansel retiró el brazo y el perro escapó.
Ansel estaba arrodillado.
—¿Qué es lo que quieres? —le gritó.
Ann-Marie permaneció completamente inmóvil, paralizada por el miedo.
—Yo… no… los llevaré a dar una vuelta.
—Está bien —dijo él. Se suavizó un poco con la mirada de sus hijos, y la sensación de ahogo en su garganta le hizo carraspear—. Papá está bien —les tranquilizó, limpiándose la saliva con el dorso de la mano—. Papá va a estar bien.
Giró la cabeza hacia la cocina, donde estaban los perros. Todos sus pensamientos apacibles se desvanecieron al escuchar de nuevo el repiqueteo. Era más fuerte que antes y ahora venía acompañado de un latido.
Eran ellos.
Sintió una vergüenza nauseabunda en su interior y se estremeció; luego se llevó un puño a la sien.
—Sacaré a los perros —dijo Ann-Marie.
—
¡No!
—Se contuvo, estirando la mano abierta hacia ella—. ¡No! —dijo con un tono más calmado. Intentó recobrar la compostura y parecer normal—. Están bien aquí. Déjalos.
Ella vaciló como si quisiera decir o hacer algo, pero finalmente se dio la vuelta, tomó a Benjy y se marchó.
Ansel se apoyó en la pared y fue al baño. Encendió la luz para mirarse los ojos en el espejo. Estaban llenos de venas rojas y eran como huevos de un marfil amarillento y difuso. Se limpió el sudor de la frente y del labio superior, y abrió la boca para mirarse la garganta. Esperaba ver sus amígdalas inflamadas o algún tipo de erupción lechosa, pero sólo vio una mancha oscura. Le dolía levantar la lengua pero lo hizo y miró debajo. La tenía irritada, completamente enrojecida, y tan ardiente como un carbón encendido. Se tocó, y el dolor fue tal que pareció taladrarle el cerebro, extendiéndose por ambos lados de la mandíbula y tensionándole los tendones del cuello. Tosió con fuerza, arrojando unos coágulos negros contra el espejo. Era sangre, mezclada con una sustancia blanquecina; tal vez era flema. Parecía como si hubiera expulsado un residuo sólido, pedazos podridos de sí mismo. Extendió el brazo y tomó un coágulo con la punta del dedo medio. Se lo llevó a la nariz para olerlo, frotándolo con el dedo pulgar. Era como un coágulo de sangre descolorido. Se lo llevó a la boca y una vez se disolvió en su interior, tomó otro y se lo tragó. No tenía mucho sabor, pero sintió una sensación casi balsámica en la lengua.
Se inclinó hacia delante, lamiendo las manchas sangrientas sobre la fría superficie. Debería haber sentido dolor en la lengua al hacerlo, pero al contrario, la irritación en la boca y en la garganta disminuyeron. Incluso en la parte más suave debajo de la lengua, el dolor se redujo a un hormigueo. El repiqueteo también se desvaneció, aunque no desapareció por completo. Miró su reflejo en el espejo manchado de sangre e intentó comprender qué clase de alucinación podría estar afectándolo.
El alivio fue desesperadamente breve. La tensión apareció de nuevo, como si unas manos fuertes le estuvieran apretando la garganta. Apartó la mirada del espejo y salió al corredor.
Gertie
lloriqueó y retrocedió para alejarse de él, apresurándose hacia la sala.
Pap
estaba arañando la puerta trasera, pues quería salir, pero se marchó cuando lo vio entrar en la cocina. Ansel permaneció allí, con la garganta palpitándole. Se dirigió al armario donde estaba la comida para los perros y sacó una caja de huesos con sabor a leche. Cogió uno entre sus dedos como hacía siempre, y se dirigió a la sala.
Gertie
estaba con las patas extendidas junto a las escaleras. Ansel se sentó en su banco y agitó el hueso.
—Ven a papá —dijo, con un susurro desalmado que le desgarró el alma.
Las ventanas del hocico de la perra se ensancharon al percibir el aroma en el aire.
Trum… trum…
—Ven, niña. ¡Ven por tu hueso!
Gertie
se incorporó lentamente con sus cuatro patas, dio un pequeño paso, se detuvo y olisqueó de nuevo. Su instinto le dijo que detrás de ese obsequio había algo que no estaba bien.
Pero Ansel sostuvo el hueso sin moverlo, y esto pareció tranquilizar a la perra. Avanzó lentamente por la alfombra con la cabeza abajo y los ojos alertas. Ansel asintió y el repiqueteo en su cabeza aumentó cuando ella se aproximó.
—Vamos,
Gertie
—la animó Ansel.
La perra se acercó y probó el hueso con su lengua gruesa, lamiéndole algunos de los dedos. Lo hizo varias veces, pues quería la golosina y confiar en su amo. Ansel le tocó la cabeza con la otra mano, como a ella le gustaba. Se le salieron las lágrimas al hacer esto.
Gertie
se inclinó hacia adelante para tomar el hueso, y entonces Ansel la agarró del collar y cayó sobre ella con todo su peso.
Gertie
luchó para desprenderse, gruñendo y tratando de morderlo, pero su reacción de pánico llenó de determinación a su amo. La sujetó debajo de la mandíbula inferior y le cerró el hocico para alzarle la cabeza y acercar su boca al cuello peludo de la perra.
Le mordió la piel tersa y ligeramente grasosa; la perra aulló cuando él probó su piel, y la textura de su carne gruesa y suave desapareció rápidamente bajo una oleada de sangre caliente. El dolor del mordisco hizo reaccionar a
Gertie
, pero Ansel la agarró con fuerza, levantándole la cabeza aún más, para que el cuello del animal quedara totalmente descubierto.
Estaba ingiriendo la sangre de la perra en sorbos largos, sin poder parar, con la urgencia desconocida y excitada que despertaba en su garganta. No podía entenderlo; lo único que contaba para él era la satisfacción que esto le proporcionaba. Era un placer paliativo que le daba poder. Sí: poder, como cuando un ser le extrae la vida a otro.
Pap
entró aullando en la sala. Fue un quejido lastimero semejante al de un fagot, y Ansel supo que tenía que hacer algo para que aquel san bernardo de ojos tristes dejara de asustar a los vecinos.
Gertie
se movía lánguidamente debajo de él, y Ansel corrió tras
Pap
, derribando una lámpara de pedestal antes de alcanzar al perro.
El placer de la sensación de beberse al segundo animal lo extasió por completo. Sintió en su interior algo semejante a lo que sucede cuando la succión aumenta en un sifón y se logra el cambio deseado en la presión. El líquido fluyó sin esfuerzo y lo sació.
Ansel se sentó con el último sorbo de sangre animal todavía en su boca. Por un momento se sintió adormecido y confundido, y tardó en regresar a la realidad circundante. Miró al perro muerto a sus pies, y se sintió completamente despierto y frío.
El remordimiento se apoderó de él.
Se puso de pie y vio a
Gertie
; se miró el pecho, arañándose la camiseta empapada de sangre.
¿Qué me está pasando?
La sangre en la alfombra se veía como una desagradable mancha negra. Sin embargo, no había mucha y fue entonces cuando recordó que se la había bebido toda.
Se acercó a
Gertie
y la tocó, sabiendo que estaba muerta —que la había matado—, y, dejando su repugnancia a un lado, la envolvió en la alfombra manchada. La levantó emitiendo un fuerte rugido, atravesó la cocina y bajó las escaleras hacia el cobertizo de los perros. Se arrodilló, desenrolló la alfombra con el pesado san bernardo, y fue en busca de
Pap
.
Los dejó contra la pared del cobertizo, debajo del tablero de las herramientas. Su repulsión era distante y extraña. Sentía el cuello tensionado pero no irritado, la garganta fresca y la cabeza despejada. Se miró las manos ensangrentadas y tuvo que aceptar aquello que no podía entender.
Lo que acababa de hacer le hizo sentirse mejor.
Regresó a la casa y subió las escaleras. Se quitó la camisa ensangrentada y los calzoncillos, y se puso una sudadera vieja, pues sabía que Ann-Marie y los niños regresarían en cualquier momento. Sintió de nuevo el repiqueteo mientras buscaba las zapatillas. No lo escuchó: lo sintió, y su significado lo aterrorizó.
Escuchó voces en la puerta de su casa.
Su familia había regresado.
Bajó de nuevo y salió por la puerta de atrás sin ser visto, tocando la hierba del jardín con sus pies descalzos y tratando de huir del latido que invadía su cabeza.
Se dirigió a la entrada pero escuchó voces en la calle. Había dejado las puertas del cobertizo abiertas, y en medio de su desesperación decidió esconderse dentro de la perrera. No sabía qué otra cosa hacer.
Gertie
y
Pap
yacían inertes, y poco faltó para que un grito escapara de sus labios.
¿Qué he hecho?
Los inviernos de Nueva York habían combado las puertas del cobertizo, y no encajaban completamente bien. A través de la abertura vio a Benjy servirse un vaso de agua del grifo.
¿Qué me esta pasando?
Era como un perro que se hubiera vuelto repentinamente feroz.
Seguramente me he contagiado con algún tipo de rabia.
Escuchó voces. Eran los niños, bajando los peldaños del porche de atrás; estaban llamando a los perros. Ansel miró a su alrededor, agarró un rastrillo y lo pasó entre las manijas interiores de la puerta con tanta rapidez y tan silenciosamente como pudo. Así dejaría a los niños por fuera y él se encerraría adentro.
—
¡Ger-tie, Pa-ap!
Sus voces no denotaban preocupación. Durante el último par de meses, los perros se habían escapado de la casa en algunas ocasiones, razón por la cual Ansel había clavado una estaca de hierro en el cobertizo para amarrarlos durante la noche.
Las voces de los niños se desvanecieron en sus oídos mientras el repiqueteo se apoderaba de su cabeza: era el ritmo constante de la sangre circulando por sus venas infantiles, pequeños corazones bombeando duro y fuerte.
¡Dios mío!
Haily llegó a la puerta. Ansel vio sus zapatillas rosadas por la ranura del piso y se acurrucó. La niña intentó abrir las puertas, las cuales chirriaron pero no cedieron.
Llamó a su hermano. Benjy se acercó y sacudió las puertas con todas sus fuerzas.
Trum… trum… trum…
Ansel sintió que la sangre de los niños lo estaba llamando. Se estremeció y se concentró en la estaca que tenía enfrente. Estaba enterrada a casi dos metros de profundidad, rodeada de un sólido bloque de hormigón. Era lo suficientemente fuerte para mantener asegurados a los dos san bernardos durante una tormenta de verano. Miró los estantes de la pared y vio una cadena para perros que todavía conservaba la etiqueta del precio. Tuvo la certeza de que en algún lugar había un candado.