Northumbria, el último reino (22 page)

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Authors: Bernard Cornwell

Tags: #Aventuras, #Histórico

BOOK: Northumbria, el último reino
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—¡Aquella porquería! No fue obra mía. Vuestro padre la compró en Berewic y yo le dije que era una basura, pero no era más que una espada corta. Buena para matar patos, sí, tal vez, pero no para pelear. ¿Qué ocurrió?

—Se combó —dije mientras recordaba las carcajadas de Ragnar ante la débil arma.

—Hierro blando, chico, hierro blando.

Había dos tipos de hierro, me contó, el blando y el duro. El duro es el que hacía los mejores filos, pero era quebradizo y una espada hecha de aquel hierro se partiría al primer golpe brutal, mientras que una espada de metal más blando se combaría como así ocurrió con mi espada corta.

—Así que lo que hacemos es combinar los dos —me contó, y yo lo observé mientras preparaba siete barras de hierro. Tres eran de hierro duro, y no estaba muy seguro de cuál era el proceso para endurecer el hierro, sólo sabía que era necesario colocar el metal fundido sobre el carbón ardiendo, y si lo hacía bien, el metal frío sería duro y no se doblaría. Las otras cuatro barras eran más largas, mucho más largas, no las expuso tanto tiempo al carbón y las enroscó hasta darles forma de espiral. Seguían siendo barras rectas, pero las retorció lo bastante como para que quedaran del mismo tamaño que las barras de hierro duro.

—¿Para qué haces eso? —le pregunté.

—Ya lo veréis —me respondió un tanto misterioso—. Ya lo veréis.

Terminó las siete barras, cada una tan gruesa como mi pulgar. Tres eran de metal duro, al que Ragnar llamaba acero, mientras que las otras cuatro habían quedado bien enroscadas y prietas. Una de las barras largas era más larga y algo más gruesa que las demás, y aquélla se convirtió en el alma de la espada. El trozo que sobraba serviría para remachar encima la empuñadura. Ealdwulf empezó a golpear con un martillo aquella barra hasta quedar plana, de tal manera que parecía una hoja muy delgada y débil. Después colocó las cuatro barras enroscadas a los lados de la más larga, dos tejas por cara, y soldó los extremos para que se convirtieran en el filo de la espada. En ese estadio ofrecía un aspecto grotesco, pues era un amasijo de barras de distintos tamaños, pero ahí era cuando empezaba el trabajo de verdad, el trabajo de calentar y golpear. Con el hierro al rojo vivo, los sobrantes calcinados se retorcían al desprenderse del metal, el vaivén del martillo hacía saltar chispas por los aires, el arma candente silbaba al ser introducida en agua; y después era necesaria mucha paciencia mientras la hoja que salía del agua se enfriaba en un abrevadero lleno de virutas de fresno. Llevó días, pero aun así, tras muchos martillazos y calentamientos y enfriamientos sucesivos, vi cómo las cuatro tejas de hierro blando enroscadas, unidas ahora al más duro acero, habían sido labradas con motivos fantásticos, cenefas enroscadas que dibujaban sobre la hoja volutas parecidas al humo. Con pocas luces no se apreciaban, pero al atardecer o cuando, en invierno, echabas vaho sobre la hoja, se veían. «Hálito de serpiente», llamaba Brida a los motivos, y decidí darle ese nombre a la espada:
Hálito-de-serpiente.
Ealdwulf terminó el arma practicándole con un martillo unos surcos que recorrían el eje de la espada a cada lado. Dijo que servirían para evitar que la espada quedase atrapada en la carne enemiga.

—Canales de sangre —gruñó.

La empuñadura estaba tachonada con hierro, como la pesada cruz, y ambas eran sencillas, grandes y sin decoración alguna, y cuando estuvo terminada tallé dos pedazos de fresno para que hicieran de mango. Yo quería que decorase la espada con plata o bronce dorado, pero Ealdwulf se negó.

—Es una herramienta, señor —argumentó—, nada más que una herramienta. Algo que facilita el trabajo y que no es mejor que mi martillo —al pronunciar estas palabras sostuvo el arma hacia el cielo de modo que reflejase la luz del sol—. Y un día —prosiguió mientras se agachaba hacia mí—, mataréis daneses con ella.

Hálito-de-serpiente
era pesada, demasiado pesada para un muchacho de catorce años, pero crecería para llevarla. Su punta era demasiado estrecha para el gusto de Ragnar, pero eso la equilibraba, pues significaba que no había demasiado peso al otro extremo del arma. A Ragnar le gustaba que la empuñadura pesara bastante, pues eso ayudaba a romper los escudos enemigos, pero yo prefería la agilidad de
Hálito-de-serpiente,
cualidad facilitada por la habilidad de Ealdwulf, y esa habilidad significaba que jamás se doblaría, ni se rompería, ni lo ha hecho nunca pues aún la poseo. Le he cambiado los mangos de fresno, tiene los filos mellados por el acero enemigo, y ahora es más delgada al haber sido afilada muy a menudo, pero sigue siendo hermosa, y a veces le echo vaho para ver aparecer los motivos sobre la hoja, las volutas y rizos, el azul y el plata que surgen del metal como efecto mágico, y recuerdo aquella primavera y aquel verano en los bosques de Northumbria y pienso en Brida mirando su reflejo en la espada recién templada.

Y claro que hay magia en
Hálito-de-serpiente.
Ealdwulf le transmitió sus propios hechizos que jamás me reveló, los hechizos del herrero; Brida se llevó durante una noche entera la espada a los bosques y nunca me contó qué hizo con ella, y aquellos fueron los hechizos de una mujer; y cuando hicimos el sacrificio del foso, y matamos un hombre, un caballo, un carnero, un toro y un verraco, yo le pedí a Ragnar que usara
Hálito-de-serpiente
con el hombre condenado para que Odín supiera que existía y velara por ella. Y ésos fueron los hechizos de un pagano y un guerrero.

Y creo que Odín veló por ella, pues ha matado más hombres de los que pueda recordar.

Llegamos al final del verano antes de que
Hálito-de-serpiente
estuviera terminada, y después nos dirigimos al sur para evitar las tormentas otoñales que arremolinaban el mar. Había llegado la hora de hacer desaparecer Inglaterra, así que zarpamos rumbo a Wessex.

C
APÍTULO
V

Nos reunimos en Eoferwic, donde se obligó al patético rey Egberto a pasar revista a los daneses y desearles una buena campaña. Cabalgó por la orilla en la que esperaban los barcos y las desgreñadas tripulaciones lo miraron con sorna, pues sabían que no era un auténtico rey, y tras él desfilaron Kjartan y Sven, ahora parte de su guardia personal danesa, aunque era evidente que su trabajo consistía tanto en mantener a Egberto vivo como prisionero. Sven, ya hombre, mostraba una banda sobre el ojo tuerto, y él y su padre mostraban un aspecto mucho más próspero. Kjartan portaba cota de malla así como una enorme hacha de guerra colgada del hombro, y Sven poseía una espada larga, un abrigo de piel de zorro y un par de brazaletes.

—Tomaron parte en la masacre de Streonshall —me contó Ragnar. Fue el gran convento junto a Eoferwic, y era evidente que los hombres que se vengaron de las monjas se hicieron con un excelente botín.

Kjartan, ostentando una docena de brazaletes en las extremidades superiores, miró a Ragnar directamente.

—Aún os serviría —dijo, aunque sin la humildad de la última vez que lo había solicitado de modo servil.

—Ahora tengo un nuevo capitán —repuso Ragnar, y no dijo nada más. Kjartan y Sven prosiguieron, y este último me hizo el signo de mal agüero con la mano izquierda.

El nuevo capitán se llamaba Toki, apodo de Thorbjorn, y era un espléndido marinero y mejor guerrero. Solía contar historias de tierras extrañas a las que había llegado remando con los esviones, en las que no crecían más árboles que los abedules y donde el invierno cubría la tierra durante meses. Aseguraba que las gentes de aquel lugar se comían a sus propias criaturas, adoraban gigantes y tenían alojado un tercer ojo en la nuca; no fuimos pocos los que dimos crédito a sus cuentos.

Remamos rumbo al sur con las últimas mareas estivales, ciñéndonos al litoral como siempre hacíamos y pernoctando en tierra en la costa yerma de Anglia Oriental. Nos dirigíamos hacia el río Temes, del que Ragnar decía que nos conduciría bien adentro, hasta la frontera norte de Wessex.

Ragnar comandaba la flota. Ivar Saco de Huesos había regresado a las tierras que había conquistado en Irlanda, portando un regalo en oro de Ragnar a su hijo mayor, mientras Ubba expoliaba Dalriada, la tierra al norte de Northumbria.

—Poca cosa se obtiene de allí arriba —se burló Ragnar; pero Ubba, como Ivar. había amasado un tesoro tan inmenso en sus invasiones de Northumbria, Mercia y Anglia Oriental, que tanto le daba sacar más de Wessex, aunque, como contaré en su momento, más tarde cambiaría de opinión y se encaminaría hacia el sur.

Pero por entonces Ivar y Ubba estaban ausentes, así que el asalto principal a Wessex sería conducirlo por Halfdan, el tercer hermano, quien marchaba con su ejército de tierra desde Anglia Oriental para encontrarse con nosotros en algún lugar del Temes. Ragnar no estaba contento con el cambio de mando: Halfdan, murmuraba, era un insensato impetuoso, demasiado impulsivo, pero se alegró cuando recordó mis relatos sobre Alfredo, confirmando así que Wessex estaba dirigido por hombres que ponían sus esperanzas en el dios cristiano e impotente, como así quedara demostrado. Nosotros teníamos a Odín, teníamos a Thor, teníamos nuestros barcos, éramos guerreros.

Cuatro días después llegamos al Temes y remamos contra corriente a medida que el río iba estrechándose a nuestros costados. La primera mañana que tomamos contacto con el río sólo era visible la orilla norte, territorio de Anglia Oriental, pero a mediodía, la orilla sur, que antiguamente había pertenecido al reino de Kent y ahora formaba parte de Wessex, apenas si era una tenue línea en el horizonte. Por la tarde las orillas quedaban a cosa de un kilómetro, pero había poco que ver va que el río discurría por aburridos y llanos terrenos pantanosos. Aprovechábamos la marea cuando podíamos; cuando no, nos dejábamos las manos en los remos, y así ascendimos contracorriente hasta que, por primera vez en mi vida, llegué a Lundene.

Pensaba en Eoferwic como ciudad, pero aquélla era un pueblo si la comparamos con Lundene. Era un lugar enorme, de densas humaredas procedentes de las hogueras para cocinar, y construido en el lugar en que se encontraban Mercia. Anglia Oriental y Wessex. Burghred de Mercia era el señor de Lundene, territorio danés en aquel entonces, así que nadie se enfrentó a nosotros cuando llegamos al increíble puente que se extendía por el río Temes.

Lundene. Acabé adorando aquel lugar. No como amo Bebbanburg, pero había tal vida en Lundene que su bullicio no lo he hallado en ningún otro sitio, porque la ciudad es única. Alfredo me contó una vez que no había maldad bajo el sol que no se practicara allí, y me alegro de poder decir que tenía razón. Él rezaba por la ciudad, yo me deleitaba con ella, y aún me veo con la boca abierta frente a las dos colinas de la villa cuando el barco de Ragnar remontó la corriente con suavidad para acercarse al puente. Era un día gris y una lluvia maliciosa aguijoneaba el río, sin embargo, la ciudad me pareció brillar con una luz fantástica.

En realidad eran dos ciudades construidas en dos colinas. La primera, al este, era la vieja ciudad que habían construido los romanos, allí empezaba el puente a extenderse por el ancho río y sobre los pantanos de la orilla sur. Esa primera ciudad era un lugar de edificios de piedra y presentaba una muralla de piedra, una muralla de verdad, no de tierra y madera, sino de mampostería, alta y ancha, rodeada por un foso. El foso se había llenado de basura y la muralla estaba rota en varias partes, siendo reparada con madera, aunque eso también ocurría en la propia ciudad, en la que los enormes edificios romanos estaban reforzados con casuchas de madera y paja en las que vivían unos cuantos mercios; sin embargo, la mayoría se mostraba reacia a construir sus hogares en la ciudad antigua. Uno de sus reyes se había hecho edificar un palacio dentro de la muralla, y una gran iglesia en lo alto de la colina, la mitad inferior de mampostería y la superior de madera, pero la mayoría de gente, como si tuviera miedo de los fantasmas romanos, vivía extramuros, en una nueva ciudad de madera y paja que se extendía hacia el oeste.

La vieja ciudad antaño contaba con muelles y embarcaderos, pero hacía mucho que se habían podrido, así que el frente este del puente era un lugar inhóspito lleno de pilares rotos y postes carcomidos clavados en el lecho del río como dientes rotos. La nueva ciudad, al igual que la vieja, estaba en la orilla norte del río, pero construida en una colina baja al oeste, a un kilómetro río arriba de la vieja, y poseía una playa de guijarros que subía hasta las casas junto a la carretera al lado del río. En mi vida había visto una playa tan asquerosa, que apestara tanto a cadáver y a mierda, tan llena de basura, tan descarnada, con las costillas fangosas de los barcos abandonados y tan llena de gaviotas destempladas, pero allí era donde debían ir nuestras embarcaciones y eso significaba que teníamos que superar el puente.

Sólo los dioses saben cómo los romanos pudieron construir tal cosa. Un hombre podía recorrer a pie Eoferwic de un lado a otro y no atravesar la extensión completa del puente de Lundene, aunque aquel año de 871 el puente estaba roto y ya no era posible cruzarlo entero. Hacía mucho que se habían desmoronado dos arcos del centro, aunque los antiguos pilares romanos que sostenían la desaparecida carretera seguían allí y el río espumaba traicionero como si el agua bullera al otro lado de los pilares rotos. Para construir el puente los romanos hundieron espolones en el lecho del Temes, después en la maraña de pantanos fétidos de la orilla sur, y estaban tan juntos que el agua se arremolinaba en el lado más ancho y descendía otra vez para deslizarse por las luces con un borboteo brillante. Para alcanzar la playa sucia de la nueva ciudad teníamos que salvar uno de los dos huecos, pero ninguno era lo bastante ancho como para dejar pasar un barco con los remos extendidos.

—Será interesante —comentó Ragnar más bien seco.

—¿Podemos hacerlo? —pregunté.

—Ellos lo hicieron —dijo mientras señalaba los barcos varados más allá del río—, así que nosotros también. —Habíamos echado el ancla mientras esperábamos al resto de la flota—, Los francos —prosiguió Ragnar—, han estado construyendo puentes como éstos en todos sus ríos. ¿Sabes para qué los hacen?

—¿Para cruzar al otro lado? —supuse. Parecía la respuesta adecuada.

—Para que no subamos río arriba —contestó Ragnar—. Si yo gobernara en Lundene, haría reparar el puente, así que alegrémonos de que los ingleses no se hayan molestado en hacerlo.

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