Northumbria, el último reino (42 page)

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Authors: Bernard Cornwell

Tags: #Aventuras, #Histórico

BOOK: Northumbria, el último reino
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Echaba de menos a Mildrith y eso me sorprendió. También echaba de menos a Leofric, aunque lo pasaba muy bien en compañía de Ragnar, y la vida de rehén no era dura. Vivíamos en Werham, recibíamos suficiente comida y observábamos cómo el gris del invierno acortaba los días. Uno de los rehenes era un primo de Alfredo, un cura llamado Waella, el cual se mostraba intranquilo y a veces lloraba, pero el resto nos encontrábamos más o menos satisfechos. Hacca, que había comandado la flota de Alfredo, se hallaba entre los rehenes, y era el único al que conocía bien, pero yo pasaba el tiempo con Ragnar y sus hombres, que me aceptaban como a uno de ellos e incluso intentaron convertirme de nuevo en danés.

—Tengo esposa —les dije.

—¡Pues tráetela! —exclamó Ragnar—. Nunca hay bastantes mujeres.

Pero ahora era inglés. No odiaba a los daneses, de hecho prefería su compañía a la de los otros rehenes, pero era inglés. El viaje estaba hecho. Alfredo no había cambiado mis lealtades, pero Leofric y Mildrith sí, eso o las tres hilanderas se habían cansado de incordiarme, aunque Bebbanburg seguía acosándome y yo no sabía cómo iba a volver a ver aquel precioso lugar de nuevo si permanecía leal a Alfredo.

Ragnar aceptó mi decisión.

—Pero si hay paz —dijo—, ¿me ayudarás a luchar contra Kjartan?

—¿Sí? —repetí.

Se encogió de hombros.

—Guthrum sigue anhelando Wessex. Todos lo queremos.

—Si hay paz —prometí—, iré al norte.

Pero sinceramente dudaba de que fuera a haberla. En primavera Guthrum abandonaría Wessex, liberaría a los rehenes, ¿y después qué? El ejército danés seguía existiendo y Ubba aún estaba vivo, así que arremeterían otra vez contra Wessex, y Guthrum debía de estar pensando lo mismo porque hablaba con todos los rehenes en un intento por descubrir la fuerza de Alfredo.

—Es una gran fuerza —le dije—, podríais matar su ejército y reuniría otro. —Eso era una tontería, claro está, pero, ¿qué esperaba que le dijera?

Dudo de que convenciera a Guthrum, pero Waella, el cura primo de Alfredo, le metió el temor de Dios en el cuerpo. Guthrum pasaba horas hablando con Waella, y yo le hacía de intérprete a menudo. No le preguntaba sobre tropas o barcos, sino sobre Dios. ¿Quién era el Dios cristiano? ¿Qué ofrecía? Le fascinó el episodio de la crucifixión y creo que, de haber tenido tiempo, Waella hasta habría podido convencer a Guthrum de convertirse. Desde luego Waella lo pensaba porque me pidió encarecidamente que rezara por dicha conversión.

—Está cerca, Uhtred —me dijo entusiasmado—, ¡en cuanto se bautice habrá paz!

Así son los sueños de los curas. Los míos estaban con Mildrith y el niño que crecía en su vientre. Ragnar soñaba con la venganza. ¿Y Guthrum?

A pesar de su fascinación por el cristianismo, Guthrum sólo soñaba con una cosa.

Soñaba con la guerra.

TERCERA PARTE
E
L MURO DE ESCUDOS
C
APÍTULO
X

El ejército de Alfredo se retiró de Werham. Se quedaron unos cuantos sajones para vigilar a Guthrum, pero muy pocos, pues los ejércitos eran caros de mantener y, una vez reunidos, tenían la costumbre de ponerse enfermos, así que Alfredo aprovechó la tregua para enviar a los hombres de los
fyrds
de vuelta a sus granjas mientras él y las tropas reales se dirigían a Scireburnan, que quedaba a medio día de marcha al noroeste de Werham y que, felizmente para Alfredo, era hogar de un obispo y sede de un monasterio. Beocca me contó que Alfredo pasó aquel invierno leyendo los antiguos códigos legales de Kent, Mercia y Wessex, y sin duda se estaba preparando para compilar sus propias leyes, cosa que hizo al final. Estoy seguro de que fue feliz aquel invierno, criticando las normas de sus ancestros y soñando con la sociedad perfecta en la que la iglesia nos dijera qué no hacer y el rey nos castigara por hacerlo.

Huppa, el
ealdorman
de Thornsaeta, comandaba los pocos hombres que habían quedado frente a las fortificaciones de Werham, mientras que Odda el Joven guiaba una tropa de jinetes que patrullaban las orillas del Poole, pero ambos efectivos eran escasos y poco más podían hacer aparte de vigilar a los daneses; pero ¿por qué tendrían que hacer más? Se pactó una tregua, Guthrum había jurado sobre el santo anillo y Wessex estaba en paz.

La festividad de Yule no fue nada espectacular en Werham, aunque los daneses hicieron cuanto pudieron y por lo menos había cerveza en abundancia, así que los hombres se emborracharon, pero mi principal recuerdo de aquel Yule es de Guthrum llorando. Las lágrimas inundaron su rostro cuando un arpista tocó una melodía triste y un escaldo recitó un poema sobre la madre de Guthrum. Su belleza, cantó el escaldo, rivalizaba con la de las estrellas, y su bondad era tal que las flores brotaban en invierno para rendirle homenaje.

—Era una zorra rancia —me susurró Ragnar—, más fea que un cubo de mierda.

—¿La conociste?

—Ravn la conocía. Solía decir que habría derribado un árbol con la voz.

Guthrum hacía honor a su apodo: el Desafortunado. Estuvo tan cerca de destruir Wessex, que sólo la muerte de Malician pudo arrebatarle el premio; no fue su culpa, pero, existía cierto resentimiento creciente entre el ejército atrapado. Los hombres murmuraban que nada prosperaba bajo el liderazgo de Guthrum, y puede que esa desconfianza lo volviera más malhumorado que nunca, o puede que fuera el hambre.

Pues los daneses pasaban hambre. Alfredo mantuvo su palabra y envió comida, pero nunca había suficiente, y yo no comprendía por qué los daneses no se comían sus caballos, los cuales pastaban durante el invierno en los pantanos entre la fortaleza y el Poole. Aquellos caballos se estaban quedando en los huesos, los daneses añadieron el poco heno que encontraron en la ciudad a su miserable dieta de pasto, y cuando terminaron el heno empezaron a arrancar la paja de algunos de los tejados de Werham, y esa pobre dieta mantuvo a los caballos vivos hasta los primeros atisbos de la primavera. Di la bienvenida a aquellas nuevas señales de que el año avanzaba; el canto de los cagaaceites, las violetas perrunas que crecían en los lugares resguardados, las plantas con forma de cola de cordero en los castaños y las primeras ranas en el pantano. La primavera llegaba, y cuando la hierba se tornara verde, Guthrum se marcharía y los rehenes seríamos liberados.

Recibíamos pocas noticias, exceptuando las que nos daban los daneses, pero a veces alguno de nosotros recibía un mensaje, normalmente clavado a un sauce que había fuera de la puerta, y uno de aquellos mensajes estaba dirigido a mí. Por primera vez di las gracias porque Beocca me hubiese enseñado a leer, pues el padre Willibald me había escrito y me contaba que tenía un hijo. Mildrith había dado a luz antes de Yule y el niño estaba sano y la madre también, y que el bebé se llamaba Uhtred. Lloré cuando leí aquello. No esperaba sentir tanta emoción, pero la sentía, y cuando Ragnar me preguntó por qué estaba llorando y se lo conté, sacó un barril de cerveza y lo festejamos celebrando lo más parecido a una fiesta que pudimos conseguir, y me regaló un pequeño brazalete de plata para el niño. Tenía un hijo. Uhtred.

Al día siguiente ayudé a Ragnar a reflotar la
Víbora del viento.
Había pasado todo el invierno en tierra para ser calafateada, y llenamos la sentina de las piedras que le servían de lastre, aparejamos el mástil y después matamos una liebre que logramos atrapar en los campos donde los caballos intentaban pastar, y Ragnar vertió la sangre de la liebre sobre la proa de la
Víbora
e invocó a Thor para que le enviara buen viento y a Odín para que le proporcionara grandes victorias. Nos comimos la liebre aquella noche y nos bebimos la última cerveza, y a la mañana siguiente llegó un barco con cabeza de dragón. Me parecía increíble que Alfredo no hubiera ordenado a nuestra flota patrullar las aguas de la boca del Poole, pero ninguna de nuestras embarcaciones estaba allí, así que un único barco danés subió río arriba para traerle un mensaje a Guthrum.

Ragnar se mostró un tanto impreciso sobre el barco. Venía de Anglia Oriental, me dijo, lo cual resultó ser mentira, y sólo traía noticias de aquel reino, otra mentira. En realidad procedía del oeste, de los alrededores de Cornwalum, las tierras de los galeses, pero eso sólo lo supe después y, en aquel momento, no me importó, porque Ragnar también me dijo que tendríamos que marcharnos pronto, muy pronto, y sólo tenía cabeza para el hijo que aún no había visto: Uhtred Uhtredson.

Aquella noche Guthrum dio un banquete para los rehenes, un buen banquete, con comida y cerveza que había traído el barco dragón recién llegado, y Guthrum nos alabó por haber sido buenos invitados, nos entregó a cada uno un brazalete y nos prometió que muy pronto nos liberaría.

—¿Cuando? —pregunté.

—¡Pronto! —Su largo rostro brilló a la luz de la hoguera al levantar hacia mí un cuerno de cerveza—. ¡Pronto! ¡Ahora bebe!

Todos bebimos, y tras el banquete los rehenes nos dirigimos al salón del convento donde Guthrum insistía en que durmiésemos. De día podíamos pasear por donde quisiéramos dentro de las líneas danesas, y podíamos llevar armas si nos apetecía, pero de noche quería a todos los rehenes en un lugar para que sus guardias de capas negras nos mantuvieran vigilados, y fueron aquellos guardias los que vinieron por nosotros en el corazón de la noche. Portaban antorchas y nos despertaron a patadas, ordenándonos salir de allí inmediatamente, y uno de ellos me apartó de un puntapié a
Hálito-de-serpiente
cuando fui a por ella.

—Salid fuera —gruñó, y cuando volví a intentar coger la espada me llevé un varazo en la cabeza con el asta de una lanza, y dos lanzas más me pincharon el culo, así que no tuve más remedio que salir a trompicones por la puerta donde ráfagas de viento escupían lluvia. El viento rasgaba las antorchas en llamas que iluminaban la calle donde al menos cien daneses esperaban, todos armados, y vi que habían ensillado a los delgados caballos y mi primer pensamiento fue que aquellos eran los hombres que nos escoltarían hasta las líneas sajonas.

Entonces Guthrum, envuelto en una capa negra, se abrió paso entre los hombres con cascos. Nada dijo. Guthrum, con el rostro sombrío, el hueso blanco en el pelo, se limitó a asentir, y sus capas negras desenvainaron. El primero en morir fue el pobre Waella. Guthrum se estremeció ligeramente al morir el cura, pues creo que le gustaba, pero entonces yo ya me estaba dando la vuelta, listo para enfrentarme a los hombres frente a mí, aunque desarmado y sabiendo que aquella pelea sólo podía terminar con mi muerte. Ya llegaba una espada hacia mí, que sostenía un danés con jubón de cuero remachado con hierro, y sonreía mientras dirigía la hoja contra mi vientre desprotegido, y seguía sonriendo cuando el hacha se le hundió entre los ojos. Recuerdo el golpe del arma al clavarse, el chorro de sangre a la luz de las llamas, el ruido del hombre al caer sobre la calle de losas y grava, y mientras tanto las protestas desesperadas de los demás rehenes que iban siendo asesinados, pero yo sobreviví. Ragnar había lanzado el hacha y ahora se erguía junto a mí, espada en mano. Iba ataviado con el equipo de guerra, cota de malla pulida, altas botas y casco decorado con dos alas de águila, y en la ruda luz de las antorchas centelleantes parecía un dios llegado a Midgard.

—Deben morir todos —insistió Guthrum. Los demás rehenes estaban muertos o moribundos, con las manos ensangrentadas por sus fútiles intentos por protegerse del acero, y una docena de guerreros daneses, con las espadas rojas, se dirigía hacia mí para terminar la tarea.

—Para matar a éste —gritó Ragnar—, tendréis que matarme a mí primero. —Sus hombres salieron de entre el gentío para respaldar a su señor. Los superaban en número por lo menos cinco a uno, pero eran daneses y no mostraban miedo.

Guthrum se quedó mirando a Ragnar. Hacca aún no estaba muerto y se retorcía en su agonía. Guthrum, irritado porque el hombre siguiera vivo, sacó la espada y se la clavó a Hacca en la garganta. Los hombres de Guthrum estaban quitándoles los brazaletes a los muertos, brazaletes que sólo horas antes habían sido regalos de su señor.

—Deben morir todos —repitió Guthrum cuando Hacca se quedó quieto—. Alfredo matará ahora a todos nuestros rehenes, así que debe ser hombre por hombre.

—Uhtred es mi hermano —dijo Ragnar—, y os invito a matarlo, señor, pero antes tendréis que matarme a mí.

Guthrum se apartó.

—No es momento de que los daneses peleen entre sí —admitió a regañadientes, y envainó la espada para indicar que podía vivir. Crucé la calle para buscar al hombre que me había robado a
Hálito-de-serpiente, Aguijón-de-avispa
y mi armadura, y me los entregó sin protestar.

Los hombres de Guthrum estaban montando.

—¿Qué pasa? —le pregunté a Ragnar.

—¿A ti qué te parece? —me preguntó agresivo.

—Creo que estáis rompiendo la tregua.

—No hemos llegado hasta aquí —dijo—, para marcharnos como perros apaleados. —Me observaba mientras me abrochaba el tahalí—. Ven con nosotros.

—¿Que vaya con vosotros adónde?

—A conquistar Wessex, por supuesto.

No niego que sentí un tirón en las cuerdas de mi corazón, la tentación de unirme a los salvajes daneses en su carrera por Wessex, pero era fácil resistirse.

—Tengo esposa —le dije—, e hijo.

Me hizo una mueca.

—Alfredo te ha atrapado, Uhtred.

—No —repuse—, lo han hecho las hilanderas. —Urdr, Verdandi y Skuld, las tres mujeres que tejían nuestros hilos al pie de Yggdrasil y que habían decidido mi destino. El destino lo es todo—. Tengo que volver con mi mujer.

—Pero aún no —me dijo Ragnar con media sonrisa, llevándome al río donde una pequeña barca nos condujo hasta donde la recién botada
Víbora del viento
estaba anclada. Media tripulación se hallaba ya a bordo, como Brida, que me sirvió un desayuno de pan y cerveza. Con la primera luz, cuando había justo el suficiente gris en el cielo para revelar el fango brillante de las orillas del río, Ragnar ordenó levantar el ancla y bajamos corriente abajo con la marea, deslizándonos y adelantando las siluetas oscuras de otros barcos daneses hasta llegar a un tramo del río lo suficientemente ancho como para hacer virar a la
Víbora del viento
. y allí se colocaron los remos, los hombres halaron, y el barco viró grácilmente, ambas filas empezaron a bogar y se lanzó disparada por el Poole, donde la mayoría de la flota danesa estaba anclada. No fuimos muy lejos, sólo hasta una orilla yerma de una gran isla que hay en el centro del Poole, hogar de ardillas, aves marinas y zorros. Ragnar dejó que el barco llegara hasta la orilla y cuando la proa tocó la playa, me abrazó.

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