Northumbria, el último reino (40 page)

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Authors: Bernard Cornwell

Tags: #Aventuras, #Histórico

BOOK: Northumbria, el último reino
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—¿Qué es esa marca que tenéis en la cara?

—Un cabrón que me pegó anoche —contesté—. Estaba borracho. Él también, pero yo lo estaba mucho más. Siga mi consejo, padre, no se meta nunca en peleas borracho como un piojo.

Desayuné más cerveza. Willibald insistió en que me pusiera mi mejor túnica, que no era decir demasiado porque estaba manchada, arrugada y rota. Yo habría preferido llevar la cota de malla, pero Willibald dijo que era inapropiada para una iglesia, y supongo que tenía razón. Le dejé cepillarme e intentar sacar las peores manchas de la lana. Me até el pelo con una cinta de cuero, me abroché
Hálito-de-serpiente
y
Aguijón-de-avispa,
y Willibald volvió a decirme que no debería llevarlas en lugar sagrado, pero yo insistí en ir armado, y entonces, como un hombre condenado, me dirigí a la catedral con Willibald y Leofric.

Llovía a cántaros. El agua rebotaba en las calles, recorría las alcantarillas como si fueran riachuelos, chorreaba desde el tejado de paja de la catedral. Un viento frío y enérgico soplaba del este y encontró todas las grietas en la catedral de madera, de modo que las velas de los altares titilaban, apagándose algunas de ellas. Era una iglesia pequeña, no mucho mayor que la casa quemada de Ragnar, y debía de haber sido construida sobre cimientos romanos, porque el suelo era de losas de piedra encharcadas en ese momento por la lluvia. El obispo ya había llegado, otros dos curas trasteaban con las velas del altar mayor, y entonces llegó el
ealdorman
Odda con mi novia.

Que me echó un vistazo y se echó a llorar.

* * *

¿Qué esperaba? Una mujer que pareciera una vacaburra, supongo, una mujer con la cara picada de viruelas, de expresión amargada y ancas de buey. Nadie espera querer a su esposa, no si se casa por tierras y posición, y yo me estaba casando por las tierras y ella porque no tenía otra elección, y tampoco hay que darle demasiadas vueltas, porque así es como funciona el mundo. Mi trabajo consistía en tomar la tierra, trabajarla, hacer dinero, y el de Mildrith en darme hijos y asegurarse de que hubiera comida y cerveza en mi mesa. Así es el sagrado sacramento del matrimonio.

Yo no quería casarme con ella. Por derecho, como
ealdorman
de Northumbria, podía esperar casarme con una hija de la nobleza, una hija que me aportara mucha más tierra que casi un centenar de fanegas montañosas en Defnascir. Habría podido aspirar a casarme con una hija que aumentara las tierras y el poder de Bebbanbtirg, pero estaba claro que eso no iba a suceder, así que iba a casarme con una muchacha de baja cuna, que sería conocida como la dama Mildrith y que bien podría haber mostrado algo de gratitud, pero lloró y hasta intentó zafarse del
ealdorman
Odda.

Él quizá simpatizaba con ella, pero había pagado el precio de la novia, así que la llevaron al altar con el obispo, quien había vuelto de Cippanhamm con un buen resfriado para proclamarnos obedientemente marido y mujer.

—Que la bendición de Dios Padre —pronunció—, Dios Hijo y el Espíritu Santo sean con vosotros. —Estuvo a punto de decir amén, pero en cambio se sorbió los mocos ruidosamente.

—Amén —concluyó Willibald. Nadie dijo nada más.

Así que Mildrith era mía.

Odda el Joven nos observaba mientras abandonábamos la iglesia, y probablemente pensó que no lo vi, pero vaya si lo vi, y lo marqué con una cruz pues sabía perfectamente por qué estaba mirando.

La verdad es, siendo yo el primer sorprendido, que Mildrith era deseable. Esa palabra no le hace justicia, pero es muy difícil recordar un rostro de hace tanto tiempo. A veces, en sueños, la veo, y parece real, pero cuando me despierto e intento recordar su cara no lo consigo. Recuerdo que tenía la piel clara y pálida, que su labio superior sobresalía demasiado, que tenía los ojos muy azules y su pelo era del mismo color dorado que el mío. Era alta, algo que no le gustaba nada porque pensaba que la hacía poco femenina, y una expresión nerviosa, como si temiera continuamente el desastre, lo cual puede resultar muy atractivo en una mujer, y confieso que la encontraba atractiva. Eso me sorprendió, de hecho me dejó perplejo, pues una mujer como ella hacía tiempo que tendría que haberse casado. Tenía casi diecisiete años, y a esa edad la mayoría de mujeres ya han dado a luz tres o cuatro veces o han muerto en el intento, pero a medida que cabalgábamos hacia sus posesiones al oeste de la desembocadura del Uisc, escuché parte de su historia. Ella iba tirada por un carro y dos bueyes que Willibald había insistido en cubrir con guirnaldas de flores. Leofric, Willibald y yo cabalgábamos a su lado, y Willibald le iba haciendo preguntas, que ella respondía diligentemente porque era un cura y un hombre amable.

Su padre, dijo, le había dejado tierra y deudas, y las deudas eran mayores que el valor de la tierra. Leofric empezó con las risitas al oír la palabra deudas. Yo no dije nada, empeñado como estaba en seguir mirando al frente.

El problema, nos contó Mildrith, dio comienzo al conceder su padre un diezmo de sus posesiones como
oelmesoecer,
que era la tierra dedicada a la iglesia. La iglesia no la posee, pero tiene derecho a todo lo que la tierra genere, tanto en cosecha como en ganado, y su padre había hecho la concesión, aclaró Mildrith, porque todos sus hijos excepto ella habían muerto, y quería el favor de Dios. Yo sospechaba que lo que en realidad había querido era el favor de Alfredo, pues en Wessex un hombre ambicioso hacía bien en velar por la iglesia si quería que el rey velara por él.

Pero tras los asaltos daneses el ganado había sido sacrificado, la cosecha falló, y la iglesia llevó a su padre ante la ley por no proporcionarle las rentas de la tierra prometidas. Wessex, descubrí, era muy devoto de la ley, y todos los hombres de ley son curas, hasta el último de ellos, lo que significa que la ley es la iglesia, y cuando el padre de Mildrith murió la ley dispuso que le debía a la iglesia una enorme suma de dinero, muy por encima de su capacidad de pago, y Alfredo, que tenía el poder para levantar la deuda, se negó a hacerlo. Lo que significaba que cualquier hombre que se casara con Mildrith se casaba también con la deuda contraída, y ningún hombre se había mostrado inclinado a aceptar la carga, hasta que cayó en la trampa un lerdo de Northumbria como un borracho que se despeña por una colina.

Leofric se desternillaba. Willibald parecía preocupado.

—¿Ya cuánto asciende la deuda? —pregunté.

—A dos mil chelines, señor —repuso Mildrith con una vocecilla.

Leofric por poco se asfixia de la risa, y yo gustoso lo habría asesinado allí mismo.

—¿Y aumenta cada año? —preguntó Willibald.

—Sí —contestó Mildrith, negándose a mirarme a los ojos. Un hombre más sensato habría investigado las circunstancias de Mildrith antes de redactar el contrato matrimonial, pero yo no había visto el matrimonio más que como una ruta abierta hacia la flota. Así que ahora tenía la flota, la deuda, la chica, y también un enemigo nuevo, Odda el Joven, que ansiaba a Mildrith para sí, aunque su padre, muy sensato, se negó a cargar a su familia con la cercenante deuda, ni, sospechaba, quería que su hijo se casara por debajo de su rango.

Hay una jerarquía entre los hombres. A Beocca le gustaba contarme que reflejaba la jerarquía del cielo, y puede que así sea, y aunque yo de eso no sé nada, sí sé cómo se organizan los hombres. Arriba de todo está el rey, y debajo sus hijos. Después vienen los
ealdormen,
que son señores nobles de la tierra, y sin tierra un hombre no puede ser noble, aunque yo lo fuera porque jamás renuncié a mis reivindicaciones sobre Bebbanburg. El rey y sus
ealdormen
son la fuerza de un reino, los hombres que poseen extensos territorios y pueden reclutar ejércitos, y debajo de ellos están los nobles menores, normalmente llamados alguaciles, que son los responsables de la ley en la tierra de un señor, aunque un hombre puede dejar de ser alguacil si no complace a su señor. Los alguaciles son nombrados entre los
thane,
señores feudales que pueden conducir vasallos a la guerra, pero carecen de las grandes posesiones de nobles como Odda o mi padre. Debajo de los
thane
están los
ceorls,
que son hombres libres, pero si un
ceorl
pierde su manera de ganarse la vida bien puede convertirse en siervo, es decir, descender a la base del montón de estiércol. Los siervos pueden ser, y a menudo lo son, liberados, pero a menos que un amo le entregue tierra o dinero, volverá a convertirse en siervo. El padre de Mildrith había sido
thegn,
y Odda lo había nombrado alguacil, responsable de mantener la paz en una amplia franja del sur de Defnascir, pero también había sido un
thegn
con tierra insuficiente, cuya insensatez le había hecho disminuir la poca que poseía, así que dejó a Mildrith en la ruina, lo que la convertía en esposa inadecuada para el hijo de un
ealdorman,
aunque se la consideraba válida para un señor exiliado de Northumbria. En realidad yo no era más que otro peón en el tablero de Alfredo, y sólo me la había entregado para responsabilizarme del pago a la iglesia de una suma enorme.

Era una araña, pensé con amargura, una araña color negro sotana que no hacía más que tejer pegajosas redes, y yo que me creía tan listo cuando había hablado con él en Cippanhamm. En verdad habría podido rezar abiertamente a Thor antes de mearme en las reliquias del altar de Alfredo y él me habría entregado la flota igualmente, porque sabía que la flota poco tendría que hacer en la próxima guerra, y sólo había querido atraparme para sus futuras ambiciones en el norte de Inglaterra. Así que ahora estaba atrapado, y el hijo de puta del
ealdorman
Odda me había abierto la puerta de la trampa.

Pensar en el
ealdorman
de Defnascir me trajo una pregunta a la cabeza.

—¿Cuánto dinero os ha entregado Odda en concepto de dote de la novia? —le pregunté a Mildrith.

—Quince chelines, señor.

—¿Quince chelines? —repetí escandalizado.

—Sí, señor.

—Hurón hijo de puta —comenté.

—Sácale el resto a tajo limpio —gruñó Leofric. Dos ojos de un azul infinito lo miraron, después se posaron en mí, y por último desaparecieron dentro de la capa otra vez.

Sus casi cien fanegas de tierra, ahora de mi propiedad, quedaban en las colinas junto a la desembocadura del río Uisc, en un lugar llamado Oxton, que significa granja de bueyes. Era un refugio, que dirían los daneses, una casa de labranza, y la paja del tejado estaba tan cubierta de hierba y musgo que parecía un montículo en la tierra. No había salón, y un noble necesita un salón en el que alimentar a sus vasallos; pero sí poseía un cobertizo para ovejas, y otro para cerdos, y tierra suficiente para mantener a dieciséis siervos y cinco familias de vasallos, todos los cuales fueron reunidos para recibirme, así como media docena de criados de la casa, en su mayoría también siervos, y recibieron a Mildrith con cariño, pues, desde la muerte de su padre, había vivido con las damas de compañía de la esposa del
ealdorman
Odda, mientras la granja quedaba en manos de un hombre llamado Oswald, tan de fiar como un zorro cuidando gallinas.

Esa noche cenamos guisantes, puerros, pan rancio y cerveza amarga, y ése fue mi primer banquete matrimonial en mi propia casa, que también era una casa asediada por las deudas. A la mañana siguiente dejó de llover y desayuné un poco más de pan rancio y de cerveza amarga, y después caminé con Mildrith hasta la cima de una colina desde la que se divisaba la lengua de mar que se extendía por la zona como la hoja gris de un hacha.

—¿Dónde va toda esta gente —le pregunté refiriéndome a sus siervos y vasallos— cuando atacan los daneses?

—A las colinas, señor.

—Me llamo Uhtred.

—A las colinas, Uhtred.

—Tú no vas a ir a las colinas —afirmé convencido.

—¿No? —Alarmada, abrió los ojos hasta casi desorbitarlos.

—Vendrás conmigo a Hamtun —le informé—, y tendremos una casa allí mientras comande la flota.

Asintió, claramente nerviosa, y después le cogí una mano, se la abrí y deposité en ella treinta y tres chelines, tantas monedas que se le cayeron sobre el regazo.

—Son tuyos, esposa —le dije.

Y eso era. Mi esposa. Y ese mismo día partimos hacia el este, marido y mujer.

* * *

La historia se acelera en este punto. Cobra velocidad como un arroyo que discurre por un barranco entre las colinas y, como una cascada que se despeña espumosa por entre rocas revueltas, se vuelve furiosa y violenta, incluso confusa. Pues fue en aquel año de 876 cuando los daneses hicieron el mayor esfuerzo hasta la fecha para deshacerse del último reino de Inglaterra, siendo la matanza enorme, salvaje y repentina.

Guthrum el Desafortunado dirigió el ataque. Había estado viviendo en Grantaceaster, se hacía llamar rey de Anglia Oriental, y Alfredo, creo yo, supuso que recibiría aviso si el ejército de Guthrum abandonaba aquel lugar; pero los espías sajones fracasaron y los avisos no llegaron, y el ejército danés iba al completo a caballo. Así que las tropas de Alfredo estaban en el lugar equivocado cuando Guthrum cruzó el Temes con sus hombres y atravesó el centro de Wessex para capturar una gran fortaleza en la costa sur. Aquella fortaleza era la de Werham y no quedaba demasiado lejos de Hamtun, aunque entre nosotros y ella se interponía un vasto mar interior llamado el Poole. El ejército de Guthrum asaltó Werham, la capturó, violó a las monjas del convento, y lo hizo todo antes de que Alfredo tuviera tiempo de reaccionar. Una vez dentro de la fortaleza, Guthrum se hallaba protegido por dos ríos, uno al norte de la ciudad y el otro al sur. Al este se extendía el vasto y plácido Poole, y una muralla y fosos enormes guardaban el único acceso posible por el oeste.

No había nada que pudiéramos hacer. En cuanto supimos que los daneses se habían apoderado de Werham nos preparamos para zarpar, pero nada más llegar a mar abierto avistamos su flota y eso cercenó nuestras ambiciones.

Nunca en mi vida había visto tantos barcos. Guthrum había cruzado Wessex con casi mil jinetes, pero entonces llegó el resto de su ejército por mar y los barcos oscurecían el agua. Había cientos de embarcaciones. Más tarde dijeron que trescientas cincuenta, aunque yo creo que había menos, pero sin duda más de doscientas. Barco tras barco, una proa en forma de dragón daba paso a otra tras la cabeza de una serpiente; las palas de los remos batían el mar hasta volverlo blanco, una flota que se dirigía a la batalla, y lo único que pudimos hacer fue regresar a Hamtun con el rabo entre las piernas y rezar para que no les diera por asaltar Hamtun y despacharnos a todos.

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