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Authors: Catherine Moore

Tags: #Ciencia ficción,Fantasía

Northwest Smith (26 page)

BOOK: Northwest Smith
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—Sé a qué se refiere —dijo Mhici cuando Smith terminó de hablar—. El individuo en cuestión está ahí, junto a la pared. ¿Lo ves?

Smith estudió al alto y delgado habitante de los Canales, de rostro surcado de profundas cicatrices y aire inquieto. Estaba bebiendo una incierta decocción de venenoso color verde y fumaba nuari con tanta devoción que las nubes de su humo velaban su rostro. Smith gruñó con desprecio.

—No sé si la arqueta será valiosa, pero él apenas está en condiciones de defenderla —dijo—. Si sigue así se quedará dormido en media hora.

—Sigue mirando —murmuró Mhici. Y Smith, ligeramente extrañado por el tono tan seco de la voz del hombre mayor, volvió nuevamente la cabeza y estudió con más detenimiento al habitante de los Canales.

Entonces observó lo que antes se le había escapado. El hombre estaba asustado, tanto que el nuari que entraba y salía de sus pulmones le hacía poco efecto. Sus ojos inquietos ardían de ansiedad, y se había sentado con la espalda contra la pared para observar toda la sala mientras bebía. Eso, en el establecimiento de Mhici, era llamativo. El puño de hierro de Mhici, y también su gatillo fácil, habían puesto orden en “ La Posada del Viajero Espacial” desde hacía mucho tiempo, tanto que, durante años, nadie se había atrevido a quebrantarlo. Mhici no sólo inspiraba un respeto físico sino moral, pues no solamente empleaba su influencia con las autoridades de Righa para procurar inmunidad a sus huéspedes, sino también para castigar a los infractores de sus reglas. “ La Posada del Viajero Espacial” era un santuario. No, si un hombre se sentaba allí con la espalda contra la pared era porque tenía miedo de algo más letal que las pistolas.

—Ya ves que le están siguiendo —murmuró Mhici por encima del borde del vaso—. Robó esa arqueta en algún lugar de los Canales y ahora tiene miedo hasta de su sombra. No sé lo que pueda haber dentro, pero para alguien debe tener una barbaridad de valor y por eso están intentado hacerse con ella a toda costa. ¿Todavía sigues decidido a quitársela?

A través de sus ojos entornados, Smith miró de refilón al hombre de las Tierras Áridas. Nadie podía adivinar desde cuándo conocía el viejo Mhici tantos secretos, pero jamás había sido cogido en falta. Y Smith no tenía grandes deseos de atraer sobre sí los peligros, cualesquiera que fuesen, que teñían con el miedo de la muerte los ojos del habitante de los Canales. Pero la curiosidad seguía rondándole. El enigma de Judai era un misterio obsesivo que debía resolver.

—Sí —dijo lentamente—. Tengo que enterarme.

—Te entregaré la arqueta —dijo Mhici de repente—. Sé dónde la esconde. Entre este lugar y la puerta de la casa colindante hay un pasadizo que me permitirá traértela en cinco minutos. Espérame aquí.

—No —dijo Smith rápidamente—. No creo que debas arriesgarte. Yo la cogeré.

La amplia boca de Mhici se curvó en una mueca.

—Apenas corro peligro —dijo—. Aquí, en Righa, nadie se atrevería… Además, sólo yo conozco ese pasadizo. Aguarda.

Smith se encogió de hombros. Después de todo, Mhici sabía cómo arreglárselas solo. Se quedó sentado, tomando un trago tras otro de segir mientras esperaba y vigilaba a través de la estancia al habitante de los Canales. El terror se reflejaba en sombras cambiantes sobre su rostro cosido de cicatrices.

Cuando Mhici apareció de nuevo, traía una pequeña caja de madera llena por todas partes de etiquetas en caracteres venusianos. Smith lo tradujo. “Seis pintas de segir. Destilerías Vanda, Ednes, Venus”.

—Está dentro —murmuró Mhici, dejando la caja en el suelo—. Mejor será que pases aquí la noche. Ya sabes, la habitación de atrás que da al callejón.

—Gracias —dijo Smith, un tanto abrumado. Se preguntaba por qué aquel viejo amigo de las Tierras Áridas se tomaba tantas molestias por él. Sólo había esperado unas pocas palabras de advertencia—. Repartiremos el dinero, por supuesto.

Mhici negó con la cabeza.

—No creo que lo consigas —dijo, con aire cándido—. Y no creo que ella quiera realmente la arqueta. Ni la mitad de lo que te quiere a ti, en cualquier caso. Había infinidad de hombres que pudieron darle la arqueta antes que tú. Y no olvides que confesó que había estado buscando durante mucho tiempo a alguien como tú. No, me parece que es al hombre a quien quiere. Y no puedo imaginarme para qué.

Smith frunció las cejas y, con un poco de segir que se había derramado, trazó un dibujo encima de la mesa.

—Tengo que enterarme —dijo, con obstinación.

—Me he cruzado con ella en la calle. Y también he sentido esa misma repulsión, sin saber por qué. Esto no me gusta, Smith. Pero si crees que tienes que seguir con ello, adelante, es cosa tuya. Yo te ayudaré mientras pueda. Dejémoslo así, ¿eh? ¿Qué vas a hacer esta noche? He oído que había una nueva bailarina en el Lakktal.

Mucho después, en la luz cambiante de las apresuradas lunas de Marte, Smith caminaba con paso incierto por la calleja que hay detrás de “ La Posada del Viajero Espacial”, para penetrar a continuación por la puerta que está al fondo del bar. Se le iba un poco la cabeza por el exceso de segir, y la música, las risas y el sonido de los pies de quienes bailaban en las salas del Lakktal seguían resonando en su cabeza. Se desvistió como pudo en medio de la oscuridad y se tendió con un profundo suspiro en el diván de cuero que, en Marte, hace de cama.

Justo antes de que el sueño se apoderase de él, recordó la sonrisa equívoca de Judai mientras decía. “Me fui de Nueva York porque algo me llamó… Algo más fuerte que el amor…”. Y Smith pensó, adormilado. “¿Qué puede ser más fuerte que el amor?”. La respuesta le llegó mientras caía en el olvido: “La muerte”.

Durmió hasta muy entrado el día. Su reloj de pulsera con tres cuadrantes señalaba el mediodía marciano cuando el viejo Mhici en persona abría la puerta y entraba con la bandeja del desayuno.

—Esta mañana ha habido jaleo —hizo aquella observación mientras dejaba la bandeja.

Smith se incorporó y se desperezó voluptuosamente.

—¿Qué?

—El hombre de los Canales se ha pegado un tiro.

Los pálidos ojos de Smith se dirigieron hacia la caja etiquetada como “Seis pintas de segir” que descansaba en uno de los rincones de la habitación. Enarcó las cejas, sorprendido.

—¿Tanto valor tenía? —murmuró—. ¿Y si le echamos un vistazo?

Mhici corrió los pestillos de los dos batientes de la puerta mientras Smith se levantaba del diván de cuero y arrastraba la caja hasta el centro de la habitación. Arrancó las delgadas planchas de madera que Mhici había clavado la noche anterior para ocultar la arqueta robada dos veces, y extrajo un objeto envuelto en una gruesa tela oscura. Con el viejo marciano de las Tierras Áridas encima de su hombro, abrió el paquete. Después, durante un minuto seguido, se quedó apoyando sobre los codos, mirando perplejo la cosa que tenía entre las manos. La pequeña arqueta de marfil no era muy grande, quizá tuviera diez por cuatro pulgadas, y otras cuatro de profundidad. El intrincado relieve, propio de las Tierras Áridas, que la recorría le pareció remotamente familiar, pero, mientras seguía mirándolo fijamente, aún necesitó varios segundos más para recordar dónde había visto antes aquellas extrañas espirales y esos caracteres retorcidos. Y entonces se acordó. No era extraño que le pareciesen familiares porque en más de una ocasión le había desconcertado verlos sobre las paredes de incontables viviendas marcianas. Alzó los ojos y comprobó que una banda de aquellos signos seguía los contornos de las paredes de la habitación. Pero eran muy grandes, mientras que los de la arqueta eran intrincadamente menudos, tanto que, a primera vista, no parecía más que simples líneas ondulantes incisas delicadamente sobre toda su superficie.

Sólo entonces, mientras seguía aquellas líneas retorcidas, observó que la arqueta no presentaba ninguna abertura. Según todas las apariencias, no era una arqueta, a fin de cuentas, sino un bloque de marfil tallado. Lo agitó, y algo se movió ligeramente en su interior, como si estuviese mal envuelto. Pero allí no se veía ninguna abertura. Le dio vueltas y más vueltas, examinándola y palpándola, pero sin conseguir nada. Finalmente, se encogió de hombros y volvió a cubrir con la tela aquel enigma.

—¿A ti qué te parece? —preguntó.

—Sólo el Gran Shar podría decirlo —murmuró medio en broma, pues Shar es el dios de Venus, una deidad amistosa cuyo nombre acude constantemente a los labios de los habitantes del Planeta Caliente. El dios que se adora en Marte, ya sea abiertamente o en secreto, jamás en nombrado en voz alta.

Durante lo que quedó de tarde discutieron lo extraño que era todo aquello. Smith dejó pasar el tiempo, sintiéndose muy inquieto, pero no se atrevió a fumar nuari ni a beber en exceso, con la cita tan próxima. Cuando las sombras se fueron alargando en el Lakklan, cogió una vez más su prenda de ante y ocultó la arqueta de marfil en uno de sus bolsillos. Abultaba un poco, pero no demasiado. También comprobó que su pistola térmica seguía cargada y lista.

Bajo el sol de los últimos momentos de la tarde que chispeaba cegadoramente sobre los cristales de nieve que el viento se encargaba de dispersar, recorrió nuevamente el Lakklan, con la mano derecha en el bolsillo y sus ojos escrutando precavidamente la calle desde la sombra de su gorro. Era evidente que quienes perseguían aquella arqueta no le habían localizado, pues nadie le siguió.

La casa de Judai se levantaba, sombría y baja, en el extremo del Lakklan. Smith reprimió la repulsión que creció en él cuando alzó una mano para llamar, pero la puerta se abrió antes de que sus nudillos llegasen a tocarla. El mismo criado sombrío le invitó a entrar. En aquella ocasión no guardó la pistola después de sacarla del bolsillo. Con una mano cogió la arqueta envuelta en la tela y con la otra la pistola térmica. El criado abrió la puerta por donde había pasado el día anterior y que conducía a la habitación donde Judai le esperaba.

Seguía exactamente allí donde la había dejado, en mitad del piso, blanco y escarlata recortándose contra los extraños arabescos de las paredes. Tuvo la insólita impresión de que no se había movido desde que allí la dejara el otro día. Se movió ligeramente como si reptase, mientras volvía la cabeza y le miraba, pero era como si no pudiese salir de aquella especie de letargia. Le hizo señas de que se acercase al diván y se sentó a su lado, con la naturalidad fluente y felina de las auténticas venusianas. Como antes, él se estremeció involuntariamente al contacto de aquel cuerpo fragante y cubierto de terciopelo, con una repulsión interior que no pudo reprimir.

Judai no dijo nada pero juntó sus manos para formar con ellas un receptáculo, sin levantar en ningún momento la mirada hacia su rostro. Dejó la arqueta en ellas. En aquel momento, Smith pensó por primera vez que aún no había visto sus ojos. Ella jamás había alzado aquellos párpados velados para mirarle a la cara. Mientras se preguntaba por todo aquello, la observó.

Deshizo el envoltorio con movimientos rápidos y delicados de sus dedos teñidos de rosa. Cuando tuvo la arqueta entre sus manos se quedó inmóvil durante un momento, con la mirada baja fija en el bloque grabado con el dibujo que, al menos, había costado una vida. Pero aquella inmovilidad no era natural, sino la propia de un trance. Le pareció que había dejado de respirar. No movía ni una pestaña, ningún latido agitaba sus redondas y blancas muñecas cuando levantó la arqueta esculpida de símbolos. Había algo indescriptiblemente horrendo en su silencio mientras seguía sentada, mirando con enorme e intensa concentración la arqueta de marfil.

Smith oyó, entonces, cómo escapaba de sus fosas nasales un suspiro tan profundo que bien hubiera podido ser su vida huyendo por ellas, un suspiro que se transformó en un zumbido agudo y vibrante, como la queja del viento sobre los alambres. No era un sonido que pudiese emitir una criatura humana.

Saltó sin ser consciente de ello. Sus músculos se tensionaron como en un resorte de terror animal, para escapar de la cosa que gemía de aquel modo echada en el diván. Se descubrió a sí mismo a una distancia de seis pasos, medio agachado, con la pistola amartillada en una mano firme y el cabello estremecido hasta sus raíces mientras se enfrentaba a ella. Pues había comprendido que aquel gemido agudo y espantoso no podía ser humano.

Durante un largo instante siguió agachado, tenso, sintiendo cómo el cuero cabelludo se le erizaba con un terror punzante, mientras sus ojos pálidos buscaban alguna razón para la locura que se había abatido sobre ellos. La joven aún seguía rígida, con la mirada baja; pero, aunque no se hubiera movido, algo le decía de manera convincente que su primera apreciación había sido acertada, su primera repulsión instintiva al sentir la mano de ella sobre su brazo: que no era humana. Aquella tibia carne blanca, el sutil y fragante cabello, las torneadas formas bajo el terciopelo, no eran más que un camuflaje para ocultar —sí, ocultar— algo que él no podía adivinar, aunque sí sabía que toda aquella hermosura era mentira. Y a todo lo largo de su espinazo, sus nervios temblaron con el involuntario estremecimiento del hombre ante lo desconocido.

Ella se levantó. Oprimiendo la arqueta de marfil contra la deliciosa curva de su seno, avanzó lentamente, con sus pestañas como dos tenues medias lunas sobre sus mejillas exquisitamente sonrosadas. Jamás la había visto tan hermosa, no tan espantosamente repulsiva. Pues en alguna oscura parte de su cerebro sabía que la humanidad que la había estado cubriendo como una capa comenzaba a desaparecer. En cualquier instante…

Se detuvo ante él, muy cerca, tan cerca que la boca de su pistola medio olvidada se apoyó contra el terciopelo que moldeaba su cuerpo, y la fragancia de ella penetró como una nube incierta por sus fosas nasales. Durante un instante opresivo, ambos permanecieron inmóviles, ella con las pestañas que velaban sus ojos, estrechando su arqueta de marfil, él rígido con una repulsión punzante, con la pistola apuntando a su costado, los pálidos ojos entornados bajo sus pestañas, mientras aguardaba, estremeciéndose, lo que iba a llegar. En el segundo crucial antes de que ella levantase las pestañas, sintió la necesidad acuciante de alzar una mano para no ver lo que había ante él, y salir corriendo a ciegas fuera de la habitación y de la casa, y no detenerse hasta que las puertas de “ La Posada del Viajero Espacial” se cerrasen, protectoras, tras él. Pero no pudo moverse. Atrapado por la parálisis del miedo, miró. Las pestañas vibraron. Lentamente, muy lentamente, aquellos párpados fueron abriéndose.

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