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Authors: Catherine Moore

Tags: #Ciencia ficción,Fantasía

Northwest Smith (32 page)

BOOK: Northwest Smith
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Escrutó la verde penumbra que se extendía bajo el arbóreo techo del claro. ¿Era un sueño de loto, una ilusión de la fiebre de la jungla, o un súbito extravío de su mente? ¿No se habría imaginado aquellas bestias con sus ojos angustiados y los contornos terriblemente familiares de un cuello y una cabeza puestos encima de cuatro patas? ¿Había algo de realidad en todo aquello?

Más para asegurarse que por cualquier otro motivo, adelantó rápidamente una mano y cogió súbitamente a la joven de piel del color de la miel que tenía más cerca. Sí, era tangible. Sus dedos se cerraron alrededor de un brazo firme y redondeado, y su tacto fue dulcemente suave a lo largo de toda su superficie de piel de melocotón. La muchacha no huyó. Se detuvo como muerta a su contacto y volvió lentamente la cabeza, alzando, con la gracia de un sueño, el rostro hasta el suyo. Su altanero mentón revelaba la curva larga y plena de su garganta, de modo que él pudo apreciar el fuerte latido de su cuello bajo su carne aterciopelada. Entreabrió con suavidad los labios y bajó las pestañas.

El otro brazo de Smith se movió como si tuviese vida propia, atrayendo a la joven hacia sí. Luego, las manos de ella fueron a sus cabellos y atrajeron su cabeza hacia la suya. Y todas sus inquietudes, sus angustias y sus terrores latentes desaparecieron con el beso de sus labios entreabiertos.

Después fue consciente de que caminaba bajo los árboles, llevando del brazo el grácil y flexible cuerpo de una joven. Sólo su proximidad era una delicia que le producía mareo, de tal suerte que la verde región boscosa era tan vaga como un sueño y la única realidad se hallaba en aquella dulzura adorable del color de la miel que llevaba del brazo.

Tenía la vega conciencia de que Yarol caminaba paralelamente a él, a poca distancia entre el follaje, con una cabeza dorada sobre uno de sus hombros, otra espléndida joven apoyada en su brazo. Era una réplica tan perfecta de su adorable cautiva que hubiera podido tomarse por su imagen en un espejo. Un recuerdo inquietante afloró en la mente de Smith. ¿Le parecería a Yarol que una doncella blanca como la nieve paseaba a su lado, apoyando la negra cabeza sobre su hombro? ¿Había cedido la mente del pequeño venusiano al encanto de aquel lugar, o se trataba de la suya? ¿Cuál sería la lengua hablada por las jóvenes, inglés, según Smith, o las musicales cadencias del alto venusiano, según Yarol? ¿Acaso ambos estaban locos?

Entonces, aquel sutil cuerpo dorado se agitó en su brazo, y el rostro delicadamente sombreado se volvió hacia el suyo. La floresta se desvaneció como humo ante la magia de sus labios.

Había pequeños claros de penumbra entre los árboles, donde montones de ruinas blancas iban, en ocasiones, al encuentro de los ojos de Smith, sin dejar apenas más que un simple recuerdo consciente. Vagas preguntas afloraron en su mente respecto a quién pudiera ser la raza desaparecida antaño que había arrebatado aquel claro a la jungla y que había muerto sin dejar ningún otro rastro. Pero aquello no le preocupaba. No tenía importancia. Incluso las bestias vislumbradas en aquellos momentos en que volvían hacia él sus ojos, más llenos de pena y desesperación que de advertencia, habían perdido en su cerebro encantado todo su significado. En un sueño de loto, vagó por donde le llevaban, sin pensar en nada, sin alarmarse. Le resultaba muy agradable pasear en aquella penumbra verdosa con la más pura de las magias al brazo. Estaba contento.

Dejaron atrás las blancas ruinas de edificios derruidos, bajo grandes árboles inclinados que moteaban sus cuerpos de sombras. El musgo se hundía bajo sus pies con la misma suavidad que si caminasen sobre una gruesa pila de alfombras. Una y otra vez, animales nunca vistos pasaban furtivos cerca de ellos, de suerte que con el rabillo del ojo Smith no dejaba de observar los casi totales rasgos de humanidad de aquellos cuerpos, la forma en que las cabezas encajaban sobre los bestiales hombros, el fulgor de sus ojos que le avisaban. Pero, realmente, no conseguía verlos.

Con una dulzura…, con una dulzura y un encanto intolerables, la risa se escuchó a través del bosque. La cabeza de Smith se irguió como la de un garañón asustado. La risa era más fuerte que antes y llegaba de cerca, de algún lugar muy próximo de entre las hojas. Le pareció que la voz debía proceder de alguna hurí ardiente y adorable apoyada en lo alto de las murallas del paraíso… y él, que había recorrido un largo trecho en su búsqueda, tembló al término de su viaje. El sonido dulce y encantador suscitaba ecos a través de los árboles, resonando bajo los verdes pasillos sumidos en el crepúsculo, haciendo estremecer las hojas. Estaba en todas partes, un pequeño mundo musical sobre impuesto al mundo de la materia, que encantaba todo lo que se hallaba a su alcance con un ensalmo mágico que no dejaba sitio para nada que no fuera su deliciosa presencia, y su llamada resonaba a través de la mente de Smith con la agudeza de una espada clavada en su carne, llamando, llamando insoportablemente a través del bosque.

Poco después abandonaron los árboles y salieron a un pequeño claro musgoso en cuyo centro se levantaba un pequeño templo blanco. Yarol ya estaba allí… Sin saber por qué, se habían quedado solos. Aquellas exquisitas jóvenes habían desaparecido como humo en el olvido. Los dos hombres permanecieron muy quietos, con la mirada perdida. Aquel edificio era lo único que veía con columnas aún intactas, y sólo gracias a él pudieron constatar que la arquitectura de aquellos muros caídos, cuyas ruinas habían sembrado de manchas los claros del bosque, era diferente de las de cualquiera de los mundos conocidos. Pero no tenían ningún deseo de profundizar en aquel misterio, pues la mujer que moraba entre aquellas sutiles columnas reclamaba todos y cada uno de los pensamientos de sus aturdidas mentes.

Estaba de pie en el centro del pequeño templo. Parecía de oro pálido, medio velada en el largo manto de sus rizos. Y si las jóvenes sirenas les habían parecido encantadoras, allí se encontraba el encanto hecho carne. Aquellas jóvenes llevaban su forma y su rostro. En ella veían el mismo cuerpo exquisitamente moldeado, con el color de la miel, medio velado por los rizos de cabellos que se adherían a él, retorciéndose como incipientes llamas. Pero aquellas muchachas desconcertantes eran meros ecos de la belleza que, en aquel momento, tenían delante. Smith la miró fijamente, mientras sus ojos sin color comenzaban a encenderse.

Ante él estaba Lilith…, Helena…, Circe… Ante él, allí, estaba toda la belleza de todas las leyendas de la humanidad, sobre aquel suelo de mármol, mirándolos con solemnidad con ojos que no sonreían. Por primera vez miró aquellos ojos que iluminaban el dulce y espléndido rostro, y hasta su mismísima alma se quedó sin respiración al hundirse de manera tan súbita en la intensidad de su azul. No era un azul vivo, ni tampoco deslumbrante, pero su intensidad trascendía con mucho cualquier calificativo. En aquella inmensidad azul, el alma de un hombre podría hundirse para siempre, sin tocar fondo, sin ser llevada por las corrientes, abismándose más y más en un infinito de luz absoluta.

Cuando el azul, el azul de la mirada le liberó, recobró la respiración, como un hombre que hubiera estado a punto de ahogarse, y se quedó mirando fijamente, con estupor jamás experimentado antes, aquella realidad cuya comprensión se le había escapado hasta entonces. Aquel instante de éxtasis, mientras se hallaba sumergido en las azules profundidades de sus ojos, debió de abrir una puerta en su cerebro hacia nuevos conocimientos, pues, mientras miraba, observó una peculiaridad ciertamente extraña en aquel encanto.

En él había una belleza tangible, algo substancial que podía echar raíces en la carne humana y vestir de belleza un cuerpo como si fuese una ropa más. Pero se trataba de algo más que la belleza de la carne, de algo más que una mera simetría del rostro y del cuerpo. De una cualidad como una llama casi visible —no, más que visible— que brotaba de cada una de las formas y de las suaves curvas de su cuerpo de piel de melocotón, que realzaba el esplendor de la orgullosa turgencia de su pecho, de la larga y sutil curva de sus muslos y de la exquisita línea de sus hombros que anunciaba una belleza plena, medio velada por su flotante cabellera.

En aquel momento de aturdimiento y revelación, sus encantos rielaron ante él, con demasiada intensidad para que sus sentidos humanos pudieran percibir algo más que el deslumbramiento de intolerable belleza que cegó sus ojos, medio atónitos por lo que veían. Levantó las manos para protegerse del resplandor y permaneció unos instantes con los ojos tapados, en una oscuridad impuesta conscientemente a través de la cual aquella belleza refulgía con una intensidad que trascendía lo visible y que afectaba de un modo insoportable a todas las fibras de su ser, hasta que se encontró bañado en la luz que empapaba hasta los últimos átomos de su alma.

Entonces el resplandor murió. Smith bajó sus manos temblorosas y vio aquel adorable rostro de oro pálido fundirse lentamente en una sonrisa de tan celestiales promesas que, por un instante, sus sentidos estuvieron a punto de abandonarle de nuevo y el universo comenzó a girar alocadamente alrededor de un polo de rasgos del color de la miel pálida, que se disgregó en arcos y en curvas tenuemente sombreadas cuando la aterciopelada boca se curvó lentamente en una sonrisa.

—Todos los extranjeros son bienvenidos aquí —canturreó una voz que era como el roce de la más ligera de las sedas, más dulce que la miel y acariciante como el roce de unos labios al besar. Había hablado en el más puro inglés de la Tierra. Smith recobró el habla.

—¿Quién… eres? —preguntó, mientras su voz se quebraba extrañamente, como si se le parase hasta el aliento por la magia a la que se enfrentaba.

Antes de que ella pudiera contestar, la indecisa voz de Yarol se interpuso entre ambos, cargada de súbita y salvaje ira.

—¿No puedes responderle en la misma lengua en que ella se dirige a ti? —preguntó con voz cargada de amenazas—. Lo menos que puedes hacer es preguntarle su nombre en alto venusiano. ¿Por qué supones que sabe hablar en inglés?

Completamente estupefacto, Smith dirigió una desconcertada mirada gris a su compañero. Vio cómo la llamarada del fuerte carácter venusiano se desvanecía como la niebla de los negros ojos de Yarol cuando éste se volvió hacia el tesoro de aquel templo. Y en las primorosas y líquidas cadencias de su lengua nativa, que con tanta exquisitez rebosa de hipérboles y simbolismos, dijo:

—Oh, adorada dama, de cabellos oscuros como la noche, ¿qué nombre os fue dado para revelar lo que en blancura vuestra belleza excede a la espuma del mar?

Por un momento, mientras escuchaba la belleza de la frase y del sonido contenidos en el alto venusiano, Smith puso en duda lo que oía. Pues aunque ella había hablado en inglés, la belleza de la lengua de Yarol parecía infinitamente más acorde a la curvatura de lira de su aterciopelada y roja boca.

“Aquellos labios —se dijo— no debieran emitir más que pura música, y el inglés no es una lengua musical.”

Pero no podía explicar la ilusión visual de Yarol, pues sus propios ojos pálidos como el acero se hallaban prendados de una cabellera de tonos rojizos y de una piel como el oro pálido, y ningún esfuerzo de la imaginación podía transformar aquello en las negras trenzas y la blancura de nieve que su compañero insistía en ver.

Mientras hablaba Yarol, un asomo de burla que se dibujó en los labios de la joven rompió la suavidad de su boca. Contestó a ambos en el mismo idioma, y Smith supuso que, si para él era perfecto inglés, a Yarol debía de sonarle con las musicales cadencias del alto venusiano.

—Soy la belleza —dijo con serenidad—. Soy la belleza hecha carne. Pero me llamo Yvala. Cese la disputa entre vosotros, pues cada hombre me escucha en la lengua en que habla su corazón, y me ve con la imagen que en su alma ha dado a la belleza. Yo soy el deseo de todos los hombres encarnado en un solo ser, y no hay más belleza que la mía.

—Pero… ¿y las demás?

—Soy la única que habita aquí…, pero habéis conocido las sombras de mí misma, llevándoos por caminos tortuosos a la presencia de Yvala. Si no hubierais contemplado antes esos reflejos de mi belleza, su plenitud os hubiese cegado y destruido totalmente. Quizá más tarde me veáis más claramente…

“Pero no, aquí sólo vive Yvala. Excepto vosotros, en este parque mío no hay ninguna criatura viviente. Todo es ilusión excepto yo. ¿Acaso no os basto? ¿Podéis desear cualquier otra cosa de la vida o de la muerte que lo que ahora veis?

La pregunta vibró en un silencio cargado de música, y ellos supieron que no podrían. El dulce murmullo celestial de aquella voz constituía un puro encantamiento y bajo su sonido ninguno de los dos hombres fue capaz de otra emoción que no fuese la de adorar a la belleza que estaba ante ellos. De aquella perfección hecha carne brotaban ondas pulsantes que los envolvían de tal forma que, fuera de Yvala, nada en el universo tenía existencia.

Ante el esplendor que les quemaba el rostro, Smith sintió subir en él un sentimiento de adoración tan fuerte como la sangre al manar por una arteria cortada. Pues se derramaba como la sangre vital y, como un fluido vital, salía de su cuerpo, dejándole cada vez más débil… Era algo extraño, como si alguna parte esencial de él se perdiera a borbotones por la intensa adoración.

Pero algo profundamente sumergido bajo las más hondas profundidades del subconsciente de Smith, una vaga inquietud, comenzó a agitarse. La rechazó, porque alteraba la tersa superficie como de espejo de su arrebato de adoración; pero no pudo hacerse con ella y, gradualmente, aquel malestar fue abriéndose camino entre las distintas capas de su arrobamiento, hasta que afloró a su mente consciente, perturbando con un ligero estremecimiento la exquisita quietud de su trance. No era un malestar definido, pero tenía que ver en cierta manera con los escasos animales que había entrevisto —¿realmente los había vislumbrado?— en el bosque. Aquello, y también el recuerdo de una antigua leyenda de la Tierra que, a pesar de todo, no había podido expulsar completamente de su memoria: la leyenda de una mujer hermosísima… y de hombres convertidos en animales… No conseguía comprenderlo del todo, pero aquel recuerdo evanescente le aguijaba con pinchazos inconfundibles, avisándole del peligro tan insistentemente que, con desagrado infinito, su mente se vio en la obligación de tener que pensar una vez más.

Yvala lo percibió. Sintió la disminución de aquel flujo vital de adoración incondicional que se derramaba sobre su belleza. Sus ojos insondables se volvieron sobre los suyos en una oleada insoportable de azul y, al impacto de aquella luz, los bosques dieron vueltas a su alrededor. Pero en el interior de Smith, bajo el último peldaño de sus pensamientos conscientes, bajo el último estremecimiento de sus instintos, reflejos y deseos animales, yacía una roca viva de vitalidad salvaje que ningún poder con el que se había encontrado podría vencer jamás, ni siquiera aquél…, ni siquiera Yvala. Profundamente arraigado en aquella solidez inamovible, el pequeño murmullo de inquietud persistió:

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