Northwest Smith (34 page)

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Authors: Catherine Moore

Tags: #Ciencia ficción,Fantasía

BOOK: Northwest Smith
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La maravilla de todo aquello le absorbió de tal modo que, cuando fue nuevamente consciente de lo que ocurría, los dos traficantes de esclavos que quedaban yacían postrados ante el musgo, como unos cuerpos abandonados que hubieran perdido su vitalidad, absorbida como si fuese sangre por la llama que era Yvala. Ésta llameaba con luz más roja y, ante su pulsación, Smith vio cómo huía el impreciso residuo del tercero de los espectros con que acababa de alimentarse, una bestia porcina cuyos gruñidos y bufidos eran casi audibles, al igual que sus colmillos y cerdas eran casi visibles, mientras se escabullía en el bosque.

Después de aquello, la llama ardió nuevamente con más claridad, teñida de rosa claro, palpitando con latidos regulares como hubiera hecho un corazón, saciado e inmóvil en su sagrario. Y le pareció que se recogía en sí misma, como si la entidad que ardía en él se replegase sobre sí, dejando intacto el mundo que dominaba, adormecida por la digestión de la substancia que su vampírico apetito por la adoración había devorado.

Smith se agitó ligeramente sobre el musgo. Tenía que intentar escapar, en aquel momento o nunca, mientras la cosa del sagrario siguiera saciada e indiferente ante lo que la rodeaba. Yacía allí, temblando por el agotamiento, obligándose a permanecer en su cuerpo y haciendo acopio de fuerzas para levantarse, para ir al encuentro de Yarol, para regresar como pudiera hasta la nave abandonada. Y, poco a poco, lo consiguió. Le llevó bastante tiempo pero, finalmente, se arrastró hasta un árbol y se quedó apoyado en él, tambaleándose, mientras sus ojos pálidos parpadeaban por el agotamiento, pero también por el esfuerzo de localizar el lugar bajo los árboles donde pudiera estar Yarol.

El pequeño venusiano yacía a pocos pasos, con una mejilla apoyada en el suelo mientras sus rubios rizos se derramaban alegremente sobre el musgo. Con los ojos cerrados parecía un serafín dormido, dulcificados todos los rasgos de una vida llena de azares y empresas, y oculto el salvajismo de su oscura mirada. Incluso en aquel peligro de muerte, Smith no pudo reprimir una pequeña sonrisa mientras recorría vacilante la media docena de pasos que le separaban del cuerpo de su amigo, antes de caer de rodillas ante él.

Aquel movimiento apresurado le había mareado, pero no tardó en recuperarse en un momento y tomar del hombro a Yarol, para zarandearlo sin contemplación. No se atrevió a hablar, pero siguió zarandeándolo, mientras su cerebro lanzaba una llamada silenciosa a cualquiera de los espectros vagabundos que merodeaban por los árboles que rodeaban el sagrario y que pudieran albergar el alma desnuda de Yarol. Se inclinó sobre la rubia cabeza inmóvil y repitió aquella llamada una y otra vez, poniendo en ella toda la intensidad de su determinación, mientras la debilidad comenzaba a caer sobre él en grandes y lentas oleadas.

Después de un largo momento le pareció escuchar una vaga respuesta que llegaba de algún lugar muy lejano. Insistió en la llamada, mientras volvía con aprensión sus ojos hacia la pulsante llama rosa del sagrario y se preguntaba si su muda convocatoria no llegaría hasta aquella entidad de un modo tan tangible como las palabras. Pero la saciedad de Yvala debía ser muy profunda, porque no hubo alteración en su llama.

La respuesta le llegó con nitidez desde el bosque. La sintió dirigiéndose hacia él del mismo modo que un pescador siente que el pez cede, finalmente, al tirón de su caña. En aquel momento, entre las frondosas soledades de los árboles, un pequeño espectro vaporoso llegó deslizándose. Hubiera podido jurar que, durante un breve instante, vio el rampante contorno de una pantera sobre el musgo, brumosa, agachada, que le miraba con los astutos ojos negros de Yarol, con la negra mirada de su amigo, que no parecía afectada por su pérdida de humanidad. Y algo en aquella mirada familiar hizo que un escalofrío le bajase por la espalda. ¿Sería… sería posible que el barniz de humanidad que cubría su naturaleza felina fuera tan tenue en Yarol que, incluso después de desaparecer, la mirada de sus ojos no hubiese cambiado?

La bestia vaporosa ondeó sobre la yaciente figura del venusiano. Durante un instante, se retorció alrededor de los hombros de Yarol, se fue difuminando y desapareció. Yarol se agitó sobre el musgo. Smith tendió hacia él una mano temblorosa. Las largas pestañas del venusiano temblaron y se apartaron. Los sesgados ojos negros fueron al encuentro de la pálida mirada de Smith. Éste, agitado por un escalofrío de incertidumbre, no supo si la humanidad había vuelto al cuerpo de su amigo o no, si lo que se elevaba hacia sus ojos era la mirada de una pantera o si ésta estaba velada por la exigua presencia del alma de un hombre, porque los ojos de Yarol siempre habían mirado de aquella forma.

—¿Estás… bien? —preguntó con un susurro, conteniendo la respiración.

Yarol parpadeó de asombro una o dos veces, y después hizo una mueca. Una chispa se encendió en su negra mirada felina. Asintió e hizo un ligero esfuerzo para levantarse. Smith le ayudó a incorporarse. El venusiano no sentía ni una fracción de la debilidad que acusaba el terrestre. Después de un breve instante de respiración agitada, luchó para ponerse en pie y ayudó a Smith a levantarse, con la aprensión reflejándose en toda su conducta mientras miraba la llama que palpitaba en su blanco sagrario. Hizo un gesto brusco con la cabeza.

—¡Vámonos en seguida de aquí! —dijeron sus labios, hasta entonces silenciosos.

Y Smith se volvió hacia la dirección que le indicaba, sin objeción alguna, esperando que Yarol supiera a dónde se dirigían. Estaba demasiado agotado para hacer otra cosa que no fuese lo que le decía.

Avanzaron por los bosques. Sin dudar en ningún momento, Yarol se dirigió todo derecho hacia la carretera que habían tomado hacía tanto tiempo. Poco después, cuando el sagrario que albergaba la llama hubo desaparecido entre los árboles que quedaban tras ellos, la suave voz del venusiano murmuró, como para sí:

—Me hubiera gustado que no me llamaras. Los bosques son tan frescos y tan tranquilos… Me recordaban tantas cosas maravillosas… Matar y matar… me hubiera gustado…

La voz quedó en silencio. Pero Smith, tambaleándose junto a su amigo, comprendió. Sabía por qué aquellos bosques le eran tan familiares a Yarol, tanto que podía dirigirse hacia la carretera sin confundirse. Sabía por qué Yvala, en su saciedad, no había despertado al nuevo surgir de la humanidad en Yarol… Porque era tan escasa que su pérdida no significaba nada. En aquel momento, tuvo una intuición acerca de la naturaleza del venusiano que no le abandonaría hasta su muerte.

Después apareció un hueco entre los árboles que estaban ante ellos, y sintió el hombro de Yarol sosteniendo su cuerpo. El camino hacia la salvación espejeó más adelante, en la verde penumbra que se abría bajo la bóveda de los árboles.

POLVO DE LOS DIOSES
1

—Pasa el whisky, N. W. —dijo Yarol el venusiano, con tono persuasivo.

Northwest Smith agitó la negra botella de whisky venusiano de segir, evaluando su contenido, emitió un ligero gorgoteo y la mirada impaciente del venusiano, lo llenó de líquido rojo, exactamente hasta la mitad. Realmente no era mucho

Yarol miró desconsolado su parte de bebida.

—Otra vez en quiebra —murmuró—. ¡Y yo con tanta sed!

Su mirada de inocente querubín recorrió tentadoramente los mostradores llenos de mercancías de la taberna marciana donde se habían sentado. Su rostro de apariencia pura e inocente se volvió hacia Smith, y su sagaz mirada oscura se encontró con la del terrestre, pálida como el acero. Yarol enarcó una ceja.

—¿Qué piensas de todo esto? —sugirió con delicadeza—. En cualquier caso, Marte nos debe un trago… He recargado mi pistola térmica esta mañana. Creo que podremos hacerlo.

Posó una mano esperanzada sobre su pistola. Smith sonrió ferozmente y negó con la cabeza.

—Demasiados clientes —dijo—. Debieras saber mejor que yo que aquí no hay nada que hacer. No sería saludable.

Yarol se encogió de hombros con resignación y se bebió de un trago el contenido de su vaso.

—¿Y ahora qué? —preguntó.

—Hombre, mira alrededor. ¿Ves a algún conocido? Estamos abiertos a los negocios… del tipo que sean.

Yarol dio vueltas entre sus dedos al vaso, con aire pensativo, y, al amparo de sus pestañas, estudió a la muchedumbre de la sala. Con los párpados entornados hubiera podido pasar por el niño de un coro de cualquiera de las catedrales terrestres. Pero la astucia que aparecía bajo ellos cuando abría los ojos era demasiado sombría para que aquella ilusión se mantuviese.

Su oscura mirada escrutó con cansancio la abigarrada muchedumbre: terrestres de rostro duro vestidos con el cuero de los navegantes del espacio, pulidos venusianos de ojos sesgados y peligrosos, marcianos de las Tierras Áridas que balbucían su lenguaje gutural y un puñado de extranjeros y de gente medio salvaje de los confines más alejados de la civilización. Los ojos de Yarol volvieron al rostro moreno y surcado de cicatrices, al otro lado de la mesa. Se encontró con el brillo apagado de los ojos incoloros de Smith y se encogió de hombros.

—Ninguno de ésos nos invitará a un trago —suspiró—. A uno o dos me parece haberlos visto ya antes. Fíjate en esas dos ratas del espacio que se sientan en la mesa de al lado: el pequeño terrestre de cara colorada —el individuo echó un vistazo por encima del hombro— y el tipo de las Tierras Áridas con un ojo de menos. ¿Los ves? He oído que son cazadores.

—¿Cazadores de qué?

Yarol se encogió de hombros a la manera tan expresiva de los venusianos. Al mismo tiempo enarcó las cejas, con burla.

—Nadie lo sabe… Pero van juntos.

—Humm —Smith se volvió, sopesando con la mirada la mesa de al lado—. Si quieres saber mi parecer, más parecen cazados que cazadores.

Yarol asintió. Ambos parecían compartir el mismo miedo, a juzgar por sus miradas por encima del hombro y sus ojos inquietos. Se apretujaban el uno contra el otro bajo sus vasos de segir y aunque tuvieran rostros de hombres duros, habituados a los peligros de los caminos del espacio, por debajo de todos aquellos detalles que se descubrían en ellos subyacía una alarma evidente e irracional. Era algo que Smith no podía descubrir: un espanto obsesivo y agobiante bajo el que se agazapaban cosas innombrables.

—Se comportan como si el Negro Pharol fuera a cogerlos en cualquier momento —dijo Yarol—. Es chocante. Siempre había oído decir que ambos eran muy duros. Hay que serlo en su profesión.

—Quizá se encontraron con lo que estaban cazando —dijo una especie de susurro, que a sus oídos sonó ronco.

Aquello produjo un silencio electrizante. Sin abandonar su asiento, Smith se movió imperceptiblemente hacia la derecha, para desenfundar mejor su pistola, y los delgados dedos de Yarol se detuvieron encima de su cadera. Ambos se volvieron con rostros inexpresivos hacia quien había hablado.

Un hombrecillo que se sentaba solo en una mesa próxima se había inclinado hacia ellos para mirarlos fijamente con ojos peculiarmente brillantes. Ambos se enfrentaron en silencio a su mirada, hostiles y expectantes, hasta que el ronco susurro habló de nuevo.

—¿Puedo acompañarlos? No he podido evitar oír que…, que estaban abiertos a cualquier negocio.

Los ojos desprovistos de color de Smith evaluaron, inexpresivos, a quien hablaba, y, mientras miraba, una sombra de estupor veló su palidez. Era raro encontrarse a un hombre cuyo origen y raza no quedaran patentes tras un detenido escrutinio. Bajo el profundo tono tostado de la piel del hombre hubiese podido ocultarse el leve tinte rubicundo del venusiano, el bronceado del terrestre, el rosado del marciano de los Canales o, incluso, el curtido de las Tierras Áridas. Sus ojos oscuros hubieran podido pertenecer a cualquier raza, pero su susurro áspero, que hablaba con fluidez la jerga de la gente del espacio, ocultaba eficazmente sus orígenes. Pequeño y discreto, hubiera podido pasar por el habitante nativo de cualquiera de los tres planetas.

El impasible rostro marcado de cicatrices de Smith no se alteró mientras miraba, y, tras un largo momento de escrutar al otro, dijo:

—Acérquese —y fue como si, con aquella simple palabra, hubiera dicho demasiado.

Tanta brevedad debió agradar al hombrecillo, pues sonrió mientras obedecía, enfrentándose sin acobardarse a la mirada pasiva y hostil de ambos hombres. Cruzó los brazos encima de la mesa y se inclinó hacia delante. La voz áspera comenzó a hablar sin preámbulos.

—Puedo ofrecerles un empleo… si no tienen miedo. Es un trabajo peligroso, pero la paga es lo bastante cuantiosa para intentarlo… si es que no les asusta.

—¿De qué se trata?

—Del trabajo en el que ellos, esos dos, fracasaron. Eran cazadores… hasta que se encontraron con lo que estaban cazando. Mírenlos ahora.

Aunque Smith no apartó sus pálidos ojos del rostro de quien hablaba, asintió. No necesitaba mirar de nuevo los rostros marcados por el miedo de los dos que se sentaban cerca. Los conocía.

—¿De qué se trata?

El hombrecillo acercó su asiento aún más y recorrió la habitación con la mirada entornada. Indeciso, observó los rostros de sus compañeros y dijo:

—Desde el comienzo del tiempo hubo muchos dioses… —hizo una pausa y miró dubitativamente el rostro de Smith.

Éste asintió rápidamente y dijo:

—Prosiga.

Ya más seguro, el hombrecillo reanudó su narración. Al poco tiempo, el entusiasmo apagaba cualquier duda que alentase en la ronquera de su voz, donde comenzaba a insinuarse cierto matiz de fanatismo.

—Hubo dioses que ya eran viejos cuando Marte era un planeta verde, y una verdeante luna circundaba una Tierra azul de vaporosos mares, mientras que Venus, en fusión por el calor, daba vueltas alrededor de un Sol más joven. Por entonces, entre Marte y Júpiter, otro mundo se movía en el espacio, cuyos fragmentos son ahora los esteroides (habrán oído hablar de él), que persiste en las leyendas de todos los planetas. Era un mundo poderoso, rico y hermoso, poblado por los antepasados de la humanidad. Y en aquel mundo una tríada poderosa vivía en un templo de cristal, servida por extraños esclavos y adorada por todos. Aquellos dioses no eran totalmente abstractos, como les ha sucedido a los dioses más modernos. Hay quien dice que venían del más allá, y que, a su manera, eran tan reales como si fuesen de carne y hueso.

“Aquellos tres dioses fueron el origen y comienzo de todos los demás dioses que conoció la humanidad. Todos los dioses modernos son reflejos de ellos, en un mundo que ha olvidado el auténtico nombre del Planeta Perdido. A uno lo llamaban Saig, y Lsa al segundo. Jamás habrán oído hablar de ellos… Murieron antes de que se enfriaran los cálidos mares de su mundo. Nadie sabe cómo desaparecieron, o por qué, y ninguna pista de ellos quedó en ningún lugar del universo conocido. Pero había un tercero… Un tercero muy poderoso, situado por encima de los dos anteriores, que gobernaba el Planeta Perdido; y tan poderoso era aquel tercero que incluso hoy, de manera inexplicable después de tanto tiempo, su nombre no ha muerto en los labios del hombre. Ahora se ha convertido en una coletilla… ¡Su nombre, que antaño ningún hombre se atrevía a pronunciar! Se lo oí mencionar a uno de ustedes hace menos de diez minutos… ¡El Negro Pharol!

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