Northwest Smith (37 page)

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Authors: Catherine Moore

Tags: #Ciencia ficción,Fantasía

BOOK: Northwest Smith
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Aquel pasadizo pintado y esmaltado descendía en la oscuridad. Lo siguieron indecisos, arrastrando los pies por el polvo de una raza muerta, violando con los haces de luz la noche de un millón de años del subterráneo. Antes de que hubieran dado unos pocos pasos, el círculo de luz del hueco vertical había desaparecido de la vista, más allá del suelo ascendente que quedaba tras ellos, mientras caminaban a través de la antigüedad sin otro recuerdo del mundo que había quedado arriba que la tenue y constante brisa sobre sus rostros.

Estuvieron caminando durante mucho tiempo. No hubo ninguna trampa en el pasadizo, ningún intento para confundir al viajero. Ningún otro pasillo salía de él… Seguía derecho, bajando cada vez más a través del silencio, la oscuridad, el olor de una muerte muy antigua. Y cuando, finalmente, alcanzaron su extremo, no habían pasado ante la boca de ningún corredor, ni ante ninguna otra abertura, excepto las de los menudos agujeros de ventilación que se abrían a intervalos bajo el techo. Al final de aquel pasadizo, una pared curva de áspera roca viva, redondeada como un segmento de esfera, cerraba el corredor. Era de piedra enteramente diferente de la que recubría el esmalte pintado del camino por donde habían llegado. Bajo la luz de sus linternas Tomlinson vieron una puerta de piedra de las mismas características que la pared levemente abultada en donde se encajaba. En el mismísimo centro de la puerta había sido grabado profundamente un símbolo, negro sobre el gris que lo rodeaba. Yarol al verlo, contuvo el aliento.

—¿Conoces ese símbolo? —dijo en voz baja, y su voz reverberó en la quietud del subterráneo, despertando ecos que susurraron detrás de él, en la oscuridad—. ¿Conoces ese símbolo?… ¿Conoces ese símbolo?

—Puedo adivinarlo —murmuró Smith, moviendo la linterna sobre su contorno.

—El símbolo de Pharol —dijo el venusiano, casi en un susurro, pero los ecos se encargaron de transmitirlo a lo largo del pasadizo, en voz baja—: ¡Pharol… Pharol… Pharol!

“En una ocasión lo vi grabado en una roca de asteroide. Sólo era un pequeño fragmento de piedra desnuda que giraba locamente a través del espacio. Una de sus caras era plana y en ella aparecía grabado ese mismo signo. Realmente, el Planeta Perdido debió de existir, N. W., y eso ha debido ser parte de él, con el nombre del dios grabado tan hondo que ni siquiera la explosión de un mundo pudo borrarlo.

Smith desenfundó su pistola.

—Pronto lo veremos —dijo—. Posiblemente saltará, así que échate atrás.

El azulado haz de calor recorrió el marco de la puerta, y se aplastó contra la piedra, al igual que cuando Yarol procedió de análoga suerte en la ciudad que se encontraba sobre ellos. Y, como antes, encontró en su recorrido una zona menos resistente, a través de la cual el fuego mordió con fuerza. La puerta tembló mientras Smith mantenía inmóvil el haz; emitió un crujido ominoso y comenzó lentamente a bascular hacia fuera. Smith apagó su pistola y retrocedió de un salto, mientras la gran losa de piedra vacilaba hacia fuera y caía. El poderoso ruido de su caída reverberó en la oscuridad, y su impacto hizo estremecerse el sólido suelo, obligando a ambos hombres a caer, tambaleándose, contra la pared. Se levantaron rápidamente y protegieron sus ojos cegados del torrente de luminosidad que brotaba de la puerta. Era una magnífica luz dorada, inexplicablemente densa, aunque clara, y en cuanto sus ojos se acostumbraron al súbito cambio desde la oscuridad no tardaron en comprobar que era una luz como ninguna otra que hubieran visto antes. Brotaba de forma tangible ante ellos, llegando al corredor en ondas apresuradas que se confundían entre sí, apilándose y fluyendo como hubiera hecho un gas. Era luz, pero con una indecible consistencia, física y palpable, que no afectaba al aire que respiraban.

Avanzaron en medio de aquel mar de brillantez, y aquella curiosa luz se arremolinó alrededor de sus pies, ondulando ante el movimiento de sus cuerpos como si fuera agua. Unos círculos concéntricos se propagaban por el aire a medida que avanzaba, desvaneciéndose sin ruido contra la pared; mientras tanto, ellos iban dejando tras de sí un rastro de líneas brillantes, como la estela de un barco en el agua.

A través de las profundidades de aquella luz ondulante llegaron hasta un pasaje tallado en la roca viva, de material diferente al del corredor de fuera y algo más antiguo. Pequeñas motas brillantes relucían de manera dispersa a través de las paredes desnudas, y ninguno de ellos recordó haber visto antes aquel tipo de roca, moteada de puntos brillantes.

—¿Sabes qué me parece que puede ser esto? —preguntó repentinamente Smith, después de algunos minutos de avance silencioso por el suelo desigual—. ¡Un asteroide! La pared accidentada que se curvaba hacia el corredor de fuera debía ser su parte externa. Recuerda que se supone que los tres dioses escaparon a la catástrofe del otro mundo y llegaron hasta aquí. Pues estoy por apostar que sucedió así: un fragmento de aquel planeta, que contenía, posiblemente, una cámara donde se encontraban las imágenes de los dioses, abandonó, como fuera, el Planeta Perdido y salió disparado hacia Marte. Debió de quedar sepultado en su mayor parte en el suelo, en éste, y la gente de la ciudad hizo un túnel hasta aquí y construyó un templo encima del punto de impacto. Como ves, no hay otra manera de explicar esa pared protuberante y la peculiar formación de esta roca. Ha debido llegar del mundo desaparecido, pues jamás vi nada semejante.

—Parece lógico —admitió Yarol, balanceando un pie para lanzar contra la pared un remolino de luz—. ¿Y cómo te explicar esta luz tan chocante?

—Cualquiera que sea la región de otra dimensión de donde procedieran esos dioses, podemos estar completamente seguros de que la luz juega allí bromas extrañas. Casi debe ser material…, física. Ya lo viste en esa cosa blanca de la cueva y en la oscuridad que rodeó nuestras linternas. Al menos es tan tangible como el agua. Ya viste cómo se derramó por el pasaje cuando cayó la puerta, no como hubiera hecho una luz usual, sino en oleadas sucesivas, como un gas denso. Pero yo no observé ninguna diferencia en el aire. No creo, sin embargo… ¡Mira eso!

Se calló con tanta rapidez que Yarol chocó contra él y murmuró un morigerado juramento venusiano. Después, al mirar por encima del hombro de Smith, también lo vio, y su mano se deslizó rápidamente hacia abajo, hacia su pistola. Algo parecido a un agujero de extraña factura, que se abría hacia una completa tiniebla, había aparecido en una de las curvas del pasaje. Y cuando lo estaban contemplando, se movió. Era algo más negro que todo lo que la experiencia humana hubiera podido conocer hasta entonces: tan negro como blanco había sido el guardián de la caverna, tan negro que el ojo se negaba a aceptarlo a menos que fuese como una cualidad negativa, como un vacío. Smith, recordando las leyendas de Pharol el No-Dios de la Nada Absoluta, empuñó su pistola con más firmeza y se preguntó si no acababa de encontrarse cara a cara con uno de los dioses más antiguos.

La cosa había cambiado de apariencia, modelándose en un contorno más estable y permaneciendo a mayor altura del suelo. Smith presintió que debía tener forma y espesor —al menos tres dimensiones, probablemente más—, pero, por más que lo intentase, sus ojos sólo pudieron distinguirla como el esbozo plano de una nada que se recortaba contra la luz dorada.

Y, lo mismo que del blanco morador de las tinieblas, de aquel negro poblador de la luz fluía una fuerza que incitaba al cerebro a la locura. Smith la sintió batiendo en ciegas olas contra los fundamentos de su mente, pero sintió que algo más que una sinrazón actuaba en la fuerza que le asaltaba. Sintió una especie de lucha, como si el negro guardián sólo le estuviese dedicando parte de su atención, como si luchase contra algo más, invisible y poderoso. Al sentir aquello, comenzó a ver signos de aquel combate en el contorno negro de la cosa. Ondeaba y fluctuaba, su forma se desplazaba con fluidez, se retorcía, revolviéndose, contra algo que no podía comprender. Entonces sintió de manera definitiva que entablaba una batalla desesperada contra algún enemigo invisible, y un breve escalofrío bajó por su espalda mientras esperaba.

Con una rapidez pasmosa, comenzó a comprender lo que sucedía. Lenta, irresistiblemente, la negra nada fue arrastrada por el pasaje. Y fue —debía serlo— el flujo de luminosidad dorada el que la arrastraba, de la misma manera que una corriente acaba arrastrando a un pez. De algún modo, la abertura de la puerta había dejado libre el lago de luz encerrado tras ella, que se iba derramando lentamente por el pasaje como si fuese agua, arrastrando el asteroide, si es que lo era. Entonces pudo ver que, aunque ellos se hubieran detenido, la estela de ondulaciones brillantes que los seguía no había cesado. La luz, como una marea brillante, los sobrepasaba. Y sobre aquel torrente desbordante flotaba el negro guardián, que se debatía impotente.

Ya estaba más cerca, y el latido de los insistentes impulsos contra el cerebro de Smith fue más fuerte, pero no se sintió excesivamente alarmado por ello. El pánico de la cosa debía ser más profundo, y las olas de fuerza que chocaban contra él le aturdían, sin afectarle profundamente. Debido a su aturdimiento progresivo a medida que se acercaba la cosa, después de aquello jamás estuvo seguro de lo sucedido. Se fue acercando rápidamente. Le hubiera bastado con extender una mano para tocarla…, aunque, instintivamente, presintió que, por cerca que pareciese encontrarse, estaba demasiado lejos, al otro lado de los golfos de las dimensiones, para poder hacerlo. De cerca, su negrura le dejaba estupefacto, una negrura que el ojo se negaba a comprender…, que no podía ser, pero que era.

Con la proximidad de aquello, su cerebro parecía dejar sus amarras y zambullirse en espirales demenciales e imposibles a través de un espacio súbitamente abierto, donde las paredes del pasaje eran sombras tenuemente percibidas, y su propio cuerpo nada más que una columna de niebla en un vacío formidable. La cosa negra debió contorsionarse sobre él al pasar, sepultándole en su increíble negrura irracional. Nunca lo supo. Cuando su cerebro a la deriva cesó, finalmente, en sus arremetidas contra el vacío y regresó a regañadientes a su cuerpo, el horror de la nada se había alejado de ellos por el corredor, sin dejar de debatirse, y las oleadas de su cegadora fuerza se debilitaban con la distancia.

Yarol se apoyaba contra la pared, con los ojos muy abiertos y sin resuello.

—¿También te atrapó? —dijo, después de varios esfuerzos para dominar su respiración entrecortada.

Smith comprobó que le dolían los pulmones y asintió, sin aliento.

—Me pregunto —dijo cuando hubo recobrado un atisbo de normalidad— si esa cosa sería tan blanca en la oscuridad como era negra en la luz. Apostaría que sí. ¿Y si no pudiera existir fuera de la luz? Me recordaba una medusa cogida en una corriente. ¿Tú crees que si la marea de luz sigue a esa velocidad acabará llevándosela para siempre? Mejor será que nos movamos.

Bajo sus pies, el pasaje seguía bajando lentamente. Y cuando llegaron al final de su búsqueda, éste se les presentó sin avisar. La curva del pasaje se estrechó para formar un ángulo; al doblarlo, el corredor terminó de repente ante el umbral de una cavidad que se abría en el corazón del asteroide.

En aquella esplendente luz dorada, la vasta sala de cristal relucía como el centro de un diamante de múltiples facetas. La luz se desbordaba de pared a pared, de suelo a techo. En aquel melado diluvio de luminosidad era extraño que los límites de la habitación parecieran imprecisos de definir… Sin saber por qué daba la impresión de ser ilimitada, aunque las paredes pudiesen verse claramente.

Pero todo aquello sólo lo estaban captando inconscientemente. Sus ojos miraban el trono que se levantaba en el centro de la cripta de cristal y se quedaban prendados de él, fascinados. Era un trono de cristal y había sido tallado para que lo ocupase alguien no humano. Encima de él se habían sentado los tres poderosos de la inconmensurable antigüedad. No era un altar, sino un trono, donde las deidades hechas carne reinaron una vez, hacía de aquello demasiado tiempo para siquiera imaginarlo. Con una forma vagamente triple, relucía bajo la vasta bóveda. Pero aquella forma no permitía conocer exactamente el contorno de los tres que se sentaron en él, aunque debían de haberse hallado más allá de lo que pudiera concebirse en aquellos días… Nada de lo que ambos exploradores hubieran visto jamás en sus vagabundeos hubiese podido sentarse en él.

Dos de los pedestales estaban vacíos. Saig y Lsa habían desaparecido tan completamente como sus nombres de la memoria del hombre. Sobre el tercero, el del centro, el más alto… De repente, Smith se quedó sin respiración. Allí, sobre el gran pedestal que se hallaba ante ellos, yacía todo lo que quedaba de un dios…, la mayor de las deidades de la antigüedad. Un montón de polvo gris. La cosa más antigua de los tres mundos, más antigua que las montañas que la guardaban, más antigua que los antiquísimos comienzos de las poderosas razas del hombre, el Gran Pharol, era polvo encima de un trono.

—Atiende —la voz de Yaro le hizo volver a la realidad—. ¿Por qué se convertiría en polvo la imagen, y no la sala ni el trono? Toda esta sala debió de llegar desde el templo de cristal del otro mundo. Se diría…

—Su imagen debía de existir mucho antes de que construyeran el templo —dijo Smith en voz baja.

Y comenzó a pensar lo muerto que parecía, convertido en un montón de cenizas grises encima del cristal. ¡Tan muerto! ¡Tan inconmensurablemente antiguo!… Pero si el hombrecillo había dicho la verdad, aún había vida en aquellas cenizas de la deidad olvidada. ¿Realmente podría crear de aquel polvo gris una cadena que se estirase irresistiblemente a través de los golfos del tiempo y del espacio, hasta llegar a dimensiones más allá de la comprensión del hombre, y volver con la entidad desaparecida que una vez fuera el Gran Pharol? ¿Podría? Y si podía… De repente, una duda fue creciendo en la mente de Smith. Aquel hombre, con un dios a su servicio, ¿sería capaz de contenerse y no extender su dominación a los mundos del espacio…, quizá para erigirse en dios él mismo? ¿Y si aquel hombre estuviera medio loco…?

Siguió a Yarol en silencio por el esplendente suelo. Tardaron más en llegar hasta el trono de lo que había supuesto… Había algo engañoso en el cristal de aquella sala y en la claridad de la desbordante luz dorada. Las alturas traslúcidas de la estructura triple que había servido de trono a los dioses se elevaban muy por encima de sus cabezas. Smith miró hacia arriba, hacia el pedestal central que soportaba el peso de una antigüedad de eones, y se preguntó qué hombres se habrían prosternado al pie del trono, qué hombres de razas sin nombre y mundos olvidados, adoradores de la divinidad oscura que era Pharol. Sobre aquel suelo de cristal, los pasos de…

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