—¿Un concurso de
tartas
? —repitió ella.
De pronto me entró pánico por si mi actitud resultaba sospechosa.
—Voy a hacer una normal —dije rápidamente—. Sin glaseado. Y es probable que bastante reseca.
—Pues que te salga bien —respondió ella, con acento vacilante—. Y ven a verme otra vez antes de Navidad, ¿quieres? En esta época del año resulta todo mucho más difícil de soportar. Pensar en él, más que nada. Bajo tierra, cuando todo el resto del mundo está… De todos modos, me encantaría verte.
—Sí, a mí también —farfullé, aunque no tengo intención de visitarla, ni hoy ni mañana ni ningún día del resto de mi vida aunque viviera por los siglos de los siglos amén.
Puede que suene fuerte, pero ni siquiera la conozco tanto. Sumando todos los minutos, yo creo que en total habremos pasado juntas dos horas antes de que se me agarrara del brazo en el funeral, llorando en silencio junto al ataúd, clavándome las uñas en la piel. La primera vez que nos vimos fue tan deprisa que apenas cuenta, y eso mismo es lo que iba a contarte ahora, Stuart, así que imagíname en el instituto, y curiosamente en clase de Tecnología de la Alimentación, sufriendo para hacer una barra de pan integral.
Levanté la vista de la balanza y vi el pelo castaño de la nuca de Max en la clase de al lado. El estómago me dio un brinco y aterrizó de un golpe tan seco que me retumbó en el cerebro. Todo pensamiento inteligente quedó pulverizado como la sal, que por si le interesa se me había olvidado echarla en la masa del pan. La barra fue un desastre, plana y quemada, y lo único que pude hacer con ella fue tirarla. Daba la casualidad de que la papelera estaba al lado de la puerta de la clase de diseño y Max debió de sentir mi presencia. Cuando despegué el pan de la bandeja del horno con un cuchillo, levantó la vista de su dibujo. Le dije hola con la mano, pero por desgracia era la misma en la que tenía el cuchillo, aparte de que estaba demasiado nerviosa para sonreír. Viéndolo desde el punto de vista de Max, debí de aparecer con cara de pocos amigos en la ventana blandiendo un arma afilada y desaparecer un instante después.
Lauren no se lo podía creer. No paraba de decir:
—A casa de Max.
A casa de Max
. —Y a mí me encantaba su tono de admiración—. ¿De verdad vas a ir a su casa esta noche?
—Pues he pensado que igual sí —dije como sin darle importancia.
—Y ¿tu madre te deja? —preguntó ella, con el delantal lleno de harina.
—No exactamente. —Le conté que les había dicho a mis padres que iba a ir a la biblioteca a investigar sobre los ríos para un trabajo de Geografía—. Ellos tienen secretos que no me cuentan, así que tampoco me siento mal por no decírselo todo.
—
Esa es una pendiente resbaladiza
—cantó Lauren, y tenía razón, Stuart, pero yo me limité a encogerme de hombros escudándome en la palabra
ignorancia
, y dije:
—Una mentirijilla tampoco le va a hacer daño a nadie.
Cuando sonó el timbre metí mis libros en la mochila y salí disparada hacia el cobertizo de las bicicletas, que era donde habíamos quedado, preguntándome qué diablos estaba haciendo. A casa de Max.
A casa de Aaron
. Para ser sincera me sentía tan gallina que debía de parecer un pollo de esos crudos del supermercado con el uniforme del instituto y cara de terror. Pero entonces apareció Max todo imponente y antes de que pudiera darme cuenta estaba saliendo detrás de él por el portón del instituto, con la esperanza de que todas las demás chicas lo estuvieran viendo.
Pero no oyendo. La conversación resultaba forzada ahora que Max estaba sereno. La confianza que teníamos en la hoguera se había desvanecido en el aire en plan
puf
y no éramos más que dos adolescentes con el uniforme del instituto que andaban a trompicones bajo la llovizna, sin más fuegos artificiales.
—¿Qué hiciste ayer? —pregunté cuando nos paramos ante un cruce a esperar a que apareciera el hombrecito verde.
—Jugar al fútbol.
—¿Cómo quedasteis?
—Tres a dos. Ganamos.
—Tres a dos. Ganasteis —repetí mientras aparecía el hombrecito verde.
—¿A quién saludas? —preguntó Max, y era verdad que yo estaba moviendo la mano de un lado para otro. Era una costumbre, una cosa que hacía para que Dot sonriera, decirle hola al hombrecito verde como si fuera una persona de verdad con un trabajo y no solo una luz de una máquina.
—Solo estaba espantando un mosquito.
—Pero si es invierno.
—Pues sería un petirrojo —dije en broma, pero Max no lo pilló.
Cuando llegamos a su casa y recorrimos el camino del jardín, tuve cuidado de no tocar los cocodrilos. Max abrió la puerta y yo no tenía ninguna necesidad en absoluto de poner los dedos en el pomo, pero lo hice de todas formas porque acabábamos de estudiar en Biología el ADN y cómo se va desprendiendo del cuerpo sin que uno se dé ni cuenta. Apreté el frío metal preguntándome cuántas veces habría hecho Aaron eso mismo.
—¿Vas a entrar, entonces? —dijo Max quitándose la chaqueta y colgándola de una percha junto a la puerta. Entré en el recibidor con las multicolores hélices de Aaron cosquilleándome en la piel.
—Bueno, esto…, ¿te apetece algo de beber u otra cosa? ¿Zumo de naranja? —preguntó Max.
Asentí con la cabeza, aguzando el oído para ver si podía oír alguna otra voz en la casa, pero estaba todo en silencio quitando el runrún de los radiadores en la cocina. Estábamos solos. Y la calle de delante de la casa estaba vacía.
—¿Dónde está tu madre? —le pregunté, aunque no era en su coche en el que yo estaba pensando.
—En el trabajo —dijo Max sirviendo dos zumos en la cocina. Era pequeña, con una mesa en una esquina y dos plantas que agonizaban en el alféizar.
—Y ¿tu padre?
—No vive con nosotros.
—Ah, sí. Ya me lo habías dicho. Perdona —añadí, porque a Max se le había ensombrecido el gesto.
—Es igual. No me molesta. —Me tendió un vaso—. Hace un par de años que se fue, así que ya estoy acostumbrado. —Me bebí el zumo de un trago. Max hizo lo mismo. Nuestros vasos tintinearon al dejarlos en el fregadero y fuera ladró un perro—.
Mozart
. Un nombre estúpido para un perro.
—Le tendrían que haber puesto
Bach
—dije, con una sonrisa de oreja a oreja. Como Max no respondía le pregunté dónde estaba el cuarto de baño a pesar del hecho de que no necesitaba ir y de que después de la fiesta sabía ya la respuesta.
—Te enseño dónde está —dijo conduciéndome al cuarto de baño del piso de arriba. Gruñó incómodo al mirar algo que estaba al lado del tirador plateado de la cadena. Seguí su mirada hasta vislumbrar un tubo de cartulina colgado de la pared en el sitio en el que debería haber habido un rollo de papel higiénico—. Eh… Voy a traerte más.
—No hace falta —respondí. Max levantó las cejas. Yo no tenía intención de hacer nada en el retrete, pero eso él no lo sabía.
—¿Estás segura?
—Sí. Quiero decir, no. Necesito papel —dije. Las cejas de Max se levantaron más todavía—. Bueno, tampoco un rollo entero —añadí—. Solo un trozo.
Por si acaso Max estaba escuchando, hice como que iba al retrete. Lo hice de la manera más astuta posible, tirando de la cadena y abriendo el grifo. La pastilla de jabón estaba reducida al tamaño de una moneda de cincuenta peniques y me imaginé a Aaron lavándose las manos, así que me incliné sobre ella para olerla. Mis pulmones se llenaron de su aroma. Agarré el jabón y me lo metí en el bolsillo de la chaqueta y puede, Stuart, que esto te esté sonando a chaladura, pero la gente hace todo tipo de cosas raras, como por ejemplo en ese programa de la tele en el que ponen cámaras ocultas en lugares públicos, una mujer de mediana edad en los lavabos de un restaurante pijo bailaba el fox—trot delante del secamanos, toda emocionada bajo el chorro de calor diciendo: «Oh, Johnny» como si estuviera en la peli aquella,
Dirty Dancing
. Y una vez que mi madre me llevó a ver un musical justo antes de nacer Dot, se empeñó en pasar por ese sitio por el que cruzaban la calle los Beatles, cosa que aunque suene como a broma ocurrió de hecho en la vida real, en la portada de un disco para ser más precisos.
Había montones de turistas disparando sus cámaras y jugándose la vida por posar en el cruce, intentando esquivar los autobuses rojos. Los turistas estaban desmelenados, pero aunque no se lo crea la más desmelenada de todos resultó ser mi madre, posando para una foto mientras agarraba del brazo a un tipo de Wokingham que iba vestido de John Lennon. Estoy segura de que aquella señora del traje elegante habría cogido el jabón de Patrick Swayze y de que el tipo de Wokingham habría cogido el de John Lennon, así que tampoco creo, Stuart, que yo sea demasiado rara por haber cogido el jabón de Aaron. Apuesto a que tú también hiciste algunas cosas no tan normales cuando te enamoraste de Alice, después de aquella primera vez que quedasteis en la cafetería. Puede que tú te llevaras de la mesa un sobrecito de kétchup y que por mucho que luego en tu casa te quedaras sin salsa de tomate no te sintieses capaz de abrirlo, incluso puede que todavía lo tengas en el cajón, entre la mostaza y la salsa Perrins.
En todo caso, el tiempo sigue transcurriendo, así que más me vale ponerme de una vez los patines, en plan imagínate mis dedos enfrentándose al invierno abrigados y calentitos y esta carta congelándose completamente mientras la va recorriendo mi mano. Lo mínimo que puedo decir es que la atmósfera se estaba poniendo cargada en el cuarto de Max. Sus dedos iban trepando hacia la cremallera de mi falda del instituto cuando oí un coche que aparcaba fuera y,
PAM
, de golpe y porrazo volví en mí.
—¿Adónde vas? —protestó Max al verme saltar de la cama, alisándome la ropa.
Fingí que estaba mirando mi teléfono y luego lo dejé encima de su escritorio.
—A algún lugar donde deba estar. —Me puse los zapatos y estaba peinándome con los dedos cuando la puerta de la calle se abrió y volvió a cerrarse.
—No hace falta que salgas corriendo —dijo Max—. A mi familia no le importa que traiga chicas a casa.
—De verdad que me tengo que ir —le respondí imaginándome la cara de Aaron cuando me viera con su hermano. Había una mochila tirada al pie de la escalera y una televisión encendida—. Ahora mismo.
—Quédate un poco más. —Max dio unos golpecitos en la cama a su lado y luego hizo como si sintiera un escalofrío—. Me está entrando frío sin ti…
—Pues abróchate la camisa —dije, y él lo hizo enfurruñado, tardando un siglo entero mientras yo seguía ahí plantada en mitad de su cuarto, muriéndome por marcharme pero intentando que no se me notara.
—No eres nada divertida —refunfuñó, y se levantó por fin y nos encaminamos a la escalera.
—¿Eres tú, Max? —lo llamó alguien por encima del sonido de la televisión. Una voz femenina. Solté un suspiro de alivio.
—No, mamá. Soy un ladrón que te está mangando todas tus cosas. —A él se le puso cara de póquer.
—Ah, jaja. Muy gracioso. ¿Qué tal te ha ido en el instituto?
—Igual que siempre —respondió a gritos Max—. Mates. Un rollo. Lengua. Un rollo. Ciencias. Un rollo.
—Hijo, tampoco le pongas tanto entusiasmo. ¿Ha vuelto ya Aaron?
Me puse en tensión y luego me froté la nariz para disimular.
—No. Estará donde Anna. —Conque ese era su nombre—. Nos vemos —me dijo a mí, al ver que había abierto la puerta de la calle.
—¿No me piensas presentar a quienquiera que sea quien anda rondando por mis pasillos? —gritó su madre.
—Puede que otro día —respondió él, y en eso consistió mi primer contacto con Sandra, y ahí quedó la cosa por esa vez.
Si fueras un vecino curioso de la calle de Max, te habrías llevado una cruda decepción, porque no pasó absolutamente nada en el momento de despedirnos en el jardín. Yo le dije adiós con la mano y él me dijo adiós con la suya y cerró rápido la puerta y, para ser sincera, había sido todo un poco como un petardo mojado y, Stuart, si no sabes lo que quiero decir con eso, imagínate la pólvora empapada que no consigue prender y no andarás muy desencaminado.
Para cuando salí de la casa, la luna estaba ya en el cielo azul añil. Me encantaría decirle que era una luna llena para darle más importancia, pero no tenía ningún brillo ni ningún romanticismo en especial, así que yo no podía hacerme una idea de que estaba a punto de ocurrir una cosa increíble. Esa cosa increíble resultó ser un viejo coche azul parado en un semáforo al lado de la iglesia. Una paloma salió volando de no sé dónde, así que me agaché porque por poco me da en la cabeza y cuando levanté la vista, alguien tocó el claxon. Mis ojos se adaptaron al resplandor de los faros y en un enorme golpe de adrenalina me di cuenta de que era Aaron.
—¡Chica de los Pájaros! —me gritó desde el coche—. ¡Pasando el rato con las palomas!
—Siendo atacada por ellas —le corregí.
—¡Bueno, entonces será mejor que te lleve!
Yo creo que ni le respondí, solo me lancé a la calle cuando el semáforo se estaba poniendo en verde y un tipo de una furgoneta se puso a gritarme enfadado por la ventanilla abierta. Con una mano levantada en gesto de disculpa, me sumergí de cabeza en DOR1S. Aaron se apresuró a arrancar antes de que yo hubiera cerrado la puerta. Enredada en el cinturón de seguridad, con la cara en algún lugar cercano al freno de mano mientras el coche avanzaba chirriando por la calle, me di de narices contra la pierna de Aaron. Nos echamos a reír.