—Ya me ocupo yo de eso —dijo oliéndose algo—. Tú haces más falta dentro.
Se quedó mirándome hasta que me puse en marcha. Más rápido aún que la velocidad de la luz clasifiqué los papeles en montones, subiéndome encima de una mesa para mirar, con miedo de que Aaron fuera a marcharse sin decirme adiós. La séptima vez que miré por el cristal de la puerta, fue exactamente eso lo que había ocurrido. Su mesa estaba vacía. Su mochila había desaparecido.
Me desplomé sobre una silla, pero en el preciso instante en que mi culo tocaba el asiento, oí que llamaban a la ventana, y me encantaría decirte, Stuart, que Aaron traía el pelo todo revuelto y que llevaba una hoja enganchada en el flequillo para que sonara como si para llegar hasta mí hubiera tenido que escalar setos y esas cosas. Pero eso sería mentir, porque en realidad estaba de pie en una acera normal con los coches rugiendo a su espalda, y no había en ello nada en absoluto de especial salvo que mi corazón no parecía darse cuenta. Salió volando de mi pecho hasta el cielo, un relámpago carmesí en mitad del azul.
Aaron me saludó con un gesto y yo lo saludé con un gesto. Él apoyó la mano en el cristal y yo apoyé la mano en el cristal; él puso esa cara de «te estoy tomando el pelo», abriendo mucho los ojos y aleteando con las manos como si fuera un momento especial para nosotros. Y lo gracioso era que lo era de verdad, y los dos lo sabíamos, y por eso en las mejillas nos ardía exactamente el mismo color rojo vivo.
Se despide,
Zoe x
Calle Ficticia, 1
Bath
25 de diciembre
¿Qué hay, Stuart?:
Es primera hora del día de Navidad, hace un frío que sale vaho al respirar y yo estoy encantada con el gorro y la bufanda y la chaqueta de mi padre. No me voy a quedar mucho rato porque los dedos ya no me los siento y seguro que mi padre se va a levantar al rayar del alba para ver si ha venido Papá Noel, pero quería que supieras que me acuerdo de ti y que espero que estés durmiendo a gusto en tu celda como un niño Jesús solo que con una cicatriz y la cabeza afeitada y sin visitantes que te traigan oro, incienso y mirra. No te preocupes, tampoco te estás perdiendo nada, porque he descubierto en Enseñanza Religiosa que la mirra es una especie de resina de árbol pegajosa y si te digo lo que pienso, el tercer rey mago fue un poco tacaño al regalarle esa pringue de roble al Salvador del Mundo. Más le habría valido cruzar el desierto en su camello con algo un poco más tradicional, como por ejemplo unos bombones con forma de reno, como los que por cierto encontrarás en el fondo del sobre.
Anoche Dot estaba desmadrada, trotando de un lado para otro del cuarto de estar con las manos en la cabeza a modo de astas. Estaba tan emocionada que me dolió. Y puede que a ti también te duela, Stuart. Puede que te duela por los tiempos en los que tu hermano y tú le dejabais a Papá Noel tartaletas de confitura y una copa de jerez en la repisa de la chimenea, porque ahora tú estás en una celda y él está en algún lugar muy lejano, probablemente con una foto de tu mujer colgada en la pared al lado de un desnudo árbol de Navidad que no se siente con fuerzas de decorar.
—«
Its
» no lleva apóstrofo.
Mi padre tamborileó con los dedos sobre la mesa.
—Sí que lo lleva.
—Solo cuando significa «
it is
». Para indicar posesión no necesita el apóstrofo.
Mi padre le dio a la tecla de borrar.
—Y ¿por qué no solicitas tú el trabajo en lugar de estar corrigiendo mi solicitud? Es tu especialidad del Derecho.
Mi madre se inclinó hacia delante para teclear.
—Ya lo hemos hablado. No pienso volver a pasar por todo eso. —Recogió tres tazas usadas y salió del cuarto con paso enérgico.
La casa estaba más limpia que nunca, los grifos del cuarto de baño resplandecían y los muebles olían a abrillantador. La hora de irse a la cama se volvió más estricta y la comprobación de nuestros deberes, más concienzuda así que mi madre me hizo repetir una redacción de Historia para incluir todos los hechos de la Guerra Fría que se me habían pasado, que eran bastantes, porque por lo que a mí respecta tampoco ocurrió gran cosa entre Rusia y Estados Unidos, o sea, tú imagínate un combate de boxeo en el que los dos boxeadores se quedan sentados cada uno en una punta del ring flexionando los músculos sin ponerse a pelear.
También obligó a Dot a practicar la lectura de labios, prácticamente todos los días al salir del colegio hasta que mi padre le dijo que le diera un respiro.
—¿Qué respiro quieres que le dé cuando tú no me dejas alternativa?
—Dot está agotada —dijo mi padre, y ni que decir tiene que mi hermana se había tirado sobre el brazo del sillón de cuero, con los brazos colgando hacia abajo—. Venga, Jane. Ya es bastante por hoy.
—Está haciendo el tonto —dijo mi madre tirando de Dot para volver a sentarla.
—¡Llevas una hora con eso!
—Una hora y veintidós minutos —murmuró desde el piano Soph, aporreando las teclas de un acorde en tono menor y con una voz tan triste que la agarré de la mano y me la llevé escaleras arriba al armario de mis padres.
Los vestidos de mi madre se balancearon en sus perchas cuando nos metimos entre los zapatos para ponernos cómodas. Abrí mi estuche y le pasé a Soph mi estilográfica preferida para animarla.
—¿Qué te pasa? —le pregunté en la oscuridad. Era un viernes por la noche sin demasiada luna, de modo que el armario estaba de un color negro espeso. Yo cogí un lápiz y aspiré con fuerza mientras Soph se mordía el labio—. Vamos a hacer un trato: tú me cuentas tu secreto y yo te cuento el mío.
Se lo pensó por un instante y luego desembuchó:
—No paran de llamarme cosas.
—¿Quién?
—Todas las niñas de mi clase. Todas. Y esta noche van a ir a dormir a casa de una de ellas con un tablero de güija y Portia les va a pedir a los espíritus que les revelen mis secretos.
—¿Se lo has dicho a algún profesor? —Se quedó mirándome como si yo estuviera loca, así que le agarré las manos, abandonando el lápiz en un zapato de mi padre—. Tienes que decírselo a alguien. —Soph torció el gesto—. Lo tienes que contar —dije con más firmeza—. A mamá o a papá, si prefieres no decir nada en el colegio.
—Vale —susurró asintiendo ligeramente—. Si la cosa se pone peor. Igual a mamá.
Me tocaba hablar a mí, así que le conté lo de Max.
—No para de pedirme que nos veamos en los vestuarios a la salida del instituto.
—Y ¿tú vas?
—Es que es Max Morgan. Cómo va una a negarse.
—Y ¿qué pasa cuando llegas?
Levanté las cejas.
—¿Tú qué crees, Soph?
—Entonces ¿eres su novia o qué? —me preguntó chupando el extremo de la pluma.
—
O qué
. No me ha pedido salir ni nada.
—O sea que solo os besáis y habláis y…
—No hablamos siquiera. Solo nos besamos. Tampoco todos los días. Cuando a él le apetece. Aunque yo creo que le gusto.
—Y ¿a ti te gusta él?
—Pues sí —dije pensando en su pelo castaño oscuro y en sus ojos castaños oscuros y en la sonrisa torcida que hacía ponerse celosas a las otras chicas cuando me la lanzaba directamente a mí.
—Y ¿por qué no le pides salir tú a él? —sugirió ella, y yo murmuré algo sobre nuestra madre, pero, Stuart, no era ese el motivo de que quisiera mantener abiertas mis opciones, y tú lo sabes.
Aaron había estado tres veces en la biblioteca desde el momento aquel de la ventana. Él había escrito redacciones y yo había ordenado estantes, pero mientras nuestros cuerpos fingían trabajar, nuestros ojos bailaban una secreta danza. Encontrarse a toda velocidad y separarse. Y otra vez encontrarse y separarse. Encontrarse, aguantar, pestañear pestañear pestañññññear… y entonces sonreíamos, tímidamente, y volvíamos a empezar desde el principio. También hablábamos, de todo y de nada, susurrando entre las estanterías y en su mesa y una vez en el vestíbulo cuando fui a colgar unos carteles sobre un grupo de lectura. Yo no pregunté por su novia y Aaron tampoco la mencionó. Para ser sincera, no tenía ni idea de lo que él pensaba de mí, así que dejé que las cosas evolucionaran por sí mismas. Para ver qué ocurría. Me dije que con eso no hacía daño a nadie. Si con Aaron no había pasado nada y yo tampoco le había dado a Max la exclusiva de nada, no estaba haciendo nada malo.
Mi último turno de trabajo antes de Navidad era el 19 de diciembre. Había nevado mucho, quince centímetros en total, nieve limpia y blanca y esponjosa, de la que se hace pegando algodón en una cartulina cuando uno está intentando plasmar la Navidad perfecta. Cada vez que se movía la puerta giratoria, yo levantaba la vista sonriendo, pero Aaron no apareció a las nueve de la mañana ni a las diez ni a las once, y al ver que a las doce seguía sin haber aparecido me derrumbé detrás del ordenador, con el gorro de Papá Noel todo mustio, y me puse a teclear en una hoja de cálculo los números de los libros prestados.
—Te puedes marchar —dijo la señora Simpson cuando el reloj dio la una.
—Es igual —le dije fingiendo que estudiaba la hoja de cálculo—. Voy a apuntar unos cuantos números más.
—Ya termino yo eso.
—No, en serio, no me importa —dije, y si el ratón hubiera sido de verdad, habría gritado, Stuart, de lo fuerte que lo estaba apretando. La señora Simpson dejó su café y a continuación me echó de allí.
—Vete. Tu padre te estará esperando. Ah, y una cosa… —Con una extraña sonrisa, presionó la chapa que llevaba pulcramente prendida en la chaqueta. Relampagueó con un
Ho, ho, ho
mientras ella me decía adiós con la mano.
La biblioteca estaba en el centro de la ciudad y las calles estaban abarrotadas de compradores navideños y de turistas. Suspiré profundamente y deambulé por la acera, molesta porque mi padre no había llegado todavía.
—¿Zoe? —dijo una voz a mi derecha—. ¡Zoe!
Aaron me saludaba con la mano, parado en mitad del jardín de la biblioteca con un abrigo y unos guantes desparejados.
—¡Estás aquí! Pensé que no ibas a… ¡Hola! —exclamé, incapaz de ocultar mi alegría.
Aaron me hizo un gesto de que me acercara.
—Bonito sombrero.
Me lo recoloqué para que cayera hacia un lado en un ángulo gracioso, el pompón colgando a la altura de mi barbilla.
—Gracias.
—Y vas vestida para la sorpresa que te he preparado… ¡Feliz Navidad! —dijo señalando algo que había a sus pies.
—Eh… Feliz Navidad —respondí, sin saber qué se suponía que tenía que pensar de una bola de nieve que le llegaba casi hasta la cintura.
—Se suponía que tenía que ser más grande. Y no he encontrado ni una boina ni una pipa. —Me miró con desesperación—. ¡Es Fred! Tu muñeco de nieve francés, Fred. —Aaron sacó un cruasán de una bolsa de plástico y lo pegó en mitad de la bola de nieve—.
Voilà
!
—Pero ¿dónde está la cabeza? Y ¿los ojos? Y ¿la nariz?
—No me ha dado tiempo —farfulló Aaron. El cruasán se desprendió de la bola y aterrizó a nuestros pies—. Ay, Dios, es patético, ¿no?
—Un poquito —dije riéndome, y luego paré, porque Aaron me estaba mirando y moviendo la cabeza.
—Dios, qué risa tan
sexy
tienes. —Yo tenía la cara helada y los dedos de los pies congelados, pero por dentro sentía calor calor calor calor calor—. Tus carcajadas… las pongo con los estornudos de mi padre y el crujido de las judías verdes entre mis sonidos preferidos.
—¿Los estornudos de tu padre? —repetí, porque ni en un millón de años se me ocurría nada más que decir. Él me hizo una imitación, con un
AAAAA
muy fuerte y un
chusssssss
ridículamente discreto y agudo, y luego extendió los brazos. Yo asentí, completamente convencida—. Un sonido estupendo.
—Lo estuve oyendo todas las noches durante años. Teníamos una gata, ¿sabes? Un bicho feísimo.
—¡No seas malo!
—¡Tú no la viste! Era gorda, pero gorda de verdad, y demasiado peluda, y con la cara aplastada. Aun así, yo la quería muchísimo. Y mi padre también. O sea, él es alérgico a los gatos, pero a pesar de eso la dejaba que se le sentara en el regazo y luego se pasaba toda la noche estornudando. Mi madre se metía con él, decía que era un estúpido y le advertía que metiera la gata en la cocina, pero mi padre decía que a él le encantaba la gata y que a la gata le encantaba él, así que no le importaba. «El verdadero amor es sacrificio.» Eso es lo que decía mi padre.
—Y Jesucristo.
—Ya. Pero Jesucristo no se tiró a la vecina de al lado, dejando sin ningún valor todo lo que hubiera dicho sobre el amor.
—Puede que sí lo hiciera —murmuré, sorprendida por el tono repentinamente amargo de Aaron—. Siempre me da la impresión de que la Biblia se salta las partes más sustanciosas. Jesucristo era un hombre, ¿no? Iba al retrete. Eructaba. —Arqueé las cejas—. Se rascaba por ahí abajo cuando nadie le miraba. Igual tuvo algún lío amoroso.
—Tú —dijo Aaron pisando el crusán para ponerse justo delante de mí— eres oficialmente única. —Yo negué rápidamente con la cabeza—. Que sí, Zoe. El hijo de Dios eructando, una criatura peluda y azul que se llama Pelasio… —dijo ganándose infinitos puntos por acordarse del nombre—. ¿
Qué otra
persona podría imaginarse esas cosas?
—Pues no sé, pero creo que los eructos de Jesús serían uno de mis sonidos preferidos.
Aaron se rio y noté el calor de su aliento en la cara.