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Authors: Annabel Pitcher

Tags: #Drama, Relato

Nubes de kétchup (18 page)

BOOK: Nubes de kétchup
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—¡Bien! Porque si tú no lo quieres, me lo quedo yo. En serio. El trimestre pasado oí a unas chicas hablando de ti en los lavabos y se ponían todas: «Dios, qué suerte tiene», y la Becky esa del cuello raro dijo que a ella le hacía tilín desde hace tres años, aunque lo lleva crudo, a menos que Max tenga algún tipo de fetichismo por los cisnes. —Esta vez sonreí de verdad—. Bueno, pues esto ya está —dijo Lauren cuando el último globo hubo volado hasta el montón—. Puedes ducharte tú primero. Ha llegado el momento de que te prepares para tu amorcito…

Y bueno, Stuart, probablemente te habrá extrañado que me dejaran ir a esa fiesta, pero es que mi madre no se había enterado de absolutamente nada. Me dejó quedarme a dormir en casa de Lauren porque le dije que íbamos a estar unas amigas, y por si te lo estás preguntando, no me sentí en absoluto culpable por mentirle después de todas aquellas broncas de Navidad.

—¿A dormir? Y ¿qué vais a hacer? —me preguntó mi madre.

—Pintarnos las uñas. Ver una película —le respondí.

—No te las pintes de un color muy fuerte —me dijo—. Que el instituto empieza dentro de un par de días. Y no veas cosas que no son para tu edad, mi amor. Nada de miedo ni cosas así. Tengo la peli esa del ogro, ¿la quieres?

Unas horas más tarde,
Shrek
yacía abandonada encima de la cama de Lauren y la casa estaba abarrotada, pero abarrotada como una de las maletas que suelo llevar en vacaciones con la cremallera a punto de reventar porque soy incapaz de viajar con poco equipaje. Me uní a la multitud de alrededor de la mesa de las bebidas en la cocina, metiendo a presión la mano por entre cinco cuerpos para coger un puñado de patatas fritas y una botella de vino. Tuve un pensamiento para mi madre al descorcharla, pero me serví una copa grande y te juro que quedaba fenomenal en mi mano, las uñas y el vino del mismísimo tono rojo rubí.

La música empezó a sonar a todo volumen y la gente se puso a bailar donde le pilló, en el pasillo o en el porche o en el cuarto de estar, moviéndose al ritmo de la retumbante percusión, la bebida salpicando de los vasos de plástico y también de tazas y hasta de una jarrita para la leche, porque Lauren se había quedado sin vasos. Las caderas se balanceaban y los hombros se sacudían y las cabezas se bamboleaban, todo el mundo en aquella casa moviéndose como un solo hombre, y por primera vez en mi vida yo estaba justo en el centro, deshaciéndome en
u-huuuuus
y con los brazos en alto en mitad de la cocina junto al tostador.

Tiene gracia lo inteligentes que pueden ser los ojos, que son capaces de ver cosas en los límites de tu campo de visión cuando estás mirando al frente. Lauren se retorcía a mi lado con un top brillante, pero por el rabillo del ojo vi una chaqueta negra y una melena roja como un carbón en llamas que parpadeaba débilmente en mi radar. Se me encogió el estómago al reconocerlos y, como era de esperar, Anna entró en la cocina con Aaron detrás, vestido con un jersey demasiado grande. Debía de haberlo invitado el hermano de Lauren, era la única explicación posible, y me olvidé de bailar y no hice más que quedarme mirando y mirando. Después de todo el coqueteo. Del
muñeco de nieve
. Se me cerraron los puños al ver a Aaron reírse de algo que le había dicho la chica al oído. Me había mentido, Stuart, cuando me dijo que no tenía ningún plan para Nochevieja. Tengo que reconocer que yo le habría dicho a él lo mismo, porque habría preferido que no supiera que iba a ir a la misma fiesta que su hermano, pero aun así. Contemplé decepcionada cómo Aaron le tocaba el brazo a Anna y le preguntaba si quería beber algo, señalando hacia la mesa llena de cerveza y de vodka que había justo a mi derecha.

¡
NO
!

No sé si lo dije en alto o solo lo pensé, porque la chica asintió y Aaron empezó a avanzar hacia mí. Mi primer instinto fue esconderme, pero ¿dónde? ¿Detrás de un sillón que había en la otra punta? ¿En la despensa, al lado de los cereales? Con un ataque de pánico, me encogí detrás de un chico alto con acné mientras Aaron pasaba entre empujones por delante de Lauren. El pulso se me aceleró. Aaron llegó a la mesa de las bebidas. El pulso se me disparó. Saludó al chico de los granos. El pulso me explotó. A un metro de distancia, así lo tenía, y no podía dejar que me viera, sabiendo que él estaba allí con otra chica y que su hermano debía de estar también en alguna parte de la casa.

Agaché la cabeza y me volví de espaldas a la mesa de las bebidas, decidida a quedarme mirando hacia el lado contrario hasta que él se hubiera marchado, pero como ya comprendió el Orfeo aquel en el inframundo, eso es mucho más difícil de lo que parece. Por si te interesa saberlo, Orfeo es un personaje de la mitología griega, y para rescatar a su mujer tenía que conducirla fuera del peligro sin volverse a mirarla a la cara. Justo cuando estaba a punto de conseguirlo, echó una mirada por encima del hombro y a su mujer se la llevó el viento. Por desgracia, cuando yo miré a Aaron no se lo llevó el viento ni el aire ni ninguna otra cosa. Lo que pasó fue que se comió un nacho, tan cerca de mí que casi lo oí crujir.

Agarró dos cervezas, y con ellas oscilando en la mano volvió a donde la chica. Poniéndome de puntillas, vi cómo le acariciaba la espalda para anunciar su presencia, con todo su ADN brillando entre los omoplatos de ella. Los ojos se me llenaron de lágrimas. Agaché la cabeza y pasé a empujones por entre la multitud para salir de la cocina al vestíbulo, con una necesidad urgente de marcharme, pero alguien me agarró de la mano cuando estaba poniendo el pie en los escalones.

Recorrí con la mirada los dedos hasta la palma. La palma hasta la muñeca. La muñeca hasta el brazo, con el corazón latiéndome cada vez más rápido solo para parárseme en seco al darme cuenta de que la mano era de Max, no de su hermano. Se estaba estirando, esforzándose en mantener el contacto, y su cara aparecía y desaparecía de la vista según los empujones de la gente que subía y bajaba por la escalera. Gritando algo que yo no llegaba a oír, me agarró con fuerza de la muñeca y tiró de mí. Yo al principio me resistí, pero tiró más fuerte, arrastrándome escalones abajo hacia él. Hacia Aaron. Mientras resbalaba hacia abajo se me iba cayendo el vino de la copa.

—Vamos fuera —dijo Max.

Me tenía firmemente agarrada. Fuimos avanzando por el pasillo y yo no despegaba los ojos de la moqueta, aterrorizada ante la perspectiva de que me vieran. Cuando apareció ante nosotros la puerta de la calle, se lo puse a Max más fácil, acelerando y abriéndome paso con más determinación, porque necesitaba escapar, Stuart. Necesitaba alejarme de aquella casa, alejarme de Aaron y de la chica de la melena roja. Pisando entre piernas, fuimos andando de lado para pasar a presión por los pequeños espacios que había entre la gente, con la música cada vez más alta, cada vez más calor en el pasillo y nuestros pasos cada vez más lentos a medida que nos abríamos camino a empujones hacia el porche.

Por fin, los dedos de Max tocaron el pomo de latón. Tiró fuerte de él y luego tiró fuerte de mí, sacándome al jardín. La nieve crujió bajo nuestros pies y los carámbanos relucían en los alféizares y las ramas desnudas dibujaban líneas negras sobre el naranja de las farolas de la calle. Max me llevó al pie de un abeto y la casa desapareció de la vista.

—Qué locura ahí dentro —dije, con una voz extrañamente inexpresiva.

—Pero aquí fuera se está bien —respondió Max tendiéndome su chaqueta azul—. Toma. Ponte esto. —Al meter los brazos en las mangas, se me volvió a caer vino de la copa y roció el suelo helado, rojo sobre blanco—. Qué bueno verte.

—Igualmente —le dije, porque en cierto modo, Stuart, era verdad. Él sonrió como si se sintiera aliviado y luego me colocó de un tirón entre sus piernas y ni que decir tiene que yo le dejé, porque él era sólido y fuerte y porque Aaron estaba dentro con otra chica. Apoyé mi copa en el muro y luego me cogí de su nuca con las dos manos—. ¿Qué tal las Navidades?

—Un rollo —murmuró Max yendo directo a los besos, y sus labios resultaban suaves y conocidos y reconfortantes.

En algún lugar a mi derecha se oyó una tos. Me separé de un tirón, temerosa de que fuera Aaron, pero un hombre dobló la esquina, paseando a su perro.

La puerta de la casa rechinó. Volví a saltar. Apartando a un lado las ramas del abeto, me puse de puntillas para mirar, pero no era más que una chica que se encendía un cigarrillo.

Max me frotó el brazo.

—Te veo un poco nerviosa.

Me mordí el labio superior y luego dije:

—¿No deberíamos ir a algún sitio un poco más íntimo?

Max sonrió y me besó en la punta de la helada nariz.

—¿En qué estás pensando?

Desvié la cara hacia un lado, pero los labios de Max me rozaron el cuello al tiempo que me ponía las manos en el culo.

—Eh… en nada. O sea, es que aquí estamos como muy a la intemperie. Y me estoy congelando.

Max se quedó un instante pensativo.

—Espérame aquí —dijo, y salió corriendo antes de que yo pudiera protestar.

Al cabo de un par de minutos estaba de vuelta, con una cosa plateada tintineándole en la mano. Agitó las llaves en el aire.

—El coche de mi hermano está aparcado más allá.

Me quedé boquiabierta.

—¡Cómo vamos a hacer eso!

—Tú tranquila. Mi hermano es guay. Se lo he preguntado —dijo Max echando a andar.

Yo me quedé donde estaba, con el corazón dándome saltos en el pecho.

—¿Se lo has preguntado? ¿Qué le has dicho?

Max se dio la vuelta y siguió andando de espaldas, haciéndome con un dedo señas para que le siguiera.

—Le he dicho que estaba con una chica y que estábamos buscando un sitio donde no hiciera frío. «Solo para hablar», le he dicho, pero mi hermano se ha reído como si supiera exactamente en qué estaba pensando.

Corrí detrás de Max, esta vez con desesperación.

—¿Le has dicho quién era yo? ¿No le habrás dicho cómo me llamo?

Max abrió la boca para responder, y luego se detuvo.

—¿Por qué?

Me costó un montón, pero conseguí relajar el tono.

—Es solo… Bueno, tampoco quiero coger fama. Sobre todo después de lo de la foto.

Max me puso las manos en la espalda y me empujó con suavidad hacia el coche. Al final de la calle apareció DOR1S. Me acordé del dado colgado del retrovisor. Y de la señorita Amapola.

—Igual es mejor que volvamos a la fiesta —dije.

Max aplicó más presión a mi espalda.

—Relájate. No hay de qué preocuparse. No le he dicho a mi hermano cómo te llamas.

—Aun así. No creo que esto sea buena idea.

Max suspiró con aire de frustración.

—¿Por qué no?

—Bueno, es solo que… No sé… Da un poco la impresión…

—Venga, Zoe —dijo Max, y sonaba irritado, y la forma en que me empujaba ya no era nada suave—. No te he visto en todas las Navidades y quiero…

—¿Quieres
qué
exactamente? —le pregunté clavando los pies en la acera para que no pudiese seguir empujándome.

—Lo que tú sabes —dijo tratando de poner cara de atrevido—. Y sé que tú también quieres —me susurró en el oído.

—Vamos otra vez a la casa —le supliqué. Al ver que fruncía el ceño, añadí—:Y buscamos una habitación vacía. —Me acerqué un paso más y bajé la voz, odiándome a mí misma pero obligándome a decirlo, lo que fuera con tal de alejarme del coche de Aaron—. Una habitación vacía con una cama.

Las llaves desaparecieron en el bolsillo de los vaqueros de Max.

—Eso ya es otra cosa.

Echamos a andar.

Ahí estaba el muro. Y el árbol. Y la chica que fumaba un pitillo.

Y ahí estaba el camino. Y la puerta. Y la casa, un hervidero de gente que no había forma de distinguir en la oscuridad. Aaron podía estar en cualquier parte.

Pero no estaba en cualquier parte, Stuart. Estaba allí justo delante de nosotros, parado en el umbral de la puerta, mirando hacia la casa. Los ojos se me pusieron redondos de espanto al verle la cabeza por detrás. Max lo señaló:

—Ese es mi hermano. El que está ahí.

—¡Vamos hacia el otro lado! —chillé. Sin esperar a que Max respondiera, tiré de él hacia la otra punta del jardín. Cogió aire y abrió la boca y con un gran escalofrío de terror comprendí que iba a gritar.

—¡
Aaron
!

Le solté a Max la mano justo cuando Aaron empezaba a volverse. Apareció una oreja. Una nariz. De un brinco, salté dos metros hacia mi derecha y me escondí como una centella en las sombras.

—¿Ya de vuelta? —dijo Aaron. Algo tintineó por el aire: las llaves del coche al tirarlas.

—Hemos cambiado de idea.

—¿Hemos? —preguntó Aaron, y me lo imaginé mirando hacia un lado y hacia otro en busca de alguien más. Me dije a mí misma que era mejor no mirar, pero se me volvió el cuello y mi cabeza giró y esa vez cuando vi a Aaron deseé con todas mis fuerzas que existiera de verdad un mundo subterráneo capaz de succionar a Aaron hacia las tinieblas.

Él entornó los ojos y se inclinó estirando el cuello hacia delante para vislumbrar a la chica que estaba en lo oscuro, envuelta en la chaqueta de su hermano.

—Aaron, esta es Zoe —dijo Max.

—¿Zoe? —repitió Aaron, y tenía un algo en la voz que me dolió por dentro. Salí de la oscuridad porque, Stuart, ahí se acababa el juego—. Zoe —volvió a decir Aaron—. ¿Estás con mi hermano?

—Solo esta noche —dije a toda prisa.

Max me pasó el brazo por el hombro.

—Bueno, y todas las veces anteriores.

—¿Otras veces? ¿Como cuándo? —Aaron pareció darse cuenta de que la pregunta podía sonar rara y forzó una sonrisa—. ¿Cuánto hace que te la mantienes en secreto, Max?

—Tampoco tanto —dijo él, encantado de que le hicieran caso—. Solo desde septiembre.

—¿
Septiembre
?

Max no supo interpretar el motivo de la sorpresa de su hermano.

—Oye, cada cual tiene sus secretos. A ti tampoco se te escapa una palabra sobre tu…

—Porque no hay nada que contar —replicó Aaron. Me puse un poco más derecha. Puede que yo no fuera inocente, pero Aaron tampoco lo era.

—¿Qué pasa con…? —estuve a punto de decir «Anna», pero me di cuenta de que podía parecer sospechoso.

—¿Qué pasa con qué?

—Con tu novia —susurré señalando hacia la casa—. La del pelo rojo.

—¿Anna? —dijo Max, con voz de sorpresa—. ¿Te refieres a ella?

—Solo somos amigos —contestó Aaron, y a mí se me cayó el alma a los pies—. La conozco desde que teníamos cuatro años.

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