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Authors: Annabel Pitcher

Tags: #Drama, Relato

Nubes de kétchup (26 page)

BOOK: Nubes de kétchup
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Le esté pasando lo que le esté pasando a ese corazón tuyo, espero que se sienta libre y ligero como si fuera a dejarse llevar desde ti hacia el sol y entrar flotando en el universo cuando al final deje de latir. Ahora te mereces un poco de felicidad, Stu. Por supuesto que cometiste errores, pero te enfrentaste a tu crimen y aceptaste tu destino, así que por lo menos tu historia termina con valentía. Con honradez. Y eso es algo de lo que te puedes sentir orgulloso.

Decimocuarta parte

Como vas a ver, mi historia termina de otra manera. Claro que yo no podía haberlo adivinado el 1 de mayo, porque hacía una mañana tan perfecta como si Dios hubiera planchado una tela de color turquesa de lado a lado del cielo y le hubiese cosido justo en el medio un círculo amarillo. Me duele pensar cómo cerré los ojos para respirar profundamente o lo bien que me supo el desayuno en el patio, con mi madre y mi padre leyendo el periódico sin ninguna prisa ante una cafetera llena de auténtico café, sin hablar mucho pero sin discutir tampoco sobre a quién le tocaba la sección de negocios. Soph retozaba en el césped como un poni haciendo a Dot partirse de risa, y luego se agarraron del brazo y se pusieron a galopar alrededor del jardín hasta que Dot se tropezó. Ni que decir tiene que le echó la culpa a Soph, pero mi madre no fue corriendo a ver qué le pasaba ni le puso una tirita en el rasguño. Solo le dijo que tuviera cuidado y luego volvió al periódico mientras mi padre sonreía por algo que estaba leyendo.

Esa noche yo iba a ir a la Feria de Primavera en el mismo parque donde había sido la hoguera. No conseguí estarme quieta durante el desayuno ni el almuerzo ni la cena y me pasé las horas inquieta, imaginándome el momento en el que viera a Aaron. Habíamos mantenido nuestra palabra y no habíamos quedado, pero si te digo la verdad, por supuesto que habíamos hablado por teléfono prácticamente todas las noches, colando una palabra aquí y allí, poniéndonos de acuerdo entre nosotros, odiando y queriendo aquella situación todo al mismo tiempo, como si eso fuese siquiera posible. La boda se había celebrado la última semana de abril, así que ya era hora de confesar y habíamos decidido hacerlo juntos esa noche. Me puse mi vestido azul nuevo con la cabeza llena de un millón de conversaciones ensayadas, imaginándome a Max diciendo: «No os preocupéis por eso», y sonriendo al lado de la noria.

Cuando por fin llegó la hora de ponerse en marcha, mi padre se metió con el coche en el centro de la ciudad, enfilando hacia las casetas que se veían en el parque bajo las hileras de luces brillando. Se detuvo junto a una camioneta de perritos calientes. La cebolla chisporroteaba. El humo se arremolinaba. La música de dos conciertos diferentes chocaba en la atmósfera mientras las atracciones traqueteaban junto al río. Localicé a Lauren, que iba hacia la entrada del parque, así que salté del coche de mi padre y me uní a un grupo grande que crecía por segundos, con familias que se incorporaban por el lado derecho y por el izquierdo. Un payaso con zancos andaba tambaleándose y regalando caramelos y los bailarines del baile
Morris
, ese baile tradicional inglés, estaban haciendo algo ridículo que no soy capaz ni de describir, y en mitad de la calle apareció una banda de viento, todos esos pies negros marchando y ese pedorreo de instrumentos dorados y músicos con uniformes elegantes con botones de latón en los que te podías mirar la cara.

Cuando llegué a la entrada, Lauren se estaba agarrando a uno de los barrotes de metal, quitándose un zapato y moviendo los dedos del pie.

—¿No son demasiado pequeños esos zapatos? —le pregunté.

—Demasiado pequeños, demasiado altos y demasiado estrechos, pero ¡
tan
bonitos! —me respondió acariciando el tacón de aguja rojo—. ¡Vamos dentro!

Sentí un escalofrío de miedo cuando entramos en el parque. El sol empezó a ponerse, Stu, y era espectacular, en plan imagínate helado en un cuenco, remolinos rosas y remolinos naranjas y remolinos amarillos derritiéndose juntos para formar colores que ni siquiera tienen nombre.

—¿A los coches de choque? —sugirió Lauren, así que pagamos para montar, pero yo tenía la cabeza en otra cosa porque estaba buscando buscando buscando a Aaron.

De repente, los coches de choque cobraron vida con un rugido y arrancamos todos hacia delante, pero Lauren pisó el pedal que no era y empezamos a girar marcha atrás en redondo a toda velocidad. Y ahí nos quedamos dando vueltas y vueltas y más vueltas, las dos con la boca abierta y gritando. Cuando por fin conseguimos ir hacia donde queríamos, apareció de pronto un chico y se estrelló contra la parte de atrás de nuestro coche, lanzándonos de una sacudida hacia delante. Se me escapó una palabrota del susto al ver que era Max. La sensación de culpa y la rabia se me juntaron en las tripas mientras Max retrocedía con rapidez. Pisando probablemente todo lo a fondo que podía, cargó una vez más hacia nosotras y chocó contra nuestro costado.

—¡
Para ya
! —chilló Lauren mientras nuestras cabezas salían disparadas hacia delante. Jack gritó algo (porque estaba también por allí, quemando el acelerador en un coche amarillo fluorescente) y Max se estaba partiendo de risa cuando Lauren, furiosa, le volvió a dar al pedal que no era y salimos hacia atrás a toda marcha contra una columna.

Se terminó el tiempo y salí de los coches de choque con las piernas temblorosas mientras Max se acercaba corriendo. Yo habría querido más que ninguna otra cosa desaparecer por el lado contrario, pero él me agarró del brazo.

—Te has pasado un poco, Max —le dijo Lauren frotándose el cuello. Él se encogió de hombros y con la mirada perdida se inclinó hacia mí sin previo aviso, dándome con los dientes en el labio de arriba. Su aliento olía a vodka y a cebolla mientras, no hay otra forma de describirlo, me chupaba la cara.


Qué asco
—murmuró Lauren, justo lo que yo estaba pensando mientras lo empujaba para que se apartase.

—¡Solo lo estoy
celebrando
!

—¿El qué?

—¡Las bodas! —aulló Max levantando los brazos.

En el momento en el que Lauren se apoyaba el dedo en la sien para decir que a Max claramente se le había ido la olla, el chico que nos llevaba un curso la agarró por la cintura y se la llevó otra vez a los coches de choque. Tropezándose con los tacones que llevaba, Lauren se subió en un coche rosa y contemplé cómo zumbaba por el circuito mientras Jack le pasaba a Max una botella con líquido transparente. Él le dio un buen trago y se la devolvió. Jack la puso en un banco con cara de estar mareado. En el vidrio brillaban todas las luces de la feria y me quedé mirándolo, pensando en lo bonito que era, y al volver la cabeza vi a Aaron con unos vaqueros y unas chanclas y una camiseta blanca normal, y me quedé sin aliento porque eso era todavía más bonito.

Mis ojos se iluminaron al reconocerle, mi expresión de excesiva confianza y mi voz casi nos delatan. Aaron me hizo rápidamente un gesto con la cabeza antes de que Max pudiera darse cuenta. Cambié de expresión. Mantuve la calma. Pero por debajo de la piel, la emoción me hacía hervir la sangre. Estaba a punto de llegar nuestro momento, Stu. A puntito.

—¡Aaron! —exclamó Max—. Zoe, este es mi hermano. El mejor hermano del mundo, y ni siquiera es mentira. Tenías que haberle visto en la boda. —Hablaba arrastrando las palabras y le palmeó a Aaron la espalda tan fuerte que lo hizo trastabillar.

—Ya nos habías presentado —murmuró Aaron mientras el bochorno me traspasaba desde los encogidos dedos de los pies a las erizadas raíces del pelo—. ¿Te acuerdas?

—Noooo —respondió Max, y empezó a reírse de una forma como forzada, agarrándose los brazos y moviendo los hombros de arriba abajo—. Claro que me acuerdo. En Nochevieja. Zoe y yo íbamos a… —bajó la voz hasta el susurro—,
ya sabes
, en tu coche. —Sacó un puño y un dedo, metió el uno en el otro y lo metía y sacaba con fuerza. A mí el sudor me subía por la espalda, me resbalaba por debajo de los brazos y me eclosionaba en gotas calientes en el labio de arriba. Aaron miró para otro lado mientras las manos de su hermano alcanzaban un clímax que salpicó el aire entre nosotros tres. Max me guiñó un ojo—. Igual más tarde… —Y con aquella sonrisa torcida suya tomando un giro peligrosamente desquiciado, me pasó un brazo por el hombro y me atrajo hacia sí.

Ahí fue cuando Sandra emergió del gentío.

—Vaya pareja —dijo sonriéndonos complaciente cuando Max me besó en la mejilla, dejándome un rastro de saliva en la piel. Se me crispó el hombro de puras ganas de quitármelo con la mano, pero dejé que se me secase, aquel cerco pegajoso en mitad de la cara, y recuerdo que me sentí marcada—. Esto es un horno, ¿eh? —dijo Sandra abanicándose, con el pelo pegado a la frente—. ¿Cómo estás, Zoe?

—Bien, gracias —mentí, con la voz tensa. Aaron tenía los puños apretados apretados apretados porque la mano de Max había encontrado mi pelo y se había puesto a hacerme tirabuzones con los dedos.

—Pero qué cariñoso —se rio Sandra dándole a Max palmaditas en el hombro, toda radiante de orgullo al ver al menor de sus hijos contemplándome con aquel sentimiento tan grande que era más vodka que otra cosa, aunque de eso Sandra no se hubiera percatado.

Por el pánico o por la humedad no había demasiado oxígeno y tuve que esforzarme para que me llegara el aire a los pulmones. Un globo plateado se fue acercando a nosotros subiendo y bajando por encima de la multitud hasta que apareció Fiona con el cordel azul atado a la mano y su cámara colgada del cuello.

—¡Zoe! —gritó, y corrió hacia mí vestida con un vestido de flores—. Hace siglos que no vienes a nuestra casa —dijo enfurruñada.

—Siempre que se lo pido está ocupada —murmuró Max.

—Tienes que venir más a menudo —me dijo Sandra secándose la frente con un clínex mientras el sol se hundía en el horizonte, dejando el cielo de ese color azul tinta que viene antes del negro—. Siempre eres bien recibida, cariño.

Aaron se estaba mordiendo el labio con las muelas en una refriega de blancos contra rojos.

—Haznos una foto —dijo Max pinchando a Fiona con el dedo en la tripa.

—¡
Huy
!

—Venga —dijo él—. ¡A los tres!

Tiró de mí y de Aaron hasta un espacio apartado del gentío, obligándome a ponerme en medio. Mientras Fiona enredaba con los ajustes de la cámara, el brazo de Aaron me rodeó furtivamente la espalda, apretándome con la mano la cadera mientras nos mirábamos el uno al otro con ojos centelleantes, reventones de todas las cosas que no podíamos decir y todos los sentimientos que se suponía que no debíamos tener, y yo, Stu, me derretía por él; por su voz y su olor y su contacto y su sabor y su…

—¡
SONRISA
! —gritó Fiona, así que puse una bien grande que desapareció con el relámpago del flash.

Desde el otro lado de los coches de choque, Lauren me dijo por señas que iba a desaparecer con el chico aquel que nos llevaba un curso. Habían aparecido nubes negras sobre los bosques de al lado del río, y el calor apretaba apretaba apretaba.

—Va a haber tormenta. —Sandra frunció el ceño frotándose las sienes, y, como era previsible, una raya de plata cortó en zigzag el aire denso, partiendo en dos el cielo—. Yo me largo —dijo rápidamente—. Vosotros podéis mojaros si queréis, pero yo me llevo a Fiona a casa.


No
—gruñó Fiona dando una patada en el suelo—. ¡Todavía no he montado en el tren de la bruja!

—No tengo intención de discutirlo —dijo Sandra mientras
plas plas plas
las primeras gotas de lluvia salpicaban la tierra. Sandra se sacó del bolso una chaqueta y les advirtió a Max y a Aaron que volvería a recogerlos en un par de horas, y duele, Stu, recordar con qué despreocupación lo dijo, como si no cupiera la menor duda de que los dos hermanos la iban a estar esperando a las 23:30 donde la camioneta de los perritos calientes. Se marchó deprisa y, aturdida con la lluvia, no se paró a darles un beso a sus hijos.

Y allí estábamos los tres.

Los relámpagos centelleaban como si la tensión que había entre nosotros estuviera explotando en la atmósfera. Max cogió la botella de vodka que Jack había dejado en el banco.

—¿No te parece que ya has bebido bastante? —le preguntó Aaron, pero Max tendió los labios hacia el gollete y la garganta se le contrajo al tragar el líquido transparente. Se dio un cachete y volvió a abrir la boca.

—¡Lo estoy celebrando! —Levantó la botella por encima de su cabeza y se metió entre el gentío dando traspiés, gritando por encima del hombro—: ¡Solo
celebrando
la boda! —Aaron y yo nos lanzamos una mirada preocupada y aunque no estuviera bien también sonreímos un poco—. La idea de Fiona era la mejor —dijo Max revoloteando de pronto a nuestro alrededor. Se nos fue la sonrisa justo a tiempo—. ¡Vamos al tren de la bruja!

¡
PUMBA
!

¡Un trueno!

La gente se puso a gritar porque la fuerza de la lluvia se había redoblado y estaban cayendo chuzos de punta. Empezaron a brotar paraguas. Todo el mundo corrió a refugiarse bajo los tejadillos chorreantes de agua. Solo Max siguió adelante bajo el diluvio, resbalándose y patinando por el barro, para ponerse en la menguante cola del tren de la bruja. Me protegí los ojos de la lluvia y lo seguí, intentando no perder a Aaron de vista.

—¡Esto es absurdo! —le grité a Max, que seguía dándole tragos y más tragos al vodka—. ¡Tenemos que encontrar algún sitio para meternos dentro!

—¡Dentro es ahí! —aulló señalando hacia el tren y empinando otra vez la botella. Aaron intentó cogérsela, pero Max lo empujó, más fuerte de lo que pretendía, golpeándole en el hombro con la mano.

—Cálmate, Max.


Cálmate, Max
—se burló su hermano metiéndose al cuerpo otro trago mientras llegábamos al principio de la cola. Se encajó la botella en la parte de atrás del pantalón y saltó al vagón, desapareciendo tras las puertas moradas mientras se oía un aullido fantasmal.

Y allí estábamos los dos.

—¡No se lo podemos decir esta noche! —exclamé, con el pelo chorreando porque la lluvia seguía cayendo a cántaros del cielo negro azabache—. ¡Está completamente ido!

—¡Ya lo sé! Vamos a esperar. Pero como mucho mañana —dijo Aaron, y nuestras manos se tocaron apenas un instante justo cuando el vagón de Max salía disparado por un arco en el nivel superior. Nuestros dedos se separaron de golpe al ver a Max saludándonos como un loco y precipitándose por la abertura de la boca de un enorme fantasma pintado que había en el otro extremo del recorrido. A continuación me tocaba a mí, así que Aaron me ayudó a montarme en el vagón. Y ahí iba yo, siguiendo a Max con Aaron justo detrás, a través de túneles que daban vueltas, por debajo de telarañas que me hacían cosquillas en la cara, pasando ante monstruos que rugían y ataúdes que se abrían, con las ruedas del vagón repicando por las vías de metal.

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