—Estoy mareado —musitó Max mientras yo salía de mi vagón a la lluvia, ahora tiritando, con el vestido azul pegado a la piel—. Estás impresionante —dijo arrastrando de mala manera las palabras. Me apartó delicadamente a un lado el flequillo mojado y entonces se le fue el color de la cara—. Voy a vomitar. —Se dobló en dos, con la cabeza vacilante sobre un charco. Le puse la mano en la espalda—. No —murmuró—. Déjame. Necesito estar solo.
—Ahí hay una papelera —dije señalando con el dedo.
—Necesito estar solo —repitió Max, y se fue a trompicones hacia el bosque mientras el vagón de Aaron salía embalado del tren de la bruja.
Señalé hacia los árboles para decirle a Aaron adónde iba y poder seguir a Max, preocupada porque fuera a caerse, al verle salir de la feria, primero andando y luego corriendo, con aquel paso tan poco firme. Entorné los ojos en la oscuridad y me alejé a toda prisa de la multitud, metiéndome cada vez más en lo hondo del bosque, con el barro chapoteando bajo mis pies. No sabía si Aaron venía detrás de mí, pero alcancé a ver a Max delante, tropezándose en un tronco y aterrizando en la hierba.
No parecía que se hubiera hecho daño, pero no se levantó. La lluvia goteaba por entre las ramas. El ruido de la feria quedaba amortiguado por el borboteo de un río que yo no veía. Me arrodillé al lado de Max.
—Vete —me dijo, y consternada me di cuenta de que estaba llorando—. Estoy celebrándolo, Zo. ¡
Celebrándolo
! —Le puse con suavidad la mano en la cabeza y eso pareció calmarle. Se volvió despacio para mirarme, con el sudor y el barro y las lágrimas mezclándose en sus mejillas. De repente se incorporó para sentarse y apretó a la fuerza sus labios contra los míos.
—No —dije poniéndome en pie de un salto, incapaz de controlar mi reacción.
—¿Por qué no? —farfulló Max secándose la cara con la manga. Se puso de pie él también para besarme otra vez, sujetándome los brazos—. No seas tímida, Zo.
Estiré el cuello para mirar por encima de su hombro y no vi más que árboles; las luces de la feria eran una pequeña mota de color en la distancia. Había llegado más lejos de lo que yo pensaba.
—Porque no quiero —dije mientras Max me hacía un chupetón en el cuello, su aliento jadeante contra mi piel.
—Tú eres mi novia —susurró, y el sentimiento de culpa se hizo tan fuerte que casi se me doblan las piernas—. Ven… —Su boca estaba en la mía antes de que pudiera pararlo, sus manos me agarraron el culo y luego, precipitándose hacia delante, se metieron en mis bragas.
—¡Para! —dije luchando por liberarme. Max se rio, haciéndome cosquillas en los costados y luego debajo de los brazos y luego tocándome los pechos, no con fuerza, de una forma más patética que otra cosa, pero yo tenía el corazón acelerado—. En serio, Max. No quiero.
—Te va a gustar —canturreó recorriéndome todo el cuerpo con los dedos mientras yo seguía revolviéndome, mordiéndome el labio inferior, desesperada por no herir sus sentimientos, pero es que me estaba asustando, Stu, agarrándome del tirante del vestido a la vez que yo sacudía la cabeza—. Pero ¿qué te pasa? —me preguntó, y de pronto sonaba a enfadado, y me agarró los dos tirantes y me los rompió de un tirón—. Tú eres mi novia, ¿no? —gritó, y ahí fue cuando lo aparté a empujones y me eché a correr, incapaz de soportar aquello ni un segundo más—. ¡Zoe! —me llamó, y su voz rebotaba en los árboles mientras yo volvía corriendo a la feria—. ¡
Zoe
! Lo siento. No tenemos que hacer nada que tú no quieras. ¡Lo único que quiero es estar contigo!
Me volví y le vi caer de rodillas con la cabeza entre las manos, pero seguí adelante, asustada y agotada y muerta de asco por fingir. Con la respiración entrecortada y tropezándome me acerqué a Aaron, que acababa de entrar en el bosque.
—Eh —dijo, con la voz cargada de preocupación—. ¿Qué pasa, Zo? ¿Qué ha sido?
—Max —jadeé mientras caía temblando en sus brazos—. Está… está…
—Está ¿cómo? —preguntó Aaron sosteniéndome la cara con las manos y besándome con toda la desesperación que ambos sentíamos, rindiéndose durante un frenético segundo porque estaba oscuro, muy oscuro, y estábamos ocultos bajo los árboles.
Pero entonces una ramita chasqueó.
Nos dimos media vuelta y alcanzamos a verle la nuca a Max, que se precipitaba bosque adentro. Por un instante ninguno de nosotros se movió y luego nos separamos de un salto, horrorizados, y le llamamos y corrimos tras él, con el ruido del gorgoteo del agua haciéndose cada vez más fuerte a medida que nos abríamos camino apartando ramas y resbalándonos por el suelo cubierto de musgo. Los árboles dieron paso a un sendero empedrado y apareció el río. Me detuve derrapando y miré a mi alrededor, con fuego en los pulmones. Max iba dando tumbos por la orilla, perdiendo el equilibrio una y otra vez, con los pies peligrosamente cerca del agua, que corría desbocada.
—¡MAX! —gritó Aaron haciendo bocina con las manos—. ¡
MAX
!
Si Max lo oyó, no dio la menor muestra. Me volví a Aaron, con la cara blanca, los ojos muy abiertos y aterrorizados.
—¡Nos ha visto! ¡Lo sabe! Qué vamos a…
Pero Aaron había vuelto a salir disparado, intentando correr con aquellas chanclas que le iban lanzando por detrás barro en los vaqueros.
—¡MAX! —volvió a llamar—. ¡MAX!
Max se detuvo de pronto, con la mirada fija en un banco de madera. Rugiendo de furia cogió una piedra y con una punzada de repelús me di cuenta de lo que había visto: nuestras iniciales, Stu, grabadas en la madera. Levantando la piedra por encima de su cabeza, se lanzó hacia el banco y, justo cuando iba a atacar nuestros nombres, Aaron le sujetó el brazo.
—Lo siento —dijo—. ¡Lo siento muchísimo!
Mis pies iban salpicando por los charcos y mientras el río negro seguía haciendo remolinos los dos hermanos se volvieron para mirarme.
—¡
Qué es lo que está pasando
! —bramó Max tirando la piedra contra el banco—. ¡Qué
coño
está pasando!
—Nosotros… Nosotros… —tartamudeé clavándome las uñas en el pelo.
—Nosotros estamos… —empezó Aaron.
—Estáis ¿
QUÉ
? —chilló Max, con las lágrimas corriéndole por la cara—. ¿Qué está pasando? ¡DECIDME LA VERDAD!
Aaron levantó las manos.
—Cálmate —exhaló—. ¡Cálmate! Hablaremos de ello cuando se te haya pasado la borrachera y estemos todos…
—¡No me digas lo que tengo que hacer! —vociferó Max apartando de un manotazo la mano de Aaron—. ¡Hijo de puta! —Aaron se desmoronó sobre el banco—. ¡Tú lo eras todo para mí! —dijo Max con voz ahogada. Se le enredaron los pies y por poco se cae encima de Aaron—. Y
tú
—masculló y se volvió hacia mí, pegándole con gestos exagerados y entre bandazos puñetazos al aire—. Yo confiaba en ti. ¡
Me gustabas
!
—¡Y a mí también me gustabas tú! Te lo juro…, jamás habría querido que ocurriera nada de esto. —Intenté ponerle las manos en las caderas para consolarlo, pero él me apartó de un empujón y me resbalé hacia el río.
—¡A mí no me hables, puta!
Aaron se puso de pie como una exhalación.
—¡No la llames eso!
Riéndose ahora como un loco, Max se abalanzó hacia mí. El agua oscura se agitaba a medio metro de donde estábamos. Agarrándome por el hombro, me enderezó de un tirón para gritarme al oído.
—¡PUTA!
—¡Para! —chilló Aaron—. ¡No la metas a ella en esto!
—¡No me digas lo que tengo que hacer! —volvió a gritar Max mientras los truenos estallaban en el cielo. Se aferró con manos desesperadas a los tirantes de mi vestido azul y de un traspié nos acercamos más al río.
—¡Suéltala! —rugió Aaron, y al ver que su hermano no obedecía, cargó contra él. Chocaron con un bramido apabullante, sujetándose el uno al otro mientras los pies les resbalaban en el barro.
—¡Estáis demasiado cerca del borde! —les grité, pero no me escuchaban y no sé ni cómo acabé en el medio, tratando de separarlos mientras ellos se agarraban de la ropa, embistiéndose y empujándose y gritando al pie de los árboles mientras la lluvia caía a raudales.
—¡Eres una PUTA! —aullaba Max agarrándome del pelo y rociándome de saliva al gritarme la palabra en la cara, y, Stu, lo empujé fuerte igual que había hecho Aaron. Fue un impulso momentáneo. Lo que fuera para pararlo.
Le patinaron los pies por la ribera mojada. La pendiente resbaladiza.
Agitó como un loco los brazos en el aire.
El agua salpicó al caer su cuerpo, con la boca abriéndose al primer golpe de frío.
—¡Cógelo! —grité—. ¡Aaron! ¡Agárralo!
Clavada en el sitio, vi a Aaron tumbarse boca abajo y extender la mano mientras la fuerte corriente se hacía con las piernas de Max, turbulenta y poderosa, imposible de combatir. Como a cámara lenta, vi cómo Max se sumergía, una vez, dos veces, y era arrastrado río abajo mientras Aaron corría por la orilla, gritando y jadeando, tendiéndole el brazo.
Max no podía cogérselo. La corriente era demasiado fuerte. Con el esfuerzo de nadar a contracorriente se le aflojaron los músculos y pasó flotando por delante de las ramas y de las raíces de árboles y de un salvavidas naranja que había en la otra orilla del río y que ninguno de nosotros podía alcanzar. Se hundió una vez más, y luego otra y otra, debilitándose cada vez más, tragando agua en el intento de impulsarse hacia la superficie.
Aaron alargó el brazo una última vez, gritando el nombre de su hermano. Max levantó por el aire un brazo sin fuerzas mientras su cuerpo dejaba de luchar.
La cabeza se le hundió.
El codo también.
La muñeca.
La mano.
La mano que iba desapareciendo, pálida y rígida y aferrándose a la nada, se desvaneció bajo las negras aguas.
La primera vez que mentimos fue a la operadora que nos cogió el teléfono. Aaron marcó el 999 y aunque estaba temblando y llorando, no dijo nada de la pelea ni del beso ni de los empujones.
—Se ha resbalado —dijo Aaron, sentado en el banco, con un temblor violento en el cuerpo—. Estaba borracho.
Lo miré cuando colgó, incapaz de protestar porque la voz no me salía. Me hice un ovillo en la orilla del río y empecé a mecerme hasta que sin saber cómo aparecieron a mi lado mi madre y mi padre y un policía me echó una manta por los hombros mientras Sandra gritaba a la noche.
Las siguientes horas fueron una confusión de preguntas en una comisaría gris que olía a fotocopiadoras y a sándwiches y a café. Sentada en una sala pequeña en una silla dura, me limité a decir lo mismo una y otra vez, ciñéndome a las palabras de Aaron.
Max se ha resbalado. Estaba borracho. Se ha resbalado. Estaba borracho
. En algún momento el policía debió de creerme, porque me dijo que me podía ir a casa.
Solo que aquello no era mi casa. Era un edificio que no reconocí con una familia que parecía un grupo de extraños. Mi cuarto no era mi cuarto, y mi cama no era mi cama, porque yo no era yo. Era otra persona, una extraña a la que mis padres no conocían. Una lianta. Una mentirosa. Una asesina. Me tumbé bajo el edredón, que olía a la vida que había perdido, y me miré las manos, pestañeando conmocionada.
A la mañana siguiente terminé en la bañera. Me la preparó mi madre. Puso en el agua las sales esas que dicen que son buenas para los traumas. Yo nunca me había dado un baño a las diez de la mañana. Se me hizo raro. Demasiada luz en el cuarto de baño. El sol entraba por la ventana y las motas de polvo revoloteaban por encima del cesto de la ropa sucia. El grifo del agua caliente estaba goteando y metí el dedo gordo del pie en el agujero, pero no sentí que estuviera ardiendo.
Esa tarde mi padre vino a mi cuarto.
—La madre del chico te ha invitado a su casa, cariño. Sandra, me parece que se llama.
Empecé a contar.
Uno. Dos. Tres. Cuatro. Cinco.
—El resto de la familia de Max está allí —dijo mi padre sentándose en mi cama—. Creo que es importante que los veas.
Seis. Siete. Ocho.
—¿Me oyes, cariño?
—Sí.
—Y ¿qué piensas?
—¿De qué?
A mi padre se le nubló el gesto. Me cogió la mano.
—¿Vas a ir a casa de Max? Yo voy contigo si quieres. Te puede venir bien juntarte con otras personas.
Nueve. Diez. Once.
—Bueno, pues nada. Piénsatelo —dijo mi padre poniéndose de pie mientras yo miraba al techo, con la cara completamente impasible.
Contemplé cómo un vecino cortaba su césped y plantaba seis arbustos. Contemplé a un tipo que estaba pintando las ventanas y la puerta de su casa. Contemplé cómo un perro se daba un paseo y volvía trayendo un palo.
A la mañana siguiente, mi madre vino a mi cuarto y me dijo que yo tenía fiebre. Me dijo que tenía los ganglios hinchados y que abriera la boca, y me alumbró la garganta con una linterna mientras yo decía: «Aaaaaaaaah». Apagó la linterna y me dijo que podía parar, pero yo seguí diciendo cada vez más fuerte
aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaahhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhh
hhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhh
hhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhh
hhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhh.
—¿Zoe se ha vuelto loca? —preguntó por señas Dot.
La boca se me cerró de golpe.
—No —dijo mi madre—. Solo es que está triste.
Dot me miró desafiante.
—Pues yo cuando estoy triste no hago eso.
—Es una tristeza muy grande —le explicó mi madre—. Más grande que las que has pasado tú.
—¿Por su novio?
—Sí.
—No sabía que tuviera —dijo Dot por señas.
—Ni yo tampoco, mi amor. La verdad es que no. Lo que sí sé es que él la hacía feliz. —Mi madre me acarició la frente mientras el nombre de Aaron me abrasaba los labios. El calor me puso las mejillas rojas y en ese instante, Stu, me habría gustado que mi madre me preguntara qué me pasaba, pero se limitó a recorrerme la ceja con el dedo, susurrando—: Estaba resplandeciente cuando fui a recogerla a la biblioteca.
—Y ¿por qué se ha ahogado? —preguntó Dot.
Mi madre me echó una mirada antes de responder.
—No lo sé.
—Porque si sabía nadar, entonces ¿por qué se hundió? Y también tengo otra pregunta.
—Ya basta por ahora.
—¿Puedo faltar al colegio yo también?
Siguieron pasando días en la misma confusión. Mi madre me traía comida. Mi padre me preparaba infinitas tazas de té. Una tarde de esa semana, cuando Dot volvió del colegio, tenía seis tazas en fila en mi mesilla de noche, unas más llenas y otras más vacías. Yo les daba golpecitos con un lápiz para hacer música.