Una tarde, cuando estaba apuntando cosas en la terracita, de cara al mar, me pasaron una llamada a la habitación. Era Raimundo desde Madrid. Estaba muy preocupado por una amiga suya de Puerto Real, que se había quedado huérfana de padre a primeros de año. Siempre hace lo mismo, se pone a hablar de lo que a él le interesa sin preguntarte siquiera cómo te encuentras tú, qué humor tienes o si estás ocupada. Yo por entonces lo veía muy de tarde en tarde, pero nos habíamos encontrado poco antes de mi viaje cenando en el Hispano y mencioné mis planes de veraneo en plan retiro, unos actores que estaban con él en la mesa comentaron que era mala época para Cádiz por lo del Trofeo Carranza, pero yo ya tenía reservada habitación, fue cuando salió a relucir lo del Hotel Atlántico, y Raimundo quiso enterarse de si tenía amistades allí, le encanta tenerme controlada.
Le escuchaba mirando la rosa, muy reciente entonces, y le dije que no se alargara mucho, que estaba esperando otra llamada. Pero la verdad es que empezaba a intrigarme aquella familia de la que me estaba hablando. Era como cuando te pones a leer una novela sin demasiadas ganas, pero al cabo de un rato no la puedes soltar. El padre de Silvia era un marqués viudo con veleidades intelectuales, bastante conocido en algunos círculos de Madrid, adonde viajaba con frecuencia, acompañado siempre de su única hija soltera. Tenían reservada permanentemente una suite en el Palace. Don Armando —que así se llamaba— conservó hasta edad bastante avanzada una fama de seductor indiscutible. Había sido muy amigo de la madre de Raimundo, con la que tuvo un romance en años de juventud. Un hermano de Silvia, débil de carácter el pobre Félix, murió de accidente de coche sin dejar descendencia y la viuda, una tal Mari Luz, se había vuelto a casar con un industrial muy rico, de tal manera que ahora la herencia del marqués recaía toda en Silvia. Una fortuna incalculable en fincas. Pero ella no lo iba a poder soportar. La simbiosis con el padre había sido demasiado fuerte. Silvia le llevaba todas las cuentas, le pasaba a máquina unos poemas muy largos inspirados en
Las soledades
de Góngora, asistían siempre juntos a conciertos, fiestas y teatros, cuando viajaban compartían la misma habitación y corría incluso
sotto voce
una leyenda que les atribuía relaciones incestuosas. Ahora ella estaba enferma.
—¿Qué le pasa? —le pregunté yo.
—Mari Luz, que es la que me ha llamado para contármelo, no se sabe explicar bien. Bueno, no me extraña, es poco objetiva y carga las tintas, porque a Silvia nunca la ha querido bien, la típica relación de cuñadas, ya sabes. Pero un cuadro feo, de todas maneras. Yo me lo temía. Lleva un mes metida en la cama a oscuras, y el médico dice que no tiene nada. Creo que lo que necesita es un psiquiatra.
Me pidió que fuera a verla, ya que estaba tan cerca, aprovechando la coyuntura de que existía, además, un pretexto muy verosímil para la visita.
—Tú nada, tú llegas y te presentas allí como si no supieras nada. Le dices que estás de paso en Puerto Real, que eres amiga mía y que hace tiempo que tienes ganas de conocerla porque yo te he hablado mucho de ella y te he dicho que os podéis caer mutuamente bien. Y es que además te aseguro que lo creo de verdad.
—Pero bueno, Raimundo —le interrumpí—, si lo creyeras de verdad, me habrías hablado de ella alguna vez, ¿no? Es la primera noticia que tengo de semejante personaje.
—Seguro que te he hablado de ella alguna vez y no te acuerdas.
—Que no, Raimundo. Para bien o para mal, me acuerdo perfectamente de las cosas que me cuentas.
—Bien, Mariana, ¡y qué más da! No te conviertas siempre en un fichero. Lo que te digo es que no te vas a arrepentir de conocerla, aparte de que la puedas ayudar. Silvia es maravillosa, no sabes cómo canta, cómo imita a la gente, la capacidad que tiene para entregarse a sus amigos. Todo el mundo creía que se iba a liberar de un peso al morir su padre, pero, claro, quizá la ha pillado un poco mayor. Y lo curioso es que yo la vi en febrero, poco después de los funerales, y estaba muy bien, llena de proyectos. Hasta demasiado eufórica, tanto que me preocupó. En fin. Tú misma juzgarás qué es lo que le pasa, que para eso tienes mucho ojo clínico. Tú simplemente entras y le dices…
—Pero por favor, Raimundo, no me teledirijas —protesté—. Ya veré yo lo que le digo y lo que no. Date cuenta de que todavía no he decidido ir a verla. Si está así en ese plan, lo más probable es que ni siquiera me reciba.
—Te recibirá seguro en cuanto sepa que eres amiga mía. Será para ella como si le entrara por la ventana un rayo de luz. Siempre ha estado un poco enamorada de mí, desde que éramos chicos.
—¡Vaya, hombre! ¿Y por qué no vas a verla tú y me dejas terminar en paz mis vacaciones?
—No empieces a ponerte antipática, Mariana. Sería contraproducente. A mí me tiene demasiado visto.
Ahí sentí la primera punzada de celos, te lo confieso, y se empezó a perfilar una curiosidad morbosa —que no ha hecho más que intensificarse— por asomarme a los secretos del alma de aquella mujer. Yo hasta entonces había creído ser la mejor amiga de Raimundo, posiblemente la única, y la irrupción de aquel personaje femenino me desconcertaba. Siempre he sido un poco impaciente como lectora de novelas, recordarás que soy de las que tienden a saltarse páginas, cosa que tú me afeabas mucho, bien es verdad que con los años he procurado rectificar este defecto.
—¿Tan visto te tiene? —le pregunté a Raimundo.
En la voz de él noté que había registrado la alteración de la mía. Me conoce demasiado.
—Bueno, es un decir. No me he acostado con ella, si es eso lo que me quieres preguntar.
—¿De dónde sacas que te quiero preguntar eso?
—Está bien, perdona, no vamos a discutir. Te lo he dicho por si te interesa, porque me ha parecido que tenías prisa por saltar capítulos. Me refería a que en estos casos da más resultado un extraño, y mejor todavía si tiene costumbre de tratar con desequilibrados. Pero además, Mariana, no me digas que Silvia no te está picando ya la curiosidad.
No sabía él hasta qué punto me la estaba picando. Pero a aquello no le contesté. Me puse en plan profesional y le prometí acercarme a Puerto Real al día siguiente. Entonces fue cuando me dio las señas de Silvia y escuché por primera vez el nombre de la calle de la Amargura.
—¿A que parece de novela? —me dijo.
—Pues sí, un poco de novela sí parece. Pero sabrás que yo vivo ahora mi propia novela. ¡Dios mío, las nueve! Te dejo. Me está esperando en el callejón del Tinte Manolo Reina, un gaditano muy guapo. Siempre está allí a partir de las ocho, por si voy. Y hoy me apetece ir.
Se echó a reír y me sentó fatal.
—¡No me digas que tienes un novio que se llama Manolo Reina, por favor! Si parece de copla de posguerra.
—¡Qué más quisieras que echártelo a la cara!
Me dio rabia habérselo mencionado siquiera, y más entrar en aquella dialéctica emulativa que a él tanto le divertía. Le colgué en cuanto pude, pero ya me había dejado mal sabor de boca.
A Manolo, que efectivamente me estaba esperando en un café del callejón del Tinte, no le conté nada de todo aquello, porque lo sentía como un asunto personal. Y además porque, como llegué tarde, ya estaba con un grupo de amigos suyos que solían reunirse allí, y ni siquiera me preguntó por qué había tardado, él era de hacer pocas preguntas. En un determinado momento, le dije que al día siguiente no podríamos vernos, que había una paciente en Puerto Real que necesitaba de mis cuidados. En ese momento es cuando se enteró de que yo era psiquiatra. Tenía pensado hacer una excursión conmigo a Arcos de la Frontera, y la dejamos para otro día, no pareció importarle. La verdad es que cuando había más gente, no presumía de intimidad conmigo. Tenía una de sus noches extrovertidas, y nos quedamos hasta bastante tarde allí con aquellos amigos bulliciosos. Luego propusieron ir de copas por el barrio de la Viña, y yo no estaba a gusto. En cuanto se vuelven a cruzar en mi vida historias relacionadas con Raimundo, empiezo a girar otra vez en torno a su órbita. Manolo buscaba de vez en cuando mis ojos a través de mesas y mostradores, pero yo estaba distraída, y aquella noche no quise ir a su estudio, dije que me dolía la cabeza. Me preguntaba obsesivamente por qué Raimundo no me habría hablado nunca de Silvia, si era verdad que la conocía desde hacía tanto tiempo.
Así se inició mi interés por ella y también una de las relaciones de «diván» que más me han desquiciado y hecho perder pie a lo largo de toda mi carrera. Pero nunca me había dado cuenta tanto como en estos días, particularmente después de un insomnio horrible que tuve anoche y en el que se prefiguró la carta que te estoy escribiendo. La verdad es que te la debía desde hace muchos años, desde que protestabas por ser siempre tú la que tenía que contar los cuentos largos.
He hecho una pausa para comerme un sandwich y para abrir el hilo musical en busca de algo relajante. Suena Vivaldi. Estoy en mi apartamento de arriba, donde llevo metida varias horas, desde que te empecé a escribir. Tengo la ventana de par en par y la luna está en cuarto menguante. Asómate, Sofía, mira la luna. Tienes que notar ahora mismo cuánto te necesito y cuánto me importa que estés ahí esperando mi carta, la luna te dará el recado como sea. Mariana te está escribiendo, quieta, ¿no lo notas? Te va a llegar un cuento largo, sí. Y podrías estarla mirando, siempre fuiste viciosa de la luna y de las historias que se inventan o se recuerdan bajo sus efectos narcóticos. Yo esta noche te estoy contando cosas que no he contado nunca, que ni a mí misma me había contado así, tan despiadadamente. Me ha tocado el turno del diván, ya ves lo que son las cosas. Y por primera vez desde que llegué a Puerto Real, me encuentro en paz, sin notar ese nudo de angustia que no me dejaba parar más de media hora. Gracias, Sofía. He releído lo que va de la carta y he tratado de ponerme en tu piel, imaginando el interés que puede despertarte. Creo que el relato se ha enderezado y que, aunque me vea obligada a saltar capítulos, no me está saliendo mal. Pero a tu perspicacia de puntual lectora de novelas no se le habrá escapado —como a mí tampoco— el cambio gradual que ha ido sufriendo Silvia.
En la carta del tren aparecía como un personaje ajeno a la trama y despachado mediante una descripción poco matizada. Pues no, ajeno a la trama desde luego no es. Y además también tergiversé, en esa primera mención, mis relaciones con la calle de la Amargura. Bien es verdad que nunca habían sido tan amargas como en esta ocasión, pero su mar de fondo siempre lo han llevado. Cuando hace unos días, perdida en la calle con mi ramo de lilas, me dio el repente de abandonar Madrid, yo misma me engañaba al pensar en esta casa como en un oasis, me negaba a ver los móviles oscuros de mi espantada hacia Puerto Real y no hacia otro sitio cualquiera de los muchos que hubiera podido elegir, más propicios que éste al descanso y al olvido.
Ahora, mientras escucho la música de Vivaldi, me pregunto por qué he venido a parar precisamente aquí, por qué no soy capaz de marcharme, a pesar de que ni lo estoy pasando bien ni adelanto en mi trabajo. Y sobre todo, por qué caí en la tentación de telefonear ayer a Carmona, sabiendo como sabía de antemano que en esa conversación iba a salir a relucir Raimundo, que es de quien digo estar deseando huir. Pero además, por debajo de esas preguntas, late otra que surgió en cuanto colgué el teléfono. ¿Somos Silvia y yo realmente amigas? ¿La quiero o no?
De los altibajos de mi relación con ella no me voy a meter a hablarte con detalle, por lo menos esta noche. Haría falta ser Faulkner y tener meses por delante. Sólo para ponerte en antecedentes de cómo la conocí he necesitado cuatro folios, y para eso teniendo que dejar en simple esbozo la figura de Manolo Reina, uno de los hombres que mejor me han tratado y me han sabido entender, un verdadero cielo. Un paraíso perdido por mi culpa, que fui quien recogió velas tras el crescendo imparable de aquel verano. Por él, hubiéramos intentado una convivencia más larga, a pesar de la diferencia de edad. Pero tuve miedo. Ahora vive en Nueva York con la dueña de una galería de arte y todavía me escribe de vez en cuando, aunque dice que lo suyo no es la letra escrita. Que lo que necesita es ver a la gente, mirarla a los ojos.
Pero volviendo a Silvia, lo que sí quiero decirte es que ya en aquella primera visita que le hice, cuando estos muebles del apartamento andaban amontonados por la parte de abajo, se pusieron unos cimientos poco estables para lo que ella considera su amistad más importante con otra mujer. Tengo que reconocer que yo, al principio, le di pie para que lo creyera, que la engañé, queriendo o sin querer, eso quién sabe. Y cuando ayer por teléfono me lo echó en cara, yo me defendí con argumentos cuya debilidad habría percibido incluso un ser menos inteligente que Silvia. Nunca he depuesto mi suspicacia para con ella, en eso tiene razón. He estado en parte a la defensiva y en parte al acecho.
Para que lo entiendas mejor, te diré que en un trabajo como el mío se requiere un raro equilibrio entre la curiosidad y la pasividad. Hay que escuchar con interés lo que te cuentan, claro, pero todo se tuerce si el receptor de confidencias está impaciente por sonsacar más de las que le hacen. Esta avidez incapacita para interpretar correctamente los datos recibidos: se escucha mal. Yo siempre he estado ansiosa frente a Silvia, desde el primer día, y cada vez más. La perturbación que me producen sus informes sobre Raimundo —mayor aún por culpa de mi empeño en disimularla— es un estorbo para hacerme cargo de sus propias perturbaciones. Ella a Raimundo lo ha visto crecer, ha conocido a sus amistades de juventud, a su madre, a una hermana muerta en temprana edad de la que él casi nunca habla, y hasta se sabe de memoria antiguos poemas suyos donde ya apuntaba su conflicto frente a la homosexualidad. Y las imágenes de él que, a lo largo del psicoanálisis, ha ido regalándome, no sé bien cómo colocarlas. Componen un relato que socava los cimientos del mío.
En cuanto empecé a tratarla más en serio (pronto empezó a hacer viajes a Madrid sólo para verme), me di cuenta de que a Raimundo lo conocía mejor que yo, cosa que mi amor propio encajó mal. De todas maneras, hasta el año pasado no me enteré de lo más grave: de que él le hace confidencias sobre mí. No moví un músculo de la cara cuando me enteré, ya me conoces, pero estuve varias noches durmiendo mal, indecisa como ante una encrucijada. Se me había abierto un portillo inquietante y tentador, que no sabía si aprovechar o no, para enterarme de cómo me ve en realidad Raimundo. Es un dilema que aún no he resuelto y me martiriza. Casi siempre, a base de fingida indiferencia, procuraba que Silvia cambiara de conversación y no me transmitiera aquellas confidencias.