Nubosidad Variable (13 page)

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Authors: Carmen Martín Gaite

Tags: #Narrativa

BOOK: Nubosidad Variable
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Otras veces, sin embargo, era yo quien propiciaba solapadamente la transmisión, aunque luego me maldijera a mí misma por hacerlo. Lo que nunca se me ocurría era abrirle mi corazón, confiarle mis zozobras como a una amiga de verdad. Me tenía prohibido hacerle preguntas directas. Y ella, ignorante de mi desazón, iba soltando sus comentarios más o menos extravagantes, pero que nunca se atienen a falsilla freudiana, con esa mezcla de desgarro, humor y ternura que le son característicos.

Ayer tarde, antes de llamarla por teléfono, estuve hablando con Brígida, que vive en la parte de abajo como una sombra, y a la que yo llamo para mis adentros la señora Dean. Supongo que con esta referencia a
Cumbres borrascosas
ya te habrás orientado. Siempre tiene que volver a salir Emily Bronté. Ya la comparé con la señora Dean hace tres años, cuando me abrió por primera vez la puerta de esta casa, y me dijo, con lágrimas en los ojos, que ya nadie quería pisar por aquí, que a la señorita Silvia la tenía poseída el demonio y que era Dios quien me enviaba. En este viaje de ahora, en cambio, me ha recibido con frialdad, noto que me evita, que no tiene ganas de hablar conmigo, y la verdad es que apenas la veo. Al principio lo tuve por una bendición, pero con el paso de los días se me ha ido haciendo casi insoportable su presencia silenciosa. Es una de esas criadas viejas de toda la vida, las que más cuidadosamente archivan las historias, las que mejor podrían escribir la novela de la familia, porque se han pasado años y más años mirando sin decir nada, han tomado nota de todo y han descartado lo superfluo para quedarse con lo esencial.

Ayer no la había visto en todo el día. Me desperté muy temprano y cogí un coche de línea que lleva a Cádiz. Estuve deambulando por la Caleta, por el barrio de la Viña y por distintas calles y plazas que me traían el recuerdo idealizado de Manolo. Me quedé un rato apoyada en el mirador de Santa Elena, viendo los trenes desde arriba, todo ese laberinto de vías que se cruzan, con la bahía al fondo. Tiene una hermosura desolada, de postal antigua. «Es un sitio adonde vengo desde pequeño siempre que tengo ganas de llorar.» me confesó Manolo en el último paseo que dimos juntos aquel verano, poco antes de que saliera mi tren. No habíamos hablado mucho. Él había quedado en que me iría a visitar a Madrid, pero yo sabía que ya todo iba a ser distinto, que se estaba consumiendo un verano irrepetible. «Márchate —le dije ya en la estación, adonde habíamos llegado con mucho tiempo—. No me gustan las despedidas. No sabe uno qué decir.» No dijo nada. Acababa de ayudarme a poner los bultos en la red de mi compartimento de Wagon-lit, y estábamos sentados allí, en el borde del sofá, como dos tontos. Todavía recuerdo el beso que me dio antes de levantarse y salir corriendo, como alma que lleva el diablo. Un beso de fuego líquido, de los que dejan cicatriz. Poco después, cuando el tren emprendió la marcha, iba yo asomada a una de las ventanillas del pasillo, y reconocí, a la luz del ocaso, el murallón donde viene pintado con letras enormes el nombre de la ciudad. Coronándolo, está el mirador de Santa Elena. Alcé los ojos con una súbita corazonada. Había allí un hombre agitando un pañuelo.

Ayer, recordando aquella tarde, era yo la que tenía ganas de llorar asomada al mirador de Santa Elena con los ojos fijos en las vías que se cruzan. Fui a ponerle un telegrama a Manolo a la central de Correos. Sus señas de Nueva York me las sé de memoria, aunque le he escrito pocas veces. Viven en el East Side. El empleado de la ventanilla se me quedó mirando con cierta curiosidad después de leer el texto, «Se canta lo que se pierde» una estrofa de Machado que a él le gustaba mucho. «¿No lleva firma?» me preguntó. «No señor, no hace falta.» Se encogió de hombros. «Usted sabrá, más barato le sale.»

Luego me entraron tentaciones consumistas, como siempre que me ronda la depresión. En una tienda del barrio de la Catedral me compré unos vaqueros que saqué puestos de allí y todavía no me los he quitado. Creo que me habría sentado mejor la talla 44, no sé lo que diría él. Me miraba de reojo, al pasar, en la luna de los escaparates, imaginando la presión de su mano en mi cintura, el ritmo de sus andares junto a los míos, aquellas palabras repentinas e intrépidas que saltaban a mi oído cuando menos lo esperaba, que me iban aprisionando lentamente como un cerco de fuego, en espera de la noche. ¿Valía la pena haber renunciado a todo eso para escribir un ensayo sobre el erotismo?

Apenas tuve ganas de comer, y a media tarde, aburrida como pocas veces de mí misma, recalé en la estación de autobuses y emprendí viaje de vuelta a Puerto Real. Hacía una tarde rara, de nubes revueltas y violáceas, como transida de irrealidad. Durante el trayecto había empezado a abrirse camino en mi mente, a modo de nave fantasma surcando aguas tormentosas, la idea de que aquí no pinto nada y que me tengo que volver a Madrid sin más remedio.

Al llegar a la calle de la Amargura y meter la llave en la puerta, esa idea se convirtió casi en decisión. La casa se me caía encima con su silencio sepulcral. Me paré en el pasillo. «Nada, Mariana —me dije—, no puedes seguir así, te vas a volver loca. Ahora mismo subes arriba, preparas la maleta, te tomas un somnífero y, mañana por la mañana, al tren.» Mis pasos, sin embargo, no obedecieron a mis palabras. Es lo típico de las situaciones de empantanamiento, ya lo sé muy bien: se impone una inercia que te empuja a hacer exactamente lo contrario de aquello que te conviene.

Entré en el salón para nada, como siempre. Acababan de dar las ocho y ya estaba un poco en penumbra, pero no encendí la luz. Me dirigí despacio hacia el espejo con una cierta aprensión. Intuía que necesitaba consultarle mi decisión de irme más que preguntarle qué tal me sentaban los vaqueros. Emitía un resplandor apagado, como de plata sucia. Nada más pararme delante de él, se dibujó en su interior un bulto que quedaba a mis espaldas, y me volví sobrecogida.

La señora Dean estaba sentada en una butaca del fondo. Pasaba entre los dedos las cuentas de un rosario y se mantenía muy tiesa, con los ojos entrecerrados. Los abrió un poco al oírme volver sobre mis pasos, pero no me preguntó que si necesitaba algo ni nada por el estilo. Seguía rezando sin inmutarse. Me senté en una butaca cercana a la suya, y guardamos silencio unos instantes. Si no hubiera sido porque los labios y los dedos se le movían, aunque de forma casi imperceptible, podría habérsela tomado por una figura de cera.

—No sé qué va ser de nosotros, pobres pecadores —musitó al cabo, después de lanzar un gran suspiro.

Fue uno de esos momentos en que se precipita lo pasado mezclado con lo presente, con lo propio y con lo ajeno, en que resulta ridículo cualquier empeño de poner diques a la emoción, y sólo se sabe que es imprescindible refugiarse en otro ser humano, como ocurre ante un barrunto de hecatombe. Ni tragar saliva podía. Me levanté de mi butaca y me senté en la alfombra,:i los pies de Brígida, que seguía bisbiseando oraciones, con los ojos perdidos en el vacío. Al otro extremo del salón, se columbraban nuestros dos bultos dentro del espejo rematado por la alegoría de la muerte. Noté que Brígida empezaba a rezar en voz alta, aunque muy quedo todavía.

—Quinto misterio doloroso. Jesús expira en la cruz. Padre nuestro que estás en los cielos…

De repente me sorprendí contestando a aquel padrenuestro, luego a las avemarías que le siguieron y por último, con rotundos «ora pro nobis» a la letanía en latín que cierra el rezo del rosario, ristra encendida de piropos a la Reina de los Cielos, prudentísima, admirable, inmaculada, invulnerable al miedo. La voz de Brígida se fue haciendo más animosa y coloreada y marcaba las pausas, en espera de mi estribillo.

Al final, puso una mano sobre las mías y me miró. Me dijo que desde la muerte de don Armando no había vuelto a rezar el rosario en compañía. Yo sentía mucho encogimiento y no sabía qué decir. El tacto de las manos de la señora Dean era áspero. Ninguna de las dos nos movíamos.

—Andan ustedes como ovejas desorientadas, señorita, perdone que se lo diga —sentenció ella de pronto—. Y un rebaño sin pastor no puede ir más que al extravío y a la catástrofe. Tanto afanarse, tanto moverse de acá para allá, tanto querer abarcar. ¿Y para qué, si no hay amor?, ¿me lo puede explicar, usted que tiene tantos estudios?

Bajé la cabeza.

—No, Brígida —reconocí—. No se lo puedo explicar.

Entonces fue cuando empezó a contarme lo preocupada que estaba por Silvia y a reprocharme que no la hubiera llamado todavía a Carmona. Me dijo que había vuelto a beber mucho y que no le sentaba nada bien quedarse allí completamente sola, haciendo frente a barcos que se hunden y a estragos que sobrepasarían incluso a hombres hechos y derechos.

—Tan ricamente como estarían ustedes aquí las dos juntas —concluyó—, saliendo, yendo al cine, contándose sus cosas, en fin, yo qué sé.

Empecé a sentir mala conciencia.

—¿Tan mal está? —le pregunté—. ¿Ha hablado usted con ella?

—Sí, hija, hace dos horas. Y no tiene atadero, anda delirando. Yo no le he dicho que ha venido usted, y no por falta de ganas… Pero, claro, como no quiere usted que ella lo sepa. Es lo primero que me advirtió nada más salirle yo el otro día a la puerta, cuando la sentí de pronto a usted entrar, casi antes de saludarme, acuérdese, que tampoco son maneras de llegar a una casa, digo yo.

Me buscó la mirada, y yo me limité a un breve asentimiento con la cabeza.

—No lo entiendo, la verdad —insistió ella—. A mí no me gusta un pelo que la señorita no sepa que está usted aquí. No lo veo normal.

—Es que yo tampoco me encuentro bien, Brígida. No me caben más problemas en la cabeza. He venido a descansar.

—¡Pero si no descansa usted nada! ¿Se cree que no la oigo paseando arriba y abajo por el maldito apartamento ése que el diablo confunda, y poniendo la radio toda la noche? Además, ¿cómo va usted a descansar, después de lo de don Raimundo? ¡Otro pobre que no sabe por dónde se anda, el Señor lo tenga en su mano! Y es que también usted dejarlo así tirado cuando más la podía necesitar… Jesús María!

Así fue como me enteré de que Silvia y Raimundo habían hablado por teléfono, y de que él le había contado las cosas a su manera, tanto lo de su intento de suicidio como el hecho de que yo hubiera desaparecido de Madrid de la noche a la mañana sin dejar señas de mi paradero.

—Y yo sin más remedio que callarme —proseguía su perorata la señora Dean—, qué le vamos a hacer, se ve que es mi sino.

Hizo una pausa para santiguarse y añadió:

—Dios nuestro Señor, por los méritos de su preciosísima sangre nos perdone las palabras que se nos escapan de la boca sin deber y las que por cobardía nos tragamos. Ya ve usted qué cruz la mía de hoy, sabiendo que está usted aquí y que la buscan como a un fugado de la justicia. ¿De quién se esconde usted? ¿De mi pobre señorita? Antes las amigas nos tratábamos de otra manera más llana, sin tanto recoveco ni secreteo. Tendríamos menos amigos, no se lo discuto. Pero eran de ley.

—¿Ha preguntado Silvia si estaba yo aquí?

—No. Pero el no decírselo yo no deja de ser mentir, y encima meterme en un lío que no entiendo.

Le prometí a la señora Dean telefonear a Silvia inmediatamente, le di un beso, y me subí a mi cuarto, dejándola un poco más consolada.

Silvia estaba bastante borracha, como te dije al principio, y uno de los efectos del alcohol en ella es que le hace perder temporalmente toda clase de referencias. En cuanto oyó mi voz, sin preguntarme siquiera dónde estaba y prescindiendo de todo preámbulo, se puso a contarme una historia delirante sobre un obrero llamado Fabián, que estaba retejando la finca de Carmona y le había hecho proposiciones deshonestas. A ella le gustaba el tipo, ¿qué me parecía a mí que debía hacer? Seguro que si cedía a sus requerimientos, el chisme se corría por todo Carmona como un reguero de pólvora. Y además yo ya sabía que sus problemas con respecto al erotismo eran peliagudos. No se explicaba cómo a Fabián le podía poner cachondo una mujer tan mayor, aunque, claro, la moral se la había subido mucho, para qué iba a negármelo. Me sonaba todo un poco a cuento chino. No es la primera vez que Silvia se inventa historias montadas sobre un detalle nimio; ella misma me lo ha confesado a veces. Dice que, sin esas fantasías, la vida es muy difícil de resistir. Me puse a seguirle la corriente sin ganas, tratando de desvelar, a través de las inflexiones de su voz, lo que podía haber de verdad y de mentira en aquel relato. Pero me sentía cada vez más incómoda. Y a mí la incomodidad se me trasluce en falta de atención. Silvia lo notó.

—Oye, Mariana —me interrumpió de repente—, ¿se puede saber para qué diablos me has llamado? Porque a mí, guapa, no me la das con queso. Y no me saltes con que me pongo agresiva. Que mis razones tengo. Ya llueve sobre mojado.

—Todo te lo dices tú. Te he llamado para saber cómo te encuentras, porque hace mucho tiempo que no sé nada de ti. ¿Qué tiene de raro?

—¡Mentira! —gritó—. No te importa nada de mí, absolutamente nada. Ni de nadie. De Raimundo tampoco. Te lo quitas de en medio en cuanto te estorba. Lo tienes en jaque. Es lo que te gusta, ¿verdad?, tenerlo en jaque. Y a todo esto, ¿tú dónde estás?

—Estoy en Puerto Real, en tu casa. Pero no se lo digas, si hablas con él, te lo pido por favor. Me resulta difícil explicarte lo mal que lo estoy pasando.

Se echó a reír y noté como si me dejara desnuda.

—¿Pasarlo mal tú? Lo apuntaré en mi diario. ¿Qué es?, ¿que te fallan las defensas?

Sí, me fallaban totalmente las defensas, de lo único que tenía ganas era de llorar.

—Por lo que más quieras, Silvia, no me hables así.

—Yo a Raimundo nunca lo dejaría tirado, nunca —seguía ella cada vez más excitada—. Porque siempre lo he querido, no como tú. Daría cualquier cosa por verle, aunque sólo fueran diez minutos, unos ojos como los que me pone Fabián. Dios le da pañuelo a quien no tiene narices. A ti, que no eres capaz de querer a nadie, todos te quieren.

—Por si te consuela saberlo, Raimundo no me quiere. Me hace sufrir continuamente. Si te cuenta lo contrario, no le hagas caso. Y además, ¡basta! No quiero hablar de Raimundo ni volverlo a ver. Se acabó esa historia para siempre.

—¿Es verdad eso? —preguntó Silvia, cambiando de tono.

—Te lo juro.

—¿Y cómo puedes decirlo sin llorar?

Hubo un silencio. Las lágrimas que me desbordaban los ojos dieron paso a hipos entrecortados. Silvia se ablandó.

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