—¿Y lo lamentas? —pregunta.
—No —me apresuro a contestar—. Prefiero el presente al condicional.
—Eso, según las consecuencias que traiga.
—Pues me da igual, ya te digo. No lo lamento nada.
—Hace un rato decías lo contrario, que tu equilibrio se había quebrado y andabas como barco a la deriva —insiste la doctora León.
—Perdona que te interrumpa, fíjate en esas nubes. Hoy va a haber una puesta de sol maravillosa. ¿De verdad he dicho yo eso del barco?
—Sí, que Silvia había conseguido alcanzarte en la línea de flotación. Procura no mentirte a ti misma.
—Es lo que trato de hacer. Pero recuerda que no hay una sola verdad, sino muchas. Que cada instante está plagado de átomos que lo refractan en mil sensaciones posibles. Y por favor, cállate, ¿quieres?, no me recuerdes más lo que dije hace un rato, déjame disfrutar simplemente de lo que estoy viendo ahora.
Sonrío absorta a la línea incierta del horizonte que el sol va a teñir de fuego cuando se hunda en el mar dentro de un poco. «Acaríciate con el aire, está lleno de ángeles.» Es una frase tuya, Sofía, de la que tal vez no te acuerdes. Pertenece, como la de la liebre en el erial, a tus primeros intentos de conquistar territorio poético. Veníamos de una excursión a Ávila organizada por el instituto, asomadas a la ventanilla del tren. Y yo, no recuerdo por qué, estaba de mal humor. El viento nos alborotaba el pelo. «¡Tengo unas ganas de ser mayor!» dije. Tú me señalaste sin hablar un grupo de nubes doradas que se dibujaban sobre los peñascos. Que me acariciase con el aire, que estaba lleno de ángeles. Cuántos años han pasado hasta poderte obedecer. Ahora que esa frase ha irrumpido de repente, huyendo de tu patria a la mía, derribando las barreras del tiempo, saboreo el prodigio sin pedirle más explicaciones, y los ángeles del aire me abanican de verdad, me rozan los labios con sus alas, me despeinan. Me resisto a enterarme de la hora que es y pido otro gin-tonic. Está subiendo la marea. Algunas olas llegan a mojar los primeros escalones del chiringuito. Yo creo que el camarero, un chico moreno muy simpático, me ha reconocido. Vine varias veces aquí con Manolo Reina, al principio de nuestro idilio.
Esta noche pondré la cinta que, después de dejar de vernos, me mandó a Madrid. Escribirme apenas me ha escrito. Las cartas no eran lo suyo, no le gustaban, como al amante de la copla,
…que no sé leer, que no sé leer,
no me mandes papeles
que no sé leer…
Me pongo a canturrear entre dientes la copla, tratando de copiar el tono con que Manolo la cantaba.
Por el correo
por el correo
mándame a tu persona
que la deseo…
No se podía aguantar la voz aquélla de hace dos veranos. Se me está acelerando la respiración y no quiero que nadie se dé cuenta.
Entorno los ojos y, entre destellos de iris, creo ver a lo lejos un barco de dibujo apenas perceptible. Tal vez a la deriva. Pienso que, sin los disparos de Silvia a la línea de flotación del mío, no habría llegado al abrigo de este puerto. Pero, al mismo tiempo, es verdad también que hubo disparos y que la lucha sigue entablada. Una lucha conmigo misma que me atiza desde dentro la doctora León.
No consiente que olvide del todo a Silvia ni que deje de revivir de vez en cuando con desasosiego su presencia derramándose en el valle de los espejos amargos, puro azogue ella misma, invadiendo el espacio, contagiándolo todo. Y lo malo es que no me podía quejar. Era yo quien la había telefoneado para pedirle que viniera a Puerto Real. Le había dicho: «Necesito hablar contigo.» No hacía falta que me lo recordara nadie.
Irrumpió al anochecer, y desde que oí su llamada estridente al pie de la escalera, todo mi ser acusó la molestia de su llegada. En primer lugar, porque interrumpía mi trabajo en un momento de verdadera lucidez, cuando estaba logrando por fin que mis tormentas personales no se colaran en el entramado del texto, y en segundo lugar, porque no llegaba sola sino con un profesor americano al que había cogido en autostop al salir de Sevilla e invitado a quedarse a dormir. Seguramente habrían ido haciendo alto en sucesivos bares del camino, porque conozco los gustos de Silvia; y venían bastante cargados, sobre todo ella. Traía un vestido amarillo y hablaba sin dejar meter baza a nadie.
Enseguida, a poco de las presentaciones, comprendí que la compañía de un extraño no sólo no cohibía su propósito inmediato de sacar a relucir asuntos privados, sino que, por el contrario, lo estimulaba. Estábamos en el salón de abajo, yo me iba sintiendo cada vez menos dueña de mí misma y el profesor americano, incomprensiblemente, parecía divertirse. Era rubio, alto y bastante guapo. Fumaba en pipa.
—No deje usted que mi señorita beba tanto —me susurró Brígida la segunda vez que entró con bebidas—. Ya sabe lo mal que se pone luego.
Aquellas palabras aumentaron mi propio malestar. Al fin y al cabo, no dejo de ser su psiquiatra, claro, lo de siempre. Pero, mientras tanto, el hilo de mi discurso mental, tan trabajosamente reanudado, se quebraba por varios puntos y las cuentas del collar estallaban y rodaban por el suelo como inútiles lágrimas. Y tú, doctora, me impedías gritar y me mandabas contestar con mesura a las intrincadas sinrazones de mi paciente, desviándome de pensar que la verdadera paciente era yo, aunque no sea más que por la paciencia que hacía falta para pedirle un mínimo de lógica o de templanza a aquella voz en punto álgido. Al cabo de una hora, el nombre de Raimundo, mezclado con unos filosofemas cada vez más deshilachados, formaba parte de un relato en franca desintegración, falseado y con visos de serial radiofónico.
De pronto, necesité sacar la cabeza de semejante maraña y buscar por mi cuenta alguna razón que me hiciera confesarme implicada en aquella historia de amor, sentirme desesperada, celosa, preocupada por la suerte de Raimundo, añorante de su presencia o algo por el estilo; y tengo que confesar que no la encontré. Sólo podía pensar en una frase que había dejado a medias en la máquina de escribir y que se refería al erotismo solitario. Se me cruzó por la cabeza la idea de seguir encerrada con Raimundo en su casa de Covarrubias, pendiente del sesgo de sus humores, y súbitamente los días transcurridos desde la tarde de mi mareo en el bar de Malasaña se me antojaron una trayectoria gozosa de liberación. Me he librado de un auténtico castigo —me dije—. ¡He conseguido escapar!
Fue como una bombilla encendida en mi mente. Porque, además, el gozo de comprenderlo arrastró la decisión de una nueva escapatoria. Después de todo, las rejas de la calle de la Amargura son más fáciles de romper. De momento tenía que burlar a aquellos dos carceleros y elaborar mi plan en frío. Estaba demasiado nerviosa. Y por si fuera poco, a medida que yo me replegaba en el silencio, el profesor americano, que no dejaba de beber, había empezado a hacerme preguntas directas, tal vez con la esperanza de que su intervención lograse aplacar el talante agresivo e incoherente de su anfitriona. Yo me limitaba a sonreír y él dijo que le recordaba a Mona Lisa.
—Nunca se sabe en qué piensa —dijo Silvia—. Es uno de sus trucos.
—Tal vez en ese amigo al que ambas aman —intervino él—. Solamente en España acontecen tan extremadas pasiones.
Era un hispanista de Seattle, bastante interesado por los giros coloquiales del castellano, como luego se vio, y a mis temores se añadía el de que se le ocurriera pedirnos alguna interpretación sobre la entrada de España en la OTAN o el amor de don Quijote por Dulcinea.
No me interesaba nada el hispanista, ni Silvia, ni comprobar si era verdad o mentira que Raimundo la telefoneaba a diario para contarle lo mucho que está sufriendo. De lo único que tenía ganas era de subirme a mi apartamento sin resultar demasiado grosera. Porque tú, doctora, no me permites ser grosera ni dejar a un paciente en la estacada, por mucho que lo esté deseando. Y esa simbiosis contigo es mi condena.
Traté de reconducir la conversación hacia temas más asépticos. Y salió a relucir, como débil sol entre nubes, el tema de la soledad irremediable del ser humano. Es demasiado cansado pasarse la vida plantándole cara a la soledad. ¿No resultaría más sensato poder pactar con ella? Peroré sin mucho ahínco acerca de aquello, consciente de que estaba llevando a cabo una faena de aliño. Pero, a pesar de todo, el de Seattle opinó que mis argumentos le parecían enormemente sugestivos.
—Es una idiotez todo lo que habla —le contradijo Silvia—. Lo hace para cambiar de conversación. Para seguir con sus secretos, metida en su concha.
—Puede ser —repuse fríamente—. ¿Y qué? ¿Acaso crees que todo se puede compartir?
Ella se puso de pie y se me enfrentó, mirándome a los ojos como si se fuera a abalanzar sobre mí. Las piernas me temblaban y tenía los dedos helados. Era el miedo. El miedo de siempre a perder el control, o a contagiarme del descontrol ajeno. Silvia estalló en una carcajada. Cuando se pone así su voz suena a doblaje de película antigua.
—¡No! ¿Compartir algo contigo? No, desde luego que no, encanto. Gracias, pero no ha nacido quién. ¿Y sabes por qué? Pues porque nunca te atreves a tocar lo que quema. ¿Cuándo te has metido tú en la boca del lobo, di, cuándo? ¡Nunca! ¡¡Lo tuyo es el strep-tease solitario!!
Estaba fuera de sí, y lo habría notado cualquiera. Pero yo, además, me sentía responsable. En un momento de menos hartazgo, hubiera reaccionado correctamente, encareciendo de forma automática y con acento un tanto doliente mi currículum de excursionista al interior de las más diversas y tenebrosas bocas de lobo. Eso le habría servido a ella de bálsamo para reavivar su fe, y a mí me hubiera entregado de nuevo las riendas de la situación. En una palabra, doctora, que habrían prevalecido tu buen acuerdo y tus cánones. Prohibido confesar ante un paciente, ni aun en trances de desánimo agudo, la falta de vocación o de móviles altruistas. Pues no. No prevalecieron. Aunque, como ejerces sobre mí una coacción tan rígida, tardé unos instantes en desobedecerte. Pero al fin exclamé, ante la incomprensión de Silvia:
—¡Me gusta, sí, qué quieres que haga!
—¿A qué te refieres? —preguntó desconcertada.
—Al strep-tease solitario. Le he tomado gusto, mucho gusto, sí. Y me alegro. ¿Por qué me miras con tanto asombro? ¿Porque lo reconozco?
Silvia me miraba, en efecto, fijamente, entre ceñuda y desvalida, como esforzándose por comprender.
—No —dijo con voz quebrada—. Es que no lo puedo creer, Mariana. Eso es mentira.
—¿Que lo reconozca?
—No. Que te guste hablar sola, pensar sólo en ti, y eso te baste. Que no luches contra la soledad.
El profesor americano nos miraba como a un paisaje exótico, con sus ojos claros que saltaban de una a otra.
—Ella no ha dicho eso —intervino, como si moderara un coloquio—. Sino más bien que, por luchar demasiadamente contra la soledad, ha llegado a la adivinación de que un camino en lucha no es pertinente,
and I think she is right.
Montaigne decía…
Silvia se indignó y empezó a insultarnos y a llamarnos pedantes, como si de repente nos considerara aliados en un bloque común contra ella. Se puso a sacar libros viejos de una estantería y a tirarlos por el suelo y contra las paredes. Luego se dejó caer en una butaca y se tapó la cara con las manos.
—¡Libros, libros, qué peste!
Me acerqué y me senté en un brazo de la butaca, maldiciendo mi oficio. Le puse una mano sobre el hombro.
—Vamos, Silvia, no bebas más. ¿Qué tienen que ver los libros ahora?
—Pues tienen que ver mucho, tienen que ver todo, ya está. Y déjame —decía con un tono de rabieta infantil—. A mí no me vengas con citas de libros, eso a Raimundo, que por ahí es por donde le sorbes el seso tú a los hombres, por las citas de libros.
—Yo no he oído a ella citar ningún libro —volvió a intervenir el americano.
—¿Y a ti quién te ha dado vela en este entierro? —chilló Silvia.
—Creo que si permanezco en la estancia debo manifestar mis opiniones —repuso él con parsimonia y una punta de ironía.
Silvia le dijo de malos modos que se fuera a la cama, pero él se puso a rellenar su pipa sin hacerle caso. Yo estaba agotada y sin ganas de hacer esfuerzos por nadie. Había llegado a no poder soportar una prueba tan necia y a la conclusión de que discutir con Silvia era emprender una batalla perdida de antemano. Pero intuía también turbiamente que ella había disparado contra la línea de flotación de mi barco, mejor dicho del flamante navío de la doctora León. Me levanté.
—Mejor dejarlo, Silvia. Buenas noches. Estamos cansadas.
—No emplees el plural. Lo estarás tú. ¡Tú, tú! ¡Siempre tú!
—De acuerdo. Lo estoy yo. Harta, para ser más precisos. Porque no hay manera de hablar contigo, porque aburres a las ovejas. Una cosa es perder el hilo, y otra es no tenerlo y empeñarse en coser sin hilo.
—¿Lo dices en serio? ¿Qué hilo? —preguntó con voz súbitamente desfallecida—. Perdona, vamos a hablar bien. Ya te atiendo.
El profesor americano dijo que «perder el hilo» y «coser sin hilo» eran expresiones muy interesantes. Sacó un cuadernito para apuntarlas y se sirvió otra copa, aprovechando que Silvia lo hacía. La verdad es que sin copas se aguantaba difícilmente la situación.
—Me aburro, Silvia, lo siento. Esto es un zafarrancho.
—¡
Zafarancho
!, ¡
Zafarancho
! —rió entusiasmado el profesor, sin dar paz al bolígrafo—. ¡Ésa sí que es buena palabra! La había olvidado. La usa Valle Inclán,
I guess…
—¡Cállate, Norman, no seas pelma! —se enfadó Silvia—. Anda, Mariana, por favor, ponme un ejemplo. Te lo pido en buen plan, perdóname…
—¿Un ejemplo de qué?
—No sé…, de eso del hilo.
Me armé de paciencia, mientras me ponía a recoger libros del suelo.
—Por ejemplo, has dicho antes que lo mío es el strep-tease solitario. Eres tú quien lo ha dicho, ¿no?
—No me acuerdo. ¿Y qué?
—Pues que luego cuando yo te doy la razón, saltas con que estoy mintiendo.
—¿Entonces, estamos de acuerdo? —preguntó con voz insegura y mirada turbia—. ¿Es eso lo que quieres decir?
Yo asentí con desgana y en ese momento fue cuando noté que Norman me miraba de forma insistente. De la calle venían rumores de conversación y risas apagadas. Un niño tiró un petardo y asomó el rostro, encaramándose a la reja. Luego desapareció de un brinco. Lo envidié, como el preso que ve volar a un pájaro desde su celda. Se oyeron risas y un trotecillo de pasos alejándose. A Silvia se le había puesto una voz doliente. Se hundió en el fondo de su butaca.