—Pero no era «desendemoniar» lo que decía Amelia —puntualiza—, era «desbrujar» una palabra todavía más rara, y la sigue usando, me la ha dicho al despedirse, que me desbruje.
Ha hablado bajito, sin alzar la cara de mi regazo, como pidiéndome que le siga rascando la cabeza y hablándole de cualquier cosa, se acomoda mejor y me señala la sienes, y yo le digo que qué pelo tiene tan bonito, que no se le ocurra cortárselo ni hacerse la permanente y niega con un dedo y emite un leve ronroneo de placer, y me doy cuenta de lo importante que es el contacto físico entre dos personas que se quieren. Pero no pienso en el contacto sexual, qué pesadez, cualquiera diría que es el único que existe. El tiempo se convierte en eternidad cuando surgen estos viáticos de camino, te parece que vas a donde sea pero en compañía y por buen camino, el roce de otro te calma y disipa las nieblas que rodeaban tu existencia. Me gusta tanto que haya venido Soledad y que se deje acariciar como un gatito.
—A veces uno solo pierde la brújula —digo.
—Se desbrujula uno, en vez de desbrujarse —dice ella con voz de risa—. ¡Qué distinto!, ¿no?, y con lo parecidas que suenan las palabras.
Y yo le digo que sí, que todo en el fondo es cuestión de palabras, de combinarlas, de jugar con ellas, es lo que tiene la literatura, que dicen que se acaba por culpa de los vídeos, pero eso no cuela, es un disparate, la gente sigue loca por inventar escritos que convenzan de algo o emocionen, aunque sea mentira, vamos, que te lo creas, depende de cómo te digan las palabras y cómo las escuches tú. El amor mismo, a ver, ¿no es sobre todo cuestión de palabras?, por lo menos el de las novelas que es el que hace llorar, algo tendrá el agua cuando la bendicen, y ella asiente, levantándose el pelo al mismo tiempo para dejar al descubierto la nuca. A mí ya me lo recomendó hace muchísimos años un profesor de Literatura que tuve en el instituto, que no dejara nunca el cazamariposas para atrapar palabras, me lo dijo por un collage que había hecho yo que se titulaba «El filólogo» don Pedro Larroque se llamaba, y gracias al consejo sigo en pie, porque a mí la literatura me ha salvado de muchos pozos negros.
—¿Te acuerdas del juego aquél de diccionario? —dice Soledad—. ¿Quién lo inventó?
Y sí, de pronto me acuerdo, lo inventé yo para entretener a los niños. Consistía en buscar por turno en el diccionario una palabra poco conocida y apuntar debajo la definición verdadera junto con otras dos o tres inventadas y de lo más dispar, «fruta tropical» «actitud de resentimiento» y «habitante de región montuosa» por ejemplo, y los otros jugadores tenían que adivinar cuál era el significado auténtico. A veces salían definiciones tan propias y tan despistantes que le pegaban a la palabra más que la suya de verdad, como suele pasar con algunos nombres de pila, que parece que se los han puesto a la gente equivocados.
—A ti se te daba genial el juego del diccionario —le digo a Soledad, mientras empiezo a hacerle un poco de masaje en la nuca—. Siempre perdíamos los demás cuanto te tocaba a ti inventar definiciones.
—¡Ay sí, sí, en las cervicales!, ¡qué gusto! —contesta ella.
Se desabrocha la blusa un poco, se acomoda mejor y yo misma noto la energía benéfica que baja a desaguar en las yemas de mis dedos.
Sigo hablando por un lado y pensando por otro, como si viajara al mismo tiempo por dos vías paralelas, acrobacia que, por cierto, da mucho pie a la fantasía. Me imagino que soy un curandero cuyas recetas mágicas le sanan a él tanto como al enfermo, es una ensoñación que tengo algunas veces, con ligeras variantes en mi edad y vestimenta, en el paisaje y en la identidad de los seres que me vienen a ver diciendo que están enfermos, pero lo que se repite siempre es la sensación de que las recetas del curandero son de aplicación verbal directa y sólo tienen virtud según él las va formulando, generalmente le salen las letras de la boca como en los comics, pero el letrero se deshace como humo, o sea que la fugacidad es su esencia, luego se borra el efecto y no se pueden repetir, una cosa muy especial, hay que estar bien atentos para coger la receta en el aire, porque además eso precisamente es lo que cura al curandero y le posibilita para seguir ejerciendo su trabajo, si no, se convierte en un pobre mendigo.
—Da gusto, hoy tienes energía positiva en los dedos —dice Soledad.
—Y tú en el cuello, es droga compartida.
Y pensando en la virtud de las drogas compartidas, se me viene al recuerdo una canción muy larga y monótona que aprendí de mi abuela y que yo les cantaba luego a mis hijos para que se durmieran. Empezaba diciendo:
Antonio divino y santo
suplicóle a Dios inmenso
que por su gracia divina
alumbre su entendimiento
para que su lengua
refiera el milagro
que en el huerto obrasteis
de edad de ocho años…
Muy raro este «obrasteis» porque de pronto se rompe el estilo en tercera persona y parece que se está estableciendo un diálogo con el mismísimo Creador o con San Antonio ya de viejo, no queda nada claro; pero mi abuela decía seguro que era «obrasteis» que la canción siempre se había cantado así, y que quién era yo para darle lecciones a ella, qué niña tan refitolera —era una palabra que usaba ella para llamarme marisabidilla o algo así—. Y el milagro consistía en que un domingo su padre le había encargado al niño Antonio que, durante su ausencia en misa, vigilara para que los pájaros de variadas especies que solían buscar alimento por aquella zona no entraran en el huerto ni picotearan el sembrado porque todo lo echaban a perder; y el niño se quedó, efectivamente, al cuidado del huerto, pero consciente de la vanidad de sus esfuerzos para espantar a todas aquellas nutridas y diversas bandadas de pájaros que se le venían encima, optó por empezar a hablarles con gran dulzura y persuasión, tanta que los cientos de aves picoteadoras, cuyas especies designaba el texto, habían bajado a posarse en torno suyo para escucharle y le habían obedecido, o sea que el padre, al volver de la iglesia, se había quedado en trance ante la escena de su hijo de edad de ocho años contándoles cuentos a los pájaros para hacerles entrar en razón, pero era una canción larguísima, y por eso tan buena para servir de nana, porque al final acababa viniendo el mismísimo señor obispo, que, avisado del milagro, había dicho que si no lo contemplaba con sus propios ojos, no le podía dar crédito. Y para cuando llegaba el obispo ya tanto el niño insomne como la madre que mecía su cuna eran partícipes del mismo sosiego que destilaba aquel romance interminable y naif, y lo que yo notaba, sobre todo, era que había desaparecido aquella prisa por que el niño se durmiera. Y también la sensación de fastidio con que atacaba la melopea («y ahora, por si era poco la desazón de todo el día, ¡toma postre, a cantar el antonio-divino-y-santo!») ; me había aplicado con toda concentración a entonar bien las estrofas sin saltarme ninguna, y ya no necesitaba comprobar los resultados del remedio lanzando miradas de reojo a la cuna, porque los experimentaba en mí, en mis nervios aplacados, y el niño se dormía por eso, porque me había tranquilizado yo. Ahora hay algunas estrofas que se me han borrado de la cabeza y eso me intranquiliza, no sólo porque me evidencia el paso del tiempo desde que canté por última vez de corrido el antonio divino y santo, siendo Amelia un bebé, sino porque me acuerdo de que a esas alturas de mi último parto necesitaba más que nunca los relajantes efectos de esa droga nocturna. Por entonces ya había quedado más que claro que Eduardo y yo no teníamos nada que compartir, ni en el reino de los sueños ni en el de las realidades.
Es un recuerdo que me ha puesto automáticamente tensa. Me quedo callada, y el silencio se vuelve incómodo. Se ha quebrado el fluido mágico que me estaba uniendo con Soledad y ella lo nota. Se incorpora, me da las gracias, se alisa el pelo.
—Haces el masaje cada día mejor. Y al final, encima canturreando. Ni una profesional.
—Ya ves. Pues no será porque me ejercite mucho.
—Un poco más y me quedo dormida.
Hay un silencio. Soledad se ha terminado de abrochar la blusa y me mira, como desorientada.
—Oye, ¿de qué estábamos hablando antes?
—¿Antes de qué? Supongo que del tiempo, no hemos hablado de otra cosa en toda la tarde, si te fijas bien. Tratábamos, creo, de acotar cinco meses y pico de mi vida.
—Ya. Pero te pasa algo, te has puesto triste.
—Que no, qué tontería. Salió todo por lo de las fechas. Y creo que decíamos… No sé. El tiempo, desde luego, es un albergue tramposo y poco de fiar. Cuando se dice «se me hizo la tarde eterna» por ejemplo, ¿tú qué entiendes?
—Que se te hizo pesada.
—Ya ves, pues yo no, para mí lo eterno es lo que no pesa, cuando el tiempo, de tan feliz que eres, pasa sin sentir. Pero por eso mismo, como cada cual vive el tiempo a su manera, tiene que haber unas reglas, claro, si no sería un lío. Así que tampoco viene mal ajustar las cuentas con el tiempo. Fechar, tienes razón. Cinco meses son cinco meses. Por cierto, ¿qué hora es? ¿No habías quedado con tu madre?
—Sí —dice, echando una mirada desganada al reloj—. Pero me queda un ratito.
Se ha quedado pensativa. Acordarse de su madre no le sienta bien. Se lo noto en el tono exaltado con que reencauza la conversación hacia su tema obsesivo.
—Claro, fechar. Si es lo que yo me harto de decirle a ella. Por lo menos que diferencie lo que estaba antes de lo que estaba después, ¿no? Cualquier proceso judicial, psicológico, histórico, lo que sea, habrá que ordenarlo, es elemental, mi querido Watson. Pues ella nada, con ella es imposible, vive en un perpetuo caos.
Ahora sus ojos se clavan en los míos como si estuviera implorando consejo de una persona sensata. Renuncio a hablarle de mi propio caos y pongo cara de persona sensata. Pero esta historia de matrimonio fallido me agobia ya un poco, y me pongo de nuevo a pensar, que me descansa, en aquellos cinco meses y pico anteriores a mi descubrimiento del amor. Seguramente, si empiezo a hurgar en ellos, salen muchas cosas. De lo que más me acuerdo es de que escribía muchísimo. Poemas, comienzos de novela, diario. Algunos cuadernos se me han perdido o los he quemado. Otros los guardo todavía. En ese periodo se consolidaron mis amores con la literatura. Aunque nunca desembocaron en compromiso. Y si duran es porque siempre fueron fluctuantes, contradictorios y arriesgados, como los que más tarde mantuve con Guillermo. Por eso me sigo acordando de él. Hay amores de novela y amores para casarse.
—Con mamá es imposible aclarar nada —dice Soledad—. Ella se bloquea. Porque lo que yo digo, en algún momento notaría que las cosas empezaban a ir peor con mi padre, ¿no? Nada se produce así porque sí, de la noche a la mañana. ¿No te parece? ¿En qué piensas, Sofía?
—Bueno —digo—, no creas. Hay transformaciones que se operan de puntillas. Y otras que surgen de pronto. Como una erupción. O un milagro. No sé. Depende.
—¿Te refieres al amor?
—Sí, pero también al aborrecimiento. Y en general a todos los humores que nos recorren a lo largo del día, que tan pronto te quieres morir como te emborracha la vida. Tu madre lo estará pasando mal, sí, pero no la agobies. Estará buscando ella sola la explicación. A veces la madeja no la puede desenredar más que el que la ha enredado.
Soledad suspira. Cambia de asiento.
—Tiene pocas amigas. ¿Por qué no la llamas tú alguna vez?
—Mujer, le extrañaría, si casi no la conozco. Sólo la vi aquel día en el aeropuerto, cuando Amelia y tú os ibais a Brighton. Me pareció que formaba un bloque indisoluble con tu padre. Ya hará diez años, ¿no?, a ti que te gustan tanto las fechas.
Soledad asiente. Su rostro se ha ensombrecido, mientras juguetea con el montón de fotos viejas que saqué antes para enseñárselas. Tiene un gesto obsesivo, reconcentrado, ausente.
Un poco como el chico del jersey de cuello alto. Aunque él podía tener miles de caras. Habría valido para el cine.
—Me gustaría saber si ha habido algún Guillermo en su vida. ¿Por qué tú me lo puedes contar y ella no?
—Muy fácil. Porque no soy tu madre. Yo no te cargo con la responsabilidad de mis historias. Ni las tuyas son un fardo para mí. Por mucho que nos queramos.
Se queda pensativa.
—Es verdad. Amelia también lo dice.
Ha sido como un trallazo dentro de mí. De pronto me siento desalojada del refugio, expuesta nuevamente al ventisquero de la realidad.
—¿Qué dice Amelia? ¡Si vieras lo rara que ha estado conmigo este viaje!
—Le preocupan sus hermanos.
—Ya. Y a mí también. Pero de mí, ¿qué dice? Vamos, si no es un secreto…
—No mujer. Pues eso, que entre ella y tú hay siempre una zona de medias verdades y que, por mucho que te empeñes en tratarla como a una amiga, eres su madre, y eso no tiene remedio. Además… Bueno, nada.
—No, por favor, di lo que sea. Además, ¿qué?
—Pues no sé…, cree que en algunas cosas tú metes la cabeza debajo del ala. Lo dice en buen plan, no como crítica. Te quiere un montón y se preocupa por ti más de lo que te imaginas. Pero en fin, ella lo vuestro lo tiene supermasticado, no le coge de nuevas. Claro que también yo, como llevo mucho tiempo viviendo fuera…
—¿No le coge de nuevas, qué? —la interrumpo.
Y noto que estoy lanzándome a una piscina de agua helada.
Soledad me mira cohibida, como si se arrepintiera de lo que ha dicho. Luego desvía la vista.
—Que Eduardo no te quiere y eso.
Bajo los ojos inquieta. Escarbar ahí no me gusta, y Encarna, la más directa de mis hijos, lo sabe de sobra. ¿Es que le quiero yo? ¿Es que le he querido alguna vez? Tengo que ir al refu a hablar con Encarna, de eso y de otras muchas cosas. Y con Lorenzo también, aunque me desquicie. Su padre no puede seguir creyendo que ha terminado la carrera y que tiene un trabajo. Ni yo puedo seguir metiendo la cabeza debajo del ala. La culpa de que Eduardo y yo apenas nos hablemos no sólo la tiene él. No sé por qué digo que me ha decepcionado, si no me interesó nunca conocerlo a fondo. Di por hecho que lo conocía y me desentendí; sólo te enamora lo que te intriga, yo con Eduardo me casé sin estar enamorada y de ahí viene todo. Podía tener los mismos defectos que tiene, a nadie se le deja de querer por sus defectos, sino porque descubres que no te interesa interpretarlos ni comprenderlos. Es que ni siquiera consigue sacarme de quicio. No me puedo quejar de nada, él no tiene la culpa.