Nubosidad Variable (37 page)

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Authors: Carmen Martín Gaite

Tags: #Narrativa

BOOK: Nubosidad Variable
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Él me empujó con brusquedad ante el espejo grande que había sobre la coqueta y dio la luz de un aplique de tres brazos que lo coronaba. Me tenía cogida por los hombros, como si temiera que escurriera el bulto.

—¡Ese! ¡Ese gesto! ¿Lo ves?

Sí, lo había visto. Me desprendí de él y apagué la luz que caía sobre la cuna de la niña. Recuerdo con toda nitidez aquella escena, porque cuando, años más tarde, fui al psiquiatra y me preguntó que de cuándo databa mi sensación de estar conviviendo con un extraño, fue esa imagen de los dos reflejados en el espejo, mientras fuera batía la lluvia, la primera que se me vino a la imaginación. Era algo parecido al odio lo que había descubierto en mi gesto.

—Es que no me gusta que me traten mal. No sé si lo sabes —dije—. Mejor dicho, creo que no lo sabes. Porque de mí no sabes casi nada.

Se quedó tan desconcertado que tardó en reaccionar. Solía callarme siempre, y sigo con esa mala costumbre. Te vas tragando las cosas y estallas luego en el momento más incomprensible para el que recibe ese vómito inconcreto de malestar cuyas causas no se justifican. Reconozco, además, que la alusión a malos tratos estaba expresada en términos incorrectos, según el código matrimonial, porque Eduardo no había pasado de dar algún portazo, pero la mano no me la había levantado nunca. Fue a lo que él se agarró inmediatamente.

—¿A qué llamas malos tratos? —preguntó.

Me encogí de hombros y me invadió una súbita flojera, mientras notaba que las lágrimas, el arma femenina más artera contra la clarividencia, volvían a nublar mi capacidad para dilucidar en términos lógicos ninguno de los asuntos de cuya confusión yo misma era cómplice. Me replegaba, como un caracol dentro de su concha, al menor amago de interrogatorio sobre mi conducta. Me acordé de Mariana, como muchas veces en trances de desfallecimiento similares. Tampoco ella me había maltratado físicamente, simplemente se había negado a entender mi necesidad de explicarme. Pero ¿había peleado yo por hacerle entender esa necesidad, apelando a una lógica de la que estuvieran excluidos los balbuceos y las lágrimas? La verdad es que no. Y eché de menos furiosamente aquella edad de oro de nuestra amistad en que no hacían falta explicoteos para entenderse, en que bastaba con que una de las dos descubriera un velo de pesadumbre en la expresión de la otra para que acudiera a disiparla con una caricia o una broma. «Anda, Sofía, mujer, no te quedes con los ojos alzados al aparente vacío.» Y el vacío se volvía eso, aparente, se llenaba de esperanza. Y se sucedían los veranos de oro donde nunca pasaba nada, pero siempre estaba a punto de surgir lo inesperado. «Nunca más —dijo el cuervo—. Nunca más.»

Eduardo se creció ante mi silencio.

—No te entiendo, de verdad, Sofía, no te entiendo —dijo—. ¿Te refieres a algo que haya pasado hoy?

Lo miré abstraída. Lo veía borroso a través de las lágrimas. ¿Hoy? ¿De dónde arrancaba aquel «hoy»?

—Que si me refiero a algo ¿con qué?

—¿Pero qué te pasa? ¿Cómo que con qué? ¡Con lo de los malos tratos! ¡No me hagas perder la paciencia, por favor! Explícate. ¿A qué te refieres?

—No sé. A nada en concreto. Son cosas que se sienten, pero no se pueden explicar.

—¡Sobre todo si no se intenta! —gritó él.

Comprendía que tenía razón y no sabía cómo aplacarlo. En aquel momento era lo único que me interesaba, echar tierra sobre aquel asunto de ramificaciones tan incómodas. Que no siguiera gritando, porque podía despertar a la niña.

—Déjalo y perdona. Tienes razón. Déjalo, de verdad, debe ser que estoy cansada.

Me miró, fuera de sí. Y me di cuenta, como otras veces, que no se pueden dulcificar las iras de nadie cuando el que lo intenta no abriga en el fondo de su corazón dulzura de ningún tipo hacia el iracundo. Por otra parte, la que estaba llorando era yo, y mientras ese llanto significara que anteponía mi necesidad de ser aceptada incondicionalmente a los requerimientos ajenos de comprensión, el contencioso seguía en pie. No hay en el mundo cosa más absurda y aburrida que una riña matrimonial.

—Sí, «déjalo» pero estás llorando —estalló él—. Y de cansancio no se llora. ¿Qué necesitas, di? ¿Qué echas de menos? ¡Que te tratan mal! ¡Es el colmo! Vas por la vida como si te lo debieran y no te lo pagaran. ¡Deja, por lo menos, de llorar! ¡Estoy harto! Ya no sabe uno qué hacer para que te ilusiones por algo, te lo digo en serio.

La palabra «serio» ha quedado clavada en mi memoria como adjetivadora de aquel momento, porque de pronto, alertada por un ruido casi imperceptible, me sequé los ojos y los fijé en la puerta. Se había abierto despacito y en el quicio estaba Encarna descalza y en camisón, mirándonos con los ojos muy abiertos, completamente inmóvil. Aquel verano llevaba trenzas.

—¿Por qué estás llorando mamá? —preguntó sin el menor asomo de encogimiento, en un tono más bien fiscalizador.

Su padre, que estaba de espaldas a la puerta, se volvió muy incomodado, mientras yo trataba de recomponer aquel gesto de amargura que había dado pie a la discusión.

—No estoy llorando, bonita. Sólo estoy un poco nerviosa.

—Sí, estás llorando, te hace llorar él —insistió.

—No digas esas cosas. Papá es muy bueno.

Eduardo perdió los estribos.

—¡Pues vaya un comienzo de veraneo! —explotó—. ¿Te quieres ir a la cama y dejarnos en paz?

Los dos habíamos llegado a la puerta. Yo me puse en cuclillas y la abracé.

—Anda, preciosa, es muy tarde, ¿cómo no te has dormido todavía? Creí que te habías dormido.

—No puedo, tengo miedo. Anda gente en el jardín.

—Que no, boba, es la lluvia.

—No. Pasa otra cosa. ¿Sabes lo que pasa?

Se agarró a mi cuello e intentó hablarme al oído, pero su padre nos separó sin contemplaciones. Desde que nació Amelia, estaba bastante claro que Encarna tenía celos y que reclamaba hacia sí misma una atención que hasta entonces nunca le había sido robada por nadie. Su hermano nunca le hizo sombra ni provocó en ella una reacción de envidia. Al contrario, deseos maternales de protección. Seguramente porque cuando aprendió a hablar, ya formaba parte aquel «Zenzo» de los elementos con que empezó a enriquecer su lenguaje, o porque, a pesar de ser varón, siempre se plegó a sus mangoneos; sumisión que, según Amelia, no ha desaparecido aún del todo. Lo cierto es que desde muy pequeñita llamó la atención por su desparpajo, capacidad de iniciativa y claridad de juicio. Por eso mismo resultaba más raro que de repente, cuando ya hablaba inglés, leía de corrido y era un líder en su colegio, se hubiera infantilizado tanto, especialmente en su relación afectiva conmigo. Eduardo sostenía, y posiblemente con razón, que yo estaba colaborando en aquel retroceso, porque la tenía demasiado consentida.

—Anda, vamos —le dije—, te acompaño a dormir y me cuentas lo que sea.

—No tiene por qué contarte nada que no pueda oír yo —dijo Eduardo muy irritado—. Ya está bien, Encarna, de mimos y caprichos sin fuste. Tienes ocho años.

—¿Y qué? —dijo ella—. Los mayores también tenéis secretos.

Y noté que le estaba costando tanto trabajo como a mí contener el llanto. Su padre la cogió de la mano.

—¡Basta! —dijo, autoritario—. A la cama te acompaño yo. O te vas sola. Como prefieras.

Ella se soltó de la mano de su padre y bajó los ojos.

—Prefiero sola —dijo—. Buenas noches.

Y se marchó con gesto rencoroso.

Cuando nos quedamos solos, se intensificó el ruido de la lluvia sobre los árboles del jardín. Yo tenía un nudo en la garganta y aguzaba el oído, por si acaso el llanto de Encarna en el cuarto contiguo me daba un pretexto para ir a verla. Pero no se oía nada, solamente el viento azotando las ramas de los.árboles y el ruido de la lluvia. Tal vez hubiera escondido la cabeza debajo de las sábanas para llorar, lo mismo que hacía yo de pequeña. Y de nuevo la cuchillada del pasado enturbió mi capacidad para entregarme al presente y entenderlo. Lo mismo no, era distinto. Yo no me sentía casi nunca respaldada por mi madre. Pero de pronto me quedé pensativa. ¿Estaba tan segura de que fuera distinto? ¿Sabía yo acaso con seguridad lo que estaba necesitando Encarna de mí en aquel momento? Sí, lo sabía, claro: un cariño incondicional. Pero existían los otros también, no podía prescindir de las responsabilidades a que me obligaba mi maternidad múltiple, ni de Eduardo, ni de los criterios de Eduardo, y menos que nada de mis deseos secretos de soledad. Se trataba de mantener un equilibrio armónico entre fuerzas encontradas: en eso consistía el quid de la cuestión. Y una repentina lucidez me hizo entender que hablar con Eduardo de esa cuestión —o cuestiones— cuya prioridad se me antojaba evidente, supondría un paso hacia mi madurez, y que no debía demorar por más tiempo la búsqueda de un tono de buena voluntad para iniciar el análisis conjunto de aquellos asuntos pendientes. Aquel momento se prestaba, ¿por qué esperar a otro?

Y de pronto, me pareció completamente fuera de lugar que él rompiera el silencio para reanudar la conversación que estábamos teniendo antes de que la niña apareciera en la puerta, como si sus palabras se las hubiera llevado el viento huracanado de la noche, sin dejar rastro.

—¿Quién te ha tratado mal, di? ¿Te han recibido mal en esta casa?

Le dije que no, que lo olvidara, que ahora aquello daba igual. Pero a él no le daba igual, era lo único que le obsesionaba. Me senté en la cama con los ojos bajos y sumida nuevamente en la apatía. El siguió insistiendo y acabó por soltar lo que más le había dolido: mi desaire a su hermana. Según él, yo no había estado lo suficientemente expresiva en mostrar satisfacción y gratitud, en maravillarme de la belleza de la casa y en alabar las dotes incomparables de Desi para la decoración de interiores.

A lo largo de aquel verano, se intensificó la alianza de Eduardo con su hermana, a quien siempre ha admirado sin límites, y cuyas capacidades de organización y convivencia doméstica no se cansa de ensalzar: el remango de Desi, el punto que logra dar a los guisos, lo bien que entiende al marido, su tacto social, su altruismo. Si estaban juntos y llegaba yo, se callaban bruscamente. Pero me daba igual, ni siquiera curiosidad me producía. Por otra parte, me sentía igualmente excluida de las conversaciones que mantenían en mi presencia y en las que no siempre me esforzaba por participar. Versaban sobre proyectos de excursión por la zona, sobre gastronomía, sobre marcas de coches y, más que nada, sobre el buen negocio que había supuesto la adquisición del chalet, aprovechando las estrecheces económicas de una familia en la actualidad desintegrada.

—Ya se sabe —comentaba Desi—, padre jornalero, hijo caballero, nieto pordiosero.

Higinio encendía un habano y aspiraba sus efluvios con evidente satisfacción.

—¡Quién nos lo iba a decir! ¡Si levantara la cabeza mi padre que en gloria esté! —decía, mirando desde la terraza, donde una doncella nos servía el café, las frondas oscuras del jardín.

Era un jardín muy triste, ensombrecido —pensaba yo— más que por aquellos árboles tupidos y corpulentos, por la presencia impalpable de las personas que lo habían habitado antes que nosotros y que no parecían haber dejado en el aire demasiadas vibraciones de felicidad.

A Encarna tampoco le parecía alegre aquel jardín ni le gustaba jugar en él. Pero me confesó que todas las historias que inventaba antes de dormirse entraban por la ventana desde el jardín y se le metían juntas y sin terminar en la cabeza. Y le daba gusto, pero también miedo, porque no las estaba inventando ella sola, y algunas veces no las entendía.

—Me pasa como con los libros —dijo—, que la historia se me sale de lo que pone allí.

—Ya. Pero esas historias del jardín, ¿quién las inventa?

Puso una voz de confidencia, no sin antes mirar en torno cautelosamente, aunque estábamos las dos solas. Precisamente en el jardín. Sentadas bajo el magnolio. Lorenzo se había ido a jugar al fútbol con unos amigos. Amelia dormía la siesta en su cuna y los demás habían emprendido una de aquellas largas excursiones en coche proyectadas detalladamente la víspera y a las que yo no siempre los acompañaba. Hacía una tarde muy fresquita y cantaban los pájaros. Me tiró de la manga para que me inclinara un poco.

—Hay unos hombres pequeños que se posan en las copas de los árboles —dijo, mirando recelosamente hacia arriba—. Te lo cuento sólo a ti. Es un secreto. ¿Verdad que no se lo vas a decir a nadie?

—No, no, estate tranquila.

—Es muy bonito tener secretos, ¿verdad?

—Sí, muy bonito. Pero, dime, ¿los has visto tú?

—Nadie los ve, porque sólo vienen cuando se ha ido el sol y empieza a estar oscuro. Y no siempre, algunas noches no vienen, tiene que ser cuando quieren ellos. Ni tampoco son los mismos todos los días, depende del tiempo que haga.

Me miró. Yo guardaba silencio. Hice un gesto alentándola a seguir. Los niños saben muy bien cuándo alguien los está creyendo. Mi infancia no estaba tan lejos como para haber olvidado eso.

—Ellos son los que cuentan las historias —continuó—, y las soplan para que entren en mi cuarto y me suban a la cabeza, trepando por el oído arriba. Pero como es un camino estrecho, se empujan unas a otras y me entran a cachitos sueltos, porque los hombres ésos hablan mucho y se interrumpen unos a otros, como la tía Desi y el tío Higinio, sobre todo en días nublados. Y luego, claro, soy yo la que tengo que colocar bien en la cabeza lo que se me ha metido; cuando leo un libro de muchos personajes me pasa igual, hacerle sitio a lo que dicen, ¿sabes?, para poder entenderlo, porque en la cabeza no caben todas las historias a la vez, son muchas, tiras de una y se te rompen, ¿a ti no te pasa?

Le dije que sí, que me pasaba exactamente igual, igualito, aunque a los hombres del jardín no los oía. Y que cuando no podía entender las cosas por orden, se me ponía delante de los ojos como una nube que me tapaba el sol, me había pasado siempre, desde pequeña. Y para volver a ver la luz tenía que inventarme una historia que explicara las otras.

—Pero esa historia —le dije—, si no se la cuentas a alguien o no la escribes, también se olvida y luego sale rota cuando la quieres recordar. O sea que todo se rompe siempre un poco y hay que pegarlo otra vez; qué se le va a hacer, un cachito de aquí y otro de allá, todo son cachitos.

Encarna se echó a reír. Se inclinó a coger un periódico que se había caído al suelo, arrancó una hoja y se puso a romperla y a dispersar los fragmentos por el aire, mientras canturreaba:

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