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Authors: Edward Rutherfurd

Tags: #NOVELA HISTÓRICA. Ficción

Nueva York (18 page)

BOOK: Nueva York
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El año 1701 nos enteramos de que al capitán Kidd lo habían ejecutado en Londres por el cargo de piratería. Hudson dijo que el juicio debía de estar amañado, aunque admitió que el capitán había matado a un hombre. Si bien lo lamenté por el capitán, observé con alivio cómo la actividad de corsario se presentaba más peligrosa incluso a ojos de mi hijo.

Con frecuencia el Jefe alquilaba a Hudson a otras personas para que trabajara un tiempo para ellas, y como yo lo había enseñado bien, le pagaban un buen precio al Jefe. En cada ocasión éste le daba a Hudson una parte de la paga, con lo cual iba ahorrando un poco de dinero.

Una mañana de octubre, el Jefe me mandó llevar un mensaje al hombre que dirigía la destilería de ron de Staten Island. Como yo no iba casi nunca allí, me alegró recibir el encargo. Me subí a un barco que hacía el trayecto desde el puerto y disfruté de un placentero viaje hasta el muelle del pueblo al que llaman la ciudad vieja. Los ingleses le han puesto a la isla el nombre de Richmond. Yo sabía que allí había dos grandes fincas, y también vi las suaves colinas salpicadas de granjas. Me pareció un sitio muy agradable.

No volví hasta media tarde. Iba desde el puerto a la casa cuando vi a Hudson, que venía corriendo.

—Ven rápido —gritó—. El Jefe se está muriendo.

Llegamos corriendo a la casa, donde me explicaron que al Jefe le había dado un terrible ataque poco después de irme yo y que seguramente no iba a durar mucho. Enseguida me llevaron a verlo.

Había un médico con él y algunos familiares, incluida la señorita Clara. El Jefe tenía la piel cenicienta y la respiración afanosa, pero me reconoció, y cuando me acerqué, trató de sonreír.

—Ya he vuelto sin percance, Jefe —dije—. Lamento no veros con buena cara.

Entonces intentó decirme algo, aunque de su boca sólo salió un extraño ruido. Yo supe, de todas formas, qué me decía. Me decía: «Eres libre, Quash. Eres libre». Y aunque nadie podía entenderlo, yo sonreí y contesté: «Lo sé, Jefe. Lo sé». Al cabo de un momento, reclinó la cabeza y yo le dije: «No os preocupéis por eso ahora, Jefe». Le cogí la mano. Entonces frunció el entrecejo y fue como si intentara sacudirme el brazo; luego me miró fijamente a los ojos. Yo adiviné qué quería. «No he olvidado mi promesa, Jefe —lo tranquilicé—. Me acuerdo de lo que me encomendasteis». Pese a que no podía hablar, me estrechó la mano.

El Jefe siguió con vida durante casi todo el día. Al anochecer, mientras estaba con Hudson en el patio, Clara salió con lágrimas en los ojos y me anunció que el Jefe había sufrido otro ataque y que había muerto.

—Sé que lo querías mucho, Quash —me dijo.

—Sí, señorita Clara.

Una parte de mí estaba triste porque, en comparación del trato que reciben la mayoría de esclavos, el Jefe había sido bueno conmigo. Otra parte de mí pensaba sólo en la libertad. Ignoraba si el Jefe le había dicho a la familia que yo era libre, pero como sabía que estaba en su testamento, no me preocupé.

El entierro del Jefe fue un acto de gran resonancia. Diría que la mitad de la ciudad de Nueva York asistió a él; holandeses e ingleses sin distinción. Todo el mundo se mostró muy amable y respetuoso con el ama, que esa tarde fue un rato a casa de Jan. Mientras estaba fuera, se me ocurrió que aquélla era una buena ocasión para sacar el cinturón indio del escondrijo. Aproveché pues para cogerlo, y sin desenvolverlo lo llevé al lugar donde dormía, donde lo escondí sin que nadie se diera cuenta.

A la mañana siguiente, el ama dijo que iba a salir para atender unos asuntos relacionados con el Jefe. Yo me preguntaba si pronto sería el momento oportuno para hablarle de mi libertad y pensé que, según el humor que tuviera al volver, quizá podría plantearle la cuestión. Mientras tanto, aprovechando que se había ido, me dije que lo mejor era ocuparme de la promesa que le había hecho al Jefe, de modo que con el cinturón indio envuelto tal como estaba, me encaminé a casa de la señorita Clara, que estaba en la calle Bridge.

Me encontraba a medio camino, justo después de la calle Mill, cuando oí una voz detrás de mí.

—¿Qué llevas ahí, Quash?

Era el ama. Me planteaba si era factible fingir que no la había oído y me giré apenas para ver si podía esquivarla, pero antes de que pudiera reaccionar, sentí que me ponía la mano en el hombro. No tuve más remedio que volverme y sonreír.

—¿Necesitáis que haga algo, señora?

—No —contestó—, pero podrías enseñarme lo que llevas ahí.

—Sólo unas cosas mías —aseguré—. No es nada.

—Entonces enséñamelo —insistió.

«No es posible que piense que le estoy robando, después de todo este tiempo», pensé. No quería mostrarle el cinturón, porque el Jefe me había pedido que lo mantuviera en secreto. De todas maneras, no podía hacer nada, de manera que lo empecé a desenvolver. Primero se quedó desconcertada, pero cuando vio lo que era, se le agrió la expresión.

—Dame eso —me ordenó.

—El Jefe me dijo que lo cogiera —respondí.

Como no quería decirle adonde iba con aquello, prefería que pensara que me lo había dado.

—Y yo te digo que me lo des a mí —gritó.

Se puso a temblar de rabia. Yo sospechaba por qué motivo se había enfurecido tanto al ver el cinturón, pero no podía remediarlo.

Entonces sí que tuve que darme prisa en hallar una solución. Sabía que debía cumplir la promesa que le hice al Jefe. Además, si hacía lo que me había pedido y entregaba el cinturón a la señorita Clara para que se lo diera a su hijo, nadie podría decir que lo había robado. Por otra parte, supuse que si el ama se enfadaba tampoco sería grave, porque sabía que ya era libre. Por eso, en lugar de obedecerla, di media vuelta y antes de que pudiera quitármelo, me fui corriendo a toda prisa escabulléndome entre los carros y después me dirigí a casa de la señorita Clara.

Cuando llegué, encontré a la señorita Clara y le transmití el mensaje del Jefe, exactamente tal como me lo había dicho, y le dije que el pequeño Dirk debía conservar el cinturón y después de él sus hijos y así mientras se mantuviera la familia, porque ésa era la voluntad del Jefe. Después le conté lo del ama y me dijo que no me preocupara, y que si había complicaciones ella se encargaría de hablar con su madre. Luego me fui, pero esperé hasta la tarde antes de volver a casa, para que el ama tuviera tiempo de calmarse.

Cuando entré en la casa no había señales del ama, pero Hudson me dijo que hacía un rato habían llegado Jan y un abogado y que estaban con ella en el salón. Entonces pensé que debía de ser por el asunto del testamento.

Fui al pasillo para ver si oía algo. La puerta del salón estaba cerrada, pero en ese momento oí al ama, que hablaba muy alto.

—Al demonio con tu testamento inglés. Me da igual cuándo se hiciera. Yo tengo un buen testamento holandés.

Es de imaginar que después de eso me quedé bien cerca de la puerta. Oí que el abogado dijo algo, pero no distinguí qué. Luego el ama respondió a gritos.

—¿Qué queréis decir con eso de que me puedo quedar un año? Ésta es mi casa. Me quedaré aquí mientras viva si así me apetece. —A continuación, después de que el abogado añadiera algo, exclamó—: ¿Liberar a Hudson? Eso me corresponde decidirlo a mí. Hudson me pertenece. —Oí la voz del abogado, baja y mesurada. Entonces el ama estalló—: Ya veo lo que ocurre aquí, traidor. No creo que mi marido firmase este testamento inglés. Enseñadme su firma. Dádmelo.

Se produjo una pausa, tras lo cual oí gritar a Jan.

Yo tenía la oreja pegada a la puerta cuando ésta se abrió de repente, de modo que faltó poco para que cayera del lado del salón. En ese mismo momento, el ama pasó como un rayo a mi lado. Miraba al frente y no creo ni que me viera. Se dirigía a la cocina con un documento en la mano. Luego choqué con Jan, que salió corriendo tras ella. Cuando recobré el equilibrio, ya había llegado a la cocina. Cerró con un portazo y luego oí cómo corría el cerrojo. Jan no pudo alcanzarla. Se quedó gritando y aporreando la puerta, pero no sirvió de nada.

Hudson, que estaba en la cocina, me contó después lo que ocurrió. El ama se fue directamente al fuego y después de arrojar el testamento a las llamas, se quedó mirando hasta verlo reducido a cenizas. Luego cogió un hurgón y lo removió. A continuación, bastante calmada ya, abrió la puerta de la cocina, junto a la que se encontraban Jan y el abogado.

—¿Dónde está el testamento? —preguntó el abogado.

—¿Qué testamento? —contestó ella—. El único testamento que conozco está en una caja fuerte en el despacho de mi abogado.

—No puedes hacer esto —dijo Jan—. El testamento se firmó con testigos. Puedo llevarte a los tribunales.

—Hazlo —replicó—. Aunque puede que no ganes. Y si no ganas, yo me encargaré de que, por más que seas de mi propia sangre, no heredes nada. Lo voy a gastar todo. Mientras tanto, hasta que un juez me diga lo contrario, esta casa y todo cuanto hay en ella son míos.

Después se marcharon diciendo que tendría noticias de ellos. Yo pensé que entonces me tocaría a mí afrontar su cólera, pero me llevé una sorpresa.

—Quash, ¿me haces el favor de traerme una copa de
genever
? —me pidió con mucha calma. Después cuando se la traje, agregó—: Ahora estoy cansada, Quash, pero mañana hablaremos de tu libertad y la de Hudson.

—Sí, señora —dije.

A la mañana siguiente se levantó temprano y salió, recomendándonos cuidar de la casa y no dejar entrar a nadie hasta su regreso.

Más tarde, mandó llamar a Hudson con el encargo de que fuera a ayudarla al mercado, de modo que mi hijo se dirigió allí. Al cabo de un rato ella volvió primero y me dijo que fuera al salón, donde tomó asiento.

—Ay, Quash —me dijo—, estos días pasados han sido tristes.

—Siento mucho lo del Jefe —dije.

—No estoy tan segura —contestó. Luego calló un momento, como si estuviera pensando—. Para mí ha sido triste, Quash, descubrir que mi marido quería desposeerme y echarme de mi casa, y que mi propia familia estaba confabulada con él. —Me miró con frialdad—. También fue algo triste para mí, Quash, ver que ayer me desobedeciste y te fuiste corriendo con ese cinturón indio. Quizá tú sabías de la existencia de ese testamento inglés y supusiste que puesto que tú y tu hijo recibiríais la libertad, ahora podíais insultarme a vuestro gusto.

—El amo sólo me dijo que Hudson y yo seríamos libres cuando muriese él —expliqué, porque era la verdad.

—Pues bien, yo he decidido lo contrario —declaró con mucha tranquilidad—. A Hudson ya lo he vendido.

Yo me la quedé mirando, tratando de comprender a qué se refería.

—¿Vendido? —dije.

—Sí —confirmó—. A un capitán de barco. Ya está a bordo.

—Querría verlo —dije.

—No —replicó.

En ese preciso momento llamaron a la puerta y un caballero de cabello gris entró y dedicó una reverencia al ama. Sabía que lo había visto antes, y entonces me acordé: era el hacendado inglés que el señor Master había traído a casa una vez, hacía años. El ama asintió con la cabeza y se volvió hacia mí.

—Puesto que ahora yo soy la propietaria de todo cuanto pertenecía a mi marido, a menos que un juez pueda decir lo contrario, tú también me perteneces, Quash. Y fueran cuales fuesen las intenciones de mi marido, dado que me has desobedecido, he decidido venderte. Este caballero que me he encontrado casualmente en el mercado te ha comprado. Vas a irte con él ahora mismo.

Yo estaba tan asustado que no podía ni hablar. Debí de haber mirado en derredor, como si quisiera escapar.

—Tengo a dos hombres conmigo —me advirtió con aspereza el hacendado—. No intentes nada.

Todavía no podía creer que el ama me hiciera tal cosa.

—Ama —grité—, después de todos estos años…

Ella se limitó a volver la cabeza.

—Ya está. Lleváoslo —ordenó el hacendado.

Entonces entraron dos hombres. Uno tenía mi estatura, pero se notaba que era muy fuerte. El otro era un gigante.

—Tengo que recoger mis cosas —murmuré.

—Deprisa —dijo el hacendado—. Acompañadlo —indicó a los dos individuos.

Cogí mis posesiones, incluido el poco dinero que había ido guardando en un lugar oculto. Aunque temí que me lo quitaran, no lo hicieron. Todavía estaba aturdido cuando me metieron en un carro y se me llevaron.

El hacendado tenía una plantación a unos quince kilómetros al norte de Manhattan. El edificio era una granja de estilo holandés y el inglés había añadido un amplio porche alrededor. Tenía media docena de esclavos que vivían en un cobertizo bajo situado cerca del corral de las vacas.

Cuando llegamos, el hacendado me ordenó que me quitara la camisa para inspeccionarme, y así lo hice.

—Bueno, no eres joven, pero pareces fuerte —dictaminó—. Apuesto a que aún sacaremos algunos años de trabajo de ti. —Me conducían ya al cobertizo de los esclavos, cuando añadió—: Un momento.

De repente, los dos hombres me cogieron por los brazos y me metieron las muñecas en las esposas que colgaban de un poste que había allí mismo.

—Vamos a ver, negro —me dijo el hacendado—. Tu ama dice que le robaste algo y que intentaste huir. Ese tipo de cosas no las consentimos aquí ¿entiendes?

Entonces dirigió una señal al tipo más bajo, que era el capataz. Éste entró en la casa por el porche y salió con un látigo de horrible aspecto.

—Ahora vas a aprender a comportarte como es debido —dijo el hacendado—. Vuelve la cara —indicó.

Entonces el capataz me dio el primer latigazo.

Nunca hasta entonces me habían golpeado con un látigo. La única vez que el Jefe me había azotado, de niño, lo hizo con el cinturón. El látigo no tiene punto de comparación.

Cuando me descargaron el látigo en la espalda fue como un horrendo fuego y un desgarramiento de carne, y fue tanta mi sorpresa y mi temor que me puse a gritar.

Luego volví a oír el silbido y el restallido de la cuerda. Aquel azote, peor que el primero, me hizo dar un salto. Reparé en que el hacendado me observaba para ver cómo reaccionaba. El tercer latigazo fue tan horroroso que pensé que iba a estallar de dolor. Eché atrás la cabeza y noté que los ojos se me salían de las órbitas. Pararon un momento y, temblando de pies a cabeza, pensé que ya habían acabado. Entonces vi que el hacendado dirigía una señal al capataz, como si dijera «Ya casi está».

—Yo nunca robé nada —grité—. No me merezco esto.

El látigo cayó de todas maneras, una y otra vez. Sentía un ardor de fuego. Mi cuerpo, tenso a más no poder, chocaba contra el poste. Las manos, de tan crispadas contra las esposas, estaban ensangrentadas. Cuando me hubieron dado doce latigazos, creí que iba a morir, pero siguieron hasta los veinte.

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