Nueva York (21 page)

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Authors: Edward Rutherfurd

Tags: #NOVELA HISTÓRICA. Ficción

BOOK: Nueva York
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—Si no, no podría prestaros ese servicio —señalé.

—Lo pensaré —dijo.

Como cualquiera puede imaginar, yo asumía riesgos al ofrecerme a suministrar ropa a lady Cornbury, que no siempre pagaba sus facturas. De todas maneras, sospechaba que Su Excelencia tendría interés en pagarme, si quería recibir más vestidos.

Al día siguiente, me mandaron llamar al salón pequeño. Yo esperaba encontrar a Su Excelencia allí, pero era su esposa. Sentada en un sillón, me miró con aire pensativo.

—Su Excelencia me ha hablado de vuestra conversación —dijo—, y hay algo que me preocupa.

—¿Sí, Señoría?

—Concediéndote la libertad, Su Excelencia no tendría modo de sancionarte si te decidieras a hablar. Ya sabes a qué me refiero. —Me miró directamente a los ojos—. Yo debo protegerlo.

Tenía razón, por supuesto. Su Excelencia se iba a poner en mis manos, y admiré a su esposa por decírmelo. Guardé silencio un momento y luego me quité la camisa. Advertí que abría los ojos con asombro, pero cuando me volví, oí que soltaba una queda exclamación al ver las cicatrices de la espalda.

—Esto es lo que me hizo un hacendado, Señoría, antes de venir aquí. Y para seros sincero, Señoría, mataría a ese hacendado si pudiera.

—Ah —exclamó.

—En esta casa, en cambio, siempre he recibido un buen trato —proseguí con emoción, porque era verdad—. Y si Su Excelencia me concede la libertad, algo que he deseado toda mi vida, antes preferiría que me volvieran a azotar que pagarlo con una traición.

Me observó un largo momento antes de hablar.

—Gracias, Quash —dijo.

Yo me puse la camisa y tras dedicarle una reverencia, salí.

Así fue como, en el año 1705, rayando los cincuenta y cinco años, obtuve por fin la libertad. Todo salió como había previsto. Jan fue generoso conmigo y me ayudó a alquilar una tienda en Queen Street, que es una buena zona de la ciudad, y me enseñó a comprar las mejores mercancías. La señorita Clara me enviaba tantas clientas que estaba ocupadísimo. No sólo empleé a la pequeña Rose, sino que pronto tuve que contratar a dos costureras más. Como eran muy jóvenes no tenía que pagarles mucho, pero ellas estaban contentas de tener trabajo regular, y pronto empecé a ganar bastante.

A raíz de aquello y de todo lo ocurrido anteriormente, aprendí que, cuando uno da a la gente lo que quiere, puede lograr la propia libertad.

Al año siguiente falleció lady Cornbury, cosa que sentí. Un año después, el partido de Su Excelencia perdió el poder en Londres y, no bien se enteraron de ello, todos sus enemigos de Nueva York mandaron urgentes misivas a Inglaterra rogando que retiraran a Su Excelencia de su cargo a causa de todas las deudas que había contraído. También decían que se vestía con ropa de mujer, y el rumor no hacía más que crecer… aunque nadie oyó ni una palabra acerca de ello salida de mis labios. Incluso llegaron a meter a Su Excelencia en la cárcel reservada a los deudores.

Por fortuna para él, su padre murió, con lo que se convirtió en conde de Clarendon. Ello, al ser un título de par de Inglaterra, conlleva, según la ley inglesa, el privilegio de no tener que rendir cuentas a la justicia. Ahora vive libre de preocupaciones en Inglaterra.

Jan y la señorita Clara siguieron aportándome su respaldo, informándome de la llegada al puerto de cargamentos de sedas u otras mercancías y ayudándome a conseguir algunas a precio de coste. Por eso no me sorprendió que un día, poco después de la marcha de Su Excelencia a Inglaterra, Jan me hiciera llegar un mensaje en el que me informaba de que tenía algunos artículos interesantes y me pedía que pasara por su casa ese mismo día.

Cuando llegué también estaba la señorita Clara, que vino al salón con nosotros.

—He comprado algunas mercancías que creo que te van a interesar, Quash —anunció—, y Clara también piensa que serán de tu agrado.

Sabía que ella tenía buen ojo, de modo que me dieron ganas de verlas sin tardanza.

—Pues mira, aquí están —dijo.

Oí que se abría la puerta del salón y al volverme, vi entrar a mi hijo Hudson.

—El capitán de uno de los barcos corsarios del señor Master lo compró en un barco fondeado en Jamaica —explicó el señor Jan—. ¿Te interesa?

Hudson se veía fuerte, magnífico y sonriente. La señorita Clara sonreía también, creo, o quizá lloraba, pero no estoy seguro porque de repente se me llenaron los ojos de lágrimas y no pude ver muy bien.

Después del abrazo en que nos fundimos, tuve que cerciorarme de que había comprendido bien.

—¿De manera que Hudson pertenece a…?

—Hudson es libre —me anunció la señorita Clara—. Lo compramos y ahora te lo entregamos.

—Entonces es libre… —dije.

Luego me quedé sin habla un momento.

Después, sin embargo, no sé por qué tuve la sensación de no estar conforme. Sabía que ellos lo hacían con buena intención, por mí y por Hudson. También sabía, por todo lo que había vivido a lo largo de los años, que aquel tráfico de seres humanos en el que estaba implicado el señor Master era algo horrendo. En el fondo, estaba convencido de que ni él ni ninguna otra persona debía disponer de la propiedad de otra; y si renunciaba a un esclavo, tanto mejor. Era consciente, asimismo, que deseaba la libertad de Hudson más de lo que había deseado incluso la mía. Aun así, pese a todo ello, sentía que no estaba conforme con aquella transacción.

—Os agradezco vuestra amabilidad —le dije al señor Master—, pero yo soy su padre y querría comprar la libertad de mi hijo.

Vi la mirada que intercambiaron Jan y la señorita Clara.

—Me costó cinco libras —afirmó.

Aunque estaba seguro de que aquél era un precio muy bajo, le dije que pronto tendría esa cantidad y esa misma tarde saldé la primera parte del pago.

—Ahora tu padre ha comprado tu libertad —le dije a mi hijo.

No sé si sería algo correcto o no, pero aquella compra significaba mucho para mí.

Eso ocurrió hace dos años. Ahora tengo sesenta, una edad a la que no llegan muchos hombres, y menos si han sido esclavos. Últimamente no he estado bien de salud, pero creo que aún me queda un tiempo de vida, y mi negocio va viento en popa. Mi hijo Hudson tiene una pequeña posada muy cerca de Wall Street y no le va mal. Sé que preferiría hacerse a la mar, pero se queda aquí para complacerme. Ahora tiene una esposa y un hijo que tal vez consigan anclarlo en tierra. Todos los años vamos a casa de la señorita Clara para festejar el cumpleaños del joven Dirk y ver cómo se ciñe el cinturón de
wampum
.

La muchacha de Boston

1735

E
l juicio debía iniciarse al día siguiente. El gobernador había manipulado al jurado, eligiendo secuaces suyos. La condena estaba pues garantizada, cuando menos con el primer jurado.

Lo cierto fue que cuando los dos jueces se dieron cuenta, aun siendo ellos mismos amigos del gobernador Cosby, expulsaron a los comparsas y volvieron a iniciar el proceso. El nuevo jurado era imparcial. El juicio iba a ser limpio, digno del
fair play
británico. Pese a la gran distancia que la separaba de Londres, Nueva York no dejaba de ser por ello territorio británico.

La colonia entera aguardaba conteniendo la respiración.

En realidad, las expectativas eran vanas, porque el acusado no tenía ni la más mínima posibilidad.

3 de agosto del año de nuestro Señor de 1735. El Imperio británico disfrutaba de la época georgiana. Después de la reina Ana se había ofrecido el trono a su pariente Jorge de Hanóver, protestante como ella, a quien pronto sucedió su hijo Jorge II, que era quien dirigía la marcha del imperio ahora. Aquélla era una época de confianza, presidida por la elegancia y la razón.

3 de agosto de 1735: Nueva York, en una cálida y bochornosa tarde.

Contemplada desde el otro lado del East River, la vista podría haber pasado por uno de los paisajes de Vermeer. La larga y chata hilera de los distantes muelles, que aún conservaban nombres como Beekman y Ten Eyck, los puntiagudos techos escalonados, los chatos almacenes y los veleros fondeados en el agua componían un pacífico y silencioso cuadro. En el centro del panorama, el airoso campanario parecía esforzarse por arañar el cielo.

En las calles, no obstante, el escenario se distanciaba de aquella imagen de sosiego. La población de Nueva York alcanzaba ya los diez mil habitantes, y no cesaba de aumentar año tras año. Wall Street, la avenida contigua a las antiguas murallas, quedaba sólo a medio camino del puerto. Al oeste de Broadway todavía perduraban los huertos y los cuidados jardines holandeses, pero en la parte este, las casas de ladrillo y madera se sucedían pegadas unas a otras. Los transeúntes debían sortear los porches y casetas, barriles de agua y postigos sueltos y esquivar las ruedas de los carros que se abrían camino sobre la tierra apisonada o las calles adoquinadas en dirección al bullicioso mercado.

No obstante, para cualquiera que transitara las calles, lo más inmundo era la fetidez del aire. Las boñigas de caballo y de vaca, los desperdicios arrojados desde las casas, la basura y la mugre, las aves y gatos muertos y los excrementos de toda clase se acumulaban en el suelo, a la espera de que los barriera la lluvia o los resecara el sol. En un día tórrido y húmedo como aquél, de aquel pútrido amasijo brotaba una intensa pestilencia que, fermentada por el sol, se adhería a las paredes y vallas de madera, impregnaba los ladrillos y la argamasa, obturaba la nariz y la garganta y provocaba escozor en los ojos en su ascenso hacia los tejados.

Aquél era el olor del verano en Nueva York.

La ciudad era, de todas maneras, un enclave británico. La persona que la contemplara desde el otro lado del East River se hallaría tal vez cerca del pueblo de Brooklyn, donde todavía se hablaba holandés, pero aun así se encontraría en el condado de Kings, contiguo al condado de Queens, situado más al norte. Detrás de la isla de Manhattan divisaría el continente que se extendía más allá del río Hudson, un territorio para el que el propio Carlos II de Inglaterra había elegido el nombre de Nueva Jersey.

En el centro de la ciudad todavía exhibían su encanto las casas holandesas de escalonados remates de la Nueva Ámsterdam, sobre todo por debajo de Wall Street, pero las nuevas viviendas estaban construidas con el simple estilo georgiano. El antiguo ayuntamiento holandés se había visto relegado asimismo a favor de un edificio clásico situado en Wall Street que ofrecía una complaciente vista sobre Broad Street. En los puestos del mercado aún se oía hablar holandés, pero no en las casas de los comerciantes.

La lengua inglesa traía emparejadas las libertades inglesas. La ciudad poseía un fuero propio que llevaba estampado el sello del Rey. Uno de los gobernadores anteriores había exigido un soborno para procurar aquel reconocimiento, era cierto, pero aquello entraba dentro de lo previsible. Además, una vez concedido y sellado el fuero, los ciudadanos honoríficos de la ciudad podían remitirse a él para siempre. Ellos elegían sus concejales; eran ingleses nacidos libres.

Algunos de los habitantes de Nueva York habrían señalado tal vez que aquella libertad inglesa distaba de ser perfecta. Los esclavos que en creciente número se vendían al pie de Wall Street podrían haberlo afirmado, pero ellos eran negros y, según la opinión generalizada entre los neoyorquinos, pertenecían a una raza inferior. Entre las mujeres de Nueva York, aquellas que aún se acordaban de las viejas leyes holandesas que las equiparaban a los varones podían haber lamentado también la desventaja de su condición bajo el régimen jurídico inglés. Los honestos varones ingleses se encargaban, de todas maneras, de que cualquier queja venida del sexo débil adquiriese un cariz inapropiado.

No: lo que contaba era deshacerse de la tiranía de los reyes. En eso coincidían tanto puritanos como hugonotes. Ni Luis, rey de Francia, ni el católico Jaime. La Gloriosa Revolución de 1688 había establecido que el Parlamento protestante británico supervisara la actuación del Rey. En lo tocante al derecho común inglés, algunas prerrogativas como la de ser juzgado por un tribunal o reunirse en asambleas capaces de revocar impuestos opresivos remontaban a quinientos años atrás, a la redacción de la Magna Carta o incluso antes. Los hombres de Nueva York disponían, en resumidas cuentas, de igual libertad que los de Inglaterra, que habían decapitado a su Rey hacía menos de un siglo, cuando éste trató de erigirse en tirano.

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