—¿Y eso no colocaría a las colonias, señor —intervino en este momento James— en la misma posición que padecía Inglaterra bajo el reinado de Carlos I, en que el Rey era libre de gobernar a su antojo?
—Veo que has estudiado historia —observó, con una sonrisa, Franklin—. Aunque yo no creo que eso fuera equivalente, porque el Parlamento de Londres sigue manteniendo vigilado al Rey —abrió una pausa—, es cierto que algunos integrantes del Parlamento, varios de los cuales son incluso amigos míos, temen que llegue el día en que los colonos americanos deseen separarse de la madre patria, aunque yo les he asegurado que nunca he oído expresar tal sentimiento en América.
—Yo diría que no —opinó John Master.
Entonces, de improviso, Mercy tomó la palabra.
—Sería una buena cosa que lo hicieran. —Las palabras surgieron espontáneas de su boca, cargadas de vehemencia. Los tres hombres se quedaron observándola atónitos—. Ya he visto suficiente sobre cómo viven nuestros dirigentes ingleses —añadió con más calma, aunque no con menos convicción.
Pese a su manifiesta sorpresa, Benjamin Franklin se quedó un momento pensativo.
—Pues bien, yo sostengo la opinión contraria —dijo—. E iré más allá, señora Master, hasta afirmar que creo que en el futuro, América será el cimiento central del Imperio británico. Y os diré por qué: nosotros poseemos la lengua y las leyes inglesas. A diferencia de los franceses, hemos desautorizado el gobierno de los reyes tiránicos, y yo albergo grandes esperanzas de que el joven príncipe de Gales sea un excelente rey llegado el momento. Aunque nuestro gobierno no es, desde luego, perfecto, considerado en su conjunto, yo agradezco a Dios la existencia de las libertades británicas.
—Yo estoy enteramente de acuerdo con vos —declaró John.
—También hay que tomar en consideración otros aspectos —continuó Franklin—. Los vastos territorios de América quedan al otro lado del océano, pero ¿qué es América si no la frontera occidental de nuestro imperio, paladín de la libertad? —Los miró a todos con un brillo entusiasta en la mirada—. ¿Sabíais, Master, que en América nos casamos antes y producimos el doble de hijos sanos que la gente de Europa? La población de las colonias americanas dobla cada veinte años, pero aun así hay tierra suficiente donde seguir asentándonos durante siglos. Los terrenos de cultivo de América proporcionarán un mercado en constante expansión para las manufacturas británicas. Juntas, Inglaterra y sus colonias americanas pueden seguir creciendo durante generaciones, al margen de otras naciones. Yo estoy convencido de que ése es nuestro destino.
Aquélla era la fórmula que propugnaba Franklin, y no cabía duda de que creía apasionadamente en ella.
—Es una noble visión —alabó John.
—En realidad —añadió con jovialidad Franklin—, sólo nos falta una cosa para perfeccionar nuestro imperio anglófono.
—¿Cuál es? —inquirió John.
—Echar a los franceses de Canadá y quedarnos nosotros solos con todo —contestó, muy ufano, el prestigioso personaje.
Acababa de pronunciar aquellas palabras cuando llegó una doncella con una bandeja cargada de refrigerios. Con ello pusieron fin a la parte seria de la conversación, pues su anfitrión adoptó un tono más ligero mientras insistía en que tomaran el té con él antes de irse.
—No sabía que sintieras tanta aversión por los ingleses —le dijo Master a su esposa, con un deje de reproche, en el trayecto de regreso—. Creía que estabas dichosa con este viaje.
Al instante la asaltaron los remordimientos. No tenía ningún deseo de causar descontento a su querido marido, que tanto se esforzaba por complacerla.
—No sé qué me ha pasado —repuso—. Espero que el señor Franklin tenga razón. Aunque a veces me cuesta entender la mentalidad de los ingleses, porque en el fondo sigo siendo una cuáquera.
A continuación se hizo el propósito de que, mientras durara su estancia en Londres, haría lo posible por procurar la felicidad de su marido.
Satisfecho con aquella verdad a medias, John Master pasó a preguntar a James qué opinaba de la entrevista.
—Creo que el señor Franklin es un gran hombre, padre —contestó éste.
—¿Te gusta la visión que tiene del destino de América?
—Mucho.
—A mí también.
Meditando sobre el apego que su hijo sentía por Londres y las enormes posibilidades del Imperio británico resaltadas por Franklin, John Master tuvo la impresión de que el futuro se presentaba halagüeño.
Esa noche, en la cena, todos estaban de excelente humor. Entonces Mercy inició otro tipo de observación.
—¿Te has dado cuenta de lo que ha pasado, cuando la doncella servía el té?
—Me parece que no —admitió John.
—Él creía que nadie lo veía, pero el señor Franklin le ha dado una palmada en el trasero a la chica.
—Viejo sátiro…
—Ya sabes lo que dicen: que es bastante incorregible —concluyó ella, sonriendo.
Por más que Mercy se esforzó por mantener para sí misma sus opiniones sobre el Imperio británico, su sentimiento de desagrado persistió e incluso se acentuó justo antes de Navidad.
Al parecer, el amable ofrecimiento que le habían expresado al capitán Rivers cuando lo conocieron en Bath, no había caído en saco roto. A mediados de diciembre recibieron una invitación para cenar con su padre, lord Riverdale, la semana siguiente.
La casa Riverdale no era un palacio, sino una sólida mansión situada en las proximidades de Hanover Square. Desde el vestíbulo de dos pisos subieron por unas escalinatas al
piano nobile
, donde un gran salón ocupaba todo el ancho de la casa, desde la fachada a la parte posterior. Los comensales no eran numerosos. Lord Riverdale, que parecía una versión más vieja y corpulenta de su hijo, era viudo, y su hermana actuaba como anfitriona. El capitán Rivers había invitado a un par de amigos militares. A Mercy la situaron a la derecha de lord Riverdale, que la colmó de agasajos, le agradeció la amable invitación dispensada a su hijo y entabló una interesante conversación sobre las cuestiones del momento.
El tema daba bastante de sí. Por la mañana habían llegado noticias de que al otro lado del Atlántico las fuerzas británicas habían derrotado a los franceses en Quebec. Pese a que el arrojado y joven general británico Wolfe había fallecido trágicamente en los enfrentamientos, parecía que el deseo de Benjamin Franklin estaba a punto de hacerse realidad y que iban a expulsar a los franceses de las tierras del norte. Cuando Mercy le habló a lord Riverdale de su visita a casa de Franklin y del punto de vista que éste tenía del destino del imperio, Riverdale se mostró encantado y le rogó que lo repitiera ante todos los presentes.
Si bien el anciano aristócrata era una persona muy agradable, el coronel que tenía al otro lado no le gustó nada a Mercy. Era un típico militar. No consideró extraño, pues, que estuviera orgulloso del poderío de las armas británicas.
—Un chaqueta roja bien entrenado es tan bueno o mejor que cualquier soldado de élite francés, señora Master —declaró—. Creo que acabamos de demostrarlo. En cuanto a las razas inferiores…
—¿Las razas inferiores, coronel? —inquirió Mercy.
—Yo estuve presente en el conflicto del cuarenta y cinco ¿saben? —anunció, muy ufano.
1745. Aún no habían transcurrido quince años desde que el príncipe Charlie desembarcó en Escocia con la intención de sustraer el antiguo reino de las manos de los gobernantes hannoverianos de Londres. Había sido una alocada y romántica aventura, que tuvo un trágico final. Los chaquetas rojas atacaron a los escoceses, que, mal equipados y mal adiestrados, sufrieron una sangrienta derrota.
—Los hombres que no han recibido instrucción militar no pueden hacer frente a un ejército regular, señora Masters —prosiguió tranquilamente el coronel—. Es imposible. En cuanto a esos escoceses de las Tierras Altas… a duras penas se diferencian de los salvajes.
Mercy había visto a muchos escoceses recién llegados a Filadelfia y Nueva York. A ella no le parecían salvajes, pero estaba claro que el coronel creía en lo que decía, y consideró que no era el momento ni ocasión propicios para sostener la opinión contraria. Un poco después, la conversación derivó hacia Irlanda.
—El irlandés —afirmó con énfasis el coronel— es apenas mejor que un animal.
Pese a que sabía que no había que interpretarlo al pie de la letra, Mercy consideraba aquellos juicios arrogantes e inapropiados. En la mesa nadie sostuvo lo contrario, sin embargo.
—Irlanda necesita que la gobiernen con mano firme —declaró, por su parte, lord Riverdale—. Seguro que todos convenís en ello.
—No cabe duda de que no son capaces de gobernarse a sí mismos —remachó el coronel—, ni siquiera los irlandeses protestantes.
—Pero existe un Parlamento irlandés ¿no? —preguntó Mercy.
—Así es, señora Master —confirmó lord Riverdale con una sonrisa—, pero la verdad es que nosotros nos aseguramos de que no tenga ningún poder.
Mercy no dijo nada más. Sonrió educadamente y la velada transcurrió sin altercados. Ella salió de allí, empero, con una convicción: había visto el corazón del imperio, y no era de su agrado.
El joven James Master no sabía qué hacer. Quería a sus padres. A comienzos de año había hablado con su padre, pero no con su madre.
Desde su llegada a Londres había cobrado seguridad en sí mismo y también había crecido en estatura. La bonita chaqueta nueva que le había comprado su padre le quedaba ya corta de mangas.
—Me parece que vas a ser más alto que yo —comentó riendo John Master.
No era sorprendente que James se hubiera quedado prendado de Londres. La ciudad era, sin lugar a dudas, la capital del mundo anglófono. Allí reinaba tanta actividad que el gran doctor Johnson no andaba errado al afirmar que «el hombre que está cansado de Londres está cansado de la vida». En su preceptor, James tenía un guía; en el joven Grey Albion, un hermano y un admirador. Los muchachos ingleses de su edad lo aceptaban como a uno más entre ellos. ¿Qué más podía desear un chico de casi quince años?
Le faltaba algo. Quería ir a Oxford. Aún era demasiado joven, pero gracias a las acertadas enseñanzas de su preceptor estaba realizando grandes progresos en sus estudios.
—No hay razón por la que no vaya a estar preparado para ir a Oxford dentro de unos años —le dijo el preceptor a su padre.
Lo cierto era que a John Master le había entusiasmado la idea.
—Serías mucho mejor alumno de lo que fui yo —confesó abiertamente a James.
Recordando la humillación que había vivido ante sus primos de Londres, John no pudo reprimir una sonrisa. Harvard y Yale eran buenas universidades… pero tener a un hijo que había estudiado en Oxford… ¡aquello sí que sería un tanto con respecto a los Master de Boston!
También había que tener en cuenta otro aspecto. Él conocía a los integrantes de la asamblea provincial y a los neoyorquinos que tenían acceso al gobernador; y entre ellos era muy elevado el porcentaje de los que habían estudiado en Inglaterra. Una titulación de Oxford podría ser más adelante una baza muy útil para la familia.
Master habló del asunto con Albion y éste se mostró de acuerdo.
—Si James va a Oxford, debería vivir con nosotros en Londres durante las vacaciones —propuso el londinense—. Ya lo consideramos como uno más de la familia.
Había sólo un problema.
Fue el día de Año Nuevo cuando Mercy dio a John la inesperada noticia.
—John, estoy embarazada.
Después de tantos años, aquello resultó una sorpresa, pero parecía que no había dudas al respecto. Con la noticia, Mercy expresó también una petición.
—Quiero volver a Nueva York, John. Quiero que mi hijo nazca en casa, no en Inglaterra.
Esperó un par de días para sacar a colación la posibilidad de que James fuera a Oxford. Aunque había previsto que no le gustara la idea, le tomó por sorpresa la consternación que le causó.
—Haz que vaya a Harvard, John, pero no lo dejes aquí, te lo ruego. —Pese a que él le señaló las ventajas que le reportaría, su angustia fue en aumento—. No podría soportar perder a mi hijo en este maldito lugar.
Cuando informó al chico de la postura de su madre, éste no dijo nada, pero se quedó tan apenado que John le recomendó aguardar un par de días más mientras meditaba sobre el asunto.
John Master pasó varios días más rumiando la cuestión. Comprendía lo que sentía Mercy, pues la perspectiva de estar separado de su hijo cinco mil kilómetros, durante un periodo de varios años, le resultaba tan dolorosa a él como a su madre. Especialmente después del acercamiento que habían vivido en Londres, la ausencia sería peor aún. Por otra parte, James estaba entusiasmado con el proyecto y Master no tenía la menor duda de que Oxford sería beneficioso para él.
Por otro lado, había que tener en cuenta el estado de su madre. Los embarazos siempre eran peligrosos y, en el caso de una mujer que ya no estaba en su primera juventud, el riesgo podía ser aún mayor. ¿Era prudente que él y James le provocaran una aguda aflicción en ese momento? ¿Y si, Dios no lo quisiera, las cosas fueran mal? Imaginó a Mercy postrada en la cama, reclamando a su hijo, que se encontraba a cinco mil kilómetros de distancia. Imaginó el mudo reproche de Mercy, y la posterior culpa del joven James.
Volvió a abordar el tema con su esposa una vez más, sin presionar. Ella reaccionó con la misma vehemencia que las veces anteriores. No le quedaba pues más que una alternativa posible, concluyó.
—Volverás con nosotros a América —le comunicó a James—. Allí te quedarás unos cuantos meses, pero pasado ese tiempo, si no has cambiado de idea, volveremos a plantearnos la posibilidad. Mientras tanto, hijo, debes aprovechar la experiencia, poner buena cara y no angustiar a tu madre, porque si te quejas y la haces sufrir —advirtió con gravedad—, dejaré zanjado el asunto de manera definitiva.
Omitió decirle a su hijo que tenía la firme intención de mandarlo de vuelta a Inglaterra en cuestión de un año.
Ya fuera porque James lo intuyó, o simplemente porque quiso hacerle caso, John Master observó complacido que durante las semanas que quedaban antes de concluir el invierno, James estuvo amable y atento a más no poder. Siguieron disfrutando de una gran dicha en Londres hasta que al final, cuando el tiempo empezó a mejorar en primavera, después de una enternecedora despedida de la familia Albion, se embarcaron para efectuar el largo viaje de regreso hasta Nueva York.