Nueva York (36 page)

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Authors: Edward Rutherfurd

Tags: #NOVELA HISTÓRICA. Ficción

BOOK: Nueva York
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John Master formaba parte de un grupo que había tomado la iniciativa de promover la manufactura de ropa y telas en la ciudad. Hacía meses que, en lugar de las lujosas prendas y brillantes chalecos de seda que tanto le gustaban, siempre se ponía ropa de buena fabricación artesanal americana cuando salía.

Al llegar a la iglesia Trinity tenía pensado regresar, pero la pequeña Abigail quiso continuar. «Tendré que llevarla a cuestas de vuelta», previó Hudson con una sonrisa. Se estaban adentrando en la zona más pobre de la ciudad, próxima al terreno comunal. Como tenía dudas de si sería prudente seguir por allí, Hudson optó por caminar junto a ellos. Un poco más allá estaba la taberna de Montayne.

En la calle, junto a la puerta de la taberna, había un corro de individuos bebiendo. Al ver aquella multitud de marineros, peones y menestrales, Abigail miró a Hudson con aprensión.

—No os harán daño —le aseguró él, sonriendo.

—De joven yo iba mucho a sitios como éste —señaló alegremente Master. Al pasar delante de la puerta, vio una cara conocida—. ¡Vaya, si es Charlie White! —exclamó. Luego cogió a Abby de la mano y le dijo—: Ven, Abby, conocerás a un viejo amigo mío. ¡Charlie! —llamó, atravesando la calle.

Hudson se encontraba a unos cinco metros cuando observó lo que ocurrió a continuación.

Charlie White se volvió y se quedó mirando.

—Charlie, ¿no te habrás olvidado de mí?

Charlie siguió con su mutismo.

—Ésta mi hija menor, Abigail. Dile qué tal a mi amigo el señor White, Abby.

Charlie apenas si dedicó una ojeada a Abigail. Después, con gesto deliberado, escupió en el suelo delante de Master. Hudson vio como éste se ruborizaba mientras Charlie se volvía hacia los clientes congregados delante de la taberna.

—Éste es el señor Master —vociferó—, vecino del gobernador. Tiene un hijo en Inglaterra, en la Universidad de Oxford. ¿Qué os parece?

Los hombres lanzaron torvas miradas a Master. Uno emitió un desagradable ruido. Hudson se puso tenso.

—¡¿A qué viene esto, Charlie?! —gritó Master.

Charlie fingió no haber oído la pregunta. Luego, de repente, se giró hacia Master con la cara desfigurada de odio.

—Yo no soy amigo tuyo, falso inglés. Lárgate de aquí. —Miró a Abigail, tocada con su puntiagudo sombrero—. Y llévate a tu pequeña bruja contigo.

Abigail los miró, asombrada, con los ojos muy abiertos, hasta que se puso a llorar. Entonces Hudson se dispuso a acercarse.

Justo entonces, Master se encogió de hombros y con expresión de asco, giró sobre sí. Al cabo de un momento caminaban con paso rápido por Broadway. Hudson tomó a Abby en brazos y dejó que se le agarrara al cuello. Master se mantenía callado, con expresión impasible.

—¿Quién era ese hombre malo? —susurró Abby a Hudson.

—No pienses en él —le respondió en voz baja—. Está un poco loco.

La cólera de John Master se prolongó varios días después de aquella humillación. De no haber sido tan numerosos los amigos de Charlie, que podrían haber intervenido, y también por la presencia de su hija, seguramente habría propinado un golpe a su antiguo amigo. Lo cierto fue que su hijita se había asustado y que él había sufrido un atentado a su dignidad.

Por otra parte, estaba desconcertado. ¿Por qué lo odiaba tanto su amigo de antaño? ¿A qué venía la rabia de Charlie? Durante las dos semanas siguientes se planteó más de una vez ir a aclarar las cosas con Charlie. De haberlo hecho, quizás habría descubierto la verdad. Se lo impidió, no obstante, su orgullo herido y el sentimiento, avalado por la experiencia, de que más valía no buscarse complicaciones.

En cualquier caso, estaba claro que el ambiente en la ciudad era peor de lo que había supuesto. Le habían causado una fuerte impresión las caras de los individuos que acompañaban a Charlie en la taberna y las ponzoñosas miradas que le asestaron. Sabía, por supuesto, que las personas como Charlie no sentían afecto por los ricos anglicanos parroquianos de la Trinity, sobre todo en tiempos difíciles. Comprendía que despreciaran a los gobernadores reales corruptos, porque también los despreciaba él. Pero que Charlie lo hubiera llamado inglés, cargando de tanto odio la palabra, le había dejado perplejo. Al fin y al cabo, según su punto de vista, tanto Charlie como él eran colonos ingleses en igual medida.

Para él siempre había sido un motivo de orgullo conocer a personas como Charlie. ¿Acaso habría incurrido, durante los años transcurridos desde su regreso de Londres, en una pérdida de contacto con las calles de la ciudad? Reconociendo que quizás así era, resolvió poner remedio a ese distanciamiento. Durante las semanas siguientes dedicó más tiempo a hablar con los empleados del almacén. En el mercado charlaba con los vendedores, entraba en las tabernas próximas a su casa y escuchaba las conversaciones de la gente. No tardó en comprobar que el malestar estaba más extendido de lo que había creído. Todo el mundo parecía descontento. Al gobernador se le achacaba todo cuanto iba mal, y también al gobierno de Londres.

Por ello sintió una gran preocupación cuando a finales de primavera llegó la noticia de que se había aprobado la Ley del Papel Sellado.

Aun así, le sorprendió el grado de virulencia de las protestas. En Virginia, un joven abogado llamado Patrick Henry soliviantó a la asamblea tachando al rey Jorge de tirano.

—Ahora ya lo sabemos, John —le dijo, enfurecido, a Master un concejal que encontró en la calle—. Esos malditos tipos de Londres pretenden tenernos como esclavos.

Parecía que entre las clases populares la medida había provocado una ira comparable, lo cual era en cierto modo extraño, en opinión de Master. Aun siendo verdad que los periódicos y almanaques estarían sujetos a la tasa, su cálculo era que serían las personas de su propio medio quienes pagarían más por el impuesto de pólizas. Éste era, al parecer, un símbolo: una imposición de Londres, aplicada sin su consentimiento, prueba palpable de que el Gobierno británico creía poder tratar a las colonias a su antojo.

Estaba previsto que la ley comenzara a aplicarse a principios de noviembre. Mientras tanto, de Inglaterra se enviaban remesas de papel provisto del sello oficial.

Los neoyorquinos no eran los únicos en experimentar enojo. En Boston, por lo visto, una multitud furiosa había quemado la casa distribuidora de papel sellado. Aquellos establecimientos fueron asimismo objeto de amenazas en Rhode Island y Connecticut. El distribuidor de Nueva York no esperó a que empezaran los problemas: abandonó simplemente su puesto.

Nueva York contaba con un gobernador en funciones en aquel momento, Cadwallader Colden, un antiguo médico escocés propietario de una granja en Long Island. Años atrás, sus investigaciones en el campo de la fiebre amarilla habían ayudado a aplicar las primeras medidas sanitarias en la ciudad, pero para entonces nadie se lo tenía en cuenta. Una muchedumbre airada se concentró para protestar frente a su residencia. Pese a que ya tenía setenta y siete años, Colden reaccionó como un duro escocés. Mandó traer soldados de la zona norte y añadió cañones a Fort George. Con aquello no logró acallar las protestas, sin embargo.

Un día, Master divisó a Charlie, que encabezaba un grupo de encolerizados individuos en las proximidades del puerto. Recordando las irritadas palabras que le había dispensado, optó por la prudencia.

—Que Abby no salga a la calle —dijo a Mercy—. Me temo que va a haber alborotos.

Esa tarde, John Master congregó a todos los ocupantes de su casa. Aparte de Mercy y Abigail estaban Hudson y Ruth, por supuesto. Hannah, la hija de ambos, era una niña tranquila que colaboraba en las tareas domésticas con su madre. El pequeño Salomon tenía un carácter muy distinto. Era un chiquillo vivaracho a quien le encantaba que Master le encargara recados y le diera una parte de lo recaudado. El servicio se completaba con otros tres criados a sueldo.

Con calma, Master les explicó que quería que todos obraran con prudencia mientras hubiera disturbios en las calles, que se quedaran en casa los días venideros y que no salieran sin permiso. Más tarde, Hudson fue a preguntarle si podía salir para ver si averiguaba algo más, a lo cual accedió su patrono. Hudson regresó al anochecer.

—No bien oscurezca, creo que lo mejor será cerrar los postigos y echar el cerrojo a las puertas —aconsejó.

Esa noche, en el sótano, los dos realizaron el recuento de los medios de defensa con que contaban en la casa. Master tenía dos escopetas de perdigones, un fusil y tres pistolas; disponía además de pólvora seca y municiones. Hacía mucho, no obstante, que nadie había disparado con aquellas armas, de modo que pasaron un buen rato limpiándolas y engrasándolas mientras hacían votos para que no las tuvieran que usar.

De la asamblea provincial llegó un rayo de esperanza. Todavía había personas sensatas al frente de la colonia. Para Master fue un alivio cuando uno de los miembros de dicho cuerpo representativo le anunció a finales de verano que habían acordado celebrar un congreso de todas las colonias juntas en Nueva York.

El congreso tuvo lugar en octubre. Veintisiete hombres provenientes de nueve de las colonias, alojados en diferentes aposentos de la ciudad, se reunieron durante dos semanas. John los veía en la calle todos los días; parecían personas serias. Al final presentaron unas conclusiones que, aunque formuladas con medidas palabras, eran inequívocas. En sus peticiones dirigidas al Parlamento y al propio Rey, declaraban: «La Ley de Pólizas va en contra de la Constitución británica».

John Master se había equivocado, no obstante, en sus expectativas de que aquello fuera a calmar los ánimos. Muchos de los comerciantes seguían insatisfechos y las personas como Charlie White mantenían las ganas de pelea. Fue una mala coincidencia que el mismo día en que terminó el congreso llegara al puerto un barco cargado con las dos primeras toneladas de papel sellado que debía utilizarse en aplicación de la ley. El viejo gobernador Colden tuvo el acierto de esconder el cargamento en el fuerte aprovechando la noche, pero aquello no solucionó el problema. La muchedumbre se arremolinaba a su alrededor, se imprimían panfletos de amenaza y por toda la ciudad se colgaban banderas a media asta. Faltaba sólo una semana para que la ley entrara en vigor y sólo Dios sabía lo que iba a ocurrir cuando empezara a usarse el papel timbrado.

A finales de mes, Master asistió a un encuentro de los doscientos comerciantes más influyentes de la ciudad. Algunos, como él, aconsejaron paciencia, pero el clima general era contrario.

—Han llegado a un acuerdo de no importación —informó a Mercy al llegar a casa—. Nos negaremos a importar más mercancías de Inglaterra. Es una medida inteligente, desde luego, porque afectará a los negociantes de Londres como Albion, que a su vez presionarán al Parlamento. De todas maneras, preferiría no haber llegado a esto.

La última noche del mes de octubre fue a contemplar bajo las estrellas la ciudad al borde del agua. En la punta de Manhattan, la negra y achaparrada mole de Fort George, armado ahora con noventa cañones, custodiaba en silencio los papeles timbrados llegados de Inglaterra. Al día siguiente debía iniciarse su distribución. Al cabo de cinco días se celebraría el Cinco de Noviembre, el día del Papa, con sus consabidas hogueras sin duda. Pero, hasta entonces, se preguntó, ¿qué conflagración de mayor envergadura podría estar a punto de engullir la ciudad?

El día amaneció despejado. Una tenue y fría brisa barría el puerto mientras caminaba hacia el Bowling Green. Todo estaba tranquilo. Regresó a casa, desayunó con Mercy y Abigail y después se concentró en sus negocios durante varias horas. A mediodía volvió a salir. Había gente en la calle, pero no se percibían indicios de disturbios. Se encaminó al puerto. Por fortuna, al menos no se sabía que el gobernador Colden hubiera tratado de distribuir el papel timbrado. Volvió a casa y se puso a trabajar de nuevo.

Tenía mucho que hacer. El acuerdo de no importación iba a acarrear un impacto negativo en sus negocios con Londres, por supuesto, pero también le abría nuevas perspectivas. Como todo comerciante sensato, Master había trazado una lista de las mercancías que ya no se podían obtener en Nueva York. ¿Cuáles se podían manufacturar allí mismo?, se planteaba. ¿Con qué se podían sustituir? ¿Qué había que hacer, entre tanto, con la línea de crédito que mantenía para él Albion en Londres? A media tarde, Hudson acudió a interesarse por si necesitaba algo. Master encargó té y pidió a Hudson que enviara al chico a ver si sucedía algo anormal en la ciudad. Después volvió a abstraerse en el trabajo. No sabía cuánto tiempo había transcurrido cuando Hudson volvió a entrar en la habitación.

—Salomon ha vuelto, amo. Dice que ocurre algo en el terreno comunal.

Master se dirigió a toda prisa a Broadway. La tarde de noviembre llegaba casi a su ocaso. Con la mano derecha sostenía el bastón con contera de plata. Después de dejar atrás la iglesia de la Trinidad, divisó la taberna de Montayne y también el terreno comunal. No siguió adelante, sin embargo.

La multitud que discurría en tropel hacia él debía de estar formada por más de dos mil personas. A juzgar por su aspecto, casi todas eran pobres: menestrales, marineros, esclavos libertos y peones. En medio de la procesión advirtió una gran carreta semejante a una carroza de carnaval. Se hizo a un lado para dejarlos pasar.

Era difícil calibrar el clima imperante entre ellos. Parecían más exaltados que coléricos, pensó. Muchos reían y bromeaban. La carroza de carnaval en sí era, a su manera, una obra de arte.

Anticipándose al Día del Papa habían construido un espléndido remedo de patíbulo, pero en lugar del Papa habían efectuado una lograda reproducción del gobernador Colden, acompañado por otro diabólico muñeco. El gobernador sostenía un gran manojo de papeles y también un tambor. Sin poder evitarlo, John reconoció que la cosa tenía su lado cómico. Seguramente tenían intención de quemar al gobernador en lugar de al Papa ese año. Quedaba por saber, con todo, qué más se proponían hacer. Sumándose a la masa de espectadores que acompañaban al cortejo, siguió por la avenida Broadway y se mantuvo a la altura de la carroza.

Había recorrido casi medio kilómetro cuando oyó el clamor. Provenía de una calle lateral y cada vez era más intenso. Algo se acercaba, pero no alcanzaba a ver qué.

En el espantoso gentío que de repente desembocó en Broadway debía de haber varios centenares de personas. También ellos llevaban una efigie, pero de otro tipo. Tambaleándose peligrosamente encima de una pila de madera, el muñeco del gobernador presentaba un aspecto grotesco y recordaba más a un pirata que a un papa. Profiriendo gritos y alaridos a la usanza india, como un arroyo en crecida vertido en un río, aquella segunda procesión se estrelló contra la otra, provocando un gran remolino. La primera carroza se bamboleó como un navío después de una embestida, pero terminó enderezándose.

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