—Eh… Tengo que decirte algo.
Abrió los ojos y me examinó con aquella mirada verde agua que tanto le envidiaba.
—¿De qué vas, tan serio?
—Creo que he encontrado a la mujer de mi vida.
—Ahhh —berreó hundiendo la cabeza en la arena—, ¡déjame en paz! ¿No preferirías ir a tomar un aperitivo?
Así pasamos una semana, siguiendo el obsesionante ritmo de las olas mediterráneas; pero ni los biquinis, ni las vírgenes torturadas por curas sádicos, ni el anisete por vía intravenosa pudieron con mi obsesión respecto a «La chica de la camiseta demasiado grande». Había acabado la tercera parte,
Poesía del horror y Horror poético.
Faltaba la conclusión, pero al parecer mi carrera estaba a salvo. Tomamos el tren a la mañana siguiente para volver a París y un extraño malestar empezó a oprimirme el pecho, como si hubiera tenido la mala suerte de aguantar a un luchador de sumo arrodillado sobre mi tórax. Me había acostumbrado al
far niente,
al lento vaivén estructurado a través de un montón de pequeños detalles: el baño matinal, el café en el puerto y el repaso a la prensa, las tardes de estudio en la tranquilidad del piso, las veladas en el puerto emborrachándonos al son de una orquesta de jazz; la perspectiva de volver a París, a sus palomas enfermizas y sus sirenas de policía, me ponía de un humor de gulag. En compañía de Antoine, bronceado como una aceituna, ahogaba pues mi tristeza en la terraza del Narval, arguyendo que el único punto positivo de nuestra vuelta a la ciudad era la posibilidad de ver de nuevo a mi misteriosa desconocida.
—Por favor, Stan —soltó él, hasta la coronilla de oírme hablar durante toda la semana de una chica a la que ni conocía—, ¿qué te hace pensar que es tan distinta a las demás? ¡Tu rubita querrá bolsos de piel de mamut, que te compres un monovolumen, estará de morros contigo porque sales a cenar conmigo y te mandará a un instituto de belleza a que te depilen la espalda! Todas son iguales, ¡una especie de parásito concebido para comernos la vida! ¡Como en
Shivers,
la película de Cronenberg!
Tomé un trago de Pastis moviendo la cabeza, no sin pensar que por suerte no tenía pelo en la espalda. Antoine estaba en la Escuela de Imagen y Sonido, donde todo el mundo le consideraba un zumbado porque no soportaba a Tarkovski, Rohmer y los
Cahiers du cinéma.
—Un parásito inmundo —prosiguió mientras liaba un cigarrillo—, una especie de cagada viviente que se introduce en el interior de la gente y les produce unas ganas de follar salvajes. De golpe y porrazo, el inmueble se transforma en corte de los milagros de la jodienda y, francamente, permíteme que te diga que es algo que da pena ver. Y con las chicas pasa lo mismo: te metes ahí y pierdes hasta la camisa. Déjalo, tío. Te lo digo yo: parásitos.
Pidió la sexta caña, encendió el cigarrillo que había liado y el camarero, como para echarme un cable, nos trajo un cuenco lleno de galletitas saladas. En la bahía, la puesta de sol parecía una resistencia eléctrica que ensangrentaba poco a poco los veleros de recreo.
—Una vez más —concluyó Antoine agarrando su vaso—, ¡Hitchcock tenía razón! Las mujeres son ganado.
—¿No lo decía de los actores?
—Es lo mismo.
Dicho esto, se tomó la cerveza de un trago, eructó a conciencia y lanzó un «Was?» agresivo a unos ingleses con sombrero que tomaban unos cócteles azul marino en la mesa de al lado. Llevaba como de costumbre un bañador rosa que había encontrado rebajado en una tienda del puerto, una cosa larga, de tela ligera estampada con medusas y destinada a rechazar más si cabe los avances femeninos. Con su barba, que había alcanzado un estadio sin retorno, y sus bellos ojos escondidos tras unas Ray-Ban, acabábamos de pasar una semana de perfecta tranquilidad.
—Vamos, tío, nos abrimos.
Dejó tres billetes de diez sobre la mesa, se sujetó con los dedos el extremo de la lengua para apartar de ella unas hebras de tabaco y se levantó del asiento. Yo lo imité, un poco aturdido por los anisetes: por aquella época no bebía nada y el aguante de Antoine cada día me dejaba más pasmado. Hoy sé que las penas de amor tienen la virtud de multiplicar por diez la capacidad de absorción del hígado, pero en aquel tiempo, protegido por mi rompecabezas, aquello me parecía apabullante.
—Me zamparía un helado —había dicho dando brillo a la alfombra persa que le hacía las veces de cabellera—. Espliego, aún no lo he probado. ¿Me prestas pelas? Me lo he fundido todo en el Narval.
Desde que llegamos le había dado por probar los sabores más increíbles: una especie de reto estival, me imagino. Caminamos pues por el puerto, entre familias que empujaban cochecitos de lo más vanguardista, adolescentes enfurruñadas, dependientas teñidas y viejos veraneantes. Para quien estuviera asqueado de las mujeres como Antoine, Bandol era el punto de vacaciones ideal: no había nada que llevarse a la boca a menos que uno fuera gerontófilo, pedófilo o marsellófilo, y nosotros no éramos ninguna de esas cosas. Por lo que se refiere a mí, el célebre hombro me había impresionado como si yo no fuera más que un vulgar trozo de película y me había convertido en algo tan receptivo a los encantos femeninos como una rueda de bicicleta. De todas formas, nunca he creído en el flechazo, terreno reservado a los poetas un poco inocentones, pero la desconocida del Luxembourg me había abrasado. Si hubiera sabido hasta qué punto, habría abierto las compuertas de mi corazón antes de que las llamas destrozaran las zonas habitadas, pero…
En Délice des Îles, Antoine se dirigió a la joven que estaba en el mostrador —cuyo top blanco, superceñido, avisaba: «Hablad despacio, soy rubia»— y pidió un doble de espliego con verbena. Con un gesto que indicaba fastidio, la lolita aquella hundió la cuchara plateada en el recipiente morado, luego en el verde y seguidamente levantó hacia Antoine unos ojos de una vacuidad sideral:
—¿Normal o barquillo?
—Barquillo.
Yo tomé unos churros para quedar bien y deambulamos por el mercado artesanal que se desparramaba cada tarde cara al mar, como una cueva de Alí Baba de pesadilla.
—Es… Hum… Es… interesante.
Compré para mi madre y mi hermana unas pamelas de paja suficientemente alucinantes para que les gustaran, miramos durante unos minutos a un grafitero, que llevaba una mascarilla de las de las obras en la nariz y dibujaba a toda velocidad unos lobos que aullaban sobre un fondo lunar marciano; luego subimos al piso. Detrás de nosotros lanzaron sin motivo aparente un petardo y Antoine orinó en el callejón intentando escribir Lovisa en la pared, lo que no le impidió abrir una última cerveza al llegar a casa, con el pretexto de que había que vaciar del todo el frigorífico.
Lo vacié, pues, pasé el aspirador y la fregona, limpié la bañera, fregué los lavabos, entre otras gozadas… claro que, después de todo, el invitado era yo.
Al día siguiente a las 9.46 de la mañana subimos al tren exprés regional que nos iba a llevar a Marsella, nos tomamos un café horrible frente a la estación en un rincón de hierba asquerosa y saltamos al TGV en dirección a la capital.
Solo el acento del revisor nos recordó por última vez las vacaciones, al conminar a Antoine a que dejase de llenar de humo los lavabos del coche 8.
Cuando R. ha venido a traerme la comida, te he guardado rápidamente en tu escondite. Lo que me costó encontrarlo… Al principio te metí entre los muelles de la cama. Pero al ser un catre, el colchón es muy delgado y me daba miedo que él te notara cuando se sentase a contarme trolas. Luego te introduje por detrás del lavabo, pero tus extremos sobresalían y se veía un trocito de la zapatilla de deporte de Dora. Ayer conseguí por fin separar un poco el zócalo de la pared haciendo palanca con un tenedor, a la izquierda de la mesa plegable: entras a la perfección en el agujero y, aunque tenga que limpiarte cada vez porque te quedas lleno de un polvillo blanco, me parece un lugar muy adecuado como escondite.
Como cena, para variar, me ha traído dos huevos al plato con una loncha de beicon y un tomate cortado en cuatro trozos. Aún tengo un poco de hambre, pero no hay cuidado. Seguro que le asusta pensar que me volveré obesa porque no hago ejercicio… Ja, ja, ja, me mondo. A veces pienso que si consiguiera hacerme enorme me dejaría marchar. Pero no lo consigo. Como dice Stanislas, tengo un buen «potencial». Me encantaba que dijera aquello, admirando mis muslos bajo la minifalda rosa. Sé perfectamente que tiene veintiún años y que solo le gustan las idiotas de remate con dedos pintarrajeados, pero un día me liaré mayor y ese día… ya veremos.
O igual no lo veo nunca más, ni a papá, ni a mamá, ni a Amélie, ni a Samuel, ni a Papy, ni a nadie en toda la capa de la Tierra. Igual me quedo aquí toda la vida comiendo huevos al plato con una loncha de beicon y un tomate partido en cuatro, escuchando el tiempo que fluye como la lluvia pero sin hacer ruido. Aquí es como si me viera crecer y es igual que observar cómo crece la hierba: un palo. Me siento como una lenteja puesta a germinar en un pedazo de algodón para un experimento de ciencias naturales. Una vez (seis marcas bajo la cama) había girado tanto sobre mí misma a fuerza de repetir todo eso que me di contra el depósito del váter y me abrí la cabeza. La sangre salía a borbotones, inimaginable. Cuando vi tanta sangre en mis manos, de entrada lloré porque me entró un canguelo de cuidado: ¡parecía que se me vaciaba el cerebro como una lata de pimentón! Pero luego reflexioné y pensé que se vería obligado a llevarme al hospital para que me pusieran grapas, como en verano en el camping, cuando me hice un corte en el pie con la rejilla de la piscina, y que allí un médico se daría cuenta, o bien que podría escaparme aprovechando el arreglo, o que mi compañera de habitación operada de apendicitis sería policía. Entonces, aunque mi cráneo estuviera tocando las maracas, aquello me dio algo de esperanza. Pero R. llegó mucho tiempo después y la herida se había secado. Recuerdo la jeta que puso al verme tan sanguinolenta, estilo bistec. Se lanzó hacia mí y me preguntó: «¿Estás bien… estás bien… estás bien?», puede que mil veces, pero no respondí, ya que estaba en mi período sordomudo. Intenté una salida del estilo me desmayo pero no funcionó. Salió y volvió con desinfectante, gasa y esparadrapo. Me limpió la herida sujetándome por el mentón: aquello picaba como un demonio, nada que ver con el producto que utiliza mamá. Me puso la gasa en la cabeza y el esparadrapo encima, apartando el flequillo. La gasa era demasiado grande y me tapaba la mitad del ojo izquierdo; de pronto tuve la impresión de ser un pirata. Evasión descartada.
Todavía conservo la cicatriz, la noto en la frente cuando paso el dedo por encima, tiene como unos bultos y un hoyo en el centro. Me pregunto si es muy fea y estoy segura de que sí, lo que me hunde la moral hasta el fondo del fondo de las Converse. He intentado mirarme en las cucharas pero no funciona, me veo borrosa y deformada. Dejémoslo. Aquella noche me dio una barrita de chocolate con arroz inflado (algo rarísimo) y me hizo prometer que no lo haría más. Se lo prometí cruzando los dedos en la espalda. Después de aquel accidente, pensé en hacerme más daño, algo más grave, pero volví a reflexionar y, teniendo en cuenta el tiempo que tardó en llegar, si me clavo un tenedor en el vientre o algo así corro el riesgo de morir. Y no quiero morirme, ni mucho menos (aunque a veces crea que sí).
Pienso mucho en la muerte desde que estoy aquí. Antes casi nunca pensaba en ella.
Cuando comprendí realmente lo que quería decir «morir» acababa de cumplir siete años. Cuatro días antes, en mi cumpleaños (que es el 14 de abril), Mounie me había regalado un libro sobre los gnomos. Es una pasada de libro, parece una enciclopedia, es decir que el libro hace como si los gnomos existieran REALMENTE. Tiene unas láminas en las que se explica de forma muy científica la constitución de un gnomo, su esqueleto, sus órganos, sus sentidos (por ejemplo, tienen un olfato extraordinariamente desarrollado), allí aprendes que miden 15 centímetros (sin el sombrero puntiagudo), que un macho pesa 300 gramos, cosas así. Tiene también sus recetas de cocina, habla de sus amigos, sus enemigos (los troles, una verdadera asquerosidad), sus costumbres, su vestimenta, su lengua (en gnomo, «buenas noches» es «slitzweitz», y «gracias», «te diéws». A veces hablo a R. en gnomo y eso lo saca de quicio, y entonces es cuando yo me parto. Si existiera una letra vigésimo octava en el alfabeto, añadiría mi libro sobre los gnomos. Pero da igual porque no existe una vigésimo octava letra en el alfabeto).
Cuatro días después del Día de los gnomos, Mounie ya no estaba. Fue tan rápido que se habría dicho que PUF: desintegrada. Mamá me explicó que su corazón había dejado de latir de golpe y porrazo, exactamente igual que aquella vez en la que se paró el reloj de péndulo del salón. Pregunté si se podía poner en marcha otra vez, como habían hecho con el reloj, si vendría un señor a reparar a Mounie, pero mamá dijo que no podía repararse a la gente. Entonces comprendí que no la vería nunca más y que aquello era «morir». Tuve la impresión de que me habían partido el vientre en dos con una sierra mecánica.
Y luego llegó la fiesta de Fabienne.
Aquel día pasaron muchas cosas, así que tendré que hacer una digresión, aunque la señora Piégay diga siempre que vale más evitarlo (claro que en mi último boletín escribió: «Imaginación desbordante y gran sentido de la imagen», insisto en subrayarlo. Papá dice que son cualidades útiles para una futura diseñadora, y seguro que tiene razón). La fiesta fue en febrero, el sábado 18 para ser más precisa. Me acuerdo porque recibimos invitaciones como las de las bodas, en papel brillante con letras doradas de lo más recargado, lo que me impresionó muchísimo. Fabienne celebraba que cumplía doce años y ya tenía pecho, y eso que estábamos en la misma clase. (Ya sé que te hablo mucho de mis pechos, pero es algo que me inquieta en especial. En realidad, las excrecencias me duelen, entonces me pregunto si no tendré un cáncer o una terrible enfermedad, pero claro, hablar de esto a R.: IMPOSIBLE.) El jardín de los Elzekian es magnífico: su padre es el director del mayor hotel de Biarritz y decir que es rico sería como decir que el océano es profundo. En realidad, a aquello podría llamársele parque: tiene árboles exóticos, estanques con peces chinos y nenúfares, pequeñas sendas con azulejos e incluso una fuente con náyades que simulan que vierten agua. Fabienne había colgado lamparillas de papel crepé de todos los colores y su madre nos servía un ponche rojo rabioso con un cucharón de plata. En cuanto nos percatamos de cómo apañárnoslas con aquel cucharón (tampoco era tan complicado), ella se metió en la casa y nos dejó tranquilas. Hacía mucho frío, pero con los plumones se aguantaba. Era realmente mágico porque los árboles y las plantas estaban congelados. Había como una puntilla blanca en el borde de las hojas y los témpanos colgaban de las ramas estilo estalactitas: la luz coloreada de las bombillas los atravesaba y parecía que todo el jardín estuviera lleno de piedras preciosas. Fabienne había invitado a la mitad de nuestra clase y también a un grupo de 6.° B (la clase de Nathan). Comimos caramelos, tomamos ponche y Coca-Cola, bailamos y yo salté en el aire como hago siempre. Luego Fabienne abrió sus regalos y sopló las velas (su pastel de cumpleaños era enorme, con rosas hechas de mazapán y frutas escarchadas de tamaño natural, ¡incluso la pina!). Y entonces BUM: los lentos. Me aterrorizan los lentos porque es algo que te da un aspecto de lo más ridículo, así que con Sabrina (que opina lo mismo que yo) fuimos a sentarnos en la mecedora al fondo del jardín. El asiento de tela estaba tieso por la escarcha y cuando nos balanceábamos soltaba unos chirridos que parecían carcajadas. Empezamos a hablar, pero Hervé Salagna vino a invitarla a bailar; como Sabrina está enamorada de Hervé Salagna (un tipo delgado como un alambre y con unos dientes espantosos, pero sobre gustos no hay nada escrito), me abandonó. Me quedé columpiándome sola con los muelles que se guaseaban. Las estrellas aparecieron con la noche y se habría dicho que alguien había pegado broches de diamantes en todo el cielo. Aunque no fuera siempre una alegría loca con mamá, quien no me dejaba hacer casi nada (por otro lado, sin Amélie:
niet
fiesta), aunque Mounie se hubiera volatilizado en el sistema solar, aunque Stanislas me tratara estilo niñita simpática dándome un azote en las nalgas cuando fallaba un servicio, recuerdo haber pensado que la vida era estupenda. No sé bien cómo explicarlo, pero probablemente por eso dejé hacer a Nathan cuando vino a sentarse a mi lado.