...O llevarás luto por mi (23 page)

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Authors: Dominique Lapierre,Larry Collins

Tags: #Histórico, #Drama, #Biografía

BOOK: ...O llevarás luto por mi
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Al anochecer terminó aquello. El último eco airado de la ametralladora se extinguió en las empedradas calles de Palma. En su lugar, en la población reinó un denso y mortal silencio. Todo el pueblo pareció paralizado de horror ante lo que había sucedido. El estupor era demasiado grande incluso para el llanto o el duelo. Los pobres de Palma, como la familia Benítez, se apretujaron aterrorizados en sus oscuros hogares.

Aquella noche sólo hubo actividad en el cementerio. Allí, sobre la misma tierra excavada donde escasamente cuatro días antes don Juan Navas había profetizado al pelotón de fusilamiento de Juan de España que «la sangre traería sangre», un grupo de prisioneros trabajaba a la luz de sus linternas. Echaban paladas de tierra en una zanja de diez metros de longitud por dos metros y medio de anchura. Amontonadas irregularmente en aquella fosa estaban las víctimas de la ametralladora, la materialización de la triste profecía que hiciera su cura párroco antes de morir.

A menos de dos metros de su fosa común, fuera de los límites de la mortecina luz anaranjada de las linternas de los enterradores, se elevaba el blanco panteón de una familia. Tres generaciones de los Moreno descansaban tras su fino peristilo. Veintisiete años más tarde, el propio don Félix ocuparía su lugar reservado en el panteón, empezando su eterno descanso en el cementerio de su población, junto a las víctimas de su cólera de una tarde de agosto. Nadie llegó a saber cuántos cadáveres contuvo la zanja abierta cerca de su panteón familiar. Los que manejaron la ametralladora en el corralón no se detuvieron a contar sus víctimas. En años posteriores su número se estimó entre los doscientos y los trescientos. Sin embargo, una cosa era cierta: pocos de los revolucionarios de Palma estaban entre ellos. Se trataba de los más despistados y oprimidos de Palma, embrutecidos por el trabajo, los hombres que habían marchado ciegamente tras las banderas rojas de Juan de España y se quedaron detrás para pagar sus locas esperanzas. En la terminología de la fiesta brava, al intentar vengar sus toros, don Félix Moreno había matado a los mansos, a los cabestros, en lugar de a los enemigos que había buscado.

De esto modo fue liberada la pequeña ciudad andaluza de Palma del Río. Durante una generación, Palma del Río quedaría marcada por la brutal matanza de aquel día veraniego. El salvajismo imperante en sus calles en el mes de agosto de 1936 no fue, sin embargo, algo privativo de Palma. Raras fueron las poblaciones de España que se libraron de similares sufrimiento en el cruel verano de 1936, cuando los españoles perdieron la razón
[5]
.

En Palma, las pasiones de julio y agosto se atemperaron con los primeros vientos fríos del otoño. El frente se estabilizó a unos cien kilómetros hacia el este y norte de Palma, y la vida en la localidad volvió a algo parecido a la normalidad.

Sin embargo, las condiciones de vida eran extremadamente precarias para aquellas familias de Palma en que los hombres habían muerto o desaparecido con los milicianos de Juan de España. Había poco trabajo, y el poco que existía no se lo daban a mujeres como Ángela Benítez, de la calle Ancha, la esposa de un republicano. Para la señora Benítez, con cinco hijos que alimentar, entre ellos el pequeño Manuel, de cuatro meses, la vida en Palma se hizo pronto imposible. En el mes de setiembre, la familia estaba a punto de morirse de hambre. El único trabajo que Ángela Benítez podía encontrar ocasionalmente era enjalbegar las paredes de una casa, o lavar ropa en las orillas del Guadalquivir. Ella no tenía noticias de su esposo, no sabía si seguía aún vivo o había sido víctima de la tormenta que conmovía a España. Finalmente, una noche a finales de setiembre, se acabó lo poco que la Providencia había dado a Ángela Benítez: las cinco llorosas criaturas consumieron los últimos alimentos que les quedaban.

La larga historia española había sido un homenaje a su soberbio desprecio a la muerte. Sin embargo, jamás hasta entonces los españoles la habían honrado tan copiosamente como en aquellos primeros meses de la guerra civil.

Desde un extremo a otro de la Península Ibérica, los hombres fueron arrancados de su lecho, de los campos, de los monasterios, de las fábricas y de los hospitales, de los brazos de sus mujeres y de sus hijos, para llevarlos a una cita con la negra y macabra deidad.

Los hombres morían valientemente, cruelmente, protestando, inocentes y anónimos. Pero, por encima de todo, morían. En Los Navalmorales, pueblo montañés próximo a Toledo, el cura del pueblo dijo a los rojos que lo habían capturado que deseaba «padecer por Cristo». Su deseo se vio cumplido, pues lo crucificaron en una viga arrancada de su incendiada iglesia. En Ronda, quinientos derechistas fueron arrojados desde lo alto de un acantilado por sus aprehensores anarquistas. En Alcázar de San Juan, saltaron los ojos a un joven que se había distinguido por su piedad. Cerca de Barcelona, en el monasterio de Cervera, los rojos rompieron los tímpanos de un grupo de monjas introduciéndoles cuentas de rosario en los oídos. En la provincia de Ciudad Real, ochocientas personas fueron arrojadas en el pozo de una mina abandonada, entre los aplausos de sus convecinos. Después de la conquista de Toledo, unos soldados nacionales se dirigieron al hospital de la ciudad de El Greco y mataron a cuantos heridos republicanos pudieron encontrar.

La ciudad de Badajoz, emplazada en una altura sobre el río Guadiana, que separa a España de Portugal, fue testigo de unos sucesos particularmente sangrientos. La ciudad fue tomada, poco después de la liberación de Palma del Río, por una columna nacionalista compuesta principalmente de legionarios marroquíes. Sus últimos defensores cayeron donde se habían refugiado ante el avance de los vencedores: al pie del altar mayor de la catedral. Después fueron detenidos muchos varones de la ciudad como sospechosos de haber colaborado con los republicanos.

El 15 de agosto, fiesta de la Asunción de la Virgen María, día dedicado en tiempos normales a la devoción y a las corridas de toros, los presos fueron conducidos a un edificio que había dejado de utilizarse a causa de la guerra: la vieja plaza de toros de Badajoz. Allí, precisamente a las cinco de la tarde, que es la hora tradicional de dar comienzo las corridas en España, se produjo un ametrallamiento que costó la vida a bastantes detenidos.

Aproximadamente a la misma hora, en la zona republicana, el cura del pueblo de Ciempozuelos, próximo a Madrid, fue arrojado vivo en un corral lleno de toros. Los animales cornearon al sacerdote hasta convertirlo en una masa informe y sangrante en el suelo del corral. Después, en un postrer refinamiento de crueldad, los verdugos cortaron una oreja al sacerdote moribundo y la arrojaron a los toros.

A treinta kilómetros al norte de Palma del Río, los montes de Sierra Morena elevan sus picachos de granito en un solitario e imponente esplendor, constituyendo la muralla divisoria entre Andalucía y la meseta de la Mancha barrida por el viento. Sus faldas son eriales de ásperas rocas y secos matorrales. El hombre prehistórico vagó por sus desoladas alturas y garrapateó su firma en las pinturas de las cavernas rocosas de la sierra. Los conquistadores árabes lucharon por abrirse camino en sus desfiladeros, y, en la Edad Media, sus imponentes riscos fueron tierra de nadie entre el Islam y el Occidente cristiano.

Más tarde, terminada la Reconquista, la desolada fortaleza de Sierra Morena asignó a la cadena montañesa un nuevo papel, como refugio de bandidos, ermitaños y penitentes. Los legendarios viajes de Don Quijote llevaron a éste discurrir por sus crestas, a pesar de los consejos de su escudero Sancho de que no era «regla de buena caballería que andemos perdidos por estas montañas sin sendas ni camino». Pero, a pesar de ser paraje tan agreste, ningún suelo de Europa contenía tan ricos y variados minerales como las áridas faldas de Sierra Morena. Plata, cobre, plomo, hierro y carbón esperaban allí las primeras excavaciones del hombre de la era industrial.

Ahora, esta riqueza mineral y la configuración del terreno, muy adecuada para la defensa, hicieron de Sierra Morena un campo de batalla natural para los ejércitos españoles en lucha. Durante tres años, las legiones de Franco y las brigadas de la República habrían de disputarse, a lo largo de la cordillera, al norte de Palma del Río, las minas, las vías férreas que serpenteaban por los flancos de la sierra y los desolados pueblos mineros, acurrucados en sus vertientes.

Entre estas comunidades, había una que llevaba un extraño nombre. Un siglo antes de la guerra, el lugar de su emplazamiento era un erial lleno de piedras y maleza, muy abundante en caza. Un día, el activo perro de un cazador persiguió a un conejo hasta su madriguera. Este perro, que se llamaba
Terrible
, empezó a cavar con las patas en el agujero del conejo. Escarbando frenéticamente, puso al descubierto una capa de tierra negra. Era un yacimiento de carbón, la capa exterior del más rico depósito de antracita del sur de España. En seguida floreció en el lugar una próspera comunidad minera, y, de las minas excavadas en el sitio en que estuvo la madriguera del conejo salió todo el carbón que alimentó las primeras industrias andaluzas y llenó durante medio siglo las carboneras de los barcos que atracaban en los puertos de Sevilla, Cádiz y Málaga. En honor del animal a quien debían su prosperidad, los primeros habitantes de la población llamaron a ésta Pueblonuevo del Terrible.

A finales de setiembre de 1936, el frente se estabilizó en el umbral de Pueblonuevo del Terrible. Capturado después de enconada lucha por las fuerzas de Franco, el pueblo y un extraño montículo rocoso y coronado por una torre árabe, en las afueras de aquél, constituyeron una enfadosa cuña en las líneas republicanas de Sierra Morena. Día tras día, la pequeña población minera era batida por la artillería y por la aviación. Pronto ofreció un aspecto de ruina y devastación mucho peor que el de Palma del Río, y un sistema de vida mucho más peligroso.

Sin embargo, a primeros de octubre, un grupo de pobres de Palma del Río, emprendieron el camino de la montaña en dirección al pueblo sitiado. Entre ellos se encontraba Ángeles Benítez. Excluida de las obras caritativas de su pueblo, porque su marido estaba con los rojos, Ángeles Benítez había cogido a sus hijos y había recorrido a pie el accidentado trayecto hasta Pueblonuevo del Terrible. Aquí esperaba encontrar trabajo, cocinando para una de las unidades nacionales que defendían el pueblo.

Sus hijas conservan sólo un vago recuerdo de la estancia de la familia Benítez en Pueblonuevo del Terrible. Vivían en un par de chozas de piedra contiguas, al borde de una calle sin empedrar de la parte de atrás del pueblo. Una de las chozas había sido ya en parte destruida por una granada perdida. No quedaba un solo cristal en las ventanas. Unicamente un miembro de la familia tenía una cama para dormir: el pequeño Manuel. La cama había sido improvisada con un viejo cuévano que habían encontrado cerca de allí. El resto de los Benítez tenían que dormir sobre el suelo de tierra.

Ángeles Benítez encontró trabajo como cocinera de un grupo de oficiales nacionales de artillería. Pertenecían éstos al regimiento de artillería pesada que defendía la población. Unos cuarenta mil hombres, entre ambos bandos, se disputaban los diez kilómetros cuadrados de terreno montañoso que dominaba Pueblonuevo del Terrible. En aquel otoño de 1936, los atacantes republicanos estaban bajo el mando de uno de los más pintorescos soldados de la República, un guerrillero barbudo llamado Valentín González
El Campesino
. Tenían al pueblo bajo el fuego de treinta o cuarenta piezas de artillería. Las más eficaces eran un par de cañones de campaña franceses, de catorce centímetros, bautizados por los defensores del lugar con los nombres de Felipe y La Leona.

La defensa de la población tenía por base un regimiento de la Legión Extranjera española, compuesto casi exclusivamente por marroquíes. Algunos de los primeros soldados italianos que llegaron a España fueron también enviados a Pueblonuevo del Terrible a reforzar el regimiento de artillería al cual prestaba Ángeles Benítez sus servicios.

Sus primeras semanas de servicio fueron duras y tristes. Separada de sus padres, sin saber si su marido estaba vivo o muerto, sola en un pueblo extraño, lloraba muchas noches hasta quedarse dormida en el frío silencio de la nueva morada de los Benítez. Así lo recuerdan sus hijas.

Las dos mayores, Angelita y Encarna, se reunieron muy pronto con su madre en la cocina. Para Angelita, las largas y fatigosas horas en la cocina del regimiento no eran más que continuación de la vida de tráfago que llevaba desde hacía algún tiempo. Para Encarna, señalaron el final de su niñez. Tenía seis años. Pero, dentro de pocos meses, sus manos infantiles tendrían la rugosidad y las callosidades de las de su madre.

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