...O llevarás luto por mi (24 page)

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Authors: Dominique Lapierre,Larry Collins

Tags: #Histórico, #Drama, #Biografía

BOOK: ...O llevarás luto por mi
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Cada noche, las dos niñas iban y venían de la cocina al comedor, poniendo tímidamente ante los oficiales la comida que su madre les había preparado. A menudo, escuchaban, entre las maldiciones de sus jefes, el relato de los combates del día y del papel representado en ellos por sus cañones. En ocasiones, su madre escuchaba también, saliendo sigilosamente de la cocina. Los triunfos relatados por aquellos hombres, entre bocados de la comida cocinada por su madre, se referían casi exclusivamente a sus acciones de bombardeo de una unidad republicana emplazada en unas lomas al norte del pueblo. Esta unidad defendía los dos cañones franceses, Felipe y La Leona, que hacían estragos en las columnas de intendencia que se dirigían a Pueblonuevo del Terrible. El centro de la posición era defendido por la 141.
a
Brigada Montada de la República. Diariamente, y a medida que el otoño daba paso al invierno, los cañones del regimiento de artillería en el que Ángeles Benítez prestaba sus servicios bombardeaban aquella posición, causando continuas bajas, que eran enviadas a la retaguardia republicana. Como todas las otras mujeres de Pueblonuevo del Terrible, Ángeles Benítez rezaba para que los cañones de sus jefes impusieran silencio a Felipe y a La Leona, para terminar con las granadas republicanas que ponían en peligro su vida y la de sus hijos, que jugaban en su choza de piedra de las afueras de la población.

Afortunadamente, Ángeles Benítez ignoraba la brutal realidad que encubría su deseo. Sin saberlo, ella y su familia constituían un triste y concreto ejemplo de las divisiones producidas por la guerra civil en toda España. En el objetivo de los cañones a cuyos artilleros alimentaba Ángeles, entre los soldados de la 141.
a
Brigada republicana, se encontraba un nuevo recluta: su marido.

Los peores recuerdos que habían de conservar los pequeños Benítez de su estancia en Pueblonuevo del Terrible, no tendrían que ver con sus penalidades ni con el continuo rugido de la artillería, sino con un nuevo y espeluznante fenómeno: los bombardeos aéreos. Como no tenían siquiera una cama para refugiarse debajo de ella, los niños aprendieron a arrojarse al suelo cada vez que oían el lejano zumbido de un avión. Incluso el pequeño Manuel, recordaría más tarde Carmela, era capaz de distinguir aquel ruido con sus oídos infantiles. A las primeras vibraciones, prorrumpía en terribles gritos, que no cesaban hasta que el ruido se extinguía más allá del horizonte.

Mientras la familia Benítez iniciaba una nueva vida en la población sitiada de Pueblonuevo del Terrible, la guerra que le había impuesto este cambio tomaba también un nuevo giro. En las primeras semanas, las fuerzas de Franco habían logrado dominar todo el noroeste de España, a excepción de un estrecho pasillo republicano que se extendía a lo largo de la costa vasca, desde la frontera francesa hasta los límites exteriores del golfo de Vizcaya. Las tropas nacionales añadieron rápidamente a sus dominios el corazón de Andalucía, incluidas las ciudades de Sevilla, Córdoba, Granada y Cádiz. Ambos territorios estaban enlazados por un corredor controlado por los nacionales y que corría hacia el Norte, a lo largo de la frontera portuguesa. El resto del país, con las ciudades clave de Madrid, Barcelona, Bilbao y Valencia, estaba en manos de los republicanos.

La rápida victoria que perseguía Franco dependía de la pronta conquista de Madrid. El 7 de noviembre, veinte mil soldados nacionales, con el refuerzo de carros blindados alemanes e italianos, atacaron la capital. Sus calles, en las que se habían levantado barricadas, fueron defendidas por una masa de obreros enorme, pero deficientemente armada y mal instruida. La ciudad retembló con la inflamada oratoria de la Pasionaria y con su grito de guerra: «¡No pasarán!» Las mujeres luchaban en las barricadas al lado de sus hombres. Los niños llevaban agua y comida a sus padres combatientes. Los defensores de la ciudad vacilaron, retrocedieron y volvieron a hacerse fuertes. Por último, después de veinticuatro horas de violenta lucha, les llegó la ayuda que esperaban. Las primeras Brigadas Internacionales de la República desfilaron por Madrid cantando
La Internacional
, y fueron a ocupar sus puestos en las barricadas. Franceses, alemanes, polacos, ingleses, eslavos, italianos y americanos unieron sus voces a las de los españoles que gritaban: «¡No pasarán!», en las fortificaciones de Madrid.

Y no pasaron. El ataque fracasó y, como resultado de ello, la lucha por Madrid duró casi tres años. Aquel fracaso puso fin a la primera fase de la guerra civil. La lucha perdió la movilidad que había caracterizado sus primeros meses y se convirtió en un lento y agotador forcejeo.

Ambos bandos buscaron ayuda en el extranjero para salir del punto muerto en que se encontraban. Franco acudió a sus aliados, Alemania e Italia. La República apeló primero a Francia y a Inglaterra, y se vio defraudada por la criticada política de no intervención. Después de este fracaso, el Gobierno se vio obligado a confiar únicamente en la ayuda de la Unión Soviética y de los partidos comunistas de Europa. Las peticiones de auxilio de los combatientes convirtieron la guerra civil en un conflicto internacional. Hombres y materiales llovieron en España para reforzar ambos bandos.

Sin embargo, la ayuda extranjera a los dos bandos alteraría muy poco el punto muerto en el que había caído la guerra. Las semanas se convirtieron en meses, y los meses en años, y la campaña siguió siendo lo mismo que era a finales de 1936: una lenta, dolorosa y costosa guerra de desgaste.

Para la familia de Ángeles Benítez, los largos y agotadores meses de guerra en Pueblonuevo del Terrible resultaron soportables, a pesar de la proximidad a la línea del frente. Lo peor era el miedo a las errantes granadas de la artillería y el vacío creado en la familia por la desaparición del padre. Pero aquellos meses habían traído a la familia una inesperada compensación: tenían lo necesario para comer. Las sobras del rancho de los oficiales representaban para los Benítez una fuente de alimentación como nunca hubieran podido hallarla en Palma del Río.

Cada noche, al terminar su trabajo, Ángeles Benítez cumplía un pequeño ritual. En una vieja hoja de periódico, envolvía las sobras que servirían para sostener un día más a sus hijos menores: unos mendrugos de pan duro, ablandados mediante una breve inmersión en una taza de aceite de oliva; unas cuantas patatas frías; un pedazo de tocino y, de vez en cuando, un trozo de salchichón. En la choza de piedra, los niños esperaban todas las noches su regreso, como esos pajarillos recién salidos del cascarón que esperan el gusano que ha de traerles su afanosa madre.

En ocasiones, un campechano soldado del regimiento al que servía deslizaba en la mano de Ángeles Benítez una tableta de chocolate, mientras ésta envolvía su paquete de todas las noches. Entonces, ella lo llevaba en triunfo a sus pequeños, como si el modesto obsequio pudiese borrar todos los sufrimientos de sus jóvenes vidas.

Aunque simple soldado raso, su jovial bienhechor era, durante aquellos tiempos sombríos, un personaje de singular importancia en el regimiento. Suministraba víveres a los oficiales. Se llamaba Rafael Sánchez
El Pipo
, y para El Pipo la guerra era un buen negocio.

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ELATO DE
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L
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Mire usted, en una guerra hay tipos destinados a ser héroes y otros que buscan salvar el pellejo. Yo soy de estos últimos. No nací para héroe. El patriotismo y todo eso me parecieron siempre ideas infantiles. Y no es que no quiera a mi país. Le quiero. No me gustaría vivir en otro lugar. Pero de esto a salir por ahí a que le vuelen a uno la cabeza, y mostrando, además, una cara sonriente, hay mucha diferencia, media un abismo, créame. Por esto, cuando me vi de pronto en la tercera batería del 1.
er
Regimiento de Artillería pesada, me dije: «Rafael Sánchez, esto no se ha hecho para ti».

Además, con sólo mirar a esos piojosos italianos luchando junto a nosotros, se me revolvía el estómago. Por esto fui un día a ver a mi comandante y le dije: «Escuche, mi comandante, esto de hacer la guerra está muy bien; pero, para hacerla bien, hay que comer y beber bien. Encárguese usted de la guerra, y deje que yo, Rafael Sánchez, me encargue de la comida y de la bebida».

El hombre reflexionó durante unos minutos y, al fin, me dijo: «De acuerdo. Pero, si la cosa no marcha, te fusilaré». Y subrayó sus palabras con un ademán para darme a entender que hablaba en serio. «No se preocupe, mi comandante», le dije.

El trato tenía sus peligros; pero, como decimos en Andalucía, yo tenía buenas espaldas. Mi padre era el rey de los mariscos en Andalucía, y yo conocía el negocio desde chico. En 1920, mi padre había comprado una pequeña pescadería en Córdoba, en la calle de la Plata. Aquella tienda se hizo famosa por sus mariscos. Mi padre había empezado vendiendo helados con una carretilla en las calles de Córdoba. Después resolvió vender cestitas de camarones crudos. Pero, un día, concibió la brillante idea de cocer los camarones antes de venderlos. Esta idea le hizo rico. Gracias a ella, pudo comprar la tienda de la calle de la Plata.

Desde que era pequeño, mi padre me enseñó el arte de los negocios. No le fue muy difícil. Yo llevaba los negocios en la sangre. Cuando hube aprendido a contar, me puse a trabajar detrás del mostrador de su tienda de la calle de la Plata. Ésta marchó tan bien que abrimos otra en Bélmez, un pueblo minero de Sierra Morena, cerca de Pueblonuevo. La llamamos El Puerto, como la que teníamos en Córdoba. Allí empezamos a servir vino, jerez y también limonada. Y tanto prosperó el negocio que abrimos otros establecimientos en toda Sierra Morena, en Peñarroya, en Monterrubio, en Cabezas de Buey y en Pueblonuevo del Terrible.

Yo llevaba todo el negocio. En un viejo camión de reparto recorría los caminos montañeros, comprobando la marcha de los establecimientos y abasteciéndolos de licor y de mariscos. Puse a un miembro de nuestra familia al frente de cada tasca, hasta que tuvimos tantas que me faltaron hermanos, tíos y primos.

Cuando empezó la guerra, mi imperio era bastante extenso. Abarcaba toda una parte de Andalucía. Todas las revoluciones, cambios de régimen y disturbios sufridos por España en aquella época no impedían que la gente siguiera comiendo y, sobre todo, bebiendo. Pero la guerra era otra cosa. La guerra significaba bombardeos, robos, asesinatos y cosas parecidas. Sin embargo, aun entonces tuve suerte. El ejército al cual fui incorporado ocupó, durante el avance de 1936, todos los pueblos en los que teníamos establecimientos. Yo había previsto que se acercaban tiempos difíciles y había llenado mis establecimientos con todo lo que se había puesto al alcance de mis manos. Entonces pensé que, si podía llegar hasta ellos, ganaría una fortuna. De aquí nació mi idea de abastecer el comedor de mi batería.

Puedo decirle que el 1.
er
Regimiento de Artillería hubiese debido sentirse orgulloso de su artillero Rafael Sánchez
El Pipo
. Durante dos años, ni la cantina ni el comedor del regimiento carecieron de vino, jerez o aguardiente. En mi viejo camión, el mismo de antes de la guerra, aunque camuflado ahora con pintura caqui, volví a recorrer aquellos caminos. Fui de pueblo en pueblo, por aquella región que tanto conocía, abasteciendo a nuestras unidades.

Naturalmente, no perdía de vista mis negocios. Transformé las marisquerías en tascas, donde nuestros oficiales pudiesen comer, beber y divertirse un poco. Los sótanos que había abastecido antes de la guerra empezaron a dar salida a toda clase de géneros que no podían encontrarse en parte alguna. Habrá usted visto que, en medio de aquella locura, Rafael Sánchez conservó clara la cabeza. Por mí, la guerra hubiese podido continuar diez años más. Lo tenía todo previsto.

Sólo hubo una cosa con la que no había contado y que me pilló desprevenido. Jamás olvidaré la fecha: el 15 de diciembre de 1938. Aquella noche, estaba yo durmiendo en Pueblonuevo, cuando, justo antes de amanecer, una serie de explosiones me hizo saltar de la cama. Palpé en la oscuridad, buscando mi ropa, pero, cada vez que me ponía en pie, pensaba que la tierra se abría bajo mis pies. Todo el mundo chillaba; todo el mundo corría. Yo había visto muchos bombardeos, pero ninguno como éste, puede creerlo. La gente corría de un lado a otro como polluelos asustados. En pocos minutos, nuestro pequeño mundo se había venido abajo.

No podía imaginarme exactamente lo que ocurría. Entonces oí gritar a nuestro jefe, el comandante Carmona: «Ellos están atacando». «Ellos» eran los rojos.

Esta noticia me llenó de zozobra. Era como el despertar de un sueño. En más de un año, no habían lanzado los rojos un ataque como éste. «Quizá nos obligarán a retroceder», pensé. Esto habría significado tener que evacuar todos los pueblos en los que había instalado mi pequeño imperio de tascas. Y todavía guardaba en ellas grandes cantidades de provisiones, quizá por valor de diez millones de pesetas. Si los rojos las encontraban, las robarían o las destruirían. Y yo quedaría arruinado.

Pero Rafael Sánchez no habría sido el hombre que decían que era si no hubiese sabido cómo triunfar sobre la adversidad. «Rafael Sánchez —me dije—, o te apoderas tú de tus provisiones, o lo harán los rojos».

Salté a mi camión sin acabar de vestirme, a pesar del frío. Crucé a toda velocidad la zona bombardeada, para dirigirme a Peñarroya, donde tenía una de mis tascas más importantes. Pensé que sería el primer pueblo al que llegarían los rojos, puesto que era el más próximo a sus líneas. Al salir de Pueblonuevo, tropecé con un grupo de soldados que tendían cables telefónicos. Uno de ellos era buen amigo mío. Era un muchacho flaco, todo huesos y aristas. Nadie lo hubiera dicho, pero, en tiempos de paz, era torero. Había empezado hacía poco, como novillero, y nadie le conocía en aquellos tiempos; pero yo sabía que le esperaba una magnífica carrera. Se llamaba Manolete.

—Hola, Rafael —me gritó—. ¿Adónde vas?

—A Peñarroya —le respondí.

—¿Estás loco? Allí no queda nadie —me dijo—. Nos estamos retirando. Vamos a volar nuestros cañones.

Bueno, se necesitaba algo más para impedirme que fuese en busca de mi material.

—Ven —le grité a Manolete—. En vez de hacer el tonto y de tender ese cable que no llegará a ninguna parte, vente conmigo.

Le expliqué lo que iba a buscar a Peñarroya. Bueno, todavía me parece estar viendo su extraña sonrisa al mirarme. Estaba más delgado que nunca, y las mangas de su uniforme eran demasiado largas; le colgaban hasta los nudillos. Dejó caer el cable que estaba desenrollando y se sentó a mi lado.

Veinte minutos más tarde, estábamos en Peñarroya. El pueblo estaba completamente desierto cuando llegamos a mi tasca El Puerto. Nadie había tocado nada. Los rojos no habían llegado todavía. El sótano estaba atiborrado de jerez, anís, coñac y cerveza. Lo que nos llevamos valdría medio millón de pesetas. Aquella noche lo descargamos todo en la bodega de mi establecimiento de Córdoba.

Después, Manolo y yo repetimos la misma operación en los días sucesivos, hasta dejar vacías las bodegas de todas mis tascas en peligro. El hecho de que lograra salvar casi toda mi mercancía fue uno de los milagros de la guerra.

Pero, cuando acabamos de vaciar mis bodegas, los rojos habían sido detenidos en su avance. Después, fueron rechazados de nuevo hacia la sierra. Se veía claramente que la República tocaba a su fin. Se estaba desintegrando, ni más ni menos. La guerra estaba a punto de terminar.

Seis meses más tarde, el 2 de julio de 1939, presencié desde una barrera de sombra de la Real Maestranza de Sevilla cómo mi amigo tomaba la alternativa de manos del gran torero Chicuelo. Aquel verano, en mi nuevo Studebaker President, seguí a Manolete de plaza en plaza, recorriendo con él el camino de la gloria. Me había hecho rico. Para mí, la buena vida acababa de empezar.

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