...O llevarás luto por mi (39 page)

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Authors: Dominique Lapierre,Larry Collins

Tags: #Histórico, #Drama, #Biografía

BOOK: ...O llevarás luto por mi
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Aquella primavera, Manolo Benítez cumplió veinte años; Anita Sánchez tenía catorce. La morena Anita dio «un toque de pureza» a la vida del exinquilino de la cárcel de Miraflores, de aquel muchacho despreciado y rechazado por la mayoría de sus compañeros palmeños. Años más tarde, cuando las estrellas de cine y las modelos asediasen las
suites
de sus Hoteles en España y en América del Sur, él seguiría recordándola como «la única chica a la que he amado de verdad». Inevitablemente, Sánchez descubrió su idilio. Pocas cosas habrían podido enojar tanto al orgulloso mayoral de don Félix como saber que su hija predilecta se veía con un joven al que consideraba como un vulgar delincuente. Sánchez podía no tener retrete en su cabaña de piedra; esto no impedía que tuviera aspiraciones sociales con respecto a su hija. Los jóvenes como Manuel Benítez no entraban en tales aspiraciones. Muy enfadado, prohibió todo contacto entre Anita y Manolo.

Su orden fue vulnerada cuando todavía no se habían extinguido sus ecos en la cabaña de Sánchez. Anita y Manolo siguieron viéndose a escondidas junto al caño herrumbroso de la fuente, en el seco cauce que constituía la frontera de sus afectos juveniles.

Por la noche, un Manolo solitario rondaba a menudo los campos aledaños a la casa de Sánchez, con la esperanza de ver a Anita en una ventana. A veces, permanecía horas enteras apoyado en el tronco de un laurel, contemplando la silueta de la cabaña recortada sobre el cielo estrellado y «escuchando los ruidos que venían del interior e imaginando lo que hacían Anita y su familia». Estos felices e ingenuos sueños tenían a veces un brutal despertar; en ocasiones, los perros de Sánchez descubrían su olor en la noche y le perseguían ladrando a través de los campos, y una nueva serie de cicatrices debidas a sus colmillos venían a sumarse a las marcas dejadas en su carne por los toros de don Félix Moreno.

Frustrado en sus ambiciones, devuelto por las circunstancias al camino del que intentaba salir, contrariado incluso en sus primeros anhelos amorosos, sólo una cosa parecía quedarle al triste huérfano de la calle de Belén: la venganza. Sus ágiles dedos volvieron de nuevo a operar en los naranjales y en las huertas de don Félix. Aunque, en realidad, estos actos cambiaban muy poco las cosas. A fin de cuentas, le atribuían casi todos los hurtos que se perpetraban en Palma.

Acompañado de Horillo, siguió invadiendo los pastizales de los ganaderos. De vez en cuando, lograba un pequeño triunfo. Aquella primavera, saltó, sin ser invitado, al ruedo de don Félix durante la tienta anual del cortijero. Oculto el rostro por una enorme gorra, Manolo dio una serie de pases meritorios a una rebelde ternera.

—¡Don Félix! —le gritó al gran señor de Palma—. Éste se lo dedico a usted.

Favorablemente impresionado, le respondió don Félix:

—Si continúas así, muchacho, los toros te ayudarán a comer.

Sin embargo, la pequeña exhibición de Manolo fue interrumpida por una embestida de la ternera que le hizo caer la gorra de la cabeza. Por un instante, el muchacho permaneció inmóvil en el centro del ruedo, desenmascarado ante los sorprendidos y enojados ojos de José Sánchez. El mayoral dijo a don Félix que la habilidad de aquel golfo había sido adquirida toreando ilegalmente en sus propios pastizales. El rostro de don Félix enrojeció. Ordenó a dos de sus peones que sacaran a Manolo del ruedo y le propinaran una paliza que le enseñara a tener más respeto por la propiedad privada.

Pero Manolo siguió en sus trece. Lo hizo aprovechando su única oportunidad, de noche, en los campos tan queridos por don Félix. Allí capoteó a uno de los seis toros que esperaban su próximo traslado a la plaza. A cada pase, saboreaba la idea de que con él inutilizaba al toro para la lidia. Tres días más tarde, tuvo la enorme satisfacción de ver en la pizarra del bar de Charneca que uno de los toros de don Félix había sido devuelto al corral en la plaza de Barcelona.

Sin embargo, estos momentos eran muy raros. Todos se burlaban de sus aspiraciones. Su hermana se desesperaba por su causa. Su patrono desconfiaba de él. La Guardia Civil le perseguía. Sólo Charneca, Horillo y, al parecer, Anita, seguían profesándole cariño.

Sus ensoñaciones eran el único bálsamo de sus fracasos. Los horizontes de su vida terminaban ahora en el punto prefijado por su nacimiento, en los campos de los alrededores del pueblo. Allí, doblaba la espalda para recoger el algodón de don Félix, trataba de ahogar el plañidero cante jondo de los trabajadores con el clamor imaginario de una multitud enardecida, con la alegre algarabía de un pasodoble irreal y con eco de unos «¡Olés!» que sus oídos parecían destinados a no escuchar jamás.

Y, sin embargo, ciertos «¡Olés!» le estaban esperando. Inopinadamente, le brindaron la ocasión que tanto había soñado, la oportunidad de exhibir ante sus burlones camaradas palmeños los conocimientos tan cuidadosa e ilegalmente acumulados en los pastizales de don Félix. Su bienhechor fue la persona que menos hubiera podido imaginar: don Carlos Sánchez, el párroco a cuyo orfanato le había llevado su madre cuando era un chiquillo hambriento.

R
ELATO DE DON
C
ARLOS
S
ÁNCHEZ

Cuando uno es párroco de un pueblo como Palma del Río, aprende a ser ingenioso. No hay más remedio. La labor es mucha, y escasos los medios. Hay que aprovechar toda ocasión de hacer algún dinero para la parroquia. Yo sabía que Manolo quería ser torero. Todos lo sabíamos. En aquéllos tiempos, era motivo de risa para todo el pueblo. Resolví hacer algo. «Si Manolo quiere ser torero —me dije—, ¿por qué no organizar una, pequeña corrida y ganar algún dinero para la iglesia?»

No se había celebrado ninguna corrida en Palma desde el día en que los anarquistas incendiaron la plaza de toros. Sin embargo, antes de anunciar la noticia, tenía que obtener algunos toros. Uno encuentra siempre toreros. Lo difícil son los toros. Cuesta mucho más obtener el toro que el diestro que ha de lidiarlo. Fui a visitar a don Félix y le convencí de que su deber de cristiano era venderme tres toros a buen precio. Me prometió, por veintiuna mil pesetas, tres novillos que no había podido vender. Por consiguiente, anuncié que aquel año celebraríamos la fiesta de la patrona con una corrida de toros a beneficio de las obras asistenciales de la parroquia.

Resolvimos celebrar la corrida en un campo situado detrás de la pared del corralón de don Félix y donde ésta se junta con la muralla morisca de detrás de la iglesia. Hice que los jóvenes construyeran el ruedo clavando estacas en el suelo y formando un círculo con ellas. El público se situaría alrededor del anillo, apoyando los codos en las estacas. Colocamos una cuerda más atrás, para separar a los que hubiesen pagado de los que pretendiesen ver el espectáculo de balde. Después anuncié la venta de localidades: quince pesetas para los hombres adultos y cinco para las mujeres y los niños.

En Palma no se hablaba de otra cosa durante los días que siguieron. Naturalmente, en cuanto Manolo se enteró de ello vino a verme y me preguntó si podría torear. Para mis tres espadas, escogí a Manolo, a Juan Horillo y a Alfonso Sánchez, hijo menor del mayoral de don Félix. Sabía que la mitad del pueblo acudiría para burlarse de Manolo, pero éste se tomó el asunto muy en serio. Tres días antes de la corrida, vino a la iglesia. En tono muy grave, me preguntó qué apodo se pondría para la lidia. No le gustaba El Renco, me dijo, porque era poco digno de un torero. Le pregunté qué recogía aquella temporada en los campos de don Félix.

—Habas —me dijo.

—Entonces —le dije yo—, te llamaremos El Niño de las Habas, ya que es éste tu actual oficio.

Tal como había presumido don Carlos, la mitad de Palma del Río asistió a la corrida de la patrona. Era una alegre y vocinglera multitud que reía a carcajadas y pasaba las botas de vino de mano en mano. Hombres medio borrachos se asomaban a la empalizada de la plaza de don Carlos, como soldados a las ventanillas de un tren militar. Don Félix Moreno estaba también allí, sonriendo benignamente a la multitud desde lo alto de su coche de caballos arrimado al redondel. Charneca, el dueño del bar, estaba cerca de él, protegido el rostro por un enorme sombrero de paja. Tenía en una mano una botella de vino blanco; en la otra, un pañuelo con el cual enjugaba su cara sudorosa.

Los chiquillos corrían entre las piernas de los espectadores, chillando y haciendo estallar bolsas de papel con ruido de petardos mojados. El sargento Monleón, con la solemnidad requerida por el acontecimiento, caminaba entre la multitud, repartiendo ligeras sonrisas, muy pocas veces correspondidas por sus súbditos. Poco antes de las cinco, creció la excitación con la llegada a la plaza de toros de Palma de los tres matadores de la tarde: Juan Horillo, Alfonso Sánchez y Manolo Benítez. El traje de luces de Manolo para el festival era la misma ropa de trabajo que llevaba una hora antes para la recogida de las habas. El trío compartía un arma común: un viejo capote de pastor. En consideración a su falta de experiencia —y habida cuenta de la deficiente situación sanitaria de Palma—, don Carlos había decretado que no se mataría a los toros. Quería reducir al mínimo el riesgo de sus jóvenes toreros.

Sin embargo, la parquedad del ambiente no menguaba el orgullo y la tensión de los principales actores del día. Graves y resueltos, como toreros disponiéndose a pisar la arena de Sevilla o de Madrid, los tres jornaleros observaban las improvisadas jaulas y esperaban ansiosamente la salida del primer bicho. Horillo y Manolo se preguntaban, muy nerviosos, si no habrían tropezado ya con la res en algún rincón de los campos de don Félix.

Sonaron las campanadas de las seis en la torre de la iglesia de Nuestra Señora de la Asunción que dominaba la plaza de toros. En el mismo momento, una figura vestida de negro emergió de la caja de la escalera del campanario. Las rígidas normas clericales españolas impedían a don Carlos asistir a su propia corrida. Sin embargo, no iban los escrúpulos eclesiásticos a privarle del espectáculo. Disculpándose humildemente ante las cigüeñas que anidaban allí, se sentó en la torre de la iglesia para ver la corrida desde un observatorio ventajoso.

Al sonar la última campanada de las seis, empezó la corrida. Dignos y jactanciosos, los tres torerillos entraron en el ruedo y se descubrieron ante el presidente de la fiesta, el dueño de la fábrica de hielo de Palma. Al ver al primer bicho, Anita Sánchez cerró los ojos y musitó una apresurada oración a la Virgen cuya fiesta se estaba celebrando. Fue su último ruego a María. En los tres días anteriores, había peregrinado, descalza, para invocar la protección y el auxilio de la Virgen para Manolo.

El festejo fue un espectáculo alegre y bullicioso, muy diferente del dramático rito de una corrida formal. Uno de los bichos se mostró totalmente remiso a dejarse torear. Los espectadores saltaron al ruedo para torear, junto con los novilleros, a los dos bichos propicios a embestir. Los borrachos distraían a los novillos golpeando la empalizada con la mano o con palos o agitando los sombreros.

Fue un éxito resonante para todos, salvo para los tres torerillos. Éstos comprendieron muy pronto que no eran más que pretextos utilizados por el público para dar rienda suelta a su buen humor. Cuando terminó el festejo, los mansos condujeron a los toros al matadero. Por la noche, después de colgadas en la canal y pesadas las reses, don Carlos se embolsó el importe de la carne.

La corrida de la patrona le había valido a la tesorería parroquial de Nuestra Señora de la Asunción la apreciable suma de mil y pico de pesetas. Antes de introducirlas en el bolsillo de su sotana, don Carlos entregó un billete de cien pesetas a cada maletilla como premio a su faena.

Este arrugado billete fue el primer dinero que ganó Manolo ante las astas de una res. Años más tarde, cuando tenía millones, recordaba todavía el entusiasmo con que había acariciado el sucio pedazo de papel… y el empleo que le había dado. Al amanecer, en su condición de paria, volvería a recoger habas en los campos de don Félix. Pero, aquella noche, reclamó un privilegio que jamás se había atrevido a pedir: invitó a Anita Sánchez a la sesión del Cine Jerez.

Incluso en Palma podían surtir efecto las deferencias que la corrida otorga a sus héroes. En correspondencia al papel representado por Manolo aquella tarde, el padre de Anita permitió a ésta que acompañara a Manolo.

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