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Authors: Greg Egan

Tags: #Ciencia ficción

Oceánico (11 page)

BOOK: Oceánico
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¿Removido cómo?

Se limpió los ojos, temblando ante la mareante posibilidad de la libertad.

—¿Quién eres? —¿Una agente de los rusos, enviada para liberarlo de su propia gente? Entonces tenía que ser una agente encubierta, o alguien extrañamente ingenuo, para ver su tortura con esa pasmosa inocencia.

Ella avanzó, luego se extendió para tomar su mano.

—¿Crees poder caminar? —Su apretón era firme y su piel era seca y fresca. No tenía ningún temor; podía haber sido una buena samaritana en la calle ayudando a un anciano a caminar paso tras paso… no una intrusa ayudando a una amenaza a la seguridad nacional a quebrar su detención terapéutica, arriesgándose a que le dispararan apenas la vieran.

—No estoy siquiera seguro de poder ponerme de pie. —Robert se armó de valor; tal vez esta mujer fuera una asesina entrenada, pero sería presumir demasiado que si él aullaba de dolor y atraía rápidamente a los guardias, ella podría sacarlo de allí sin transpirar—. No has respondido mi pregunta.

—Me llamo Helen. —Sonrió y lo ayudó a levantarse hasta que estuvo de pie, pareciendo al mismo tiempo un niño compasivo abriendo las mandíbulas de una cruel trampa de caza y un carnívoro muy poderoso y muy inteligente contemplando su propia fuerza—. Vengo a cambiar todo.

—Oh, bien —dijo Robert.

Robert descubrió que podía andar con dificultad; era doloroso y poco digno, pero al menos no tenía que ser cargado. Helen lo condujo por la casa; las luces estaban encendidas en algunas de las habitaciones, pero no se oían voces ni pisadas salvo las propias, ni ninguna otra señal de vida. Cuando alcanzaron la entrada de servicio ella abrió la puerta con una llave, revelando un jardín iluminado por la luz de la luna.

—¿Mataste a alguien? —susurró él. Habían hecho demasiado ruido como para llegar tan lejos sin ser molestados. Si bien tenía motivos para deshacerse de sus captores, el asesinato masivo era una carga que no quería aceptar.

—¡Qué idea desagradable! —se sorprendió ella—. A veces es difícil de creer cuán poco civilizados son ustedes.

—¿Se refiere a los británicos?

—¡Todos ustedes!

—Debo decir que su acento no es muy bueno.

—Miré mucho cine —explicó ella—. Muchas comedias de Ealing. Sin embargo, nunca se sabe de cuánta ayuda será.

—Suficiente.

Atravesaron el jardín, dirigiéndose hacia la puerta de madera en el cerco. Dado que el asesinato era estrictamente para los imperialistas, Robert solamente podía asumir que ella se las había arreglado para drogar a todos.

La puerta no estaba cerrada. Más allá del cerco corría un camino empedrado que se dirigía directamente hacia el bosque. Robert estaba descalzo, pero las piedras no estaban frías y dio la bienvenida a las ligeras irregularidades del camino porque restauraron la circulación de las plantas de sus pies.

Mientras caminaban hizo un recuento de su situación. Se había liberado del cautiverio gracias a esta mujer. Más pronto o más tarde, tendría que hacer frente a sus intenciones.

—No voy a dejar el país —dijo él.

Ella murmuró un consentimiento, como si él hubiera hecho un comentario casual sobre el clima.

—Y no voy a discutir mi trabajo con usted.

—Muy bien.

Robert se detuvo y la contempló.

—Ponga su brazo sobre mis hombros —dijo ella.

Accedió; ella tenía exactamente el peso apropiado para sostenerlo con comodidad.

—No eres una agente soviética, ¿no? —dijo.

—¿Eso es realmente lo que piensa? —festejó ella.

—No puedo moverme muy rápido esta noche.

—No —comenzaron a caminar juntos. Helen dijo: —Hay una estación de trenes a aproximadamente tres kilómetros. Puede asearse, descansar hasta la mañana y decidir dónde quiere ir.

—¿La estación no será el primer lugar donde busquen?

—No buscarán nada durante un buen rato.

La luna estaba alta sobre los árboles. Los dos no podían hacer una pareja más llamativa: una mujer joven delicadamente vestida y bastante atractiva, sosteniendo a un vagabundo harapiento y mugriento. Si pasara un vecino en bicicleta, lo mejor que podían esperar es ser confundidos con un padre alcohólico y su hija martirizada.

Martirizada era correcto: se movía tan eficientemente a pesar de la carga, que cualquier observador podría suponer que lo había estado haciendo durante años. Robert intentó modificar su andar ligeramente, cambiando con sutileza el ritmo de sus pasos para ver si podía hacer que ella vacilara, pero Helen se adaptó instantáneamente. Si ella se dio cuenta que la estaba probando se lo guardó para sí misma.

—¿Qué hizo con la jaula? —preguntó él por fin.

—La revertí en el tiempo.

Se le erizaron los pelos de la nuca. Incluso aceptando que pudiera hacer una cosa semejante, no quedaba del todo claro cómo podría haber evitado que los barrotes dispersaran la luz e interactuaran con su cuerpo. Simplemente debería haber cambiado los electrones en positrones, y matado a ambos con una lluvia de rayos gamma.

Este conjuro no era su interés más acuciante.

—Sólo puedo pensar en tres lugares de donde puede venir —dijo él.

Helen asintió, como si estuviera en lugar de él y catalogara las posibilidades.

—Descarta uno; los otros dos son ambos correctos.

Ella no era de un planeta extrasolar.
Aún si su civilización poseyera medios para ver las comedias de Ealing a una distancia de años luz, ella era demasiado sensible a las preocupaciones específicamente humanas de Robert.

Era del futuro, pero no del de él.

Era del futuro de otra rama de Everett.

—Sin paradojas. —Se volvió hacia ella.

Helen sonrió, descifrando sus telegráficas palabras inmediatamente.

—Así es. Es físicamente imposible viajar hacia el propio pasado, a menos que se realicen preparativos exactos para asegurarse de que las condiciones fronterizas sean compatibles. Eso
puede
alcanzarse en el entorno controlado de un laboratorio… pero en el campo sería como tratar de encontrar el equilibrio de diez mil elefantes en una pirámide invertida, a la vez que la parte inferior está apoyada en un monociclo: insoportablemente difícil y carente de sentido.

Robert se quedó mudo durante varios segundos, una horda de preguntas luchaba por acceder a sus cuerdas vocales.

—Pero, ¿cómo puede viajar al pasado?

—Tomará un tiempo para que lo comprenda por completo, pero si quiere la respuesta corta: ya tropezó con una de las claves. Leí su paper en
Physical Review
; y está en lo correcto. La gravedad cuántica implica cuatro dimensiones complejas, pero las únicas soluciones clásicas —las únicas en las cuales las geometrías pueden permanecer en fase bajo perturbaciones ligeras— tienen una curvatura que no es
autodual
ni
antiautodual.
Esos son los únicos puntos estacionarios de la acción para toda la mecánica lagrangiana. Y ambas soluciones asoman, desde el interior, para contener sólo cuatro dimensiones reales.

«No tiene sentido preguntar en qué sector entramos, pero podríamos también llamado autodual. En ese caso, las soluciones antiautoduales podrían tener una flecha de tiempo corriendo hacia atrás comparada a la nuestra».

—¿Por qué? —Mientras pronunciaba abruptamente la pregunta Robert se preguntó si a ella le sonaba como un niño impaciente. Pero si Helen se desvanecía de pronto en el aire, sentiría menos remordimientos en pasar por tonto que si mantenía una fachada de sofisticada indiferencia,

—Finalmente —dijo Helen—, esto está relacionado con la rotación lateral. Y es bajando la masa del neutrino que podemos hacer túneles entre los sectores. Pero necesitaré hacerle algunos diagramas y ecuaciones para explicarlo más adecuadamente.

Robert no la presionó por más; no tenía elección salvo confiar en que no le abandonaría. Se quedó perplejo en silencio, una maravillada sensación de anticipación se estaba formando en su pecho. Si alguien le hubiera planteado esta situación hipotéticamente, hubiese insistido en que prefería trabajar duro pero a su propio ritmo. Pero a pesar de la satisfacción con que había recibido las escasas ocasiones en las que había realizado descubrimientos auténticos, lo que al final importaba era comprender tanto como fuera posible, y de la forma en que fuera. Mejor explorar el pasado y el futuro que atravesar la vida en un estado de ignorancia voluntaria.

—¿Dijo que vino a cambiar las cosas?

Ella asintió.

—Aquí no puedo predecir el futuro, por supuesto, pero hay peligros en mi propio pasado que puedo ayudarle a evitar. En mi siglo veinte la gente descubría las cosas demasiado lentamente. Todo cambiaba muy despacio. Entre nosotros, creo que podemos acelerar las cosas.

Robert se quedó en silencio durante un momento, ponderando la magnitud de lo que ella le estaba proponiendo. Entonces dijo:

—Es una lástima que no viniera antes. En esta rama, hace unos veinte años…,

—Lo sé —lo cortó Helen—. Tuvimos la misma guerra. El mismo Holocausto, el mismo número de víctimas soviéticas. Pero todavía no hemos sido capaces de evitarlo. Nunca se puede hacer todo en sólo una historia… incluso la intervención más focalizada tiene lugar a través de una «banda» amplia de hilos. Cuando intentamos regresar a los ’30 y los ’40, la banda se superpone con su propio pasado en un grado en el que todos los peores horrores son
faits accompli.
No podemos matar a
ninguna
versión de Adolf Hitler, porque no podemos reducir la banda hasta el punto en el cual alguno de nosotros lo mata por la espalda. Todo lo que hemos podido llevar a cabo son intervenciones menores, como enviar proyectiles hacia el Blitz, salvando algunas vidas al desviar bombas.

—¿Cómo, haciéndolas caer al Támesis?

—No, eso habría sido demasiado arriesgado. Realizamos algunos modelos y lo más seguro resultó ser desviarlas hacia grandes edificaciones vacías: la Abadía de Westminster, la Catedral de Saint Paul.

La estación se hizo visible delante de ellos.

—¿Qué piensa? —dijo Helen—. ¿No quiere regresar a Manchester?

Robert no había pensado en el tema. Quint podía seguir su rastro a cualquier parte, pero cuanto más gente hubiera a su alrededor menos vulnerable sería. En su casa en Wilmslow estaría disponible para que lo capturaran.

—Todavía tengo habitaciones en Cambridge —dijo vacilante.

—Buena idea.

—¿Cuáles son sus planes?

Helen se volvió hacia él.

—Pensaba quedarme con usted. —Sonrió ante la expresión del rostro de él—. No se preocupe, le daré suficiente privacidad. Y si la gente quiere hacer suposiciones, que las haga. Ya tiene una reputación escandalosa; también podría verlo como que se le han abierto nuevas oportunidades.

Robert rió irónicamente.

—Temo que no funciona de esa forma. Nos echarán inmediatamente.

—Que lo intenten —resopló Helen.

—Podrá desafiar al MI6, pero no ha tratado con los conserjes de Cambridge. —La realidad de la situación lo empapó otra vez al pensar en ella en su estudio, escribiendo las ecuaciones del viaje en el tiempo en la pizarra—.
¿Por qué yo?
Puedo entender que quiera hacer contacto con alguien que comprenda cómo llegó aquí… pero, ¿por qué no Everett, Yang o Feynman? Comparado con Feynman, soy un diletante.

—Tal vez —dijo Helen—. Pero tiene una inclinación igualmente práctica, y aprende bastante rápido.

Tenía que haber más que eso: miles de personas hubieran sido capaces de absorber sus lecciones tan rápidamente como él.

—La física a la que aludió… en su pasado, ¿yo descubrí todo eso?

—No. Su paper en
Physical Review
me ayudó para rastrearle hasta aquí, pero en mi propia historia nunca fue publicado. —Hubo un destello de inquietud en sus ojos, como si en ese tema tuviera reservadas las decepciones más grandes.

Robert no se preocupó mucho, o nada, por ese tema: cuanto menos hubiera logrado su alter ego, menos sufriría de envidia.

—Entonces, ¿qué fue, qué le hizo elegirme?

—¿Realmente no lo sospecha? —Helen tomó la mano libre de él y llevó los dedos hasta su propio rostro; fue un gesto tierno, pero mucho más parecido al de una hija que al de una amante—. Es una noche agradable. Nadie debería tener la piel así de fría.

Robert la miró directamente a sus ojos oscuros, tan festivos como los de cualquier humano, tan serios, tan orgullosos. Si hubiera tenido la oportunidad, tal vez cualquiera le hubiese arrancado del alcance de Quint. Pero solamente alguien particular sentina una obligación especial, como si estuviese reparando una antigua deuda.

—Eres una máquina —dijo él.

2

John Hamilton, profesor de inglés medieval y renacentista en el Magdalene College, en Cambridge, leyó la última carta en la pila del correo matinal de aficionados con una creciente sensación de satisfacción.

La carta era de una joven norteamericana, una muchacha de doce años de Boston. Se iniciaba de la manera usual, declarando cuánto placer le habían proporcionado sus libros, antes de continuar con la lista de sus escenas y personajes favoritos. Como siempre, Jack estaba encantado de que las historias hubieran tocado a alguien tan profundamente como para impulsarlo a responder de esta manera. Pero fue el último párrafo lo más gratificante.

«Aunque muchos niños pueden burlarse, o también los adultos cuando yo sea mayor, NUNCA, NUNCA dejaré de creer en el Reino de Nescia. Sarah dejó de creer y la puerta del Reino se le cerró para siempre. Al principio eso me hizo llorar, y no pude dormir en toda la noche porque tenía miedo de que un día yo también dejara de creer. Pero ahora comprendo que es bueno tener miedo, porque me ayudará para que la gente no me haga cambiar de opinión. Y si no se puede creer en tierras mágicas, por supuesto tampoco se podrá entrar en ellas. Entonces nada ni siquiera el mismo Belvedere podrá hacer algo para salvarte».

Jack volvió a llenar y encender la pipa, luego releyó la carta. Ésta era su reivindicación: la prueba de que a través de sus libros podía alcanzar una mente joven y plantar la semilla de la fe en suelo fértil. Eso hacía que todo el desprecio de sus colegas envidiosos y creídos se volviera insignificante. Los niños comprenden el poder de las historias, la realidad del mito, la necesidad de creer en algo más allá de la despreciable farsa gris del mundo material.

No había una verdad que pudiera ser revelada de la forma «adulta»: a través de la erudición o la razón. Y todavía menos a través de la filosofía, como le había demostrado Elizabeth Anscombe en aquella noche horrible en el Club Socrático. Como devota cristiana, Anscombe había tomado todos los argumentos contra el materialismo de su propio libro,
Señales y maravillas
, y los había pisoteado. Había sido una competencia injusta desde el principio: Anscombe se dedicaba profesionalmente a la filosofía, estaba empapada en la obra de todos desde Aquino hasta Wittgenstein; Jack conocía la historia de las ideas en la Europa medieval íntimamente, pero una vez que fue invadida por la moda de los positivistas perdió interés en la filosofía moderna.
Señales y maravillas
nunca había pretendido ser una obra académica; era lo suficientemente buena como para ser aceptada por lectores bien dispuestos, pero tratar de defender su reconocida combinación, rudimentaria pero efectiva, de sentido común y trucos útiles a la fe contra el análisis impiadoso de Anscombe le había hecho sentir como un simplón de campo tartamudeando delante de un obispo.

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