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Authors: Greg Egan

Tags: #Ciencia ficción

Oceánico (4 page)

BOOK: Oceánico
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Tenía terror a que en cualquier momento una mano me tomara del tobillo, pero Beatriz estaba conmigo. Mientras nadaba, pensé en mi Inmersión y Su presencia me hizo más fuerte que nunca. Cuando mis pulmones estuvieron casi por estallar Ella me ayudó a continuar, mis miembros se movían mecánicamente, unas manchas de luz flotaban delante de mis ojos. Al fin supe que tenía que salir a la superficie, me volví con la cara hacia arriba y ascendí lentamente, luego descansé de espaldas con sólo mi boca y la nariz sobre el agua, rechazando la tentación de sacar la cabeza para mirar alrededor.

Llené y vacié mis pulmones varias veces, y luego me sumergí otra vez.

La quinta vez que salí a la superficie me atreví a mirar hacia atrás. No pude ver ninguna de las embarcaciones. Me elevé un poco más, luego di un círculo completo para el caso de que me hubiese desorientado, pero nada apareció a la vista.

Revisé las estrellas y mi sentido del campo. Las embarcaciones no deberían estar por debajo del horizonte. Me mantuve a flote verticalmente, balanceándome con el oleaje, tratando de no pensar en lo cansado que estaba. Había al menos dos miliradianes hasta la embarcación más cercana. Los buenos nadadores —algunos más jóvenes de lo que yo era— competían en maratones en distancias como ésa, pero nunca había aspirado a semejante proeza de resistencia.

Sin preparación, en medio de la noche, no sabía qué hacer.

Si el hombre me había abandonado, ¿se habría llevado nuestra embarcación? ¿Cuando costaban tan poco y los parámetros eran tan difíciles de cambiar? Eso no sería otra cosa que una admisión de culpa. Entonces,
¿por qué no podía verla?
La debía haber enviado en otra dirección o la embarcación había decidido regresar a casa.

Conocía el recorrido que tendría que haber tomado; la hubiese visto pasar si la hubiera buscando cuando salí a la superficie antes. Pero ahora no tenía ninguna esperanza de encontrarla.

Comencé a rezar. Sabía que me había equivocado al dejar a los otros, pero pedí perdón y sentí que me era concedido. Contemplé el horizonte casi con tranquilidad —sonriendo ante los relámpagos azules de los meteoritos que se quemaban muy alto sobre el océano—, seguro de que Beatriz no me abandonaría.

Todavía estaba rezando —manteniéndome a flote en forma vertical, tiritando por el agua fría— cuando apareció una luz azul a la distancia. Desapareció cuando el oleaje me hizo descender, pero no me había confundido con una estrella fugaz.
¿Eran Daniel y los otros… o el extraño?
No tenía tiempo para decidirlo; si quería estar a la distancia de un grito cuando pasaran tendría que esforzarme nadando.

Cerré los ojos y recé en busca de guía.
Por favor, Bendita Beatriz, házmelo saber.
La alegría fluyó a través de mi mente de manera instantánea: eran ellos, estaba seguro. Me puse en movimiento tan rápido como pude.

Comencé a gritar antes de que pudiera ver cuántos pasajeros había, pero sabía que Beatriz nunca permitiría que me confundiera. Dispararon una bengala desde la embarcación, revelando cuatro figuras de pie una junto a la otra, examinando el agua. Grité con júbilo y sacudí los brazos. Finalmente alguien me señaló y dirigieron la embarcación hacia mí. Para cuando estuve en la cubierta estaba tan saturado de adrenalina y alivio que casi podía creer que era capaz de zambullirme de nuevo y correr una carrera hasta casa.

Pensé que Daniel se iba a enojar pero cuando le describí lo que sucedió todo lo que dijo fue:

—Será mejor que nos movamos.

Agnes me abrazó. Bartolomé me echó una mirada casi respetuosa, pero Raquel murmuró cortante:

—Eres un imbécil, Martín. No sabes la suerte que tuviste.

—Lo sé —dije.

Nuestros padres estaban de pie en la cubierta. La embarcación vacía había llegado un rato antes; estaban a punto de salir a buscarnos. Cuando los demás partieron comencé a contar todo nuevamente, pero esta vez traté de quitar importancia a cualquier elemento de peligro.

Antes de que terminara mi madre agarró a Daniel de la parte delantera de la camisa y comenzó a zarandearlo.

—¡Te lo confié
¡Loco!
¡Confié en ti! —Daniel había tratado de protegerse levantado su brazo, pero luego lo dejó caer y volvió su cara hacia la cubierta.

Estallé en lágrimas.

—¡Fue mi culpa! —Nuestros padres nunca nos habían pegado; no podía creer lo que veía.

Mi padre dijo dulcemente:

—Mira… ahora está en casa. Está a salvo. Nadie lo tocó —Puso un brazo sobre mis hombros y preguntó con cautela—: ¿No es así, Martín?

Asentí con los ojos llenos de lágrimas. Esto era peor que todo lo que había sucedido en la embarcación o en el agua; me sentí un millar de veces más desamparado, un millar de veces más como un niño.

—Beatriz me protegía —dije.

Mi madre entornó los ojos y rió brutalmente, soltando la camisa de Daniel.

—¿Beatriz?
¿Beatriz?
¿No sabes lo que pudo haberte pasado? Eres demasiado joven para poder darle lo que el hombre quería. Hubiera tenido que usar el cuchillo.

El frío de las ropas húmedas pareció calarme más profundo. Me balancee tembloroso, pero me esforcé para permanecer derecho. Entonces susurré tercamente:

—Beatriz estaba allí.

—Ve a cambiarte —dijo mi padre—, o te vas a congelar hasta morir.

Me quedé en la cama escuchando cómo le reprochaban a Daniel. Cuando finalmente bajó las escaleras me sentía tan enfermo de vergüenza que me hubiera gustado ahogarme.

—¿Estás bien? —dijo.

No había nada que pudiera decir. No podía pedirle que me perdonara.

—¿Martín? —encendió la lámpara. Su cara estaba surcada por las lágrimas; rió suavemente, secándoselas—. Mierda, me habías preocupado. No hagas algo así nunca más.

—No lo haré.

—Muy bien. —Así fue; sin gritos, sin recriminaciones—. ¿Quieres rezar
conmigo?

Nos arrodillamos uno junto al otro, rezamos para que nuestros padres estuvieran en paz, rezamos por el hombre que trató de lastimarme. Comencé a temblar; todos los sucesos se me presentaron en su auténtica envergadura. De pronto, las palabras manaron a borbotones de mi boca palabras que ni reconocía ni comprendía, aunque sabía que estaba rezando para que todo estuviera bien con Daniel, rezando para que nuestros padres dejaran de culparlo por mi estupidez.

Las palabras extrañas continuaron fluyendo de mí, un torrente incomprensible que estaba imbuido con todo lo que sentía. Sabía lo que estaba sucediendo:
Beatriz me ha dado la lengua de los Ángeles
. Tuvimos que renunciar a ese conocimiento cuando nos convertimos en carne pero a veces Ella concedía a la gente la habilidad para rezar de esta forma, porque el idioma de los Ángeles podía expresar cosas que nosotros no podíamos poner en palabras. Daniel había sido capaz de hacerlo aún antes de su Inmersión, pero no era algo que se pudiera enseñar o siquiera sobre lo que se pudiera preguntar.

Cuando por fin me detuve, mi mente estaba acelerada.

—¿Beatriz planeó todo lo que sucedió esta noche? ¡Tal vez Ella así lo dispuso, para preparar este momento!

Daniel negó con la cabeza, haciendo una ligera mueca de dolor.

—No te dejes llevar. Tienes el don; sólo acéptalo. —Me empujó con el hombro—. Ahora vete a la cama antes de que nos metamos en más problemas.

Me quedé despierto casi hasta el amanecer abrumado por la felicidad. Daniel me había perdonado. Beatriz me había protegido y me había bendecido. No sentía más vergüenza, sólo humildad y sorpresa. Sabía que no había hecho nada para merecerlas pero mi vida estaba envuelta en el amor de la Diosa.

3

De acuerdo a las Escrituras, los océanos de la Tierra eran sacudidos por tormentas y estaban llenos de criaturas peligrosas. Pero en Promisión los océanos eran tranquilos y los Ángeles no crearon nada en la ecopoiesis que pudiera dañar sus encarnaciones mortales. Los cuatro continentes y los cuatro océanos fueron concebidos acogedores por igual, y así como los hombres y las mujeres eran indistinguibles a los ojos de la Diosa, también lo eran los librelandeses y los firmelandeses. (Algunos comentaristas insistían en que esto era literalmente verdad: la Diosa prefirió cegarse a Sí Misma sobre el lugar donde vivíamos, y también sobre si habíamos nacido con o sin pene. Me parecía una idea maravillosa aunque no podía comprender la logística que implicaba.)

Había escuchado que ciertas sectas oscuras enseñaban que la mitad de los Ángeles encarnó como un pueblo que podía vivir en el agua y respirar bajo la superficie, pero luego la Diosa lo destruyó porque se burló de la muerte de Beatriz. Ninguna iglesia legítima tomaba esta noción con seriedad y los arqueólogos no encontraron ningún rastro de estos míticos primos condenados. Los humanos eran humanos, sólo había un tipo. Los librelandeses y los firmelandeses incluso se podían casar entre ellos… si podían ponerse de acuerdo en dónde vivir.

Cuando yo tenía quince años, Daniel se comprometió con Agnes del Grupo de Oración. Tenía sentido: les ahorraría las explicaciones y argumentos sobre la Inmersión que tendrían que haber enfrentado con parejas que no estaban consagradas. Agnes era una librelandesa, por supuesto, pero una rama importante de su familia, y una más pequeña de la nuestra, eran firmelandeses, así que tras largas negociaciones se decidió que el casamiento se llevaría a cabo en Ferez, una ciudad costera.

Fui con mi padre a recoger un casco para ser equipado como la embarcación de Daniel y Agnes. La criadora, Diana, tenía una hilera de seis cascos maduros y mi padre insistió en caminar sobre sus lomos para examinar personalmente cada una de sus imperfecciones.

Para cuando alcanzamos el cuarto yo había perdido la paciencia. Murmuré:

—Lo que importa es la piel que está por debajo. —Era verdad, no se puede decir mucho sobre las condiciones generales de un casco desde arriba, unas pocas y diminutas imperfecciones sobre la línea de flotación no merecen ser objeto de preocupación.

Mi padre asintió pensativamente.

—Es verdad. Mejor métete en el agua y revisa la parte inferior.

—No voy a hacer eso. —¿Por qué simplemente no podíamos confiar en que la mujer nos estaba vendiendo un casco saludable por un precio decente? Esto ya era muy embarazoso.

—Martín! Es por la seguridad de tu hermano y de tu cuñada.

Miré brevemente a Diana para mostrarle dónde estaban mis simpatías, luego me saqué la camisa y me zambullí. Nadé bajo la superficie hasta el último casco de la fila, luego me sumergí para quedar debajo. Comencé el trabajo con perversa minuciosidad, recorriendo con los dedos cada nanoradián cuadrado de piel. Estaba decidido a fastidiar a mi padre al tomarme más tiempo de lo que él quería, y también a impresionar a Diana al examinar los seis cascos completos sin salir a buscar aire.

Un casco no equipado flota más arriba en el agua que una embarcación llena de muebles y otras cosas, pero me sorprendí al descubrir que aún a la sombra de la criatura había suficiente luz como para ver la piel con claridad. Después de un rato comprendí que, paradójicamente, esto se debía a que el agua estaba ligeramente más enturbiada que lo habitual y no importaba qué eran esas diminutas partículas pero esparcían la luz del sol por las sombras.

Moviéndome a través del agua cálida y brillante, sintiendo el amor de Beatriz más intensamente de lo que lo había sentido en mucho tiempo me resultó imposible continuar enojado con mi padre. El quería el mejor casco para Daniel y Agnes, y así lo hice. En cuanto a impresionar a Diana… ¿Por qué me estaba engañando? Ella era una mujer adulta, al menos tan grande como Agnes, y era altamente improbable que me viera como algo más que un niño. Para cuando terminé con el tercer casco me estaba sintiendo corto de aire, así que salí a la superficie e informé alegremente:

—¡No hay imperfecciones hasta ahora!

Diana me sonrió.

—Tienes buenos pulmones.

Los seis cascos estaban en perfectas condiciones. Terminamos llevándonos el que estaba al final de la fila porque era el más fácil de separar.

Ferez estaba construida en la desembocadura de un río, pero los muelles estaban a cierta distancia corriente arriba. Eso ayudó para que nos preparáramos; el gradual amortiguamiento de las olas fue una transición mucho más tranquila que la que habría sido pasar inmediatamente del mar a la tierra. Cuando salté del muelle a la costanera, sin embargo, fue como chocar con algo masivo y resistente, la piedra del planeta. Había estado en tierra dos veces, en ambas ocasiones durante menos de un día. Las celebraciones del casamiento durarían diez días, pero al menos todavía podríamos dormir en la embarcación.

Mientras los cuatro caminábamos por las calles atestadas dirigiéndonos hacia el salón ceremonial donde tendría lugar todo menos el sacramento del matrimonio, contemplé con mi mirada extranjera todo lo que tenía ante mi vista. Casi nadie iba descalzo como nosotros, y después de unos cuantos centenares de tau de caminar sobre el pavimento de piedra comprendí el motivo: era mucho más irregular que cualquier cubierta. Nuestras ropas eran diferentes, nuestra piel era más oscura, nuestro acento era innegablemente extranjero… pero nadie nos miró dos veces. Los librelandeses difícilmente fueran una novedad aquí. Eso me volvió todavía más consciente de mí mismo; la curiosidad que yo sentía no era mutua.

En el salón me uní a los preparativos, principalmente para empujar muebles bajo las directrices de uno de los tiránicos tíos de Agnes. Fue un tipo nuevo de conmoción ver tantos librelandeses juntos en este medio ambiente extraño, y fue todavía más singular cuando comprendí que no podía distinguir fácilmente a los firmelandeses que estaban entre nosotros; no había una línea divisoria en la apariencia física, ni siquiera en la vestimenta. Comencé a sentirme ligeramente culpable; si la Diosa no podía ver la diferencia, ¿por qué yo estaba persiguiendo esas marcas?

Al mediodía comimos todos fuera, en un jardín detrás del salón. La hierba era suave pero hacía que me picaran los pies. Daniel había salido para probarse las ropas del casamiento y mis padres estaban llevando adelante alguna tarea importante; sólo reconocía a un puñado de las personas que me rodeaban. Me senté a la sombra de un árbol pretendiendo pasar desapercibido gracias al tamaño enorme y a la bizarra anatomía del vegetal. Me pregunté si tomarían una siesta; no me podía imaginar durmiendo sobre la hierba.

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