Ojos de hielo (30 page)

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Authors: Carolina Solé

Tags: #Intriga

BOOK: Ojos de hielo
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1976

Solía observarle caminar por el pasillo de los lavabos con aquel paso extraño, descompasado, pero animoso y tenaz. Pensó muchas veces si le gustaría ser él, con todo lo que representaba, y siempre se dijo que no. Aquel cuerpo hacía difíciles, casi imposibles, las cosas más sencillas, como jugar al fútbol o leer, cosas que los demás llevaban a cabo sin pensar. Hasta que trasladaron a su padre, y los Agoiti tuvieron que mudarse a Santander, Mikel fue lo más parecido a un amigo que tuvo. Él sí tenía una madre de verdad, y hasta dos hermanos mayores que le defendían a muerte si alguien se metía con la cojera o el parche de pirata que le tapaba uno de los ojos, siempre ocultos tras las gafas de cristales gruesos. Ellos fueron los que le buscaron y le convencieron para que fuera su protector en la clase, donde ellos no podían. Y él aceptó; porque no tenía nada que perder y porque la bolsa que le daban cada semana llena de chucherías era como un milagro en su espartana vida al lado de la tía. Pero lo mejor de Mikel era que siempre le invitaba a subir a su casa. Y él nunca había visto una casa igual. El suelo estaba cubierto de alfombras con dibujos y colores diferentes que don Antonio Agoiti traía de sus viajes por todo el mundo. En la habitación de Mikel, el suelo era un circuito de carreras con las líneas de la carretera dibujadas en amarillo sobre el asfalto gris, los aparcamientos en rojo y los semáforos coloreados. En aquella casa siempre podían jugar sin chaqueta, y Amelia, con su uniforme impoluto, todas las tardes les preparaba algo bueno para merendar. Cuando supo que se iban, pensó en todo lo que se perdería y en qué haría a partir de entonces. Perder de vista a Mikel no era precisamente lo que más le preocupaba, sino la sensación de protección que le daba su entorno, como si por ser su amigo él estuviera también a salvo, inaccesible para la tristeza o la soledad. El día que fue a despedirse había metido sus cosas en una maleta y la había dejado preparada bajo la cama, para que la tía no la viese. Pensó que tal vez en el último momento se atrevería a decirle a la madre de Mikel que quería irse con ellos y, a lo mejor, ella aceptaría con su sonrisa de caramelo y él podría estar de vuelta con sus cosas al cabo de pocos minutos para no retrasarlos. Esa noche apenas había podido dormir. Incluso había escrito una carta para la tía despidiéndose. Una nota corta, sin dirección. Lo habría dado todo por irse con ellos, a Santander o a donde fuese. Pero no se atrevió. La mano oscura e invisible que tenía en el cuerpo, la que aparecía siempre para estrujar su valentía, se lo impidió. Y los Agoiti desaparecieron también de su vida, como Maruja. Y, esta vez, tuvo la sensación de que le costaba menos. Había perdido cosas buenas, como la bolsa de dulces de cada semana, pero también la obligada atención a Mikel y el forzoso y lento viaje diario para acompañarle a su casa. Eso le dio, al principio, una nueva y extraña sensación de libertad. Únicamente se daba cuenta de lo solo que estaba cuando don Ángel, el notario amigo de la tía, venía a por ella y ambos salían juntos del piso. El ruido sordo de la puerta al cerrarse tras ellos le dejaba una desazón extraña en el cuerpo, como si él fuese el único superviviente en una tierra muda, descolorida, fría y hostil. Entonces se protegía cerrando por dentro la puerta de su cuarto y haciendo lo único que podía para escapar: sumergir los cinco sentidos en los libros.

44

Finca Prats

Lo único bueno de Desclòs seguía siendo que no discutía las órdenes. Por lo menos, no en voz alta. Hasta parecía haberse puesto las pilas. Durante la mañana había confirmado la llegada de la botella de coñac al laboratorio, tal como él le había ordenado, e incluso había tenido tiempo de entregarle al secretario del juzgado de instrucción las peticiones que había redactado tras el registro de los Bernat.

De camino a la finca de la veterinaria, J. B. planeaba googlear sobre la digoxina esa misma noche para saber más sobre el compuesto que había acabado con la vida de Bernat. El cielo del valle permanecía encapotado de forma irregular. Habían salido de la comisaría con el sol nítido que sucede a una buena lluvia y con una atmósfera limpia y fresca. Pero desde Alp la luz había menguado progresivamente y en Santa Eugènia parecía casi de noche. Sacó un Solano verde del bolsillo y, mientras hacía una bolita con el envoltorio, el sabor mentolado se difundió por su boca. Al final lanzó la bolita al suelo ignorando el vehemente gesto indignado del caporal.

Cuando llegaron a la casona de la finca Prats, el exterior mostraba un aspecto abandonado, con el aparcamiento vacío y el suelo sembrado de hojas del enorme sauce. Aparcaron los dos coches patrulla y empezaron a caer las primeras gotas. Desclòs propuso que se acercasen a los establos mientras los dos agentes de refuerzo se quedaban de guardia a la espera de que llegaran la veterinaria y el secretario del juzgado.

La mención de los establos le recordó a J. B. el encontronazo con la hermana de Miguel. No tenía ningunas ganas de encontrársela y le fastidiaba andar preocupándose de que lo desautorizase delante de los demás. Sólo esperaba poder hacer su trabajo tranquilo, sin incidentes. Además, aún le duraba el cabreo al pensar en la bronca de la comisaria y en el funeral, porque estaba seguro de que no había sido el ex comisario el que se había ido de la lengua.

Apenas unos minutos después vieron llegar el Fiat blanco del secretario. Tras él, parado en el exterior de la entrada de la finca, J. B. descubrió el todoterreno de Miguel y a la veterinaria, que salía de él bajo la lluvia.

45

Das, calle de la Torreta, 1

En la plaza de la iglesia de Das empezaba a lloviznar. Kate dudó un instante si aparcar en la zona habilitada e ir andando, o entrar en el camino de la Torreta con el coche y continuar hasta el cementerio. Un vehículo desconocido no llamaría la atención como lo haría la nieta del comisario husmeando en su antigua casa bajo la lluvia. Dobló la esquina y le sorprendió el muro de piedra que ahogaba el camino. Hacía que fuera imposible ver la parte izquierda del valle. Sonrió con ironía. Conocía bien la amenaza de ese muro desde que era una niña, desde que, cada vez que jugaban allí, el dueño de Ca n’Anglès les mandaba al guarda para alejarlos de su propiedad. Al final se había salido con la suya. De nuevo, el poder inconmensurable del dinero.

Mientras inspeccionaba con atención la imagen de la Torreta, una punzada de nostalgia le trajo recuerdos adolescentes de soledad y añoranza. La tristeza acurrucada en algún rincón profundo y escondido de su memoria parecía acecharla siempre para volver a escena. Permaneció dentro del coche, contemplando la casa mientras una lluvia suave y persistente se apoderaba de los cristales.

Desde donde estaba, aparcada a mitad del camino, podía ver el tejado del cobertizo de su padre, en el patio trasero de la casa. Al final del camino aún se alzaba la construcción en la que habían pasado tantas horas jugando: la torre piramidal de vigilancia del siglo
XIX
a la que todos llamaban la Torreta. Le reconfortó ver que la estructura de la base se mantenía firme y resistente a las inclemencias.

Cal Noi, la casa donde había nacido, continuaba vigilando la torre como la madre protectora y distante de un adolescente. Sin embargo, a ella sí se la veía perjudicada por el tiempo. La lluvia remitió y Kate decidió aprovechar la tregua para salir del coche y acercarse a la parte trasera de la casa.

Sus ojos detectaron de inmediato la rotura del murito de piedra por la que solían entrar y salir a escondidas. Antes de colarse en la era colindante para acceder a la parte de atrás, estudió la fachada principal. En algunas zonas estaba descascarillada, y la madera envejecida de los pórticos le daba el aspecto frío y desangelado de los edificios vacíos. Pero a ella no podía engañarla esa apariencia, porque sabía que la casa sólo estaba esperando, serena y regia, a volver a llenarse y revivir de nuevo con las voces y los pasos de otros niños. Igual que cuando ella vivía allí con sus hermanos, cuando todo era distinto fuera y dentro de esas paredes agrietadas de yeso pintado. Esa época feliz en la que jugaban partidas de ajedrez interminables sobre las alfombras de la sala. Sonrió, probablemente las marcas de las piezas que arrojaba Tato cuando perdía seguían en sus paredes. O la habitación azul del edredón de cuadros que habían confeccionado juntando los delantales de su madre. O el cobertizo de la parte trasera del patio, en el que pasaban las tardes de domingo arreglando motos antes de salir a dar una vuelta todos juntos. Kate constató una vez más que sólo tenía conciencia de haber encajado por completo en ese lugar. Mientras la entristecía que todo hubiese cambiado tanto, la Fuga de Bach rompió el silencio.

46

Finca Prats

Unos segundos más tarde, colgó el móvil y lo apretó con fuerza. No sabía si estaba rabiosa o alarmada. O ambas cosas a la vez. Su primer impulso fue llamar al juez de instrucción y pedirle explicaciones por la orden. No tenía ni pies ni cabeza, pues sólo eran rumores, testigos malintencionados. Se obligó a respirar hondo para no gritar. No estaba preocupada, únicamente furiosa. Cualquiera sin su experiencia se hubiese alarmado. Pero definitivamente ella no debía estarlo, y no lo estaba. La rabia era mayor y superaba cualquier otro sentimiento. Pensó en el sargento. ¡Impresentable! Seguro que el registro había sido asunto suyo.

Mientras caminaba por la era hacia el coche, decidió que su hermano nunca había sabido escoger a los amigos. Tanto llenarse la boca con el sargento para que ahora les diese la puñalada por la espalda… Contuvo el impulso de llamarlos, a él y al abuelo, y ponerlos de vuelta y media. Pero no serviría de nada. Volvía a lloviznar y clavó el pulgar con rabia en el mando del coche.

De camino a la finca no paraba de dar vueltas a la situación. El incidente por el que había subido al valle se estaba convirtiendo en un despropósito. Crecía como un dibujo animado de esos a los que empezaba a salirles un apéndice y acababan agrandándose sin control hasta ocupar toda la pantalla. Incluso el caso de Mario parecía estar ahora en un segundo plano aunque le hubiese dedicado más de doce horas el día anterior. Notaba la espalda húmeda y tensa, y olía el sudor por la mudanza. Qué asco de día. Y, de repente, pensó en Dana, en cómo se sentiría, y notó que el pedal del acelerador tocaba fondo. Serénate, tienes que analizar la situación e idear una estrategia antes de llegar a la finca.

Pediría la orden y vería si algún defecto de forma podía retrasar el registro. Luego lo pensó mejor. Estando como estaba segura de que Dana no tenía nada que ocultar, una reacción demasiado radical bien podía hacer que pareciese lo contrario. De todos modos no entendía a qué venía un registro si Bernat había muerto atropellado. Ser consciente de las implicaciones de ese procedimiento le secó la boca. Puede que hubiesen descubierto algo que desconocía, la policía era muy astuta para ocultar ases en la manga. Tragó saliva varias veces. Probablemente necesitaban a alguien para cargarle el muerto e iban a por Dana. Nadie quería enfrentarse a un Bernat y habían elegido la opción más fácil. Estiró la espalda y un crujido liberó la tensión al tiempo que agarraba con rabia el volante. Era difícil aplazar un registro, y ellos no se habrían presentado sin la orden.

Mientras intentaba llenar los pulmones de aire puso el CD. Cinco minutos de turca y Mozart la sacarían de la espiral negativa, como cuando se ponía nerviosa antes de una vista difícil. Tararea, Kate, ¡fuerte!

Pero no podía. El problema era que en el juzgado siempre sabía lo que se encontraría y ahora no podía decir lo mismo. ¡Dios! Los registros siempre la inquietaban. Todos los abogados temían alguna parte del proceso policial, algo que les preocupaba particularmente. Lo había comentado decenas de veces con sus colegas. Y a ella le ocurría con los registros. Había visto jugadas muy feas, y el valle no sería una excepción. Necesitaban mantener los ojos bien abiertos, porque si encontraban la más mínima prueba que pudiese incriminar a Dana tendría que quedarse. Y llevar el caso de Mario desde Santa Eugènia sería más que complicado.

Cuando recibió el mensaje de Luis con los datos de Bassols estaba rodeando el sauce del aparcamiento de la casa de Dana. Ya no llovía. Había dos coches patrulla y un pequeño Fiat blanco que no había visto nunca. Cuatro agentes esperaban en la escalera de la entrada junto a un hombre con gafas, alto y enjuto, enfundado en un chaquetón bajo el que asomaba una americana. El sargento, al lado de Dana, sujetaba un sobre en la mano. Kate sabía que era la orden. Evitó el contacto visual con Silva, pero no fue tan fácil olvidar sus oníricos escarceos sexuales de la otra madrugada. Apenas tuvo tiempo de sentir un fugaz desasosiego por la impotencia cuando oyó el aviso y leyó en la pantalla de la BlackBerry la dirección de contacto y el móvil del fiscal Bassols. Cuando acabasen con el registro ya se ocuparía de ese asunto.

Bajó del coche. Ni siquiera había decidido la actitud que iba a adoptar con Silva… El corazón le latía con fuerza, pero estaba decidida a contener las ganas de gritarle porque el sentido común le susurraba que debía actuar con tiento si quería sacar a Dana del lío en el que la estaban metiendo entre todos. Avanzó intentando serenarse y entonces le miró a los ojos, pero él la esquivó al instante. Maldito chulo cobarde, ni siquiera daba la cara como un hombre.

Por lo visto, el sargento era uno de esos tipos picajosos que siempre se vengaban cuando alguien los ofendía. Kate pensaba que eso era una debilidad, así que decidió cambiar de actitud para dirigir el juego. Estaba convencida de que el registro era algo personal, quizá por haber acabado con el talante colaborador de Dana. Pero, por más que le costase un mundo contenerse, estar callada era lo más inteligente. Y eso haría, eso y esperar tranquila a que llegase el momento de ponerle en su sitio. Y entonces disfrutaría enormemente cuando lo hiciese delante de los Salas.

Pero sus buenos propósitos se derrumbaron nada más acercarse a Dana. El modo en el que la veterinaria se agarraba con fuerza al móvil, el color pálido de sus mejillas y la sonrisa trémula que dibujó al verla provocaron que un relámpago de indignación le recorriese el ánimo. No había derecho a hacerla pasar por algo así por muy ofendido que estuviese el sargento. Le miró como un témpano y señaló con la barbilla el sobre que él sostenía en la mano. Kate era consciente de que en esas circunstancias había poco que hacer, pues bien, tragaría con el registro… pero estaba decidida a amargarle la fiesta al sargento cuanto pudiese. Leyó la orden y buscó la firma. Como era de esperar, se había escudado en la comisaria. Pero Kate no quería apurar más a Dana y le explicó que había que dejarlos entrar. Luego se apostó a su lado para acompañarla adentro.

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