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Authors: Carolina Solé

Tags: #Intriga

Ojos de hielo (34 page)

BOOK: Ojos de hielo
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Ni siquiera eso fue fácil. Mientras se lo estaba secando vio cómo la BlackBerry se movía sobre el mármol y miró quién era. Frunció el ceño y apagó el secador. Puede que el andorrano fuese más competente de lo que había creído y que llamase para decir que ya estaba todo resuelto. En tal caso, no tendría más remedio que quitarse el sombrero ante Mario y su contacto. Descolgó dispuesta a que su día mejorase aún más.

Minutos más tarde, aún con la BlackBerry en la mano, oyó cómo Dana la llamaba para que bajase a desayunar. Volvió a mirar la pantalla y dudó si llamar a Paco para decirle que el andorrano de Mario era un gilipollas integral y quedarse a gusto. Pero en cualquier caso, no había otra forma de borrar los registros. Sintió un odio atroz al pensar en su cliente y le dieron ganas de que le metiesen entre rejas para el resto de su vida. Su instinto le decía que el maldito caso se convertiría en su primera derrota en los tribunales, y esa posibilidad le encogía el estómago. Y todo por culpa de aquel impresentable y de sus malditos e inútiles contactos. Intentó respirar hondo, pero la idea de fallarle a Paco justo en el caso de su hermano le provocaba una presión en el pecho que la ahogaba. De acuerdo, vístete y piensa, Kate. Piensa.

Se puso el cisne verde botella que había lavado la noche anterior y le costó abrocharse los vaqueros, que estaban sin planchar. Mierda, encima eso. Tanta pasta con salsa… Suerte de la chaqueta. Se sentía frustrada y cabreada, añoraba su vida, ocuparse sólo de lo suyo e ir al gimnasio. Abrió su maletín y empezó a maquillarse: por lo menos en el juzgado tenía que dar imagen de solvencia y de que todo iba bien. Y si se encontraba con algún conocido en Puigcerdà, quería estar estupenda. Eso la tranquilizó un instante, hasta que empezó a rememorar el registro del día anterior.

La sulfuraba cómo se estaba complicando todo. Volvió a pensar en el técnico de Andorra. Había intuido desde el primer contacto que les traería problemas. No soportaba a las personas para las que todo era una piedra en el zapato, ni tampoco tratar temas tan delicados con alguien a quien no conocía. Menos aún en un caso tan importante. Y ahora le salía con éstas. De acuerdo, no podía hacer nada más que ceder y darle esos días, pero eso tendría un coste también para él cuando pasasen cuentas al final del trabajo. Nada es gratuito en un momento como éste, ni debe serlo. Otra de las máximas de Paco que no debía olvidar.

Se sujetó los bajos de los pantalones con los calcetines y se puso las botas, cerró la cremallera y se agachó un par de veces sobre los tacones para que los vaqueros se adaptasen. De pie ya se notaba más cómoda. Había que esperar, darle ese tiempo al técnico y rezar para que cumpliese con su parte del acuerdo. Porque si no lo hacía, Paco buscaría culpables y, tal como estaban las cosas, no era probable que tal honor recayese en su propio hermano.

En la cocina, Dana sujetaba una infusión y mordisqueaba una torta de arroz. Kate la observó desde la puerta. Mostraba la misma expresión de agotamiento que el día anterior y llevaba las botas mojadas, aunque se había cambiado los esparadrapos de los dedos, y el color rosado del algodón apenas resaltaba en comparación con el de la piel lívida de sus manos. Seguro que llevaba meses sin hacerse las analíticas y comiendo mal. Seguro que volvía a tener la hemoglobina por los suelos y seguro que hacía semanas que estaba así. También habría que resolver esa cuestión antes de volver a Barcelona. Respiró hondo y entró en la cocina con un buenos días al que Dana respondió con una mueca.

Kate se sentó delante de ella, en uno de los taburetes altos. Consciente del botón de los vaqueros, dudó un instante antes de coger una tostada y el cuchillo de la mantequilla, pero la expresión abatida de Dana le encendió el instinto de supervivencia y le abrió el apetito. Empezó a untar la tostada y hasta le echó una brizna de azúcar mientras recordaba la conversación con el técnico de Mario. Se la comió en cuatro mordiscos y al final levantó la vista. Dana parecía leer con interés la pantalla del móvil, pero Kate necesitaba compartir con urgencia la irritación que le había causado el maldito andorrano.

—¿Te puedes creer que el contacto de Andorra me sale ahora con que tiene no sé qué problemas éticos? ¿No te parece absurdo después de haber recibido la transferencia? Y cuando le he recordado su situación resulta que sólo necesitaba dos días más. Me pone enferma lo poco seria que es la gente.

—¿Has dormido bien? ¿Está todo a tu gusto? —la interrumpió Dana con sarcasmo.

Kate acababa de coger otra tostada y la dejó en el plato.

—A ver, ¿qué pasa?

La veterinaria la miró directamente.

—No he podido pegar ojo en toda la noche. A lo mejor tendría que hacerte caso y buscar un abogado especialista en este tipo de asuntos. Ayer me pareció que el sargento lo tenía muy claro, y tengo miedo de que tú no puedas ayudarme porque estás demasiado ocupada salvando al corrupto del hermano de tu jefe. Ya lo he dicho —zanjó aliviada.

Kate cogió un cuchillo y la tostada del plato.

—Gracias por la confianza —dijo con ironía, y untó la mantequilla pasando varias veces el cuchillo para dejar la capa blanca bien fina.

Sin apartar la atención de la comida se le crisparon los labios. Y no tardó en llegar el suspiro de Dana.

Ahora se sentía culpable. Kate no necesitaba mirarla para saberlo. Con el asunto del maldito andorrano en el aire, se dedicaría todo el jueves y la mañana del viernes a resolver los cabos sueltos del caso Bernat. Si se sentía culpable por ser desagradecida era su problema. Desde luego no iba a ser ella quien le quitase la razón.

No tardó nada en volver a oír su voz.

—No es eso, Kate, ya sabes que confío en ti más que en nadie. Es sólo que estás aquí pero tienes en la cabeza el despacho y al hermano de tu jefe. Y lo comprendo. Pero yo voy a necesitar una persona que se ocupe de mi defensa al ciento por ciento, porque si no acabarán cargándome la muerte de Bernat y todo se irá a pique.

Kate sabía que tenía razón, y aun así se sentía molesta por su actitud. Dana parecía olvidar que lo había dejado todo para ir a la finca. Recriminarle que pensara en el caso Mendes era una necedad que sólo podía achacar al miedo que sentía su amiga. Además, ¿no le había dicho que ella lo resolvería? Entonces ¿a qué venía tanta desconfianza?

—Ya te dije que yo me ocuparía. Esta mañana pasaré por la farmacia para hablar con Ana Pla sobre la digoxina y luego iré al juzgado para averiguar unas cosas. A mediodía, el sargento tendrá tantos sospechosos del asesinato de Bernat que no le quedará otra que dejarte en paz.

Dana frunció el ceño.

—¿Y cómo se supone que vas a conseguirlo?

—Déjamelo a mí —sentenció convencida—. Tú eres la veterinaria, ¿no? Pues tú ocúpate de los caballos y yo te sacaré de este embrollo.

Al levantar la cabeza, Kate reparó en las zonas oscuras bajo los ojos de su amiga.

—¿Hay algo más que te preocupa?

—¿A qué te refieres?

Kate se encogió de hombros.

—No sé, tienes muy mala cara y no creo que sea por una noche sin dormir.

—Sólo me preocupa que me impliquen en la muerte de Jaime Bernat. Pero no quiero hablar más de ello. ¿Cómo fue ayer en Alp? ¿Podrán preparar lo que encargaste?

Kate tragó sin acabar de masticar. Lo que le acababa de decir le hizo recordar la conversación de las mujeres de la tienda sobre Bernat y su enemistad con Dana. Decidió cambiar de tema.

—¿Sabes que la casa de Das está en venta?

—¿Cal Noi?

Kate asintió.

—¿Cuánto piden?

—Ni idea.

Y, ante el silencio y la mirada expectante de la veterinaria, abrió bien los ojos y preguntó:

—¡¿Qué?!

—¿Qué tal está? Hace años que no paso por allí.

Kate dudó un instante antes de responder y empezó a untar la tercera tostada con el mismo sistema austero de distribución de la mantequilla. Malditas calorías.

—Bien. Pasé por delante antes de venir. Tendrán que trabajar la madera y pintar, pero la estructura parece firme.

Dana no perdía detalle de sus movimientos.

—¿Sabes lo que te digo? Que tendrías que preguntar el precio.

Kate encogió los hombros.

—¿Para qué? Ni siquiera hay cartel, seguro que ya la han vendido.

Incluso era posible que todo hubiese sido una treta de las mujeres malintencionadas para ver su reacción. Eso la hizo sentir frustrada.

—Pero ¿qué dices? ¿Quién iba a comprar un edificio como ése en estos tiempos? Los foráneos quieren casas nuevas con todas las comodidades. Esa casa no la van a vender. Esa casa deberías comprarla tú —sentenció.

Ya estábamos. Y su silencio le dio alas a Dana.

—Sí, y volver. Podrías vivir conmigo mientras haces las reformas y montar tu propio despacho en La Seu o en Puigcerdà. Así podríamos estar juntas y vivirías cerca de tu familia.

Kate abrió los ojos asustada.

—Ahora sí que me has convencido —dijo con sarcasmo.

Dana parecía haber recuperado de repente la energía.

—Seguro que se está encargando de ello el chico de Grus Pla. Voy a llamarle —resolvió cogiendo el móvil.

Kate continuó comiendo. Pero ya no pensaba en las calorías ni en las malditas cotillas de La Múrgula. Ahora pensaba en la casa y en si de verdad quería volver a entrar en ella. Empezó a cerrársele el estómago y dejó en el plato media tostada que le quedaba. Podía reconocer, pero sólo ante sí misma, que la curiosidad por ver su interior seguía ahí desde la tarde anterior. Como si le hubiese leído el pensamiento, Dana añadió:

—Juan seguro que tiene las llaves.

La BlackBerry anunció la entrada de un correo. Era de Luis, y lo leyó prestando más atención a la conversación de Dana con el agente inmobiliario que al propio mensaje. A los dos minutos, Dana ya había acordado pasar a recoger las llaves, pero no oía bien a su interlocutor, así que le hizo un gesto a Kate y salió al porche. Por la expresión de Dana, Kate asumió que visitarían la casa. Y cerró los ojos intentando evocar cómo era la casa por dentro.

La conversación de Dana acabó convertida en un vago rumor de fondo mientras Kate se sorprendía recordando pequeños detalles, como los interruptores de cerámica blanca o los hilos eléctricos trenzados que trepaban hasta el techo. Abrió los ojos. Puede que nada de todo eso siguiera allí y que la decepción fuese mayúscula. No estaba segura de querer ver la casa de un modo distinto de como la recordaba. Incluso cabía la posibilidad de que verla en mal estado despertase su instinto de conservación y se le ocurriese invertir todos sus ahorros en una reforma faraónica que la obligaría a endeudarse y a trabajar por algo que la unía a su pasado. O tal vez esa visita diluyese aún más sus recuerdos de la infancia…

Observó cómo Dana seguía hablando con la seriedad de un comprador interesado. Le encantaba esa actitud tan suya, el alegre y sincero desinterés con el que siempre lo hacía todo por todos. Pensó en cuánto la apreciaba y una oleada de calidez le reconfortó el ánimo, aunque Dana fuese terca como una mula y, a esas alturas, ya nada pudiese impedir la visita a la casa. Igual que nada podía impedir que, en cualquier momento, Paco llegase al bufete antes de lo previsto y le ordenase volver.

Esa posibilidad fue como recibir una ducha fría de realidad. Con el caso pendiente de un tipo en el que no confiaba, el aplazamiento denegado y el lío en que estaba metida Dana, Kate se veía obligada a repartir sus pensamientos y energías en casos muy distintos, y se sentía como en una pesadilla de la que no podía despertar. Y, ahora, la casa. ¿A quién se suponía que iba a invitar a Cal Noi? Los gustos sofisticados de Paco distaban mucho de los muebles viejos y las alfombras raídas de la casona de Das. Ni siquiera podía imaginarle pasando allí un fin de semana. Y ella, ¿qué quería en realidad? ¿Invertir todos sus ahorros en algo que la mandaba de vuelta a su niñez, o firmar el contrato de compra del fantástico ático de Barcelona? Definitivamente, deseaba que resolviesen el caso Bernat para poder volver a su vida, y al piso moderno y luminoso del que disfrutaba en el centro del universo civilizado. El lugar donde no había recuerdos que le doliesen, ni situaciones embarazosas o vergonzantes que olvidar, el piso y el despacho que le mostraban a diario quién era y hasta dónde había llegado.

Aun así, al oír cómo Dana se despedía, supo que su curiosidad por la casa de Das seguía ahí, latiendo en algún rincón de su conciencia, más viva que nunca.

Dana dejó el teléfono sobre la mesa y la miró satisfecha.

—Bueno, ¿estás preparada?

Kate la obsequió con un gesto indolente, pero ella no se achantó.

—La casa cuesta un dineral, pero la propiedad la tiene una promotora lusa que necesita liquidez. Joan cree que podremos negociar, porque esos portugueses llevan meses intentando vender y nadie ha preguntado hasta hoy.

Kate se encogió de hombros.

—Ya veo que te cuesta reaccionar. Esa casa debería ser tuya. Encárgate de recuperarla, ni siquiera entiendo por qué la tienen unos portugueses. Tiene que volver a tu familia.

Kate sabía que no iba a ser fácil evitar el tema mientras la casa estuviese en venta, y Dana podía ser muy pesada.

—Hazme caso y deja esas tortitas. Te están volviendo muy loca si crees que me hipotecaré hasta las cejas por una casa vieja a la que no voy a poder invitar a nadie durante siglos…

Los silencios de Dana no siempre presagiaban algo bueno. Kate lo sabía y se sirvió café.

—¿Estás hablando de tu jefe? Pensaba que ya había quedado claro lo que pasó y por qué pasó. Te conozco, y es imposible que a estas alturas aún no te hayas arrepentido. Igual que sé que echas de menos el valle y que en el fondo estás más sola que la una en tu superdespacho de Barcelona. Y, si no, dime qué haces los días de fiesta. Un sábado, o los domingos.

Kate pensó en sus sábados en el despacho, en las interminables tardes de domingo y en la biblioteca de su salón, que había crecido exponencialmente. Puede que Dana tuviese razón, sólo un poco, pero regresar no entraba en sus planes. Aun así, sinceramente, no podía negarse a sí misma que la idea de recuperar la casa de Das la seducía. Sobre todo, imaginar el momento de presentarse ante el abuelo como la rescatadora del patrimonio perdido le enardecía el ego de un modo superlativo.

—Bien, ese silencio lo dice todo —sentenció Dana.

—Bueno, supongo que por echar un vistazo no pasará nada. Pero no quiero que nadie se entere.

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