Ojos de hielo (53 page)

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Authors: Carolina Solé

Tags: #Intriga

BOOK: Ojos de hielo
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Cerró la cremallera exterior de la maleta y miró el reloj. Las ocho y media. El repartidor de La Múrgula llegaría sobre la una a casa del abuelo y aún había que preparar las mesas. Se acercó a la ventana y corrió las cortinas para ver qué tiempo hacía. El cielo estaba encapotado, cielo de nieve, pensó. Aunque, si aguantaba hasta las dos, por lo menos la casa no quedaría hecha una pena desde el principio. Repasó mentalmente lo que había encargado para la fiesta. Nada fallaba cuando quien se ocupaba era ella y, por suerte, al final sólo había delegado la compra de hielo. De verdad, esperaba que Miguel no lo olvidara.

Y pensar en él le recordó la noche anterior en el Insbrük y la condescendencia del sargento tras soltarle lo de los problemas de Dana y lo de su móvil para acabar con Bernat. Era la segunda vez que un miembro de su familia la dejaba en evidencia delante de él y, aunque la opinión del sargento no le importaba lo más mínimo, Kate no soportaba que un desconocido se jactase de conocerla y encima se permitiese darle lecciones. En cuanto a lo que había ocurrido cuando la sujetó para sermonearla por haber ido a la finca Bernat…, mejor olvidarse, porque ya había visto qué gustos tenía. Cerró los ojos y respiró hondo. La nota de la cocina merecía respuesta. Una respuesta que Dana encontraría cuando ella ya estuviese en Barcelona, y que la haría reflexionar. Le convenía un buen toque de atención y verse de verdad completamente sola.

Cogió la maleta y salió al rellano. Tanto sus pesquisas como el mal rato en la finca de los Bernat habían resultado inútiles. Puesto que, a raíz del allanamiento, el sargento ni siquiera había prestado atención a las fotos del quad de Santi. Pero ahora ya se las había enviado, así que usarlas estaba en sus manos. Y si no lo hacía peor para él, porque ella sí lo haría en caso de que las cosas llegaran a mayores y al final imputasen a Dana, cosa bastante probable a esas alturas. Y entonces demostraría que los policías del valle eran un atajo de incompetentes. Porque ella no pensaba abandonar a Dana. Y debía prepararse para cuando el abogaducho de tres al cuarto la dejase tirada y ella fuese a pedirle ayuda.

Descendió la escalera y dejó la maleta en la entrada, debajo del perchero. Al descolgar la chaqueta de paño, el ruido metálico de las llaves del A3 le recordó que era la dueña de su propia vida y que no dependía de nadie. Se puso la chaqueta y, con una pinza que acababa de encontrar en uno de los bolsillos, se hizo un moño. Luego se miró a los ojos en el espejo y se irguió sobre sus botas de trescientos euros. Era la dueña de su vida y no necesitaba a nadie. Eran ellos los que la necesitaban todo el tiempo. Y cuando no estuviese allí, entonces se darían cuenta.

En la mesita de madera de la entrada estaban las llaves de Dana y un sobre doblado con un logo. Kate lo examinó de cerca: dos herraduras unidas a ambos lados del perfil de un caballo, todo en un relieve granate. No necesitó abrirlo para saber que contenía el dinero de la venta de los sementales. Ya sabía cómo cobraría el abogado. Lo que no sabía era a cuánto ascendía la deuda de la finca.

Se dirigió a la cocina a buscar la nota para escribir la respuesta en el dorso. Iba a ayudarla a pesar de todo. A pesar de los agravios y la deslealtad, le ofrecería el dinero, pero no iba a ayudarla con el caso hasta que se lo pidiese. Porque ninguna de las dos era ya una niña. Dana debía madurar y ella tenía que dejar de preocuparse tanto como había hecho siempre, dejar de protegerla. Dana necesitaba pegarse el batacazo. Ya volvería. Cogió la nota de la mesa y se dirigió al salón, dispuesta a olvidarse aparentemente del caso Bernat, pero preparándose para cuando Dana la necesitase.

Desde que la viuda había fallecido, Kate tenía por costumbre entrar en la sala principal para saludar o despedirse. Era una señal de respeto, algo que hacía sin pensar, como si eso de algún modo la hiciese seguir allí, disponible para ellas, para recordarles lo que las unía y ayudarlas a ser sensatas cuando sus vidas amenazaban con desmandarse, como en aquel momento.

La sala principal de la casa estaba fría y del fuego de la noche anterior sólo quedaban las cenizas en la chimenea y un ligero aroma a quemado que no conseguía borrar el olor a lavanda que persistía muy sutil, presente sólo para los privilegiados que sabían detectarlo. Kate se acercó a la mesa y buscó un bolígrafo en el cajón de en medio.

Al abrirlo, lo primero que vio fue una lista escrita a mano con la letra de Dana. Extrajo el papel y lo leyó.

Los agravios que los Bernat habían infligido a la finca Prats parecían un juego de niños, una pelea de adolescentes sin importancia. Ninguno de esos episodios podrían utilizarse en un juicio y en la lista no se aportaban pruebas fehacientes de que los Bernat estuviesen implicados en nada de lo ocurrido. Si pensaba convencer a alguien con aquello, iba lista. Kate inspiró hondo y cuando sus ojos coincidieron con los de la viuda algo la removió por dentro. No puedes dejarla sola. Ésa era la afirmación que se repetía en su mente una y otra vez como una letanía. Sin apartar los ojos del cuadro comprendió que era verdad, y que cuando la acusasen de asesinato no podría limitarse a verlo desde la barrera.

Comenzó a escribir una nota distinta de la que había tenido pensado. Sí que se iba a Barcelona, pero para consultar con el equipo de penalistas del bufete y ofrecerle la mejor defensa. Eso le hizo recordar la llamada que no le habían devuelto y volvió a enfadarse. Buscó de nuevo los ojos de la viuda y creyó descubrir aprobación en ellos. De inmediato, se sintió mejor. Desde luego, no era el momento de preocuparse por el maldito penalista cuando aún tenía que montar las mesas para la comida.

Pero, al bajar de nuevo la vista, sus ojos se clavaron en una tarjeta blanca, con elegantes letras impresas en relieve, que estaba sobre la agenda abierta de Dana. Tenía las esquinas dobladas, no era nueva, pero desde luego conservaba el empaque del titular. Mientras leía la nota de la agenda para el martes siguiente, Kate tragó saliva.

Cinco minutos después, salía de la finca Prats en dirección a casa de su abuelo con las mandíbulas tensas y una línea recta en los labios. Había roto la nota de Dana y la había tirado a la papelera. Ahora su cabeza no podía dejar de dar vueltas a la presencia de precisamente esa tarjeta en la agenda de su mejor amiga. Era una completa idiota por haber creído en ella. Ahora se destapaba cómo se había enterado el fiscal de sus movimientos en Andorra. Por fin comprendía lo que había sucedido. No, si al final el maldito sargento iba a tener razón… Una cita con alguien del clan Bassols no era algo que uno consiguiese en doce horas, las que habían pasado desde su discusión. Seguro que Dana lo tenía todo planeado. Lo que no se explicaba era por qué la había llamado. Al fin y al cabo tenía a Miguel, que al parecer estaba al corriente de todo, y cita con un penalista de primer nivel como Berto Bassols. Ni siquiera ella hubiese conseguido a alguien así. Desde luego, menuda decepción.

Al salir a la carretera general reparó en que había olvidado la maleta en la finca Prats.

84

Finca Moutarde, Latour-de-Carol

Marcel Moutarde era la octava generación de Moutardes al frente de aquellas tierras en Latour-de-Carol y no estaba dispuesto a que nadie, y mucho menos el holgazán de su nieto, decidiese qué debía hacer con ellas.

Colgó el teléfono y, con un golpe seco, lo dejó sobre la mesa. ¿Y qué si era domingo? El maldito
fainéant
llevaba cuatro años perdiendo el tiempo en la universidad cuando su obligación era estar ahí, cuidando de las tierras que iba a heredar. Por enésima vez maldijo su suerte por tener que legárselas al hijo de otro mientras se colgaba del hombro la bota de vino, bien cargada. Entonces también maldijo a Dios por haberle dado sólo una hija que quiso hacerse maestra, mujer de maestro y madre en exclusiva del holgazán de Bernard. Cogió las botas altas, que dejaba siempre al lado de la chimenea, y se dirigió a la entrada de la casa oteando por la ventana el tiempo que hacía en el exterior.

La tierra necesitaba ser trabajada y el día había amanecido sereno después de casi una semana de lluvias, así que se dejó caer en el banco de la entrada para ponerse las botas a la vez que se recolocaba la dentadura. Luego se subió la cremallera del mono y se puso en pie. Le crujieron las rodillas y, al echarse atrás, también le crujió la espalda. Flexionó las piernas ligeramente, y las notó más sueltas. Bien, llevaba noventa y seis años con ellas y no tenía intención de darles ni un respiro hasta que fuese el definitivo.

Como cada día a primera hora cogió la llave de hierro, abrió la vieja puerta de madera y la empujó esperando el chirrido de las bisagras. Fuera persistía la fina capa de nieve que había dejado la madrugada y Marcel miró al cielo. Nubes de nieve… A ver si por lo menos le dejaban trabajar por la mañana… El chubasquero estaba colgado en la puerta, pero en el cubículo del tractor no lo necesitaría. Además, él estaba criado a la vieja usanza, no como ahora, que cada vez que bajaban de cero grados el
fainéant
aparecía con un plumón y unos guantes que apenas le dejaban moverse. Gato con guantes no caza ratones, le había dicho en más de una ocasión. Pero el otro hacía oídos sordos, como si no fuese con él. Seguro que ni siquiera entendía lo que le estaba diciendo.

Cada vez que había que preparar los campos, Marie avisaba a su hija Giselle para que el chico fuese a ayudarle. Y eso le exasperaba, porque no había forma de que el chaval hiciese las cosas como debían hacerse, sin discutir cada detalle como si le fuese la vida en ello. Marcel no podía comprender esa manía de cambiarlo todo que le habían inculcado en la capital. ¿Acaso alguien que no había pisado la tierra en su vida sabría cómo hacer las cosas mejor que él, que llevaba ochenta años labrándola, dedicándole todo su tiempo y sacando de ella unas buenas cosechas?

Marcel contempló el tractor con orgullo. Le habían hecho esperar varias semanas para entregárselo de ese color, pero al final lo consiguió sin pagar un euro de más. ¿Acaso no les daba igual un color que otro? Al fin y al cabo, la pintura costaba lo mismo. Y a él el rojo le gustaba. Como los Ferrari de las carreras de Fórmula 1. Y era el único de ese color en todo el valle. Avanzó hacia él satisfecho, haciendo tintinear con chulería las llaves en el bolsillo.

Cuando subía al tractor la oyó llamarle a gritos y rápidamente se descolgó la bota y la lanzó dentro. Vio que había caído de pie y acabó de encaramarse sujetándose al cinturón de seguridad. Le crujieron varias articulaciones y por fin se dejó caer en el asiento negro de escay como un peso muerto. Cada día los hacían más altos. Volvió a recolocarse la dentadura y se agarró al volante con fuerza para erguirse. Pero, antes de que atinase a meter la llave en el contacto, ella ya estaba a los pies del tractor. La ignoró y lo puso en marcha. Notaba sus ojos en la cara como lanzas de fuego, y casi tuvo ganas de sonreír cuando pensó en la mañana de trabajo sin interrupciones, discusiones ni cambios de planes que tenía por delante. Frunció el ceño concentrado en las marchas y, cuando hubo metido la primera, cometió el error de mirarla.

Marie le observaba con el ceño fruncido y los brazos en jarras sobre sus anchas caderas. Marcel resopló pensando en lo diferente que había resultado de su primera mujer. Ésa sí que estaba bien enseñada; no daba jamás una orden, al contrario. Y ahora, a su edad, él ya no quería problemas, así que giró con torpeza la manivela para bajar el cristal.

—No te olvides de que vamos a comer a casa de Giselle —le gritó Marie—. A la una nos espera y quiero que te laves bien y te pongas la ropa que te he dejado sobre la cama. ¿Me has oído? —añadió tras esperar inútilmente una respuesta.

Marcel asintió. Luego le dio al gas y arrancó apretando bien las mandíbulas.

Esa manía de celebrarlo todo que tenían las mujeres le sacaba de quicio. Casi tanto como su obsesión con el agua. A él no le gustaba ni para beber, y mucho menos para lavarse. Unos metros más adelante, levantó ligeramente el pie del acelerador y espió por el retrovisor. Se agachó y buscó la tira de la bota con la mano. Cuando dio con ella, la asió y colgó la bota del retrovisor interior. La dejó colgando a media altura. El agua estropea los caminos, recordaba haberle oído siempre a su padre cuando alguien se la ofrecía, y él siempre le creyó.

El tractor avanzó hacia la era y Marcel se irguió sacando pecho con ayuda del volante. De inmediato notó que sus pulmones se llenaban de aire puro. Al poco, volvió a cerrar la ventanilla. Pensó en su hija y chasqueó la lengua intentando mantener la dentadura en su lugar. Una buena manera de estropearle el día. A la comida anual en casa de la hija se le sumaría, como cada año, el jersey que pasaría a ocupar espacio junto con los otros en la cómoda del cuarto de los abuelos. Qué manera de gastar dinero inútilmente, murmuró poniendo la segunda cuando ya entraba en el camino rocoso de la era.

Marie llevaba varios años empeñada en que él dejase de conducir, sobre todo desde que encontró la carta en la que le comunicaban que a su edad no le renovaban el permiso. Cuando Marie dio con el documento, éste llevaba años en el fondo de la guantera de la C15 que habían comprado al poco del siniestro con el Peugeot rojo.

85

Casa del ex comisario Salas, Das

La propiedad del ex comisario Salas estaba situada en el kilómetro 22 de la E-9, la carretera de Urús a Alp. La finca colindaba por delante con la carretera y por detrás con la única vía de acceso a las pistas de esquí de La Masella que salía de Das.

Era una casa de dos plantas, con un jardín alrededor sembrado de hierba y una arboleda frondosa de abetos y chopos que mantenía la edificación oculta de miradas indiscretas y siempre rodeada de un halo sombrío. La madera estaba desconchada en algunos puntos, pero la piedra seguía como el primer día. Además, Tato hacía pocas semanas que había estado pintando el frontal estucado de color arena, así que el conjunto ofrecía un aspecto antiguo pero bien conservado.

Kate enfiló el camino principal con el alboroto en el estómago que acostumbraba a acompañarla en los regresos a la casa del abuelo. Pero ni siquiera esa sensación conseguía hacerle olvidar lo que había descubierto en la agenda de Dana. Ahora necesitaba ocuparse de casi un centenar de invitados. Luego ya pensaría en ello.

Los abetos habían amanecido espolvoreados de nieve, igual que los bordes del camino, y también la parte alta de la valla de piedra y del seto que rodeaban la finca. Sus ojos buscaron inevitablemente el agujero oculto de los arbustos. Había vivido allí con sus hermanos casi cinco años y desde la adolescencia conocía todas las formas de entrar en la casa y salir de ella sin que nadie la viera. En aquella casa había transcurrido la peor época de su vida. Abrió la ventanilla del conductor unos centímetros para oír el crujido de las piedrecillas del camino. La diferencia era que ahora ni siquiera tenía a Dana, porque ella también había pasado a formar parte del grupo de los traidores.

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