Alguien detuvo un coche y Kate intuyó que lo hacía justo al otro lado de las tablas contra las que estaba agazapada. Una virulenta nube de polvo y tierra penetró por las rendijas del almacén. Le entraron ganas de toser y trató de contenerse. Entonces oyó cerrarse con rabia la puerta de un coche y pasos arrastrando tierra en dirección al almacén. No se atrevió a mirar, sólo permaneció agazapada contra los tablones, sin moverse. Miró la hora en la pantalla de la BlackBerry y volvió a guardar el móvil en el bolsillo de la chaqueta. No podía ser él, no tan pronto. Quer había dicho que la cita con el notario duraría un par de horas, y si a eso se le sumaba el trayecto de vuelta, era imposible que hubiese llegado ya. Pero su corazón bombeaba como si la voz de la razón no contase. Cuando oyó la patada en la puerta y la llave entrando en la cerradura, una bola densa comenzó a presionarle el interior de la garganta. Buscó con la mirada el hueco por donde había entrado. Ya no había tiempo de llegar hasta allí. La llave estaba dando la segunda vuelta a la cerradura, y él abriría la puerta antes de que lograse salir. Kate buscó desesperada dónde esconderse y, como estaba cerca del vehículo grande, se metió sin pensarlo bajo la lona.
Comisaría de Puigcerdà
J. B. entró en el aparcamiento de la comisaría sobre las siete de la tarde con intención de llamar a Errezquia y ponerle fino. Después de dar una vuelta de más de veinte minutos, el cabrón de su cliente le había ofrecido dos mil euros por la moto; y él, al ver que el tipo hablaba en serio, se había puesto los guantes y el casco, y se había largado sin despedirse. Después de la oferta no cruzaron ni dos palabras. ¿Para qué?
Ahora le quedaban tres días para conseguir los casi dos mil euros que no tenía. En otra época hubiese tirado de contactos, pero tal como había ido todo tras la muerte de Jamal no podía acudir a nadie. Incluso Millás hubiese sido una opción en otro tiempo. Pero ya había hecho mucho por él readmitiéndole y buscándole la plaza en el valle; su cupo de buen samaritano con él estaba completo. Además, ¿cómo iba a confesarle que el dinero era para internar a su madre?
Entró en comisaría sin mirar al agente que ocupaba la silla de Montserrat y fue directo al despacho. El viaje desde Urús le había dejado empapado. Colgó la chaqueta en el respaldo de una silla y la acercó al radiador. Mierda de tiempo. Le tenía ganas al cabrón de Errezquia y le costó esperar a quitarse los guantes para marcar su número.
Cuando se dejó caer en la silla sonó su móvil y miró la pantalla.
—Sí…
—…
—Pues tiene razón, lo que tenía en marcha para conseguirlo se acaba de joder y ahora no sé de dónde lo voy a sacar.
—…
—Pues no sé qué decirte. No lo había pensado. Déjame que le dé dos vueltas y te llamo.
—…
—Ah, vale. Pensaba que sería más, pero si tú lo dices…
—…
—Claro, yo te llamo. Oye…, gracias.
J. B. pensó en Mari, la hija de la señora Rosa, y en que con ella instalada en el piso de su madre, todo sería más irreversible, casi definitivo. Le había pillado tan de sorpresa que quisiese alquilarle el piso que ni siquiera había atinado a preguntarle qué pensaba hacer con las cosas que había en él. Si Mari y su hijo se iban a vivir allí, ¿qué iba a pasar con los trastos de su madre? Porque una veinteañera con un niño no dejaría los muebles valencianos del comedor, ni el tresillo estampado, ni las lámparas de los cincuenta con sus cristalitos mate y el latón desconchado. ¿Y los armarios? ¿Y la ropa? J. B. cogió aire; necesitaba calmarse. Pero fue inútil, porque no dejaba de darle vueltas al hecho de que las pertenencias de su madre no cabrían en una habitación de las teresitas. Entonces se le ocurrió que ni siquiera la había visto y que era la primera vez que pagaba por algo sin saber cómo era. Se avergonzó por enésima vez de sí mismo.
Además, ese acuerdo le dejaba definitivamente sin casa, sin un lugar adonde volver. Y aunque no se le hubiese pasado por la cabeza hacerlo, era duro pensarlo. El precio de mercado son seiscientos euros, había dicho Mari. Eso, junto con los quinientos que cobraba su madre, dejaba en casi setecientos su contribución mensual a la cárcel de las teresitas. Podía con eso; el problema seguía siendo la entrada.
Encendió el ordenador y buscó en la cartera la tarjeta con los códigos para consultar su cuenta. Del bolsillo salió también la tarjeta que le había metido doña Rosa. La dejó sobre la mesa y se dio cuenta de que no era del seguro, sino de las teresitas. Memorizó con resignación el nuevo número de su madre. Luego volvió a centrarse en la pantalla y buscó los últimos movimientos.
Siete días para final de mes y le quedaban mil doscientos en la cuenta… En casa tendría otros quinientos. Le faltaban mil novecientos que no podría conseguir hasta el mes siguiente. Ya se imaginaba la cara de doña Rosa cuando le dijese que no había podido reunir el dinero. Y empezó a sentirse como un desgraciado. Mientras se frotaba los párpados con las yemas de los dedos se preguntó si su madre tendría dinero en la cuenta de ahorros, pero la sola idea de tocarlo le revolvió el estómago. Volvió a pensar en el piso. Estaba el tema de la fianza, a él siempre le habían pedido un par de meses por adelantado… pero ¿cómo iba a pedirle fianza a la hija de doña Rosa? La única solución era que en las teresitas le dejasen pagar una parte ahora y el resto más adelante… Iba a marcar el número, pero la luz amarilla le avisó de que se estaba quedando sin batería. Abrió el primer cajón para buscar el cargador y lo primero que vio fue la lista de la letrada. Se había olvidado de ella por completo. La sacó y conectó el móvil al cargador.
El primer nombre de la lista era un tal Pere Gilbert. Al lado, escrito a mano con un bolígrafo azul, había un número de móvil. Los seis y los nueves eran muy peculiares, y le surgió curiosidad por saber si los habría escrito ella. Deseó recordar algo más del curso de grafología al que se había apuntado, como materia optativa, el último año en la academia de capacitación, pero no fue capaz de determinar lo que significaban aquellos trazos tan furiosos, ni la desproporción entre el tamaño de los diferentes números o la perfección milimétrica de los círculos.
Marcó el número, poco convencido de sacar nada en claro. No obstante, iba a disfrutar mucho dejando muda a la letrada cuando le dijese que había comprobado sus pesquisas y que no le habían servido de nada. Mientras esperaba, releyendo la lista con el tono cansino de fondo, reconoció otros dos nombres: Joan Casaus y María Prats, la viuda.
Veinte minutos más tarde, J. B. colgó el teléfono con la oreja húmeda y la mano fría. Por fin aparecía el verdadero móvil, nítido y contundente, que había llevado a la veterinaria a matar a Jaime Bernat.
Finca Bernat
Agazapada bajo la lona del tractor, Kate notaba los pulmones asfixiados y un sabor amargo que le llenaba la boca. Cerró los ojos, concentrada en lo que ocurría tras la tela mientras hacía un esfuerzo titánico por controlar el ruido de la respiración con la boca entreabierta. El hombre que acababa de irrumpir en el almacén parloteaba entre gritos como un loco fuera de control. Había dejado la puerta abierta y un hilo de la luz mortecina de la tarde se colaba bajo la lona, lo que le permitía ver las sombras de sus movimientos. Intentó comprender lo que decía, pero balbuceaba palabras sueltas y frases inconexas gritando con voz ronca. Al final volvió a salir dejando tras de sí la puerta abierta. Kate había oído cómo sus pasos se alejaban, pero no sabía el tiempo que tardaría en volver ni si a ella le daría tiempo a salir de allí.
Empezó a moverse bajo la lona hacia la parte de atrás y la levantó un poco para ver dónde podía esconderse si a él se le ocurría destapar el tractor. Al fondo del almacén vio unos bidones. Podía llegar hasta ellos y allí estaría más cerca de la puertecilla pequeña. Cogió aire y, cuando estaba decidida a hacerlo, volvió a oír sus pasos furiosos acercándose y dejó caer la tela.
Ahora le oía trajinar en silencio. Sólo de vez en cuando apreciaba algo parecido a un jadeo. Kate se arrodilló y bajó la cabeza hasta rozar el suelo con la oreja para averiguar lo que hacía.
El titán intentaba coger algo de uno de los estantes superiores entre jadeos y sollozos. Cuando consiguió dar con lo que buscaba, lo lanzó con rabia contra el suelo. Tras el estruendo del choque, todo quedó en silencio. Kate notó que algo le rozaba la cara. Se estremeció al imaginar lo que podía ser y, sin pensar, dio un respingo. Su cabeza rozó la lona y se quedó petrificada. El almacén permanecía en silencio, y contuvo la respiración unos segundos. Parecía que él no había notado nada y consiguió calmarse, pero de pronto notó algo vibrando en su bolsillo. Su mano se desplazó hacia atrás mientras la BlackBerry emitía el típico zumbido casi silencioso. Cuando sus dedos tocaron las teclas temió que se oyese algún ruido y contuvo otra vez la respiración. De nuevo, sólo el silencio. Permaneció petrificada con las rodillas clavadas en la tierra, atenta a lo que ocurría al otro lado de la tela, mientras el corazón le retumbaba en el pecho como una locomotora. Por un momento temió que los latidos la delatasen, pero empezó a oír algo parecido a un choque metálico y en seguida comprendió que él continuaba buscando. Relajó un poco los hombros y los abdominales. Al hacerlo fue consciente por primera vez de que le temblaban las piernas y de que las piedras del suelo se le estaban clavando en las rodillas.
No se movió hasta que el primer golpe la sobresaltó. La voz era ronca, casi gutural, pero con toda la potencia de la ira.
—Esto. Esto es lo único tuyo. Ya puedes venir a por ella cuando quieras. ¡Malditos cabrones, cabrones todos! Tú también, maldita. Bien poco que os costó dejarme solo, solo con el viejo. ¿Quién me preguntó si quería quedarme?, ¿quién? Tú te fuiste con ella y ahora, ¿ahora qué vienes a buscar?
Un nuevo golpe seco sonó sobre el suelo. El tableteo de la madera encolada al romperse y el sonido áspero del hacha arrancada con fuerza del suelo. Luego, una sucesión de golpes sin final.
Desde su posición, Kate no podía ver nada. Extendió una mano temblorosa tratando de decidir si levantaba la lona para ver lo que estaba pasando, pero entonces descubrió que la tela tenía un roto e, intentando no rozar nada, se balanceó hacia adelante para mirar. Cuando por fin pudo enfocar la visión, no podía creer lo que estaba contemplando. Santi aporreaba una y otra vez con la fuerza de un titán lo que quedaba de la casita de muñecas más linda que Kate había visto nunca.
—¡La legítima hostia te voy a dar! —gritó—. ¡Ésa es la única legítima que vas a tener! Y el cabrón este, ¿quién se cree que es? Esto es entre tú y yo, ¿qué coño pinta un extranjero? ¿Dónde estaba él cuando el viejo me molía a bastonazos? Y tú, dónde estabas tú, ¿eh? Que no venga a decirme lo que te toca porque le parto el cuello de un hachazo… A ver si tiene cojones de pedir la legítima esa, ya te daré yo lo que te toca, ya, esta maldita casa, lo que te olvidaste al irte. Esto es todo lo que te toca del viejo. Treinta años, y ahora qué, ¿a repartir? Hostias voy a repartir. Antes lo quemo todo, maldita sea. Aquí, con él, tenías que haber estado… Toda la vida aguantando, solo como un perro, y ahora, ¿repartir? Una mierda del notario y del abogado. Aquí no se toca nada o le pego fuego a todo. ¿Qué me importa? Cuando tenga Santa Eugènia, el resto arderá todo.
Cuando Santi acabó de maldecir, de la casa de muñecas sólo quedaban trozos astillados de madera en colores pastel, con cenefas en blanco, y restos destruidos de los pequeños mueblecitos y porcelanas. Kate no podía apartar la mirada del minúsculo váter de porcelana que enfocaba justo a través del agujero. Al fin bajó la cabeza, alzó la mirada y le vio. Santi tenía el rostro bermellón y por él resbalaban gruesas gotas de sudor. Sus brazos temblaban, aprisionados por la tela húmeda de la camisa, y su espalda estaba encorvada como la de un soldado derrotado. Apenas a un metro de la cabeza de Kate, dejó caer algo que se clavó en el suelo mientras ella le oía expulsar un sollozo entrecortado. Luego, el silencio. Y Kate, con los ojos clavados en la hoja metálica del hacha que aún titilaba, y el corazón encogido, lo oyó alejarse.
Bar Insbrük
Santi Bernat había dejado la puerta del almacén entreabierta, pero Kate esperó bajo la lona a que anocheciese y escapó por la pequeña abertura lateral por la que había entrado. Atravesó la era a oscuras. Tropezó varias veces sin dejar de volverse para vigilar el camino que iba dejando atrás. Desde su escondite, atenta a cualquier ruido de pasos, había escuchado las ráfagas de intensa lluvia golpeando sobre la cubierta del almacén. Ahora había amainado, sólo lloviznaba aguanieve y, a pesar de ello, los minutos que tardó en cruzar el campo le parecieron un mundo, hasta que por fin pudo ver la silueta del Audi. Entonces fue consciente de que ya estaba fuera y metió la mano mojada en el bolso. Pero le temblaba demasiado y necesitó cerrar el puño con fuerza un instante para poder coger las llaves. No dejó de avanzar mientras buscaba con los dedos ciegos el mando y, cuando por fin pudo pulsar el botón, las brillantes luces del coche en la oscuridad la hicieron parpadear varias veces. Al saltar la valla notó que algo le tiraba del pantalón y le estremeció la sola idea de la imagen de Santi acercándose. Con el corazón en la garganta, siguió avanzando hasta que consiguió saltar a la calle. Las farolas del pueblo empezaban a calentarse y, en cuanto sus botas pisaron el asfalto, supo que lo había conseguido.
Al llegar al Insbrük aparcó en batería y permaneció unos minutos encerrada en el coche. Le dolían las piernas y la espalda, y por primera vez fue consciente de que también le escocían las rodillas. Se pasó la palma de la mano por esa zona y sus dedos notaron el tejido acartonado donde se había secado la sangre. Agarró el pantalón con el índice y el pulgar y tiró de la tela para despegársela de la herida. Había mantenido la calefacción al máximo desde Mosoll y, ahora, el contacto de la lana pegada a la piel húmeda de la espalda le producía constantes escalofríos y una sensación tremenda de abandono. Se recostó en el asiento y cerró los ojos.
Ni siquiera había tenido tiempo de procesar las palabras de Santi, y tampoco sabía si sería capaz de recordarlas. Se maldijo por no haberle grabado con la BlackBerry. Pero si lo hubiese hecho, y él la hubiese descubierto, tal vez estaría muerta. Lo único que sabía era que necesitaba tiempo para reflexionar sobre lo que había oído y sacar conclusiones. Miró el reloj del coche. Apenas faltaban veinte minutos para su cita con el sargento, así que debía empezar a poner orden en su cabeza si quería convencerle.