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Authors: Carolina Solé

Tags: #Intriga

Ojos de hielo (45 page)

BOOK: Ojos de hielo
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Por el momento, no había aplazamiento, así que habría que pelear con lo que tenían. Necesitaba pensar. Incluso puede que debiera volver a Andorra y darle el empujón definitivo al técnico. Eso si el fiscal no se había hecho ya con los registros de las operaciones de Mario. De repente, se preguntó si alguien le habría ofrecido más a aquel tipo. Eso era poco probable, y no le cuadraba que desde la Fiscalía entrasen en ese juego, les iban más las amenazas. Aunque tampoco había imaginado que Bassols se la iba a jugar, al final había resultado ser un alumno aventajado de Lucifer. En este trabajo jamás se puede dar nada por sentado. Concéntrate y piensa, Kate, piensa.

Pero no conseguía serenarse lo suficiente como para pensar. Cogió la bolsa de viaje y embutió dentro ropa para varios días. Si era necesario, se plantaría en Andorra y no dejaría respirar al técnico hasta que esos registros fuesen historia. Se calzó las botas con el pantalón por dentro y cogió la chaqueta corta que había llevado en el entierro y la azul marino larga y acolchada. Necesitaba estar preparada para cruzar la frontera y permanecer allí hasta conseguir su objetivo.

Si algo tenía claro en aquel momento era que no podía dejar que Bassols se saliera con la suya después de habérsela jugado. Introdujo un pequeño neceser con los productos cosméticos imprescindibles y el perfume en la bolsa, cogió el Mac y su maletín de trabajo con los documentos del caso Mendes y enrolló el panel que había preparado durante la noche sobre el asunto de Jaime Bernat, con la apremiante sensación de tener mucho trabajo por delante y poco tiempo antes de que las amenazas de ambos casos se cerniesen sobre ella como losas de granito.

Ya estaba llegando a Manresa cuando fue consciente de que había roto por completo sus planes de dedicar el fin de semana a ayudar a Dana en exclusiva.

72

Finca Bernat

Santi consideraba que ir al notario era como ir al médico, había que presentarse bien limpio y arreglado. En eso pensaba mientras volvía en el tractor de la era de Mosoll, donde había estado acabando la faena del día anterior para poder marchar tranquilo a Puigcerdà. Se le ocurrió que tal vez podría llevarse el viejo Mercedes de su padre para ir al notario. Incluso podía aparcar delante de la gestoría y dejarle las llaves a la chica para que le pusiese el ticket del parquímetro si la lectura del testamento se prolongaba.

Cuando llegó a la finca aparcó el tractor y entró en el cobertizo pequeño. Se acercó al coche y tiró con fuerza de la lona que lo cubría hasta que quedó al descubierto: un biplaza azul del 71 con asientos en piel color marfil y salpicadero de madera. Santi arqueó los labios y asintió satisfecho. El trasto de su padre estaba razonablemente limpio para los meses que hacía que no lo usaba, pero había que comprobar que la batería funcionase. Buscó en el bolsillo del mono la llave que había cogido por la mañana, y lo abrió.

Hacía tanto que no entraba en él que todo parecía haberse reducido como en el país de las maravillas. Se arrellanó con suavidad en el asiento del conductor, y puso una mano en el volante y la otra en el cambio. Para ajustar el asiento tuvo que introducir la llave en el contacto. Luego extendió los brazos y se relajó con la cabeza apoyada en el respaldo. Incluso para su metro ochenta y ocho, y los ciento cinco kilos, el habitáculo era cómodo. Entonces intentó ponerlo en marcha y el coche respondió a la primera. Eso le arrancó una amplia sonrisa y se sintió el dueño del mundo. Ahora era sólo suyo.

Se imaginó llegando a Puigcerdà en el coche, conduciendo la joya del viejo por primera vez, y notó cómo la boca se le hacía agua. Se sentía como si le faltase espacio en su enorme cuerpo, igual que cuando compraron el John Deere grande algunos años atrás. En aquella época también pensaba en ir con él a todas partes, como cuando lo llevó hasta el aparcamiento de Puigcerdà y querían multarle por ocupar tres plazas con el tractor. Decidió que el domingo también cogería el Mercedes para ir a La Seu, donde tenía cita con el abogado. Así dejaría bien claro a todo el mundo que había un nuevo Bernat al mando.

Bajó del coche y reparó en que el interior estaba lleno de polvo y en que había ensuciado la alfombrilla con las botas. Miró la hora. Si quería llegar puntual a la lectura del testamento no había tiempo de limpiezas. Y entonces se le ocurrió que podía pasar por el túnel de lavado de la gasolinera que había en la recta y entrar en Puigcerdà con el coche reluciente.

Salió del cobertizo y se dirigió a la casa pensando en que el gallina del gestor aún no le había dicho nada de las valoraciones de las tierras. Tal vez se había adelantado demasiado al pedirlas, puede que hubiese sido mejor esperar a tenerlo todo a su nombre. Aunque en realidad eso era una tontería porque en unos días todo sería suyo. Lo que sí le cabreaba era lo que le había dicho Pepe, el del forraje, sobre los impuestos. Seguro que quería joderle, y lo había conseguido, pues no dejaba de darle vueltas a cada rato. A ver si al final tendrás que vender unas tierras para poder conservar las otras, que para heredar se pagan impuestos, había dicho, y él se había quedado callado como un mulo, sin reaccionar.

A toro pasado se le ocurrió que podía haberle partido los dientes, pero no era necesario, pues al fin y al cabo el del forraje también le envidiaba por ser un Bernat. Como todos. Y Santi también había jodido a Pepe cuando éste le había anunciado que la veterinaria vendía los sementales y él le había respondido que estaba loca y que lo siguiente que iba a dejar de pagar era el forraje. La cara que se le había quedado al muy cabrón…

Quince minutos después de entrar en la casa, Santi ya había desayunado las tostadas con ajo y sal y estaba listo para ducharse. De camino a su cuarto se le ocurrió que tal vez podía darle un corte de digestión y consideró si sería bueno meterse entero bajo el agua. Sólo faltaba que el día más importante de su vida le diese un telele y la señora María se lo encontrase tirado en la bañera cuando llegase para limpiar. Imaginar esa escena no le hizo ninguna gracia, y sobre todo que cualquiera pudiese verle así, y tampoco los comentarios posteriores en el pueblo sobre cómo lo habían encontrado o cómo lo habían dejado de encontrar. No, se lavaba como hacia siempre, y listos.

Empezó a desnudarse y dejó toda la ropa en el suelo, al lado de la cama. La señora María estaba a punto de llegar para hacer la limpieza del sábado, así que ya lo recogería ella. Luego buscó en el cajón los calcetines y los calzoncillos menos raídos, y se los puso. Se acercó al lavabo y abrió el grifo para que el agua fría diese paso a la caliente, cogió la vieja toalla amarilla y mojó una esquina bastante grande antes de pasarla por los sobacos y el cuello. La olió y decidió que se pondría el desodorante nuevo que había comprado en el súper, el del anuncio de las chicas con alas que caían del cielo.

Entonces se miró en el espejo. Primero de cerca, a los ojos, luego de lejos. La barba era oscura y le sentaba bien. Además, ocultaba las marcas de la cara y le hacía parecer poderoso. Al salir del notario sería uno de los mayores propietarios del valle. Se llenó los pulmones de aire. Estaba decidido: la barba se quedaba ahí, a pesar de lo que le había dicho el viejo cuando empezó a dejársela. Ahora ya no vivía para sentenciar lo que era o no aseado para un Bernat. Ahora era él quien decidía. Incluso había oído en un programa de radio nocturno que a ellas los hombres les gustaban así.

Eso le recordó a la veterinaria y se irguió de inmediato. Encogió el estómago y sacó pecho. Sonrió al espejo y frunció el ceño cuando se dio cuenta de que le molestaba mirarse directamente a los ojos. Estaba mejor así, serio; lo de sonreír nunca le había resultado fácil. Cuando era un niño, una vez se lo explicó al viejo y él le respondió que a un Bernat sonreír no le servía para nada, así que no volvió a preocuparse.

Y ahora ya ni siquiera debía hacerlo por Santa Eugènia. Faltaba un día para su cita con el abogado y Santi estaba convencido de que le resolvería el asunto del cambio de nombre de las tierras. Además, él no era como su padre y pagaría lo necesario para hacerse con ellas. Con suerte, cuando fuesen suyas, si el banco había hecho los deberes, por cuatro euros podría cambiar de nombre también las de la veterinaria. Entonces, toda Santa Eugènia volvería a ser de los Bernat. Nunca había visto el contrato que su padre había firmado con la tía, pero sabía que existía un derecho sobre las tierras de las Prats que él había deseado ejecutar toda su vida.

Se roció con el desodorante y se vistió con los vaqueros más nuevos y la camisa de cuadritos blancos y azules que había comprado para la boda del hijo del alcalde de Pi. Sacó el reloj bueno del estuche y se lo abrochó. Luego se agachó y tiró de la caja que tenía bajo la cama para coger los zapatos negros. Estaban sucios del día del funeral y los limpió con la misma toalla que había usado para lavarse antes de tirarla sobre el montón de ropa sucia. Cuando ya salía se le ocurrió una idea brillante y volvió a coger la toalla amarilla. Aún estaba húmeda. El coche quedaría como una patena.

1979

… son demasiados los meses de silencio en este piso, que ya me parece más una cárcel que un exilio. Hace semanas que no salgo. El doctor me ha dicho que descanse, que he adelgazado mucho y que incluso podría perder el niño si me muevo demasiado. Sólo la imaginación y tu recuerdo me mantienen viva, cuerda, diría yo. Cuerda en esta situación de locos en la que se me ocurren miles de razones para justificar este silencio tuyo tan abrumador, pero ninguna me parece suficiente para que hayas decidido infligirme este castigo que padezco.

M.

… Padre falleció el día cinco. Anselmo ofició la misa y se ocupó de todo. La próxima semana, aprovechando un viaje que debe hacer a la sede de la diócesis de Barcelona, te acercará lo que te corresponde según las últimas voluntades de padre. Antes de morir, arregló un trato con los Boix y en abril me casaré con su hija mayor, así que es mejor que te quedes en Barcelona con la tía porque ya habrá una mujer en la finca. Por cierto, tu extranjero ha metido a una mujer en su casa. La Anita de los Pou dice que habla como él, y por ello supongo que debe de haber cerrado algún tipo de arreglo con una de los suyos. Como debe ser.

J. B. A.

… y nuestro hijo es precioso. Tiene las manos grandes, como su padre. Siempre me decías que las mías eran una miniatura, ¿lo recuerdas? Ahora me han dicho que otras manos se cobijan entre las tuyas. No me has dicho nada. Tal vez te dé vergüenza o pena de mí por dejarme. No la sientas, la pena es algo terrible, cuando entra en un corazón nada puede ya sacarla. Ahora la siento en el mío, está inundado de ella y apenas queda espacio para nada más. Espero que seas feliz aunque no sea conmigo, con nosotros. Nuestro hijo es lo más bonito de este mundo. Sus ojos son oscuros, verdes como las aceitunas de tu tierra, esas que íbamos a adorar juntos cuando fuésemos a conocer a los tuyos. Y su cabecita es tan pequeña y perfecta… Mueve los brazos y las piernas con fuerza cuando tiene hambre, que es casi siempre, y al atardecer llora durante horas como si intentara llegar al valle con su voz chillona y traerte de vuelta a nuestras vidas. Me puede todo esto nuevo que me pasa, mi cuerpo no es el mismo y la mente no me responde, sólo lloro noche y día pensando en ti, en tu ausencia y en el silencio y la soledad que me acompañan en esta ciudad tan grande y llena de desconocidos. El recuerdo de mi casa, a la que no puedo volver, y de los rojizos atardeceres bajo el cielo limpio y azul del valle me hunde todavía más. Me siento sin fuerzas, ni siquiera puedo pensar en volver a ver esa tierra que tanto añoro. No sé qué va a ser de mí, de nosotros.

M.

… y al final de tantas discusiones con mi madre, ha llegado Isabel. Te hablé de ella, mi hermana pequeña, la que enfadó a mi padre al negarse a casarse o entrar en el convento. Parece que la solución ha sido mandarla conmigo, «una temporada en el campo, en una casa sin servicio y rodeada de animales, la hará recapacitar». ¡Qué poco la conoce mi padre!, ni siquiera lleva en la casa una semana y hasta la luz que entra por las ventanas ha cambiado de color. Todo parece más luminoso —la casa, la finca, hasta la tierra—, y tengo compañía. Aunque he hablado bien poco desde que te fuiste. No comprendo qué fue lo que hice o dejé de hacer para que decidieras desaparecer sin dejar rastro. Nadie parece saber qué ha sido de ti, hasta temí que tu padre te hubiese hecho algo, así que fui a hablar con él. Pero tu hermano cogió la escopeta y me echó de malas maneras. El cura también me aconsejó que me olvidase cuando le pregunté por ti. Estoy seguro de que sabe algo porque es muy amigo de tu hermano, y los curas conocen los secretos de todo el mundo. Aun así, cada semana le dejo una carta para ti en el buzón de las limosnas y espero que la buena fe se apiade de su alma y te las haga llegar. Isabel sabe que algo me pasa, sus comentarios sobre lo cambiado que estoy son constantes, pero no puedo, cuando voy a hablar de ti se me hace un nudo en la garganta y no me salen las palabras…

Manuel

73

Calle Santa María, Puigcerdà

Hacia las once de la mañana, el A3 negro de Kate entraba en el túnel del Cadí. De camino al valle, la abogada se había tranquilizado y había tomado algunas decisiones importantes. Por lo pronto dedicaría el fin de semana a ayudar a Dana. Pero se había impuesto a sí misma la condición de que, como muy tarde, debía zanjar el asunto el domingo. Para hacerlo necesitaba convencer al sargento con argumentos contundentes, así que tenía que hablar con él y exponerle con tranquilidad las razones por las que debía ir detrás de Santi. Kate marcó el número de su hermano y esperó. Al tercer tono comenzó a impacientarse. Como de costumbre, estaba jugando a quemarle la paciencia. Cuando ya intuía que tendría que volver a marcar, Miguel descolgó.

—Sí… —Al fondo se oían muchos gritos y a alguien hablando por un altavoz.

—Hola, Miguel, necesito el móvil de tu amigo, el sargento.

—No te oigo, estoy en medio de un partido. ¿Puedes llamarme más tarde?

¿Cómo se podía ser tan cretino?

—¡No! Necesito hablar con Silva. ¿Es que no recibiste mi mensaje? Mándame su número.

—No oigo nada, tengo problemas de conexión. ¿Qué dices que quieres?

Miguel había nacido para sacarla de quicio. Siempre con sus eternas excusas. Kate apretó los dientes.

—Que me pases el número del sargento Silva. Es importante para Dana. Y deja ya de hacerte el sordo.

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