Ojos de hielo (44 page)

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Authors: Carolina Solé

Tags: #Intriga

BOOK: Ojos de hielo
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Incluso cogió el maletín del despacho y guardó dentro todos los documentos del caso Mendes. Lo dejaría en Barcelona para evitar las tentaciones. Volvió a sentarse y a estudiar el panel.

Jaime Bernat no tenía más familiares que sus dos hijos y un yerno al que ni siquiera conocía. En el recuadro del CRC, Kate había escrito los nombres que recordaba, pero seguro que faltaban algunos. Buscó en Google hasta encontrar la página del CRC y anotó los que faltaban. Dana era un objetivo mucho más fácil que enfrentarse a un Bernat con todo el CRC tras él. Eso podía comprenderlo y también que la comisaria se hubiese posicionado como lo había hecho. Lo que no le cabía en la cabeza era que el sargento actuara igual que ella. Alguien con sus orígenes debería cuestionar lo que ocurría delante de sus narices y darse cuenta de cómo estaban manipulando la investigación. Oyó rugir sus tripas, y encogió el estómago dispuesta a averiguar algo más del sargento. Buscó en Internet su nombre y leyó con atención cada una de las cinco páginas en las que aparecía. J. B. Silva salía en dos artículos de prensa en los que se hacía referencia a casos de tráfico de drogas resueltos con éxito por los grupos de estupefacientes de la policía en Barcelona, los llamados
estupas
. En el de
La Vanguardia
se mencionaba la muerte de uno de los agentes, J. M. M., tiroteado por los traficantes durante la operación en la que habían desarticulado la red criminal. La tercera y cuarta páginas eran de la academia de capacitación de la policía. Kate supuso que en el listado de la promoción también estaría Miguel, pero para acceder a los nombres de los agentes necesitaba un código, así que leyó la siguiente. La última era una web de venta de motos restauradas con recambios originales
vintage
. Todas, marca OSSA. Kate estudió con atención las fotografías de las tres motos que estaban a la venta. No había precios, sólo datos e información técnica de cada una de ellas. Aunque, a pie de foto, habían escrito una frase que apelaba a las emociones. A la izquierda de la página, un menú con varios apartados: para ver más, ficha técnica, historia de cada modelo, origen de los recambios utilizados en la restauración y contacto. No había imágenes ni fotos del sargento, sólo sus iniciales y el primer apellido. Kate clicó sobre el icono de contactar y se abrió un cuestionario desde el que se podía preguntar por los precios dando los propios datos. Lo cerró de inmediato y clicó en una de las fotografías. Una 500 Yankee del 77, metalizada y con las listas en amarillo y naranja originales, ocupó toda la pantalla. Bajo la foto, el único texto rezaba: la moto de ciudad más rápida construida en nuestro país.

Era la que conducía el sargento el día del funeral.

Kate se levantó. Pero ¿qué hacía un tipo acostumbrado a desarticular redes de tráfico y a vérselas con asesinos en un tranquilo valle de los Pirineos? Quizá hubiese alguna trama de drogas en la zona y le hubiesen destinado allí para investigar. Pero, en tal caso, ¿qué hacía ocupándose de la muerte de Jaime Bernat? Le rugieron de nuevo las tripas y se levantó. Necesitaba comer algo si no quería empezar a ver gigantes donde sólo había enanos. Entró en la cocina y abrió la nevera. No había mucho donde elegir y volvió a cerrarla. O tal vez el sargento había metido la pata y le habían mandado al culo del mundo a pasar el rato. Y ahora ella tenía que vérselas con un pistolero amargado que pretendía hacer méritos con el caso de Dana. Miró en el armario de los dulces. Lo cerró y volvió a abrir el frigorífico para coger un desnatado de limón. En cualquier caso, le necesitaba de su parte y para eso tendría que ofrecerle algo concluyente que incriminara a Santi.

Además, probablemente los del consejo no apoyarían a Santi si podían demostrar que era culpable, porque los buitres sagrados no querrían salpicarse con la sangre de un asesino, por muy Bernat que fuese. Cogió una cuchara y cerró el cajón con la cadera mientras destapaba el yogur. Así que, en el fondo, lo único que necesitaba era conseguir algo contra Santi durante el fin de semana, algo que dirigiese el foco hacia él y los hiciese olvidarse de Dana. Empezaba a amanecer y el apartamento estaba frío. Dejó el yogur sobre la encimera con la cuchara dentro y fue hasta la entrada. El termostato marcaba quince grados y lo subió a dieciocho. Si no tomaba medidas, no conseguiría dormir. Fue a la habitación, se puso unos calcetines de lana y regresó a la cocina para calentar un vaso de leche en el microondas. Tiró el yogur, comprobó el nivel en el depósito de agua de la Nespresso y la conectó. Luego se sentó en uno de los taburetes, puso el vaso de leche bajo el surtidor y pulsó el botón para que se mezclase con el descafeinado. El reloj de la cocina marcaba las seis y diez. Había invertido la noche en llegar a la conclusión de que Santi era su principal sospechoso. Bien, por lo menos ahora que tenía un objetivo conseguiría desconectar. Ya no podía ir al gimnasio, el cuerpo sólo le pedía dormir.

Pero en la cama tampoco fue capaz de descansar. No podía dejar de pensar en lo increíblemente fácil que era implicar, culpar e incluso llegar a procesar a alguien por simples pruebas circunstanciales. Kate se acurrucó de lado y fijó su atención en la ventana. Amanecía y los párpados se le cerraban por el cansancio, pero su mente continuaba activa y empezaba a encaminarse a donde no debía. Para alguien que había comenzado la carrera de Derecho con la firme intención de evitar ese tipo de injusticias, haber acabado defendiendo a un sinvergüenza como Mario Mendes podía parecer un fracaso. Kate estiró las piernas, sus pies encontraron la cama fría y volvió a encogerse. Aunque solamente una salvabosques como Dana llegaría a tal conclusión. Kate, en cambio, tenía muy claro por qué habían cambiado sus prioridades. Extendió el brazo en busca de la BlackBerry y le escribió un
whatsapp
a Dana en el que le decía que había trabajado hasta tarde, que se acostaba unas horas y que llegaría a la finca sobre las doce del mediodía. Bajó las persianas con el mando y cerró la luz.

A eso de las nueve la despertó la Fuga de Bach y tardó unos segundos en recuperar la conciencia. Rechazó la llamada con los ojos cerrados. Si era Miguel, le mataría por no haber enviado el número del sargento por
whatsapp
. El don de la oportunidad, eso era lo que tenía su hermano. Acercó la pantalla de la BlackBerry a los ojos y ésta empezó a sonar de nuevo. Una llamada entrante desde el móvil de Paco. Se despertó de golpe.

Él no era de los que se disculpaban, ni siquiera cuando no tenía razón, así que la llamada no auguraba nada bueno. Esperó sentada en la cama con la BlackBerry en la mano hasta que la música cesó. Al poco, apareció el icono de los mensajes de voz. Bien, eso le permitiría estar preparada cuando contestase.

Se levantó de la cama. Sabía que si escuchaba el mensaje corría el peligro de precipitarse, y eso no le interesaba después de la bronca del día anterior. Fue a la cocina e introdujo la cápsula en la cafetera. Necesitaba una buena ducha caliente. Al entrar en el baño se golpeó el pie con la puerta y soltó un grito. Se le anegaron los ojos por el dolor y apartó las lágrimas de un manotazo. Después de la ducha y de un Volluto, lo vería todo diferente.

Veinte minutos más tarde creía estar preparada para oír lo que Paco tuviese que decirle, así que pulsó la tecla del buzón de voz.

70

Santa Eugènia, finca Prats

Dana había pasado parte de la noche arrellanada en el sofá del salón, delante del retrato de la abuela, hablándole en silencio sobre lo que vendría. Una finca de cría de caballos de raza… sin sementales. Ése no había sido el espíritu, pero ahora tendría que reorganizar el negocio y orientarlo aún más a la doma y el salto. O tal vez hubiese llegado el momento de cambiar de enfoque. Llevaba años dándole vueltas a la idea de iniciar equinoterapias para niños con deficiencias, pero ella sola no podría hacerlo todo, necesitaba ayuda. Una ayuda que no podía pagar. Se movió incómoda en el sofá. Era una mala noche para intentar dormir, así que echó algunos troncos más en la chimenea y recostó de nuevo la cabeza en el respaldo.

Cerró los ojos y recordó el parto de
Favonius
, el primer semental de su propia yeguada que había ayudado a nacer cuando aún estudiaba en la facultad y al que habían bautizado con el nombre celta de la divinidad de los vientos, cuyo roce con el ganado dejaba preñadas a las yeguas y daba lugar a los caballos más veloces. Había sacado copias de los CD en los que guardaba la historia de cada uno de los potros para entregarlas al comprador. Contempló el sobre de cartón en el que había introducido todas las cintas y los documentos. Era uno de esos sobres grandes, color arena y con cierre de cordón enroscado a un botón. Y se quedó dormida.

Al alba se despertó y le pidió fuerza a la abuela para lo que debía hacer. Le lanzó un beso y se dirigió a la cocina para empezar a preparar la mezcla. Ocho granos de pimienta negra, un pedazo de nuez moscada, una cucharada de sal gorda y unas hojas de albahaca. Tal como lo había visto tantas veces, lo machacó con el mortero y depositó la mezcla resultante en el centro de cada uno de los seis retales de pasta de papel que había preparado sobre la mesa. Encima de cada uno colocó cinco hojas de perejil fresco que cortó de una maceta del porche. Luego cerró los paquetitos para que nada se escapase y los introdujo en pequeñas bolsas de papel que había tintado durante la noche con arcilla decolorada hasta lograr que tuviesen color alazán. Al final los ató con cuerda de saco como si fuesen un regalo.

Aspiró las bolsas una a una con los ojos cerrados y pronunció la oración para cada uno de los caballos. Cuando se sintió tranquila dejó a
Gimle
en la casa y bajó a las cuadras. Uno a uno fue entrando en los boxes para celebrar el ritual de la despedida y desearle suerte a cada semental.

Al concluir, había amanecido. La siguieron hasta el campo del norte para tomar la última comida, en libertad. Como si conociesen su destino apenas se separaron de ella mientras los iba acariciando uno a uno con el corazón encogido y les susurraba las palabras de ánimo que ella necesitaba escuchar. Hacía frío, y la neblina de cada amanecer seguía cubriendo el valle como un manto blanco. Dana miró hacia abajo, ya quedaba poco. Las lágrimas empezaron a brotar en silencio y no quiso contenerlas hasta que
Favonius
empezó a empujarla con ganas de jugar. Sus niños, sus compañeros… Se llevarían con ellos una parte de sí misma que no recuperaría jamás. No podía seguirle el juego al caballo, no tenía ánimo para correr. Sólo quería sentir el calor de sus cuerpos y los latidos de sus corazones para grabarlos en su memoria y poder recordarlos siempre. Pero en la era más alta las yeguas empezaban a moverse inquietas. Todas ellas dependían del sacrificio que estaba haciendo, pero, a pesar de que sabía que era lo correcto, eso no disminuía el inmenso vacío que le anegaba el corazón.

Los granadinos ni siquiera habían aceptado que fuese ella quien los trasladase en su remolque hasta Torrehermoso, el pueblo en el que los hermanos Sánchez-Galán tenían una de las yeguadas de árabes más prestigiosa de toda Andalucía. Así que ésa estaba siendo su despedida. Miró el reloj. Apenas faltaban un par de horas para que el camión llegase a recogerlos y ya había hecho todo lo que debía. Se aseguró de que cada uno llevase el saco con su nombre bien escondido en la cabezada y bajó a la hípica.

Al volver de la caseta en la que tenía el despacho, intentaba convencerse a sí misma de que los caballos estarían bien. Conocía la tradición de la yeguada a la que se iban a incorporar, había estudiado con ojos críticos sus magníficas instalaciones y, aunque saber que no volvería a ver a sus «niños» le rompía el corazón, en el fondo también reconocía que era el mejor lugar del mundo para ellos después de Santa Eugènia. Revisó una vez más las condiciones del contrato de venta y lo introdujo en el sobre con los disquetes de cada uno de los sementales. Había escrito su nombre en cada uno de ellos, como en esos libros de niños en los que sus madres anotan todas las medidas y progresos del bebé. Como una madre. Como sus hijos. En ese momento notó que el móvil le vibraba en el bolsillo y miró la pantalla. Su ceño se frunció al ver el nombre del abogado de La Seu que había contratado la abuela para defenderse de los abusos de los Bernat.

Cinco minutos más tarde, Dana se dirigía a toda velocidad en la
pick-up
hacia la casona Prats. Por primera vez en su vida no se quedaría sentada esperando el siguiente golpe de un Bernat. Si Santi quería sus tierras, tendría que pelear por ellas, y no estaba dispuesta a ponérselo fácil. Había intentado evitarlo, por Kate y porque sabía que si se enteraba no se lo perdonaría. Pero ahora ya no le quedaba más remedio que aceptar la ayuda que le había ofrecido B. B., el abogado de Barcelona amigo del abuelo Prats. Ahora que conocía sus intenciones, la amenaza de Santi era demasiado importante.

71

Ático de la calle Entença, Barcelona

Kate pulsó la tecla del icono rojo y apretó con fuerza la BlackBerry. Quería pegar a alguien, despedir a alguien o gritar. Daba igual. Lo que no se explicaba era cómo podía haber ocurrido algo así. Cómo podía el juez haber denegado una petición por segunda vez. Y más aún cuando estaba consensuada por ambas partes. Pero lo peor era que esa información había llegado a Paco sin pasar por ella. Algo estaba fallando de forma estrepitosa y alguien tendría que pagar por ello.

La llamada y el café le habían revuelto el estómago, y tuvo que sentarse rápidamente y doblarse hacia adelante para minimizar el calambre que le recorría el abdomen. Con el mentón a la altura de las rodillas y la BlackBerry aún en la mano, buscó el documento que le había mandado Luis el día anterior y recordó haber respondido con un OK desde el hall de comisaría, casi sin mirar. Le estaba bien empleado, por confiada. Releyó con atención el documento y mientras lo hacía recibió un nuevo correo. Echó un vistazo y cerró los ojos con el corazón en la garganta en cuanto vio que se trataba de un mensaje de Paco con una copia adjunta de la denegación del juzgado.

Kate se mordía el labio mientras leía con atención las causas. Le hubiese gustado destrozar algo, pero lo que debía hacer era darse cabezazos por estúpida, por confiar en Luis y sobre todo por fiarse del maldito Bassols, con su aire digno de honesto letrado del que jamás se esperaría algo tan ruin. Respiró hondo, decidida a no dejarse vapulear por aquel renegado. Enviar esa nota adjunta al juez, después del pacto al que habían llegado, era juego sucio. Si lo que quería Bassols era la guerra, de acuerdo. Pero ella se encargaría de demostrarle que había aprendido del mejor.

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