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Authors: Carolina Solé

Tags: #Intriga

Ojos de hielo (46 page)

BOOK: Ojos de hielo
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—Oído cocina, en el descanso te lo mando.

—Que no se te olvide —le advirtió antes de colgar.

Se dejó caer en el respaldo del asiento del coche y respiró hondo. Estaba algo mareada y la estupidez supina de Miguel la había puesto de los nervios. Además, si no quería ir a comisaría y que todo el mundo se enterase de que andaba buscando al sargento, no le quedaba otra que esperar su mensaje con el número. Decidió aparcar en el paseo Diez de Abril y desayunar en el Café y Té. Con lo poco que había comido podía permitirse hasta un chocolate.

Bajó del coche intentando no pisar los charcos, y se disponía a entrar en el bar cuando oyó que la llamaban por el apellido. Cerró los ojos un instante. Podía fingir que no se había enterado… seguro que era alguien a quien casi no conocía o a quien no quería ver. Dudó un instante y, cuando ya había decidido entrar, notó que la asían del brazo.

—Salas, ¿es que ya no saludas a los pobres?

Kate se dio la vuelta. Y de inmediato sonrió.

—¡Quer! ¿Qué haces tú por aquí?

—Pues trabajar. Ya llevo dos años viviendo aquí. Mi mujer es Marta Bous, no sé si la conoces. Sus padres son los de Bous y Falca. —Y señalando la puerta del café preguntó—: ¿Ibas a tomar café?

—Sí, acabo de llegar de Barcelona. Mañana celebramos el cumpleaños de mi abuelo y he venido para ocuparme de los preparativos.

Joan la observaba complacido y Kate le devolvió la sonrisa.

Quer siempre había sido un buen tipo y, aunque en la facultad ella tenía otros intereses más elevados, le recordaba con la entrañable cordialidad con la que se recuerda a los buenos compañeros. Él parecía opinar lo mismo.

—Me alegro de verte, estás fantástica. ¿Sigues en Eme y Eme?

Habían descendido los tres escalones hasta el bar y Joan le indicó una mesa para sentarse, cosa que hicieron los dos a la vez. Él dejó los documentos que llevaba sobre la mesa y buscó a la camarera. Kate no pudo evitar una mirada a la pantalla de la BlackBerry antes de dejarla sobre la mesa. Ni rastro de Miguel.

Sobre la mesa quedaban un par de vasos sucios con los restos de dos cortados, Joan los señaló y Kate asintió olvidándose por completo del chocolate que se había prometido. Él le hizo un gesto a la camarera para que les trajese dos iguales, y entonces se volvió hacia Kate y la estudió con atención.

—¿Y cómo te va?

—Pues bien; de hecho, muy bien. Hace una semana que soy socia.

Él abrió los ojos con admiración y Kate vio en ellos una genuina alegría por su ascenso, algo sincero e imposible de fingir, algo que ni siquiera Dana había mostrado.

—¡Enhorabuena! ¡Qué envidia!

—Bueno, no me quejo —aceptó complacida—, pero tú tampoco tienes pinta de que te vaya mal.

—No, la verdad es que estoy contento. ¿Entonces no te planteas volver y ejercer aquí?

Kate se balanceó hacia atrás en el asiento y negó con la cabeza.

—Ni hablar, y menos ahora. Y tú, ¿dónde estás metido?

—Como te decía, estoy en Bous y Falca. —Kate frunció el ceño y Joan asintió sonriente—: Sí, ya te entiendo, pero hemos reforzado la parte legal y la llevo junto con el hijo de Falca. Él se ocupa de la oficina de La Seu y yo de la de aquí. De hecho, mi mujer también es hija única, así que se puede decir que estoy en la empresa familiar.

La chica les sirvió los cafés y Joan lanzó el azucarillo sobre la mesa y se acercó la taza. Kate le observaba pensando en el mejor modo de preguntar. Al final lo hizo sin rodeos.

—Por cierto, ¿te has enterado de la muerte de Jaime Bernat?

—Claro, nosotros llevamos sus asuntos. Mira, precisamente hoy es la lectura de testamento.

—Vaya… Y qué, ¿cómo pinta? Supongo que Santi debe de estar contento…

—No sabría decirte. Hace unos días llamó a mi suegro y le pidió una valoración de todas sus tierras. No sé si quiere vender algo. Puede que todo —auguró encogiéndose de hombros.

Kate lo negó con convencimiento.

—No creo, los de su tipo mueren clavados en la tierra, como su padre. Más bien creo que está buscando saber lo que tiene, o algo así. Siempre fue un poco raro.

Joan asintió y tomó el último sorbo. Kate removió su taza empezando a idear un plan que iba tomando más consistencia a medida que avanzaba la conversación.

—¿Y a qué hora es la lectura?

—Sobre las doce. Calculo que nos llevará un par de horas. Puede que menos, si no hay sorpresas.

—¿Sorpresas?

—Sí, ya sabes que Bernat tiene una hija.

—Ah, sí, Inés. Creo que estuvo en el entierro…

—Precisamente —reconoció él enarcando las cejas.

Joan miró la hora y Kate reparó en que llevaba un Hublot magnífico.

—Debo irme, antes del testamento tengo otras dos firmas —se lamentó con resignación—. A ver si quedamos un día y vamos a cenar los cuatro. Te has casado, ¿no?

—Sólo si cuentan los clientes.

Joan sonrió con benevolencia.

—Bueno, ahora que estás en la cumbre ya podrás relajarte un poco. —Metió la mano en la chaqueta y sacó una tarjeta—. Te dejo mi móvil; llámame cuando quieras, mi mujer estará encantada de conocerte.

Kate se levantó para recibir dos besos, pero la mano firme que le apretó el antebrazo con suavidad la hizo sentirse extrañamente desamparada. Volvió a sentarse y le observó dejar un billete de cinco sobre la barra y salir con paso decidido.

¿Relajarse? ¿Cuándo se suponía que podría hacer eso?

Con la conversación había olvidado la BlackBerry y ahora el punto rojo titilaba intermitente. Miguel acababa de mandarle el móvil del sargento. No sabía si grabarlo en la libreta de direcciones, pero al fin lo hizo.

Vale, ahora sólo precisaba quedar con él y convencerlo para que quisiese ir a por Santi y se olvidase de Dana. Cuando iba a marcar el número notó el estómago vacío y decidió comer algo antes de llamar por si le proponía que se reuniesen en seguida. Se acercó a la barra y pidió la taza de chocolate. Pero se arrepintió de inmediato, dudó un poco entre los bocadillos del expositor y al final se decidió por uno pequeño de queso fresco y un botellín de agua.

En la pantalla de la BlackBerry seguía el número de teléfono del sargento. Lo había añadido a los contactos con el nombre
Silva, Juan Bruno
. Se preguntó si
sargento
no habría bastado, porque cuando acabase de defender a Dana borraría el número, igual que hacía con cada uno de los casos que finiquitaba. La chica le dejó sobre la mesa lo que había pedido y Kate empezó a comer, atenta a los movimientos de una niña que jugueteaba con un perro minúsculo en la calle. Nunca le habían gustado los chihuahuas, demasiado pequeños y enjutos, pero los movimientos de la niña y el modo en el que le cosquilleaba la barbilla al animal le recordaron a Dana. Mordisqueó el queso fresco con la mente en la misión que se había impuesto para el fin de semana.

Cuando se puso a pensar en el mejor modo de convencer al sargento, empezó a incomodarse. Conocía a los de su tipo. Con sus camisetas irreverentes y sus motos de colección para llamar la atención. Seguro que era de los que creían firmemente en el poder inconmensurable de la placa y en la abnegada admiración del mundo por sus hazañas. Recordó las reseñas que había leído en Google. Un
estupa
… Desde luego, con esa pinta podía mezclarse fácilmente con los delincuentes…

Kate pulsó una tecla y la pantalla se iluminó volviendo a mostrar el número de Silva. Mordisqueó de nuevo el bocadillo. Puede que su trato en la finca hubiese sido un pequeño error de cálculo, pero en aquel momento le había parecido que él estaba guiando las respuestas de Dana, que era peligroso y que debía intervenir. Ahora que conocía su perfil comprendía muchas cosas, aunque para entender exactamente por qué era tan parcial con Dana necesitaba averiguar cómo había llegado un tipo como él a estar destinado en el valle. Y si no habían empezado con buen pie, no era culpa suya. Ella había sido sincera, y si eso molestaba a Silva no era su problema. Además, parecía estar siempre a punto de sacar la placa y marcar distancias, como el día del funeral. Algo que contradecía por completo su aspecto despreocupado, de motero irreverente. En comisaría había constatado que no le gustaba, ni siquiera la había mirado. Kate dio el primer bocado y empezó a masticar. En fin, sólo había que ponerle de parte de Dana y para eso no necesitaba caerle bien, únicamente convencerle.

Abrió el pan, cogió la loncha de queso fresco y se la metió en la boca. La suave textura le recordó el sueño de la primera noche en casa de Dana y tragó sin pensar. Fue un mal paso. No había masticado suficiente y empezó a ahogarse. No entraba aire. Algo se le había atascado en la garganta y le taponaba la faringe. Se irguió, pero no consiguió nada, y entonces cogió la botella de agua con brusquedad, golpeó el plato y éste chocó contra el cristal de la mesa provocando un ruido metálico. Al final casi tuvo que arrancar el tapón para poder beber. Después tosió y volvió a respirar. Cuando empezó a relajarse, Kate tenía los ojos llorosos y bajó la vista buscando un clínex en el bolso. Sólo esperaba no haber hecho demasiado ruido. El local estaba a tope y Kate era consciente de que las conversaciones en las mesas del otro extremo se habían detenido. Tosió varias veces más tapándose la boca para no hacer ruido y en una de ellas notó cómo el líquido intentaba salírsele por la nariz. Se sonó y se cuidó bien de no levantar la vista, ni siquiera hacia la calle.

El resto del bocadillo se quedó en el plato. Kate bebió el agua que le quedaba para aclararse la garganta. Le costó contener la tos al levantarse y acercarse a la barra. La chica le preguntó si ya se encontraba bien. Ella asintió y sacó el billetero del bolso. La camarera, señalando la salida por la otra calle, le dijo que el ex comisario Salas y sus amigos habían pagado lo suyo antes de irse.

Como de costumbre, el abuelo conseguía mortificarla aun sin proponérselo. Dios… Seguro que había presenciado el espectáculo antes de irse y no había podido resistirse a dejarle un mensajito en forma de liquidación de la cuenta. Su ubicuidad era irritante, como siempre. Apretó la BlackBerry con fuerza y salió a la calle sin despedirse. Caminaba en dirección al coche, cavilando sobre la llamada que tenía pendiente. Al llegar, se detuvo delante de la puerta del conductor con la vista clavada en la pantalla y pulsó la tecla de la izquierda para cambiar el nombre del contacto por el de
sargento
a secas. Esperó a estar sentada en el coche para llamar y él respondió al primer tono.

—Sí…

Aún notaba la garganta dolorida por el esfuerzo y, temiendo que le colgase antes de darle tiempo a hablar, carraspeó.

—Sargento, soy Kate Salas, la hermana de Miguel. Hay algo que quiero comentar contigo. ¿Podemos vernos?

—Estoy en Barcelona.

—Hay que joderse.

J. B. soltó una carcajada y Kate se disculpó.

—Lo siento, es que es algo importante y no tengo demasiado tiempo. ¿Cuándo vuelves?

—¿Y lo que sea no puedes decírmelo por teléfono? Si es por la lista, es sábado y aún no he hablado con nadie, así que no te canses. Ya te dije que le echaría un vistazo, y lo hice.

¿Había dicho no te canses?

—Es por otra cosa —respondió tirante—. ¿Cuándo vuelves?

—Pues estás de suerte, porque iba a quedarme hasta mañana, pero acabo de saber que tengo que estar en Urús sobre las seis. Si quieres podemos quedar luego.

—Sólo necesito diez minutos.

—Vaya, eso no da para mucho…

—No te confundas, sargento.

—Espera, recuérdame quién ha llamado.

—Mira, no vas a conseguir que te mande a donde me gustaría porque necesito hablar contigo sobre el caso. Dime hora y lugar, y no perdamos más el tiempo. Cuando te cuente lo que sé dejarás de dar palos de ciego.

Kate oyó claramente su respiración durante la pausa y temió que le colgase.

—Mira, cuando acabe en Urús me pasaré por el Insbrük. Si quieres nos vemos allí. Pero no voy a hablar con la abogada de nadie.

Kate frunció el ceño.

—¿Qué quieres decir?

—Que, como sargento, no voy a hablar con la letrada Salas ni con la amiga de la principal sospechosa. Si quieres puedo dedicar esos diez minutos a la hermana de mi amigo Miguel. ¿Comprendes?

Gilipollas…

—¿A qué hora?

—A partir de las siete, supongo. Si tienes que esperar, tómate algo, que yo invito.

—Te saldrá gratis: estaré allí a las ocho.

74

Campo de prácticas, Fontanals Golf

—No me estás escuchando. ¿Dónde estás?

Magda sujetaba el
driver
con más rabia de la que se podía permitir con su nivel de juego y ni siquiera le miró. Llevaba media hora oyendo sus continuas indicaciones y empezaba a estar harta. Había mencionado todos sus dedos, el codo, las rodillas y varias veces la maldita posición de los pies, y mientras tanto ella no paraba de darle vueltas a lo que había ocurrido en la cena de la noche anterior con el alcalde.

Los ojos claros de Hans la observaban analizando con mirada crítica la posición de su alumna. Cada poco se adelantaba unos pasos y la tocaba en algún sitio para ajustar la posición del
swing
. Ella estaba absorta en sus pensamientos y en el problema en el que la habían metido su facilidad de palabra y el pronto rabioso que le provocaban los humos de la maldita alcaldesa. Así que ni siquiera hacía el esfuerzo de escuchar lo que decía el monitor.

Hasta que notó el aliento de Hans en el cuello y un índice recorriendo su espalda de arriba abajo. Eso fue lo que la devolvió a la cancha de inmediato tras estremecerse de pies a cabeza. Se dio la vuelta y él ya estaba a casi dos metros observándola de nuevo como un maestro solícito.

Sus miradas coincidieron y una ola lasciva recorrió el cuerpo de Magda.

—Creo que algo te preocupa, y no se puede jugar así —apuntó el holandés.

Ese levantamiento de ceja tan suyo le recordaba los instantes de intimidad de los que disfrutaban desde hacía meses, cada martes o jueves, en el hotelito de la frontera. Hans, con su gesto pausado y elegante, se adelantó unos pasos y se situó donde ella podía verle. El palo empezaba a resbalarle entre las manos y pasó la palma por el muslo del pantalón para sujetarlo con más fuerza. Miró la bola que él acababa de poner sobre el
tee
y estiró cada uno de los dedos con la máxima fuerza. En aquel momento era plenamente consciente de los ojos de él sobre su cuerpo y empezó a notar cómo se caldeaba por dentro.

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