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Authors: Carolina Solé

Tags: #Intriga

Ojos de hielo (71 page)

BOOK: Ojos de hielo
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Al salir del ascensor la BlackBerry sonó y Kate se dio cuenta de que por unas horas se había olvidado por completo del trabajo. No podía tratarse de Marina porque apenas habrían tenido tiempo de ponerse al día. A no ser que tuviesen noticias del juzgado… Sacó el móvil y leyó el mensaje del sargento con los datos de Marian. Eso le dejaba claro una vez más que siempre era mucho mejor trabajar sola. Por lo pronto, al cabo de unas horas sabría adónde habían ido a parar las cosas de las Bernat y, por tanto, quién había podido usar el DNI de Marian.

Al entrar en la habitación encontró a Chico donde le había dejado.

—No me puedo creer que no te hayas movido —admitió animosa. Y mirando a Dana preguntó—: ¿Algún cambio?

Chico negó con la cabeza y Kate intuyó en su mirada que había malas noticias.

—¿Qué pasa?

—Tardabas tanto que he salido a buscar algo para comer y me he encontrado con Santi en el pasillo.

—¿Otra vez? Al final voy a tener que pedir una orden.

—Harías bien —afirmó—. Creo que venía hacia aquí, pero al verme ha dado media vuelta. La verdad, no me fío de que no vaya a volver.

—No entiendo qué busca…

—Nada bueno. Ten cuidado y no la dejéis sola. Yo me ocuparé de la finca, pero tú no te muevas de aquí.

—¿Por qué no te trasladas a la casona? Esto va para largo… De la hípica ya se hacen cargo los bolivianos, pero la casa no debería estar vacía.

Chico asintió.

—De acuerdo. ¿Seguro que no le importará? —dijo mirando hacia la cama.

Kate le apoyó la mano en el hombro un instante.

—No sé lo que haríamos sin tu ayuda. No sólo no le importará, sino que estoy segura de que cuando despierte estará encantada.

—¿Te han dicho cuándo?

Kate negó con la cabeza y él se giró hacia la ventana. Cuando volvió a mirarle notó un brillo revelador en sus ojos y Kate se dirigió al otro lado de la cama para no incomodarle. Dos golpes en la puerta rompieron el silencio, y ambos se volvieron a la vez.

—Esto parece un velatorio y, que yo sepa, nadie va a morirse.

Ella miró a su hermano. Ése era Tato: un elefante en una cacharrería.

—Tío, ¿qué haces tú por aquí? —le preguntó a Chico.

—Voy a ocuparme de la finca mientras… —respondió señalando a Dana.

—Me parece muy bien. Bueno, ¿y qué tal ha ido el día? —preguntó sentándose en la cama y escondiendo la mano de Dana bajo la suya.

Kate percibió la rigidez con la que Chico había recibido el gesto desenvuelto de su hermano y cómo controlaba cada uno de sus movimientos, igual que un guepardo listo para saltar sobre su rival. Sólo que Tato trataba a Dana como lo habría hecho con ella. Obviamente, para Chico eso no era tan evidente.

Y entonces, con los ojos clavados en las manos de su hermano, Kate volvió a sentirse incómoda. Desde el accidente, apenas se atrevía a tocar a Dana, consciente de que en cuanto despertase y recordase lo que había pasado probablemente la odiaría para siempre. Todos lo harían, y que su amiga no recordase nada era lo único que podía salvarla. En cuanto diese con el doctor Marós le preguntaría sobre esa posibilidad. Tato continuaba sujetando con fuerza la mano de Dana y mirando las durezas y rasguños de su piel. Kate cerró las suyas reafirmándose en su idea de lo mucho que las manos decían de las personas.

Al poco, Tato se levantó.

—Bueno, yo me voy. No puedo hacer nada y tampoco os veo muy conversadores. Me he pasado el día trabajando en una casa de Lles y mañana tengo que estar allí a las ocho para poner las puertas. —Y, mirando a Chico, añadió—: ¿Bajas?

Él asintió sin demasiado convencimiento. Kate entró en el lavabo y le dio el cargador del móvil cuando ambos salían por la puerta.

Era increíble que una ducha de hospital pudiese ser tan reconfortante. Kate acercó la mesa a la cama y se sentó en una silla, al lado de Dana. Abrió el Mac y entró en Google Earth. Antes de acabar con el bocadillo ya tenía localizado el edificio de la pastelería La Coma y dos posibles direcciones para el piso de las Bernat en la calle Aribau. Abrió el correo y vio uno de un tal San Pedro que le reenviaba Marina. En la pantalla apareció una copia de la nota del juzgado con la lista definitiva de pruebas recusadas: no incluía ninguna de sus peticiones. Mientras la leía pensó que san Judas era un nombre más apropiado para Marina, que Paco se iba a poner bueno, y que esta vez no iba a estar ella presente para aplacar su rabia con propuestas inteligentes. A ver cómo se apañaban, porque Marcos, con su propia batalla interna entre el ego y el pavor a los desplantes públicos del jefe, estaba lejos de dar el perfil al que Paco estaba acostumbrado.

Se preguntó cuándo tendría noticias del andorrano. Lo cierto era que, desde que había hablado con Marina para sentar las bases de su relación durante el caso, no había pensado en el bufete en todo el día. La única duda que le quedaba era si el tipo habría hecho el trabajo de forma limpia, sin dejar cabos sueltos. Pero ahora no era tiempo de eso, ahora lo que necesitaba era hablar con Tina Reig, su contacto en el registro de la propiedad, y averiguar la historia del piso de las Bernat.

115

Comisaría de Puigcerdà

Entrar en comisaría, en sus dominios, siempre la mantenía alerta. Magda solía mirar a ambos lados hasta cerciorarse de que el respeto, casi el temor, asomaba en la mirada de sus subalternos. Pero esa mañana, consciente de que le esperaba un día complicado, sólo se fijó en la silla vacía de la secretaria y en la luz apagada del despacho del sargento Silva.

Ya había abierto los ojos pensando en la cena con el alcalde. Por suerte tenía todo el día para aclarar lo del bastón y, si era necesario, tiraría de sus contactos en la central y haría las gestiones ella misma. Esa idea le produjo cierta desazón. Debería cuidar más esos contactos, porque si bien ahora estaba en el fin del mundo, pronto la reclamarían en la civilización. Y lo cierto era que, ocupada con las gestiones para entrar en la élite social del valle, no estaba teniendo en cuenta lo que necesitaría en su siguiente destino. También tenía pendiente su asunto con Hans, que resolvería por la tarde, cuando tuviese preparada la carnaza para la cena con el alcalde.

Entró en el despacho y marcó el número de centralita. No había visto a la secretaria en su puesto, pero ella siempre era puntual. Si estaba en el lavabo o en la máquina de café, se daría prisa al oír el tono acelerado de su teléfono. Además, seguro que había corrido la voz de que acababa de llegar. Como debía ser.

Al tercer tono, Montserrat respondió.

—…

—¿Ha llegado Silva?

—…

—En cuanto entre por la puerta le quiero en mi despacho. Llámale al móvil y dile que venga directamente y que le estoy esperando.

Las ocho menos cinco. Magda se acercó al ventanal y miró al aparcamiento. Algunos agentes se apresuraban al ver la luz de su despacho encendida. Buena señal, pero ninguno era el maldito Silva. Empezaba a lloviznar bajo el cielo encapotado cuando Magda vio al caporal Desclòs saliendo del coche. Entrecerró los ojos, se sentó en la butaca y pulsó el interfono.

—Un americano, y dile a Desclòs que venga a mi despacho.

Dos minutos más tarde, el caporal entraba en el despacho de Magda con un vaso de café largo. Lo dejó sobre la mesa y se quedó de pie, esperando.

Magda se dio cuenta de que estaba nervioso. Cruzó las manos sobre la mesa y se irguió.

—¿Ya ha llegado el informe preliminar del accidente?

Él negó con la cabeza.

—Dijeron dos o tres días. Pero todo apunta a que la veterinaria se salió del carril.

Magda asintió.

—Quiero que dedique todo el día a perseguir ese informe. Haga lo que sea necesario, pero lo quiero sobre mi mesa antes de las seis de la tarde. ¿Entendido?

El caporal asintió y Magda le indicó con la mano que podía irse. Él carraspeó y ella le miró impaciente.

—El sargento me ha pedido un segundo registro de la finca de los Bernat para buscar un quad. No me ha parecido oportuno hacer nada hasta comentárselo. Si me dice…

Magda levantó la mano para hacerle callar. Desautorizar a Silva no era el problema, sino seguir por ahí, buscándoles las cosquillas a los miembros del CRC precisamente ahora, cuando estaba trabajando para entrar en el consejo. Claro que la amenaza de registro bien podía jugar a su favor si llegaba a los oídos convenientes que ella la había impedido. Debía reflexionar sobre todo eso y librarse de Desclòs para poder concentrarse.

—Bien, hablaré con el sargento. Antes de dar un paso como ése quiero conocer sus razones para querer molestar otra vez al hijo de Bernat. Ahora póngase con el preinforme del accidente.

Desclòs seguía sin moverse. ¿Es que se había propuesto darle el día?

—¿Algo más, caporal? —inquirió impaciente.

—El sargento también me pidió un informe sobre el CRC…

—¿Y…? —preguntó impaciente.

El caporal la estaba poniendo de los nervios.

—Bueno, pues que le di un dossier que me proporcionó uno de los miembros, pero no sé si un agente como él…, que acaba de llegar y no sabemos cuánto tiempo se va a quedar…, debería…

Magda se irguió en la butaca y empezó a apilar los portafolios que tenía sobre la mesa.

—Bueno, haremos lo siguiente: yo hablaré con el sargento y, si lo creo conveniente, me ocuparé del segundo registro de la finca Bernat. En cuanto al CRC, a partir de ahora comuníqueme todo lo que le pida el sargento y no haga nada sin mi visto bueno. Esto será algo entre usted y yo. ¿Comprende?

El caporal asintió y salió del despacho conteniendo una sonrisa. Magda sabía que acababa de darle una alegría. Más tarde le comentaría la conveniencia de mencionar a su padre que ella había impedido el segundo registro en la finca de los Bernat. Si algo sabía todo el mundo era que la primera regla para que lo aceptaran en un club era velar por los intereses de sus miembros.

Al menos Desclòs resultaba disciplinado y era una conexión directa con el CRC muy fácil de usar. Ahora sólo necesitaba aclarar lo del bastón. Si no podía resolverlo, por lo menos el preinforme del accidente podía darle juego para la cena con el alcalde. Esos encuentros sociales resultaban un verdadero dolor de cabeza cuando uno no llevaba hechos los deberes. Y eso sólo le sucedía cuando dejaba las cosas en manos de incompetentes. Por suerte, nada resultaba un problema para una mujer de recursos.

Y eso era lo que le había pedido Hans, recursos para su nuevo negocio. Ella había intentado contener la sonrisa para no herirle, pero no le imaginaba gestionando un negocio como el que quería montar. Y, en realidad, era un fastidio que le hubiese propuesto ser socia, aunque fuese sólo capitalista, porque tanto si le decía que sí como si le decía que no, la despreocupada y libre relación que mantenían acabaría deteriorándose. En fin, las cosas tendían a complicarse, eso no era nuevo. Ahora sólo le quedaba decidir qué camino tomar.

Tras pedir permiso, el sargento entró con la cazadora puesta en el despacho de Magda. Por lo menos, esta vez había acudido sin pasar de todo, como solía.

—Siéntese.

Silva asintió y retiró la silla para sentarse. Era evidente que esperaba una bronca, pero decidió sorprenderle.

—Tengo entendido que ha pedido un segundo registro en la finca de los Bernat.

Como sospechaba, acababa de darle una estocada. Magda se lo veía en la cara, pero el sargento se recompuso en seguida y le sostuvo la mirada con aplomo. Eso la incomodó.

—Supongo que a estas alturas tiene claro que no va a llevarnos a nada nuevo… Lo que puede cerrar el caso es el informe dactilar del bastón, eso sí es importante, pero usted parece no tener prisa.

—Comisaria, no tengo prisa por imputar a nadie sin estar seguro. Ciertamente, varias pruebas apuntan a la veterinaria, pero tengo algunas dudas que aún no puedo documentar y creo que dentro de unas horas podré despejarlas. Además, tenemos la certeza de que Santi tiene un quad y que el día del primer registro no estaba ahí. Me gustaría encontrarlo y mandar sus neumáticos al laboratorio.

Magda carraspeó molesta. ¿A qué venía ahora todo eso del quad? Es más, ¿a quién le importaba un maldito quad que podía poner en peligro cosas más importantes para todo el mundo? No conocía nada peor que un tipo perseverante que ignoraba por dónde iba la corriente…

—¿Sabe algo del informe del bastón?

Él negó tajante.

—No voy a darle más tiempo. Quiero el informe sobre mi mesa antes de las seis, ni un minuto después. Y no me importa si tiene que ir personalmente a recogerlo. Si le ponen alguna pega, llámeme de inmediato.

—Estoy siguiendo la pista de la persona que envió el brandy a Jaime Bernat.

Magda se lo quedó mirando. Empezaba a irritarle la obstinación del sargento. Si esperaba que lo tuviera en cuenta, iba listo. Ya se imaginaba diciéndole a Vicente que seguían la pista del brandy. ¿Cómo se suponía que iba a encajar eso con su última afirmación de tener el caso prácticamente resuelto?

Le miró directamente a los ojos.

—En cuanto tengamos el informe del bastón decidiré qué hacer con el registro —zanjó.

Cuando Silva cerró la puerta, Magda se dejó caer en el respaldo. Cada reunión con aquel tipo le dejaba un sabor extraño en la boca, algo parecido a la irritada impotencia que sentía cuando su hijo Álex argumentaba demasiado bien las razones por las que la había desobedecido. Miró el reloj. Apenas había estado hablando con él cinco minutos y le habían parecido horas… Abrió el sobre de sacarina dispuesta a echarlo entero en el café, pero cambió de opinión: necesitaba azúcar. Lo tiró a la papelera y abrió el azucarillo. Mientras removía el café con el palito de plástico transparente concluyó que un segundo registro sólo complicaría la investigación. Había que evitarlo a toda costa, porque la veterinaria, al fin y al cabo, ya era la culpable a ojos de todos. Y eso resolvía el caso. Tomó un sorbo del café y su sabor amargo le llenó la boca y las fosas nasales de energía. No esperaría al sargento; ni tan sólo se había confirmado que fuese un espía de la central o que intentase hacer fracasar su entrada en el CRC. Cuando terminase el bendito americano se ocuparía ella misma de conseguir el informe.

116

Habitación 202, hospital de Puigcerdà

A las ocho de la mañana, Kate colgó el teléfono y, aún con el bolígrafo en la mano, repasó las notas que había ido tomando durante su conversación con Tina. Rosalía Bernat era la antigua propietaria de un piso en la segunda planta de uno de los edificios que le había indicado por teléfono. A su muerte, el piso fue vendido a los actuales propietarios. La notaría Alcántara se encargó de los trámites. Kate entornó los ojos: las casualidades de la vida la dejaban pasmada. Lili Alcántara era de su promoción, la pequeña de una familia de ilustres notarios, y llevaba el negocio con dos de sus hermanos mayores. A eso se le llamaba buena suerte. Buscó en la agenda su dirección de correo electrónico para pedirle ayuda, pero cambió de opinión y la llamó.

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