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Authors: Charles Dickens

Oliver Twist (42 page)

BOOK: Oliver Twist
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—¡Aquí, Oliver, ven aquí! —gritó la voz—. ¿Qué noticias hay ¿Y la señorita Rosa? ¡Oliver!

—¿Es usted, señor Giles? —contestó Oliver precipitándose hacia la portezuela del carruaje.

Otra vez asomó el gorro de dormir de Giles, sin duda para formular —su propietario, no el gorro—, nuevas preguntas, cuando el buen mayordomo hubo de ceder la ventanilla a un joven, que a su lado venía sentado, quien preguntó anhelante noticias sobre la enferma.

—¡Una sola palabra! —exclamó—. ¿Está mejor o peor?

—¡Mejor, mucho mejor! —contestó Oliver.

—¡Dios sea loado! —exclamó fervorosamente el joven—. ¿Estás seguro de ello?

—Segurísimo, señor. El cambio sobrevino hace muy pocas horas, y el señor Losberne asegura que pasó el peligro.

El joven abrió inmediatamente la portezuela, saltó del carruaje y, asiendo por un brazo a Oliver, llevóle aparte y le preguntó:

—¿Pero es cierto lo que dices? ¿No habrá error por tu parte, hijo mío? ¡Por favor, no me engañes! —añadió con voz que la emoción hacía temblar—. ¡No me hagas concebir esperanzas que acaso no se realicen!

—Por todo el oro del mundo no haría yo eso, señor —replicó Oliver—. Puede usted creerme. Las palabras del doctor Losberne fueron que el Dios misericordioso y bueno nos la deja para que le bendigamos y demos gracias durante muchos años. Yo mismo las oí de sus labios.

Asomaron las lágrimas a los ojos de Oliver al recordar la escena que fuera el comienzo de tanta felicidad, y el joven caballero volvió la cabeza y permaneció silencioso durante algunos momentos. Más de una vez creyó Oliver que le oía sollozar, pero no quiso desviar el curso de sus pensamientos, que desde luego supuso el rumbo que llevaban, haciendo nuevas observaciones, y quedó callado, fingiendo prestar toda su atención al colosal ramillete que llevaba en las manos.

Mientras tanto, Giles sentado en el estribo del carruaje, con la cabeza enfundada dentro del gorro de dormir apoyada sobre las manos, y éstas a su vez sobre las rodillas, limpiábase los ojos con un pañuelo de algodón azul con motitas blancas. Que la emoción del honrado servidor no era fingida demostrólo elocuentemente el rojo subido de sus ojos cuando los fijó en el joven caballero, que acababa de dar media vuelta y le dirigía la palabra.

—Mejor será, Giles, que continúe usted en la silla de posta hasta la casa de mi madre. Yo prefiero caminar despacito a fin de que usted tenga tiempo de prevenirla, diciéndole que llego.

—Si el señor perdonara mi atrevimiento —contestó Giles, limpiándose la cara con el pañuelo—, le suplicaría que diese al postillón el encargo que acaba de confiarme. Si la servidumbre me ve en el estado poco conveniente en que me encuentro, a buen seguro que pierdo para siempre la autoridad moral que tengo y debo tener sobre ellos.

—Está bien —respondió Enrique Maylie sonriendo—. No hay inconveniente. Que siga el postillón con el carruaje, y usted puede venir con nosotros; pero, por favor, cambie ese gorro por cualquier cubre cabezas más apropiado, si no quiere que los que nos vean nos tomen por locos.

Apresuróse Giles a quitarse el gorro de dormir, que guardó en un bolsillo, y a ponerse un sombrero que sacó del carruaje. Seguidamente prosiguió la marcha el postillón, dejando a los viajeros que, juntamente con Oliver, siguieron a pie con paso lento.

Durante la marcha, Oliver dirigía de vez en cuando miradas llenas de interés mezclado de curiosidad al recién llegado. Representaba tener unos veinticinco años, y era de estatura regular, guapo de rostro y de mirada franca. La elegancia de su traje y la soltura graciosa de sus movimientos hablaban desde luego en su favor. A pesar de la distancia que separa a la vejez de la juventud, ofrecía tan notable parecido con la anciana dama, que Oliver habría sospechado desde luego el estrecho parentesco que los unía aun cuando no le hubiese podido decir que era su madre.

Con la ansiedad pintada en el semblante, esperaba la señora Maylie la llegada de su hijo a la casa, siendo intensa la emoción que entrambos demostraron al abrazarse.

—¡Madre mía! —balbuceó el joven—. ¿Cómo no me escribiste antes?

—Escribí —replicó la dama—; mas después de reflexionar, resolví suspender el envío de la carta hasta después de oír la opinión del señor Losberne.

—De todas suertes, madre mía, ¿por qué habías de exponerte a que sobreviniera la desgracia que a punto ha estado de herirnos?... Si Rosa hubiese... mis labios se resisten a pronunciar la palabra... si su enfermedad hubiera tenido otro desenlace, ¿hubieses podido perdonarte nunca? ¿Dónde habría encontrado yo nunca más una gota de felicidad?

—Si hubiera ocurrido la desgracia a que te refieres, Enrique, creo en efecto, que tu felicidad sobre la tierra habría terminado; pero creo asimismo que tu llegada aquí un día antes o un día después, poca, muy poca importancia hubiese tenido.

—¿Quién sabe, madre mía? ¡Por supuesto! ... ¡Tienes razón! En nada podía influir mi presencia... ¡Tú lo sabes... sí... lo sabes mejor que yo!

—Sé que Rosa merece el amor más ardiente y puro que pueda ofrecer el corazón de un hombre; sé que su condición dulce y noble es acreedora a un afecto poco común, a un afecto profundo y eterno. Si no abrigase esa convicción, si no estuviera persuadida de que la inconstancia del hombre a quien ella entregara su amor destrozaría su corazón, creo que mi misión sería más fácil de cumplir y que sin luchas ni temores atemperaría mi conducta a lo que me parece norma inflexible del deber.

—Mal juzgas mis sentimientos, madre mía —dijo Enrique—. ¿Es que me crees aún un niño que no se conoce a sí mismo, capaz de engañarse respecto a los impulsos de su alma?

—Creo, hijo mío —replicó la dama, colocando una mano sobre el hombro del joven—, que las almas jóvenes tienen muchos impulsos generosos que no son duraderos, y que, entre estos impulsos, abundan los que, una vez satisfechos, se borran, se pierden, desaparecen para siempre. Creo, sobre todo —añadió la dama, clavando los ojos en el rostro de su hijo—, que si un hombre entusiasta, ardiente, ambicioso, enlaza su existencia a la de una mujer sobre cuyo apellido hay una mancha aun cuando ésta tenga su origen en persona que no es la amada, puede encontrar en los senderos de la vida almas bastardas que cometan la vileza de lanzar esa mancha al rostro de la compañera de su existencia, miserables que la hagan extensiva a sus hijos y hasta a su misma persona, en cuyo caso, al verse envuelto en oleadas de fango, es más que probable que, dando al olvido sus sentimientos generosos, imponiendo silencio a su buen natural, se arrepienta un día de los lazos que contrajo en sus años juveniles, y su esposa haya de pasar por los suplicios consiguientes a un arrepentimiento tardío.

—Madre mía —exclamó el joven con impaciencia—; el hombre que así obrase, sería un bruto egoísta, tan indigno del nombre de hombre como de la mujer que describes.

—Ahora piensas así, Enrique —dijo la madre.

—Y pensaré siempre lo mismo —replicó el joven—. La agonía mental que viene atormentándome horriblemente desde hace dos días me obliga a confesar abiertamente y con sinceridad una pasión que, conforme sabes perfectamente, ni es de ayer, ni nació a la ligera. Rosa, ese ángel de bondad, esa niña tan dulce como hermosa, posee mi corazón para siempre. En ella están cifrados todos mis proyectos, todas mis esperanzas, mi vida entera; nada quiero sin ella, y ten por cierto que, si haces oposición a este sueño, el más hermoso de mi vida, tomas en tus manos mi paz y mi felicidad y la arrojas a los vientos. Reflexiona bien, madre mía: ten mejor opinión de tu hijo, y no cierres los ojos a su felicidad, en la que parece que tan poco piensas.

—Precisamente porque sé lo que son los corazones apasionados, Enrique, quisiera evitarles, ahora que es tiempo, decepciones dolorosas, heridas crueles. Pero me parece que hemos hablado bastante, y hasta demasiado, sobre este punto por ahora.

—Que decida Rosa, entonces —repuso Enrique—. No creo que tus opiniones sean inmutables ni que sea tu ánimo sostenerlas hasta el extremo de alzarme obstáculos entre aquélla y yo.

—No los alzaré; pero quisiera que reflexionases...

—¡He reflexionado ya! —interrumpió el impaciente joven—. Años y más años ha que vengo reflexionando; como que es la reflexión que me hago desde que tengo uso de razón. Mis sentimientos no han variado ni variarán: ¿a qué, pues, diferir por más tiempo su declaración, si guardar los secretos me hace sufrir y de nada ha de servir? ¡No! ¡No me iré yo de esta casa sin que Rosa me oiga!

—Te oirá —contestó la dama.

—Hay en el tono con que me hablas algo que parece indicar que me oirá con frialdad, madre mía —observó el joven.

—Te oirá sin frialdad —repuso la señora—; muy al contrario.

—¿Entonces?... ¿No ha mostrado inclinaciones en otro sentido?

—Ciertamente que no —contestó la madre—. O mucho me engaño, o te has hecho dueño de sus afectos. Lo que quiero decir —añadió la buena señora, adelantándose a su hijo, que hizo además de hablar—, es lo siguiente: Antes que te entregues por completo a esa idea, antes que te abandones sin reserva a esa esperanza, reflexiona, medita bien, hijo mío, sobre la historia de Rosa, y considera el efecto que el conocimiento de su nacimiento misterioso ha de ejercer a no dudar en su decisión... por lo mismo que se ha consagrado a nosotros con toda la intensidad de su noble alma y con ese espíritu de abnegación que en todas las circunstancias, grandes o pequeñas, ha sido la característica de su conducta.

—¿Qué quieres decirme con eso, madre mía?

—Te dejo el trabajo de adivinarlo... Voy a ver a Rosa... ¡Qué Dios te bendiga!

—¿Volveré a verte esta noche? —preguntó anhelante el joven.

—Dentro de un momento: cuando salga del cuarto de Rosa.

—¿Piensas decirle que estoy aquí?

—Naturalmente.

—Dile también cuán grande ha sido mi angustia, cuánto he sufrido y cuánto deseo verla: ¿no me negarás este favor, madre mía?

—No; le diré todo lo que deseas que le diga —contestó la dama, estrechando cariñosamente la mano de su hijo y saliendo de la habitación.

Mientras madre e hijo sostenían la conversación que queda transcrita, el doctor Losberne y Oliver habían permanecido separados en el extremo más alejado del cuarto. El primero dio entonces la mano a Enrique Maylie, con quien cambió cordiales frases de bienvenida, y luego le hizo, contestando diversas preguntas de su joven amigo, una historia completa y detallada de la enfermedad y estado actual de la enferma, estado tan satisfactorio y lleno de esperanzas como le hicieran esperar las breves palabras de Oliver. Huelga decir que Giles, aunque parecía atento única y exclusivamente al arreglo de los equipajes, escuchó con orejas ávidas el relato del doctor.

—¿Ha hecho usted algún buen tiro de poco tiempo a esta parte, Giles? —preguntó el doctor.

—No, señor —contestó el criado, enrojeciendo hasta en el blanco de los ojos.

—¿Ni cogido ningún ladrón ni descubierto la identidad de ningún salteador nocturno?

—Nada, señor —respondió con mucha gravedad Giles.

—Lo siento de veras, porque son cosas que hace usted a las mil maravillas. Dígame: ¿cómo está Britles?

—Muy bien, señor —respondió Giles, adoptando de nuevo el tono de protección que le era habitual—. Me ha encargado que salude a usted muy respetuosamente.

—Perfectamente. La presencia de usted, Giles, me recuerda que la víspera del día en que tan bruscamente fui llamado, llevé a cabo, a petición de su señora, una pequeña comisión en favor de usted. ¿Quiere usted acercarse y le diré dos palabras sobre el particular?

¡Giles siguió al doctor hasta un rincón de la estancia con aires de persona importante, y pudo saborear el honor de que el señor Losberne conversase con él en voz muy baja, después de lo cual el primero se retiró con paso majestuoso no sin antes hacer al doctor muchas y profundas reverencias.

No se hizo público en el salón el asunto tratado en la conferencia, Tas no tardó en saberse en la cocina, pues hacia ésta se encaminó Giles en derechura y luego que mandó que le sirvieran un jarro de cerveza, anunció, con aires de majestad que no dejaron de producir efecto, que la señora, deseando premiar su valeroso comportamiento con motivo del robo intentado en su casa, había tenido a bien depositar en la Caja de Ahorros y a favor suyo, la suma de veinticinco libras esterlinas. La servidumbre elevó al cielo las manos y los ojos dieron a entender que temían que el señor Giles acaso se mostrase orgulloso en lo sucesivo, a lo que el buen mayordomo, poniendo la diestra sobre la chorrera de su camisa, contestó que no temieran tal cosa de él, y que, si alguna vez observaban que trataba con altanería a sus inferiores, los agradecería que se lo advirtiesen. Hízoles otras mil observaciones no menos demostrativas de su condición y carácter humilde, que fueron acogidas con gran favor y aplauso por cierto con razón sobrada, toda vez que eran tan importantes originales como suelen serlo cuantas manifestaciones hacen los gran hombres.

De escalera arriba, el resto de la tarde se pasó alegremente, pues el doctor estaba de buen humor, y Enrique, aunque fatigado como secuencia del viaje y un tanto, preocupado, sobre todo al principio, no pudo resistir el carácter humorístico del digno caballero, que se tradujo en mil chistes matizados con aventuras profesionales y en variada chanzonetas que encantaron a Oliver, a cuyos oídos nunca llegaron cosas tan graciosas, y le hicieron reí a más no poder, con evidente satisfacción del doctor, que también ría de la manera más inmoderada, risa que, sin duda por simpatía, se contagió a Enrique. Pasóse, pues, tiempo todo lo distraídamente que podía pasarse dadas las circunstancias, y era ya muy tarde cuando se disolvió la reunión para entregarse al descanso, del que todos tenía mucha necesidad después de las ansiedades e incertidumbres que tanto les habían afligido.

A la mañana siguiente, levantóse Oliver muy temprano y muy contento, y se entregó a sus ocupaciones habituales con satisfacción y placer que no saboreaba desde una porción de días. Lanzaban los pájaros sus trinos más armoniosos, y bien pronto, las flores más hermosas, recogidas por las manos del huérfano, formaron un ramillete cuya fragancia y belleza tanto habían de agradar a Rosa. La melancolía que en días pasados apagaba el brillo de los ojos de Oliver, habíase disipado como por encanto. Parecíale que el rocío brillaba más, que nunca sobre las verdes hojas, que los susurros de la brisa eran más armoniosos, que el azul del cielo jamás fue tan puro y hermoso como entonces. ¡Tan inmensa, tan decisiva es la influencia que hasta sobre el aspecto del mundo exterior ejercen los pensamientos que embargan nuestro espíritu! Los hombres que, al contemplar la Naturaleza, al tender sus miradas sobre sus semejantes, se lamentan de verlo todo negro, sombrío y melancólico, no se engañan del todo: lo que ignoran tal vez es que los colores sombríos son reflejos de sus ojos y de sus corazones ictéricos, falseados. El colorido verdad es tan delicado, que sólo pueden apreciarlo ojos muy claros y corazones muy limpios.

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