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Authors: Charles Dickens

Oliver Twist (6 page)

BOOK: Oliver Twist
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—¡Vaya! —exclamó la mujer del funerario, luego que Oliver hubo dado fin a la comida, operación que contempló aquélla con horror silencioso y haciendo presagios espantosos sobre tan descomunal apetito—. ¿Acabaste?

Como Oliver no vio al alcance de sus dientes nada comestible, contestó afirmativamente.

—Pues ven conmigo —dijo la mujer, tomando un farol sucio y ahumado y echando a andar escalera arriba—. Tu cama está debajo del mostrador. Supongo que no te importará dormir rodeado de ataúdes, ¿eh? Lo sentiría, pues te importe o no, entre ellos has de dormir. ¡Deprisa, deprisa! ¡No me tengas aquí toda la noche!

Oliver siguió con gran docilidad a su nueva ama.

Capítulo V

Contrae Oliver nuevas relaciones. La primera vez que asiste a un entierro, forma opinión favorable del oficio de su amo

Solo Oliver en la tienda de su amo, dejó el farol sobre un banco de trabajo y tendió en torno suyo miradas de terror, que comprenderán sin esfuerzo muchas personas de bastante más edad que el infeliz huérfano. Una caja mortuoria sin, concluir, colocada en el centro de la tienda sobre unos banquillos negros, ofrecía aspecto tan lúgubre, que el pobre niño temblaba de miedo cada vez que su mirada dilatada por el espanto se dirigía hacia el pavoroso objeto, pues esperaba en todo momento ver que algún espectro horrible alzaba lentamente la cabeza para enloquecerle de terror. Larga fila de tablas de olmo, todas de la misma medida, flanqueaban la pared, semejando, a la luz incierta del farol, otros tantos fantasmas de anchas espaldas con las manos metidas en los bolsillos de sus calzones. Planchas brillantes de metal, astillas del olmo, clavos de cabeza dorada y pedazos de paño negro cubrían el suelo en horrible confusión. Si Oliver separaba sus miradas de los fantasmas de anchas espaldas y las dirigía al testero de la tienda, se encontraba con un cuadro que presentaba en primer término dos esqueletos envueltos en rígidos sudarios estacionados a uno y otro lado de la puerta de una casa, y en el fondo, una carroza fúnebre tirada por cuatro caballos, negros como la noche, que se iban acercando a aquélla. La atmósfera de la tienda, cálida y enrarecida, parecía saturada de olor a féretros y el sitio en que Oliver estaba tendido debajo del mostrador tenía todas las apariencias de una fosa.

Y no era sólo este espectáculo, con ser tan lúgubre, lo que impresionaba y deprimía a Oliver. Encontrábase solo en lugar extraño, y es natural que su terror llegase a lo inconcebible, pues a cualquiera de nosotros, aun a los que por más valientes nos tengamos, nos sucedería otro tanto si en situación análoga nos encontráramos. Carecía de amigos que se interesaran por él, o por quienes él pudiera interesarse; no tenía que llorar la ausencia de una persona amada, la muerte de un ser querido ni en su corazón pesaba como losa de plomo el recuerdo de un rostro adorado; pero esto no obstante, gemía su corazón; su tristeza era infinita. Al revolverse en su estrecha cama, hubiera deseado que ésta fuera un ataúd, y que le dejaran dormir tranquilo el sueño eterno de la muerte en el cementerio, a la sombra de la lozana hierba que creciera sobre su cuerpo, arrullado por el doblar grave y fúnebre de las campanas.

A la mañana siguiente le despertó el ruido de una patada descargada con furia contra la puerta de la tienda, patada veinte veces repetida con cólera durante el breve tiempo que invirtió en vestirse, y cuenta que lo hizo más que deprisa. Mientras corría los cerrojos, cesaron las patadas y gritó el propietario sin duda, de las extremidades que acocearon la puerta:

—¿Abrirás de una vez?

—¡Corriendo, señor! —respondió Oliver, dando una vuelta a la llave.

—Supongo que serás el nuevo aprendiz, ¿no? —preguntó la misma voz por el ojo de la llave.

—Sí, señor —contestó Oliver.

—¿Cuántos años tienes?

—Diez, señor.

—Entonces, prepárate a recibir una tanda de palos en cuanto entre. Yo te enseñaré, miserable galopín, a tenerme siglos enteros esperando a la puerta.

Anunciados unos propósitos tan halagüeños, el de la voz comenzó a silbar.

Había experimentado Oliver demasiadas veces los efectos del cumplimiento de promesas análogas a la que acababan de hacerle; para que se le ocurriera dudar, ni por un momento, que el propietario de la voz, quienquiera que fuese, haría honor a la palabra empeñada. Acabó, pues, de descorrer los cerrojos con mano trémula, y abrió la puerta.

A nadie vio. Dirigió temerosas miradas a derecha e izquierda, creyendo que el desconocido que le dirigiera la palabra por el ojo de la llave estaría paseando para entrar calor, y como no viera a nadie que a un muchachote de la Casa de Caridad, que sentado sobre un guardacantón frente a la casa comía con avidez una rebanada de pan con manteca, que dividía en trozos tamaño de su boca con una navaja a él se dirigió diciendo:

—Perdone usted, señor; ¿es usted el que llamaba?

—Yo soy el que daba patadas —respondió el interrogado.

—¿Necesita algún ataúd? —preguntó con ingenuidad Oliver.

El muchachote de la Casa de Caridad se puso hecho una furia.

—¡Tú vas a necesitarlo muy pronto —contestó— si tienes el atrevimiento de gastar bromas semejante con tus superiores! ¿No sabes quién soy, miserable expósito? —gritó el energúmeno, descendiendo del guardacantón con edificante gravedad.

—No, señor —contestó Oliver—. Soy el señor Noé Claypole, tú eres mi subordinado. ¡Abre las puertas, sinvergüenza!

El señor Claypole apoyó su orden con una patada administrada a Oliver, y entró en la tienda con aire de dignidad poco en armonía con su grosera catadura, pues, en realidad la prosopopeya y aire de dignidad ha de contrastar por necesidad con un individuo de cabeza inmensa, ojos pequeños, nariz aplastada, boca semejante y extenso desgarrón y fisonomía brutal y grosera, y con doble motivo, si a tantos atractivos físicos se une una nariz colorada y una tez amarilla.

Oliver, después de abrir las puertas, y de romper un cristal al intentar trasladar la primera al pequeño patio en que se guardaban durante el día, fue cariñosamente ayudado por Noé, quien condescendió hasta el extremo de auxiliarlo, no sin consolarle con la seguridad de que
lo pagaría
. Poco después bajó el funerario y algunos segundos más tarde la mujer de éste. Oliver, luego que
pagó
su torpeza, sin duda para que no quedara incumplida la predicción de Noé, bajó, siguiendo a este último, a la cocina, donde les esperaba el almuerzo.

—Acércate a la lumbre, Noé —dijo Carlota—. Del almuerzo de tu amo, he separado para ti un pedazo de tocino. Tú, Oliver, cierra esa puerta y engúllete esos mendrugos que he dejado encima de la panera. Ahí tienes el té: vete al rincón y despacha cuanto antes, pues tienes que ir pronto a la tienda. ¿Entiendes?

—¿Has oído, zopenco? —dijo Noé.

—¡No te ensañes con él, Noé! —dijo Carlota—. ¡Qué mal corazón tienes, muchacho! ¿Por qué no le dejas en paz?

—¡Dejarle! —repitió Noé—. ¡Dejado y bien dejado le tiene todo el mundo! No tiene padre ni madre, y en cuanto a sus parientes, bien seguro es que no han de importunarle; ¿no es verdad, Carlota? ¡ja, ja, ja!

—¡Burlón! —exclamó Carlota, riendo también a carcajada.

Ama y dependiente dirigieron miradas desdeñosas al desventurado Oliver Twist, que, sentado en un rincón, devoraba los mendrugos expresamente reservados para él.

Noé, aunque procedente de la Casa de Caridad, no se tenía por expósito ni por hijo de la casualidad, Pues podía hacer remontar su genealogía hasta su padre y madre que habitaban cerca de la funeraria. Lavandera era su madre, y su padre fue en sus buenos tiempos soldado demasiado aficionado al vino, y en la actualidad estaba retirado del servicio, paseando de taberna en taberna la pierna de palo, y emborrachándose a diario gracias a la pensión de dos peniques y una fracción infinitesimal de la misma moneda que cobraba todos los días.

Tenían los muchachos del barrio la buena costumbre de apostrofar constantemente a Noé con los epítetos de «hospiciano», «asilado» y otros semejantes, todos a cuál más injurioso, que el mozalbete sobrellevaba sin replicar palabra; pero ahora que la fortuna le deparaba a un huérfano sin nombre, a un desventurado a quien hasta los más viles tenían derecho a despreciar, vengábase con usura. ¡Curioso ejemplo que sugiere graves reflexiones! Nos demuestra cuán hermosas cualidades atesora la naturaleza humana, y la equidad imparcial, con que ésta las distribuye lo mismo entre los caballeros más encumbrados que entre los seres más humildes y hasta entre los más degradados de la escala social.

Tres semanas, quizá un mes, llevaba Oliver en la casa del empresario de pompas fúnebres. Cenaban una noche los esposos Sowerberry en la trastienda, después de cerrado el establecimiento, cuando el marido, previas frecuentes y sostenidas miradas de respeto dirigidas a su mujer, dijo:

—Querida mía...

Una mirada furibunda de su cara mitad cerró el paso a las palabras que debían seguir a las pronunciadas.

—¿Qué hay? —preguntó con frialdad ella.

—Nada, amiga mía, nada absolutamente.

—¡Estúpido!

—¡No lo creas, amiga mía! —exclamó con humildad el funerario—. Me pareció que no deseabas escucharme... Iba a decir...

—¿Y a mí qué me importa lo que ibas a decir? —interrumpió la cariñosa esposa—. Aquí no soy nadie, así que, hazme el favor de no consultarme, de guardarte tus secretos.

La señora Sowerberry lanzó una carcajada histérica, presagio seguro de escenas violentas.

—Pero, mi querida amiga... Es que necesito tu opinión... —murmuró con dulzura el marido.

—¡No, no! ¿Qué te importa mi opinión? Pide la de cualquier otro.

Soltó la buena esposa otra carcajada histérica que llenó de espanto al marido.

Merced a este sistema, muy usado por las mujeres y de eficacia reconocida en los matrimonios, el señor Sowerberry se vio obligado a solicitar como favor especial el permiso de decir a su mujer lo que ésta rabiaba por saber, permiso que fue concedido al cabo de un altercado que no duraría menos de tres cuartos de hora.

—Deseaba hablarte de Oliver Twist, amiguita —dijo el funerario—. ¿Has reparado en el hermoso aspecto del muchacho?

—Bien puede estar guapo y lucido quien come tanto como él. ¡Estaría gracioso que así no fuera!

—Tiene su cara cierta expresión de tristeza que resulta interesante en extremo —observó el empresario de pompas fúnebres—. En verdad que podría hacer un papel delicioso en los entierros.

Alzó la cara mitad del dicente su cabeza en señal de asombro; el marido, al observarlo, sin darle tiempo para hacer ninguna reflexión, añadió:

—No me refiero a los entierros de lujo de los adultos, amiga mía, sino a los de los niños. Sería una novedad que seguramente daría resultados soberbios añadir al cortejo corriente un niño cuyos pocos años estuviesen en relación con la edad del difunto.

Admiró la novedad de la idea a la señora Sowerberry, quien siempre demostró tener un gusto exquisito en cuanto a todo lo que con los asuntos fúnebres tuviera relación; pero, como quiera que confesarlo en aquellas circunstancias hubiera sido comprometer su dignidad, se limitó a preguntar, por cierto con mucha acritud, cómo no se le había ocurrido antes a su marido una idea tan sencilla y natural. De la pregunta infirió Sowerberry, con razón sobrada, que su idea merecía la aprobación de su mujer, y en el acto mismo quedó decidido que Oliver sería iniciado en los misterios de la profesión, a cuyo fin acompañaría a su amo en la primera ocasión que se presentase.

No se hizo esperar ésta. A la mañana siguiente, media hora después del almuerzo, entró en el establecimiento el señor Bumble, el cual apoyando su bastón contra el mostrador, sacó su enorme cartera de cuero, y de ésta un pedacito de papel que alargó a Sowerberry.

—¡Ah! —exclamó el funerario recorriéndolo con la vista con expresión placentera—. Encargo de un féretro, ¿eh?

—De un féretro, lo primero; y lo segundo, de un entierro costeado por la parroquia —contestó Bumble, atando la cartera, poco más o menos tan voluminosa como él.

—¡Baytón!... —murmuró Sowerberry, mirando ora al papel ora al orondo Bumble—. Es la primera vez que oigo semejante apellido.

—Debe pertenecer a una familia de testarudos, amigo Sowerberry, pero muy testarudos —observó Bumble, moviendo la cabeza—. Una familia de testarudos, y lo que es peor, de orgullosos.

—¿Orgullosos también? —preguntó el funerario con sonrisa burlona—. ¡Vaya por Dios! Eso es peor que lo otro.

—Es cosa que irrita, que apena se comprende.

—Convenidos.

—Nada supimos de esa familia hasta anoche, y es bien seguro que nada sabríamos aún si una buen mujer, que vive en la misma casa no se hubiera dirigido a la junta Parroquial suplicando que fuera enviado un médico para visitar a una mujer gravemente enferma. El médico se había ido a cenar y no pudo ir, pero su practicante, muchacho que se pierde de listo, les envió sin pérdida de momento la medicina que le hacía falta en una botella de tinta.

—¡Eso se llama prontitud! —observó el funerario.

—¡Y tanto! ¿Pero qué sucedió? ¿Quiere usted saber hasta qué punto llegó la ingratitud de esos necios? El marido envió a decir que no era aquella medicina la que convenía a la dolencia de su mujer, y como consecuencia, que no la tomaría. ¿Qué le parece a usted? ¡Que no la tomaría!... ¡Una medicina excelente, enérgica, saludable, que con tanto éxito se administró, no hace más que ocho días, a dos jornaleros irlandeses y a un cargador de carbón... que por añadidura se le da gratis... y la devuelve diciendo que no la tomará la enferma!

Con tal fuerza hirió la imaginación de Bumble la enormidad de conducta tan desatentada, que, rojo de cólera, descargó un bastonazo terrible sobre el mostrador.

—¡Oh! exclamó el funerario. —La verdad es que... nunca en mi vida...

—¡No, nunca! —barbotó el bedel—. ¡No usted; nadie ha visto en su vida ejemplo tan monstruoso de ingratitud; pero, en fin, muerta está esa mujer, y no hay más remedio que enterrarla. Aquí tiene usted las señas de la casa; cuanto antes despachemos, mejor.

Ciego de ira el señor Bumble, se caló el tricornio del revés y salió del establecimiento como un torbellino.

—¡Demonio! —exclamó el funerario—. Tan furioso está, Oliver, que ni se acordó de preguntar por ti.

—Es cierto, señor —contestó el huérfano, quien había tenido buen cuidado de hacerse todo lo menos visible durante la conferencia, y que temblaba de miedo sólo con recordar la voz del bedel.

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