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Authors: Charles Dickens

Oliver Twist (8 page)

BOOK: Oliver Twist
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Y héteme en un incidente de la vida de Oliver, incidente que no puedo pasar en silencio aunque a primera vista acaso parezca frívolo y sin importancia, sencillamente porque, aun cuando en forma indirecta, determinó un cambio radical en el porvenir de nuestro héroe.

Habían bajado un día Oliver y Noé a la cocina a la hora corriente de comer, dispuestos a regalarse con una buena tajada de carnero (sobre libra y media de la porción extrema del cuello), cuando la salida de Carlota sugirió a Noé Claypole, muchacho de malos instintos y por añadidura hambriento, la idea de pasar un buen rato a costa de Oliver.

Dio comienzo a la inocente distracción poniendo los pies sobre el mantel de la mesa, la continuó tirando del cabello a Oliver, pellizcándole las orejas y llamándole «espurio vil», y terminó manifestándole que era su deseo y su intención ir a verle ahorcar el día, no lejano, que tuviera lugar tan fausto acontecimiento. No se contentó con tan poco, sino que, como sujeto ruin y de maliciosos instintos que era, tocó varios otros temas, a cual más mortificantes y depresivos para Oliver. Mas como no consiguiera el efecto que apetecía, que era hacer llorar a Oliver, Noé intentó echárselas de gracioso, y en su intento, semejante a tantos otros de corto ingenio, aunque desde luego más listos que Noé, queriendo caer en gracia, recurrió a las personalidades.

—¡Hola, bastardo! —exclamó— ¿Cómo está tu madre?

—Ha muerto —contestó Oliver—. Suplico a usted que no me hable de ella.

Coloreáronse las mejillas de Oliver al contestar; su respiración se hizo rápida y entrecortada, contrajéronse sus labios y se agitaron en temblor convulsivo las ventanas de su nariz, y Claypole, creyendo que todos esos síntomas eran de llanto, volvió a la carga.

—¿De qué enfermedad murió tu madre,
borde?
—preguntó.

—De desesperación, según me han dicho —contestó Oliver como hablando consigo mismo—. De una enfermedad que creo conocer bien.

—¡Tra-la-rala-ra!

Viendo Noé que por las mejillas de Oliver se deslizaba una lágrima silenciosa, añadió:

—¿Qué lloriqueas, expósito? ¿Quién te hace llorar ahora?

—¡Seguramente no es usted el que me hace llorar! —replicó Oliver, secándose vivamente la lágrima—. Si se lo ha creído, se engaña.

—Conque no soy yo, ¿eh? —preguntó con sorna Noé.

—¡No! ¡No lo es! —dijo secamente Oliver—. ¡Y no hablemos más! Lo mejor que usted puede hacer, es no nombrar a mi madre.

—¡Lo mejor que puedo hacer! —exclamó Noé—. Lo mejor ¿eh?

Mira; no me vengas con insolencias, vil expósito. Tengo entendido que tu madre fue una mujer muy hermosa y...

Terminó la frase con un movimiento muy expresivo de cabeza y frunciendo su colorada nariz cuanto le fue posible.

Envalentonado al observar el silencio de Oliver, continuó hablando con tono de burlona lástima, ese tono que tanto molesta.

—Bien sabes, mi pobre expósito –dijo—, bien sabes que... ¡Claro! La cosa no tiene ya remedio hoy, ni lo tenía entonces, lo que siento muy de veras, como todos lo sienten; pero no se puede negar que tu madre fue una... meretriz de tomo y lomo.

—¿Una qué? —preguntó Oliver irguiendo la cabeza.

—Una meretriz, una ramera de las más viles —repitió Noé con entonación glacial—. Preferible es que muriera cuando murió, pues de haber seguido en el mundo, o estaría en presidio, o la habrían deportado o ahorcado. Esto último es lo más probable.

Rojo de cólera, ardiendo en ira, Oliver dio un salto prodigioso, que derribó la silla y la mesa, y agarrando a Noé por la garganta, le sacudió con vigor y fiereza espantosos. Castañeteaban sus dientes y sus ojos amenazaban salirse de sus cuencas mientras pugnaba por tender en tierra a su enemigo, lo que consiguió al fin.

Un instante antes, aquel niño, abatido por los malos tratamientos, era la dulzura, la sumisión personificada; pero los crueles insultos dirigidos contra la memoria de su madre fueron para él a manera de dolorosos fustazos que excitaron su valor y encendieron su sangre. Latía con violencia su corazón; erguido el cuerpo, llameantes los ojos, arrebatado el semblante, transformado por completo, contemplaba a su enemigo con mirada de reto, desafiaba con una energía de la que nadie le hubiera creído capaz al que hasta entonces fuera su verdugo, al que osó ultrajar a su madre, al que ahora se arrastraba cobarde a sus pies.

—¡Me va a matar! —balbuceó Noé—. ¡Carlota!... ¡Señora! ... ¡Que me asesina el aprendiz!... ¡Socorro!... ¡Auxilio!... ¡Oliver se ha vuelto loco!... ¡Carlota!

A los gritos de Noé contestó Carlota con otro más recio y la señora Sowerberry con un tercero que muy bien pudo pasar por ensordecedor bramido. La criada penetró en la cocina por una puerta lateral, y la señora se detuvo al pie de la escalera, hasta que se aseguró que no corría peligro su vida si pasaba adelante.

—¡Miserable! —rugía Carlota, cogiendo a Oliver y sacudiéndole con todas sus fuerzas, iguales, si no mayores, que las de un hombre robusto—. ¡Ingrato... asesino... monstruo... víbora ponzoñosa!

Cada epíteto iba acompañado de su correspondiente puñetazo y de un alarido ensordecedor.

Nada de ligero tenía el puño de Carlota; pero por si no era bastante para calmar la furia de Oliver, penetró también en la cocina la señora Sowerberry y tomó parte activa en la paliza, sujetando al muchacho con una mano mientras con la otra le arañaba despiadada el rostro. Noé, advirtiendo lo favorable de las circunstancias, se atrevió a ponerse en pie, y por la espalda, descargó sobre el desdichado Oliver una lluvia espesa de golpes.

El ejercicio era demasiado violento para que pudiera tener mucha duración. Rendidos los tres verdugos, faltos de fuerzas para continuar aporreando y arañando, arrastraron a Oliver, que se revolvía furioso, hasta el sótano, donde le dejaron encerrado. Hecho esto, la señora Sowerberry se dejó caer sobre una silla y rompió a llorar ruidosamente.

—¡Dios mío! —exclamó Carlota— ¡Se va a desmayar! ... ¡Un vaso de agua, Noé... corre!

—¡Oh, Carlota! —exclamó la señora del funerario con voz entrecortada como consecuencia del chorro de agua fría que Noé acababa de verter por su espalda—. ¡Qué suerte no haber sido asesinados todos por ese monstruo, mientras descuidados dormíamos en nuestras camas!

—¡Mucha suerte, señora, mucha suerte! Veremos si ahora aprende el amo a no recibir en su casa a esos miserables que sólo han venido al mundo para asesinar y para robar. ¡Pobre Noé! ¡Casi muerto estaba cuando yo entré en la cocina!

—¡Pobrecillo! —repitió la señora Sowerberry, dirigiendo al canalla una mirada de compasión.

Noé, a cuyo pecho apenas si alcanzaba Oliver con la coronilla, frotábase los ojos con las mangas y sollozaba desconsolado al oír que compadecían su suerte.

—¿Y qué haremos? —preguntó la señora del funerario—. Mi marido no está en casa, no podemos recurrir a ningún hombre, y ese monstruo estoy viendo que echará abajo la puerta antes de diez minutos.

Las furiosas arremetidas de Oliver contra las carcomidas tablas de la puerta del sótano hacían temer que tal fuera el resultado.

—¡Dios mío! —exclamó Carlota—. ¿Qué hacer, señora? Yo enviaría a llamar a la policía.

—O a los soldados —propuso Noé.

—¡No, no! —dijo la señora Sowerberry, acordándose del antiguo amigo de Oliver—. Vete corriendo a buscar al señor Bumble, Noé. Dile que venga inmediatamente, sin perder minuto... ¡Deja estar la gorra y vuela! Si quieres que se rebaje la hinchazón que veo en tu ojo, aplícate a él la hoja de un cuchillo... pero sin dejar de correr.

Noé se lanzó a la calle sin contestar. Las personas con quienes tropezó no salían de su asombro al ver a un muchacho de la Casa de Caridad corriendo frenético sin gorra, y con la hoja de un cuchillo aplicada sobre el ojo.

Capítulo VII

Oliver persiste en su rebelión

Corrió y corrió Noé Claypole, sin detenerse una sola vez para tomar aliento, hasta que llegó a la puerta del hospicio. Hizo antes de entrar un pequeño alto para almacenar abundante provisión de sollozos y soltar las compuertas a sus lágrimas, comunicó a su rostro una expresión de dolor imponente, y descargó a continuación fuertes aldabonazos sobre la puerta. Tan triste, tan apenada cara presentó al pobre viejo que salió a abrir, que aquél retrocedió espantado, aunque sólo caras tristes y doloridas veía en torno suyo desde que entró en el asilo.

—¿Qué le habrá sucedido a este muchacho? —se preguntó el viejo.

—¡Señor Bumble!... ¡Señor Bumble!.. —gritó Noé con terror admirablemente fingido y al propio tiempo con fuerza tal, que no sólo llegó a oídos del mayestático bedel, que no andaba lejos, sino que también llevó la consternación y la alarma a su pecho en tales términos, que penetró como una bomba en el patio, olvidando su tricornio... circunstancia tan curiosa como notable que pone de relieve que, hasta un bedel, bajo la acción terrible de un choque inesperado, puede perder, siquiera sea momentáneamente, la serenidad y compostura, y dar al olvido la dignidad personal—. ¡Oh... señor Bumble! ¡Oliver... señor... Oliver se ha...!

—¿Qué? ¿Qué? —interrumpió el bedel, en cuyos ojos brillaron destellos de alegría—. ¿Se ha escapado? Dime, Noé, ¿es que se ha escapado?

—¡No, señor, no! ¡No se ha escapado, pero se ha vuelto criminal! —contestó Noé—. Quiso asesinarme, señor; luego intentó asesinar a Carlota, y más tarde intentó hacer lo mismo con la señora. ¡Oh, cuánto sufro, señor! ¡Qué dolores tan terribles!

Hablaba Noé entre sollozos, retorciéndose y enroscándose como una anguila, a fin de hacer creer al bedel que el feroz ataque de Oliver le había ocasionado graves lesiones internas que le producían agudos dolores.

Cuando Noé vio que sus palabras producían en el señor Bumble el efecto apetecido, quiso conmoverle aún más acentuando sus lloros y hablando a grito herido de sus pretendidas heridas, y como observase que en aquel momento cruzaba el patio un caballero que lucía un chaleco blanco, comenzó a gemir de la manera más lastimosa, dando a sus lamentaciones intensa entonación trágica, creyendo que sería muy conveniente a sus fines llamar la atención y despertar la indignación de aquel ilustre personaje.

En efecto, consiguió Noé llamar la atención del caballero en cuestión y hasta despertar su indignación, pues no había caminado tres pasos cuando se volvió furioso y preguntó por qué aullaba aquel cachorro y por qué Bumble no le obsequiaba con algunos porrazos que le ayudasen a quejarse con más fuerza.

—Es un pobre muchacho de la Casa de Caridad, señor —contestó el bedel—, que por milagro se ha librado de morir asesinado a manos de Oliver Twist.

—¡Demonio! —exclamó el caballero del chaleco blanco, deteniéndose de improviso— ¡No me engañé! ¡Desde el principio sentí el presentimiento de que ese muchacho acabaría en la horca!

—También ha querido asesinar a la criada —repuso Bumble, pálido como la muerte y espantado.

—Y a su ama —añadió Noé.

—Y también a su amo... ¿No me dijiste que también intentó asesinar a su amo, Noé?

—No, señor, no. No pudo intentarlo porque el señor Sowerberry estaba fuera de casa; pero dijo que quería asesinarle.

—¡Ah! ¿Conque dijo que quería asesinarle? —preguntó el caballero del chaleco blanco.

—Sí, señor —afirmó Noé—. Mi señora me envía a preguntar si el señor Bumble dispondrá de algunos momentos para venir inmediatamente a casa y dar a ese asesino su merecido. Como el amo no está en casa...

—¡Sí, hijo mío, sí! ¡Pues no faltaba más! —contestó el del chaleco, blanco, sonriendo con dulzura y pasando su mano por la cabeza de Noé, que era tres pulgadas más alto que él—. Eres un buen chico, un chico excelente. Toma un penique... y usted, Bumble, lléguese a casa de Sowerbery, bien armado de su bastón, y ponga en cintura a ese tunante. Sin compasión, ¿eh?

—Pierda usted cuidado —respondió el bedel, ajustando al extremo del bastón el látigo que siempre tenía a la mano para las flagelaciones de los acogidos a la tierna misericordia parroquial.

—Diga a Sowerberry que no le tenga lástima, que le zurre sin piedad, pues sólo a fuerza de golpes pudiera ser que sacase algún partido de ese pillete —añadió el del chaleco blanco.

—Así lo haré, señor —dijo el bedel.

Calado el tricornio y dispuesto el bastón a satisfacción suya, el bedel, seguido por Noé, emprendió el camino en dirección a la funeraria.

No había mejorado en ésta la situación. Sowerberry continuaba ausente y Oliver arreciaba cada vez más sus ataques contra la puerta del sótano. Tan exagerada pintura hicieron la señora del funerario y Carlota de la ferocidad del preso, que Bumble consideró prudente parlamentar antes de abrir la puerta. A este objeto, inició las negociaciones dando una patada a la puerta por vía de exordio, y a continuación, aplicando la boca al ojo de la llave, dijo con voz profunda e imponente:

—¡Oliver!

—¡Abra usted la puerta! —contestó desde dentro el muchacho.

—¿Conoces la voz del que te habla, Oliver? —preguntó el bedel.

—Sí.

—¿Y no te aterra? ¿No tiembla usted de pavor al oír mi voz, caballerito?

—¡No! —contestó Oliver con resolución.

Aquella respuesta, tan distinta de la que esperaba, tan contraria a las que tenía costumbre de recibir, dejó estupefacto al bedel. Retrocedió un paso, se irguió arrogante y paseó sus miradas por los tres testigos de la imponente escena sin despegar los labios.

—Ya lo está usted viendo, señor Bumble; sin duda está loco —dijo la señora Sowerberry—. Un niño que no haya perdido por completo la razón no es capaz de atreverse a contestar a usted así.

—¡No es locura, señora, no! —replicó Bumble, al cabo de breves momentos de reflexión— ¡Es la carne!

—¿Cómo? —Preguntó sin comprender la señora del funerario.

—¡La carne, señora, y nada más que la carne! —insistió con entonación enfática el bedel—. Le ha alimentado usted con exceso, señora, ha hecho que naciera en él un alma y un espíritu superficiales, señora, espíritu y alma que no convienen a los que son de su condición. Pregunte usted, señora, a la Junta Administrativa, formada por varones profundamente versados en lo que a filosofía práctica se refiere, y le dirán lo mismo que acabo de decirle yo. ¿Para qué quieren los pobres el alma y el espíritu? ¡Harto hacemos nosotros consintiéndoles que tengan cuerpos! No habría sucedido lo que sucede, señora, si usted hubiera tenido a esa víbora a gachas y agua.

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