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Authors: Ana María Matute

Olvidado Rey Gudú (105 page)

BOOK: Olvidado Rey Gudú
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Y el Trasgo, uno a uno, iba mirando todos aquellos niños escondidos, y alzaba sus párpados. Pero ya no podía encontrar los amados ojos de ardilla, ningunos ojos con Gota Lunar le miraban en el frío de la muerte. «No estás aquí, mi niño: así, regreso al principio del manantial.» El Trasgo hundió los dedos en los ojos del último niño, y los volvió del revés: y la corriente le condujo contra la fuerza del agua, hasta el brote mismo del manantial. «Oscuros, oscuros niños del mundo -retumbaron sus palabras, como un sordo tambor o temblor, bajo la tierra-, ¿hasta cuándo? ...» Pero la ceguera ya era todo, y ellos sabían que aún por siglos y siglos así había de suceder.

Desolado, el Trasgo tomó nuevamente el camino de Olar.

Tornó al Norte y allí reconoció el manantial, el bosque y el cansino que le conducía a la cámara real. Y así sucedió que hallándose la Reina solitaria y triste -ya ni tan sólo llamaba a su amigo, se había cansado de hacerlo y había perdido toda esperanza de recuperarlo-, mientras atizaba el fuego, súbitamente las brasas se encendieron: dos llamas se volvieron intensamente azules y un sinfín de geniecillos del hollín huyeron aterradamente hacia lo más alto de la chimenea.

—Niña querida, ¿por qué me has abandonado? -gimió el Trasgo. Y con los brazos extendidos se abalanzó al cuello de Ardid, y se abrazó a ella tan estrechamente, que despertó un gran temblor no sólo en la Reina, sino en toda la estancia: como si el viento hubiera penetrado impetuosamente por alguna rendija. Las cortinas se alzaron, y todos los tapices temblaban, y el dosel de la cama se bamboleó: y tintinearon sus flecos, como si fueran de cristal en vez de oro ennegrecido y sucio.

—Ah, Trasgo, Trasgo -clamó Ardid, mientras corrían por sus mejillas silenciosas lágrimas-. Trasgo querido, no me abandones más... nunca más.

—No te he abandonado -dijo el Trasgo, con el rostro hundido en los plateados cabellos de la Reina. Nerviosamente, hebra a hebra, los tomó entre sus dedos-. Ah, traidora, traidora... ¿por qué te has vuelto así? -aulló dolorido-. ¿Por qué no eres mi niña?

—No ha sido culpa mía, te lo aseguro. Fue el Protector de Once quien lo hizo...

—No mientas, sabes que a mí nada se me oculta: y no puedes negar ahora que sólo tú has hecho una cosa tan horrible contigo misma. El Protector de Once sólo contempla y reseña estas cosas... No las hace, las hacemos nosotros, tonta criatura. ¿Por qué te has traicionado de tal forma..., si sabías que con ello a mí me traicionabas? Ay, ni siquiera aquella niña tan extraordinaria fue capaz de salvarse...

Como Ardid no podía ni sabía contestarle, se limitó a abrazarle y acunarle entre sus brazos; hasta que así ambos se durmieron.

Lejos de allí, en el Sur, los Señores del Subsuelo habían taladrado la tierra hasta el mar, de forma que éste penetrase y pudiera elegir entre los niños tontos. Y así, fue llevándose con él a la mayoría; a unos los condujo bajo las islas, a otros les dejó vagar por las costas, bajo los acantilados, confundidos con delfines. Al llegar a Gudulín, un enjambre de topos y murciélagos lo apartaron del mar, aullando jubilosamente: «Éste no, éste no. Éste es el Príncipe de la Oscuridad». El mar dijo: «Apartaos, ése es como los otros». «No es como los demás. Ése no puede ir al mar, porque perdió todas las oportunidades del amor.» «Bien -volvió a decir el mar-, apartaos; prometo dejarlo ahí.» Pero lo ciñó de un espeso cinturón de ecos y lo convirtió en isla, como siempre fue. El mar no es vengativo, y por ello iba y venía y lamía sus bordes, y sonaban todas sus caracolas en sus infantiles costas. Pero una caracola rosada conocía a Gudulín, y dijo: «Gudulín no quiere ser más isla: él quería ser una nave». Vio entonces el mar aquella triste nave que el Trasgo empezaba y nunca terminaba: con sus costillares relucientes y sus torpes clavos de diamante. Así que, suavemente, lo desprendió de su raíz, y lo dejó adentrarse en él, isla oscura, niño tonto y solitario, rodeado por todas partes de un azul tan profundo que nunca antes había conocido.

Pero cuando salió el sol, el Trasgo aún no lo sabía, y creía que los gnomos cumplían su palabra y lo guardaban. Seguía acariciando los cabellos de Ardid, suspirando, y al oído le decía:

—Al fin y al cabo, niña querida, pienso que no tengo derecho a reprocharte esto. Padeces una suerte de contaminación, ¿no crees?

—Sí -dijo débilmente Ardid.

—Y yo -prosiguió el Trasgo-, ¿quién soy yo para reprochar las contaminaciones, humanas o de cualquier especie? Sólo te pido algo: ¿volverás a la viña conmigo? Allí estaremos los tres juntos, otra vez. -Tenía la vaga idea de que habían sido tres, pero ya no recordaba quién fue el tercero.

—Lo prometo -dijo Ardid, recuperando su ingenio-. Pero antes debo cumplir algo aquí: ayúdame por última vez, y te acompañaré a la viña.

—No me engañes, no me engañes -respondió el Trasgo. Y para reforzar su advertencia, se abrió el pecho y mostró el racimo corazón. Y vio entonces Ardid, horrorizada, que lo que fue espléndido y maduro racimo era ahora un esqueleto retorcido del que pendían sólo tres granos a punto de caer.

—¿Quién ha hecho eso contigo? -se lamentó temblorosa.

—¿Quién? ¿Y tú me lo preguntas? Vosotros, todos los niños que yo amaba me han destrozado así. No seas tú la causa de que yo desaparezca como aquel que mordía mis granos y me producía tal dolor que creí morir...

—No lo haré -dijo Ardid, arrepentida de no sabía qué culpa. Pero era más grande su deseo de ver a Raigo en el Trono, y más grande su pasión por conseguirlo y, tal vez, también su amor por Raigo. Así, que no vaciló en decirle:

—Trasgo..., ¿podrías aún horadar los subsuelos de forma que, sin ser visto, me traigas nuevas de Urdska, de lo que hace en la Corte Negra y de cuanto maquina contra Gudú?

—¿Contra mi niño querido? -se encolerizó el Trasgo-. Oh, Ardid..., ¿cómo no me lo pediste antes? Horadaré la tierra entera para descubrir a quien quiera dañar a mi borrachito.

Ardid le acarició con gran tristeza y asintió, seguía confundiendo a Gudú con Gudulín. Pero cuando el Trasgo, con el diamantino martillo dispuesto, como en sus mejores tiempos, desapareció, cayó al suelo y sobre el suelo sollozó, por algún remordimiento o pena, o tristeza de sí misma. Y se decía, entre sollozos: «Trasgo querido, es verdad, es verdad, ¿qué hice conmigo?». Y contemplaba sus trenzas de plata, como podía contemplar un río blanco, lejano, que ya no le pertenecía y al que jamás llegaría a asomarse.

En tanto, Raigo se consumía de impaciencia: sólo su abuela conocía su secreto, y sólo con ella podía comunicarse sin recelo. Mantenía casi siempre el rostro medio oculto en el casco, y una sedosa barba rubia empezaba a cubrirle las mejillas. A menudo se preguntaba qué había sido de Raiga, la hermana que tanto amaba. Pero cuantas veces le preguntaba por ella a la Reina, ella guardaba silencio. El día en que el Trasgo regresó, estaba él a su puerta, y mientras sollozaba Ardid, oyó su llanto. Y como él, alguien más lo oyó, pues Raiga, que con su esposo dormía cerca de su alcoba, despertó, y dijo a Contrahecho:

—¿No oyes? La Reina está llorando.

—Es cierto -dijo él-. Ve a ver qué le ocurre; y si no es grave, consuélala, y si lo es, ven a llamarme e iremos en su ayuda. Raiga salió de puntillas, y al llegar a la puerta de la alcoba de la Reina, donde jamás llegaba sin permiso de su abuela, vio a los soldados de la Guardia, y le llamó la atención el nuevo joven y rubio soldado que no conocía.

—Dejadme entrar -dijo-. Oigo llorar a la Reina, y sé que soy su más querida y solícita doncella.

Entonces Raigo, que había tomado el mando de la Guardia, la reconoció. Tan linda y graciosa le pareció como cuando jugaban en la buhardilla de la Torre Azul. Y tan grande fue su alegría, que murmuró:

—Podéis pasar, doncella, pero es preciso que yo os acompañe. Una vez entró Raiga en la cámara de su abuela, su hermano se quitó el casco y dijo:

—Raiga, hermanita..., ¿no me reconoces?

Ella se abrazó a él llorando de alegría. Y así permanecieron largo rato, hasta que Raigo le secó las lágrimas, y besándola, dijo:

—¿Por qué no me dejaba verte, pensé que habías muerto.

—También yo creía que habías muerto tú.

—¿Sabes una cosa muy bella? Un milagro, he contraído matrimonio, en secreto.

Entonces Raigo sintió que un gran frío llegaba a su corazón. Sus labios temblaron y dijo:

—¿Cómo es posible que te hayas casado sin mi consentimiento? ¿Acaso olvidaste lo que nos jurábamos cuando estábamos encerrados en la Torre?

—Oh, Raigo..., éramos unos niños y no sabíamos lo que decíamos. Ahora, estoy segura de que te alegrarás cuando sepas quién es mi esposo.

—No me alegrará nunca saberlo -dijo él. De pronto, sentía pena y notaba cómo las lágrimas subían a sus ojos y a duras penas las contenía. Salió de la cámara y la dejó sola.

La Reina entonces oyó los pasos de Raiga, y cuando ésta alzó la cortina, la encontró tendida en el suelo, y se asustó.

—Abuela querida -dijo-, he visto a Raigo: estaba ahí fuera, convertido en el Capitán de la Guardia, en un hermoso soldado... ¿Por qué me lo ocultasteis?

—Calla, calla -dijo Ardid poniéndole la mano en los labios. Y estaba tan afligida, que no tenía fuerzas para regañarla por desobedecer sus órdenes-. No debiste hacer eso, Raiga. Has de saber que tengo mis razones para ocultarle así: y estas razones obedecen al deseo de protegeros de la malvada Urdska.

Raiga era tan dócil y bondadosa que calló. Pero no así Raigo, que cuando regresó a su puesto preguntó a un soldado

—¿Sabes acaso quién es el esposo de esa doncella tan linda?

—Oh, qué pena... -dijo el soldado-. En verdad que las mujeres son extrañas, pues esa doncella tan linda se prendó y casó con el más feo criado de la Reina, uno que llaman Contrahecho. Muchas veces he comentado lo disparatado de este matrimonio.

Al oír aquello, el estupor de Raigo se convirtió, casi sin dilación, en ira tan grande, que mucho esfuerzo tuvo que hacer para no descubrirse y entrar iracundo en la cámara real. Sentía cómo lágrimas de fuego se vertían en su garganta y abrasaban su pecho como hierro candente. «Indigna, indigna -se decía, presa de furor y pena-. Indigna hermana..., ¿cómo es posible que hayas cometido tal indignidad? Todo mi amor se convertirá en odio, y juro que os mataré a los dos.» Y únicamente este pensamiento parecía aliviar el odio y el desengaño que sufría.

La Reina ordenó entonces a Raiga que regresara junto a su esposo, y que allí permaneciera sin dejarse ver de nadie, hasta que ella ordenara lo contrario. Pues un oscuro presentimiento la embargaba, ya que la experiencia le había alertado sobre muchas cosas ocultas en los ojos de los hombres, especialmente si eran jóvenes. Y no sólo el temor a Urdska le había aconsejado guardar aquel secreto.

Raiga obedeció, y al pasar junto a su hermano, que aparentemente impávido montaba la guardia ante la Cámara de su abuela, un aliento de fuego parecía abrasar su nuca. Y un vago sentimiento de culpa, o arrepentimiento la invadió. Entonces, se refugió en los brazos de Contrahecho y, temblando, le contó todo cuanto había ocurrido. Al oírla, Contrahecho quedó muy pensativo y apenado: sabía que Raigo no aceptaría jamás aquel matrimonio, y no sólo porque él fuera un humilde sirviente y ella una Princesa -aunque tan desconocida y despreciada como si se tratara de una sirvienta-. Desde hacía tiempo, era consciente de estas cosas, porque a veces la desgracia hace sabios a quienes elige. Y ya lloraba en las noches de la Torre Azul, cuando los que consideraba sus mejores amigos, casi sus hermanos, todavía reían y jugaban alborozadamente. Porque Contrahecho no fue nunca un niño feliz, y guardaba en su memoria recuerdos de remotas caricias de alguna mujer, tal vez su madre, que le había dejado en el total desamparo. Y ni la solicitud de la Reina ni el amor de sus pequeños amigos podían compensarle de estas cosas.

Tres días y tres noches tardó el Trasgo en regresar. Pero cuando en el amanecer del cuarto día desde su partida, el golpe de su martillo llegó a los oídos de Ardid, ésta saltó agitadamente del lecho y vio su roja pelambre encendiendo las cenizas de la chimenea. Tan excitado parecía como en aquellos tiempos tan lejanos en que partió a los Desfiladeros, a lomos del caballo de Ancio.

—Grandes, grandes manos.

Parecía en verdad rejuvenecido, hasta el punto de que saltó tres veces antes de decir:

—Traigo nuevas -dijo el Trasgo frotándose las manos. Querida niña, tengo tanta sed que nada puedo decir hasta haber libado un tantico de ese mosto que tratáis de ocultarme. La Reina se apresuró a llenar una copa, y se la ofreció.

—El caso es -dijo el Trasgo, tras paladear con deleite la bebida- que la tal Urdska es muy peligrosa. Tiene soliviantados a todos los soldados de su raza, hasta el punto de que maquinan una gran traición. Cuando mi Gudú empiece la lucha contra un tal Rakjel (que es en verdad aliado de Urdska), esos perros le sorprenderán por la espalda: y así, debilitarán a Gudú. Y aún más: esperan derrotarle y darle muerte a traición... Pero eso no sucederá, mientras el Trasgo del Sur pueda impedirlo. Y lo impedirá.

—Y lo impediremos -añadió arrebatadamente Ardid-. Tenlo por seguro, querido mío. Bebe, bebe cuanto quieras, en tanto yo a mi vez preparo otra sorpresa para ella. ¿Cuándo partirán?

—Oí decir que de hoy en dos días partirían los soldados fieles a Urdska, en expedición de entrenamiento. Pero cuando salgan fuera del recinto, no regresarán, sino que como lobos ladinos seguirán las huellas de Gudú y sobre él caerán en el instante preciso.

Inmediatamente, Ardid llamó a Raigo: deseaba verle a solas. Raigo no había hablado con la Reina desde los últimos descubrimientos, y aún le llenaban si cabe más la desesperación y la ira, pues habían madurado y fermentado en su corazón. Antes de que ella le hablase, Raigo no pudo contenerse:

—Oh, Señora..., Señora..., ¿cómo habéis podido consentir tal indignidad? ¿Cómo habéis permitido que mi hermana case con el inmundo Contrahecho?

—Creí que era tu amigo de la infancia, Raigo -respondió severamente la Reina.

—¡Mi amigo! ¿Cómo puede ser mi amigo un vulgar criado? Oh, no, es demasiado horrible lo que ha sucedido, para que pueda perdonarlo...

—Pues has de saber que no es un criado -dijo al fin Ardid, encolerizada por la insolencia del muchacho, y por perder el tiempo en tales cosas, cuando otras mucho más graves se cernían sobre ellos-. Nunca lo supisteis, pero es Príncipe, como vosotros, y oculto de la maldad, igual que vosotros, gracias a mi generosidad; lo salvé y oculté como si fuera sirviente, para que no fuera alevosamente asesinado..., como moriréis los tres, si no dominas tu lengua y no me escuchas.

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