Authors: Ana María Matute
Pero ni las palomas de Ardid ni los emisarios de Urdska regresaban. Y el verano cedió, y el otoño invadió lentamente las colinas y bosques de Olar y las Tierras Negras.
Entretanto, el Trasgo había permanecido casi perennemente refugiado, ora en los pliegues del deslucido terciopelo verde de Ardid, ora en las brasas de la chimenea de su cámara. Pero, una vez el otoño espació sus tonos de oro y púrpura por campos, bosques y colinas, y su inconfundible perfume se respiraba en el atardecer mientras el sol maduraba como un sabroso fruto, el Trasgo pareció despertar de su letargo y continuas borracheras.
—Ardid, niña -murmuró una tarde, al fin, mirando hacia el Lago-, ¿dónde está el Príncipe? No osarás ocultármelo, como en aquella desdichada ocasión: esta vez no te perdonaría.
—Oh, no -se apresuró a decir Ardid, que no se atrevía a enviarlo de nuevo a la estepa, segura de perderle para siempre, si en lugar de su niño querido, sólo encontraba un maduro y envejecido Rey cosido a cicatrices-. Ocurre que, igual que tú, aguardo sus noticias.
—No, no -protestó el Trasgo, irritado-. Yo no aguardo noticias: voy hacia ellas. Por cierto, ¿qué fue de mis palomas?
—No han regresado -hubo de confesar Ardid.
—Ah, desconfiada raza -reprochó severamente el Trasgo-. ¿Por qué no me lo dijiste? Aguarda, que ahora las llamaré. Empinóse sobre la punta de sus ingrávidos pies y lanzó al viento un grito. Pero, súbitamente, su grito se cortó, y palideciendo de manera que su figura casi se transparentaba, desapareció de la mirada anhelante de Ardid. Y dijo:
—Niña, niña..., ¿recuerdas la fórmula?
—No, Trasgo: nunca la supe, nunca me la revelaste.
—Espera, que la recuperaré en seguida -añadió el Trasgo. Pero por más que buscó en su memoria, la fórmula no acudía. Y sólo acudieron a sus gritos algunas rezagadas golondrinas que emigraban hacia el Sur, y un tropel de gorriones frioleros. Pero nada sabían ellos de las palomas ni de su cometido.
Entonces el Trasgo se sumió en gran melancolía, y como Ardid temía por la desaparición de sus últimos granos, escondió todo el licor que halló a su alcance, aun segura de que él lo encontraría.
El otoño resplandecía en el jardín de Ardid, y ella solía pasar en él largos ratos junto a Raiga y Contrahecho -que ya hacía mucho tiempo no veía al Trasgo: entre otras razones porque sólo atinaba a ver a Raiga-. Ayudada por ellos, Ardid cultivaba inútilmente su antiguo vergel: pero ni flores ni plantas crecían allí. No habían medrado en primavera ni en verano ni en otoño. Pero de tal forma se aficionaron al cultivo los dos jóvenes, que lograron dominar la tierra, y si bien no consiguieron hacerlo floreciente y hermoso, al menos no parecía ya un desolado erial.
—Habéis llegado a aprender un bello oficio -dijo la Reina-. Tal vez un día os sea útil.
Un cruel presentimiento la llenaba: y pese a su aparente serenidad, no olvidaba las palabras de Raigo. Luego contempló melancólica el tronco muerto de lo que fue el Árbol de los juegos, y dijo:
—Raiga, hija mía, ¿no sientes crecer un hijo dentro de ti?
—No, abuela -dijo ella, riéndose. Y los dos muchachos se miraban y se reían, como dos inocentes-. No hay ningún niño... Ya no hay niños, Señora, todos se han ido.
Pero en aquella mirada y aquella sonrisa, Ardid comprendió que, si bien no esperaban hijo alguno, por su mismo candor aún no se había convertido en cenizas el tronco de aquel Árbol que ahora, sin acertar a comprender la verdadera razón, deseaba conservar ardientemente.
Recorría los caminillos de lo que fue un florido vergel: y aunque ya no quedaban más que raíces cercenadas, hierba madura y oscuras hojas encarnadas, ella lo miraba como si fuera el último bien que le quedara en este mundo. Un bien que, por primera vez, no incorpora a nadie ni a nada. Un bien que, ya, sólo podía pertenecerle a ella.
Así iba pasando el otoño, y estaba ya muy amenazado por el frío del invierno, cuando la Reina Urdska decidió abandonar el Castillo Negro y tornar a Olar, con sus dos hijos. Y fue este hecho como un grito que despertó a Ardid: en aquella melancólica búsqueda de su perdido jardín, había olvidado deberes y recelos. Recuperó su brío y a partes iguales la espoleó y entristeció. Pues si le servía de aviso, también le recordaba que ahora era ella la más vieja Reina de Olar.
A partir de aquel día, el comportamiento de Urdska cambió totalmente. De sumisa y discreta, tornóse de la noche a la mañana en imperativa Reina, mostrando un temperamento tan duro como el mismo Gudú, y tan artero como el de la propia Ardid: cosa que, a su pesar, admiró en ella. Sin ningún recato, Ardid se apresuró a recuperar y hacer sentir su autoridad. Reunió a la Asamblea y puso de manifiesto que, «ya que Gudú permanecía en tan lejanos lugares -y con ello demostraba poca consideración hacia los nobles y el pueblo, pues sólo de tarde en tarde, y vagamente, dignábase comunicar por medio de sudorosos emisarios el curso de tan larga como vana guerra (estas últimas palabras las pronunció con especial intención)-, ella asumía ahora la Presidencia de la Asamblea, deseosa de reconducir la prosperidad del Reino y procurar el bien de todos. Así pues -concluyó-, había llegado el momento de abandonar toda pasividad, y enfrentarse a la evidencia de los hechos. Largos años -añadió, tras el estupefacto silencio que siguió a su manifiesto, con la fascinante mezcla de frialdad y dulzura que la caracterizaba- he aguardado, junto al pueblo, que el Rey diese muestras de piedad hacia todos nosotros: tanto a sus hijos como a los aquí reunidos. Pero el Rey, a quien respeto y amo, parece que tiene un desproporcionado interés por la conquista de unas tierras que, puedo aseguraros, ningún bien ni mejora traerán a Olar. -Sólo Dios sabía el dolor que le causaba expresarse así refiriéndose a su hijo. Pero por su propio hijo, pronunciaba cada palabra, según creía, y cada palabra se clavaba en su corazón. Y añadió-: Aun respetando tal obsesión, pues no dudo sus razones creerá tener para ello, me pregunto por qué causa no ha decidido todavía cuál de sus hijos ha de sucederle en el Trono, y dar oportunidad de prepararle convenientemente a tal fin. Ambos cumplirán pronto los once años, y creo llegado el momento de dar por terminada la primera etapa de mi paciencia e iniciar la segunda tomando consejo de los sabios y nobles varones de esta venerable Asamblea».
El desconcierto reinaba, cada vez más visible, entre los caducos representantes de tal Asamblea. Cautamente, no se había convocado en esta ocasión, a los representantes del pueblo, ni tampoco a jueces, ni a artesanos, ni a campesinos.
—No espero, por supuesto, una rápida decisión -continuó Ardid-. Sólo pido que observéis a mis nietos; y lo que vosotros decidáis lo apoyaré yo, pues creo que será la decisión del Reino, y no la mía, la que prevalecerá.
Entonces, la soterrada división y enemistad de los dos grupos de nobles se puso de manifiesto. Y existía tal encono entre ellos, que la mayoría se inclinaron a Urdska, de modo que su caudillo, el belicoso e intrigante Barón Ringlair, manifestó abiertamente su deseo de colocar en el Trono a Kiro o Arno -ya se decidiría la elección en el momento debido-. Y en tanto alcanzaban la edad, fueran regentes de Olar Urdska y -naturalmente- el propio Barón. Otras cosas habían ocurrido mientras Ardid y sus nietos paseaban por lo que fuera Jardín. Urdska, la tan discreta y sumisa, había comenzado a mirar de forma evidentemente amorosa a tan peregrino y estrafalario noble que, a lo que parecía, daba a entender corresponder a la soberana. Y no había mentira en esto: pues si el amor estaba muy lejos de florecer en ambos corazones -a Urdska le repelían las piernas combadas, la pálida mirada de pez muerto, y la tez aceitunada del Barón; y a éste no le seducía en modo alguno Urdska-, bien sabían sus pajes la verdadera inclinación de sus sentimientos amorosos. Pero, en cambio, uníales una pasión más fuerte que el amor, y ésta no era otra que el deseo de venganza, lucro, poder y otras muchas cosas que sería tan largo como superfluo constatar.
A partir de aquella memorable reunión se sucedieron las entrevistas entre el representante del ala subversiva de la Asamblea y la -al parecer- dignamente ofendida Urdska. Y si estas entrevistas se disfrazaron hipócritamente de buenas intenciones y desinteresados afanes, llegó un momento en que ambos creyeron obligado -al menos externamente- ceder o caer amorosamente el uno en brazos del otro. Forzadamente sacudidos por lo que, cada uno de ellos, imaginaba ardor pasional en el otro, lo cierto es que experimentaban mutua repulsión. Pero cualquier cosa era buena -se decían- con tal de conseguir lo que, cada uno por su lado, se proponían.
Ardid contemplaba aquel espectáculo aparentemente sumisa. Discreta, se dedicó a investigar los verdaderos sentimientos del grupo fiel a su persona. Capitaneados éstos por el Duque Zore, no tardaron en manifestarle su decidida adhesión a Gudú y su desagrado hacia Urdska y los dos lobeznos -así los llamaban-. Y Ardid entendió que la verdad afloraba en los sentimientos de aquel pequeño pero importante grupo.
Llegado el momento que consideró oportuno -y lo era-, comunicó parte de la verdad a sus fieles: ocultó precavidamente la traición de Urdska, pero no la existencia del Hijo legítimo de Gudú: el Príncipe Raigo.
—Mucho me ha costado, caros y viejos amigos míos -dijo Ardid, que usaba términos y actitudes distintos a los de Urdska-, ocultaros mi secreto: esto es, no entregar a Leonia el nieto que, en puridad, debía heredar un día la corona de este atribulado Reino. Pero he de deciros (si sirve de disculpa a mi conducta) que lo he educado secretamente a mi lado, y con todo esmero; que es de noble temple y poseedor de tales prendas como ni siquiera mi hijo podría superar... En estos instantes (y aunque Gudú ignora quién es), combate junto a su padre a nuestros eternos enemigos... Sí, amados nobles, perdonad a esta pobre vieja: pero lo cierto es que el Príncipe Raigo vive.
Y así diciendo, llevóse el pañuelo a los ojos, aunque atisbando entre sus plieges la reacción del grupito. Tal como esperaba, la emoción embargó a sus fieles, y el Duque Zore desenvainó su espada -sin necesidad alguna, pensó Ardid- y prorrumpió en gritos de adhesión, alabanza y reconocimiento a la única y verdadera Reina de Olar. Con lo que -así lo pensó ella- no decía ninguna mentira.
Pero Ardid no era mujer que perdiera el tiempo, y menos en aquellas circunstancias. Así, manifestó que debían poner rápidamente en práctica medidas más útiles que los vivas y las espadas desenvainadas, y arguyó:
—Nobles caballeros, ¿de cuántos hombres disponemos?
Y el recuento fue tan desolador, que de nuevo todas las espadas fueron envainadas lenta y melancólicamente. Ardid, como era vieja y sabia, que no se dejaba amilanar, ya había previsto estas cosas. Y dijo:
—Siguiendo los ejemplos de mi hijo Gudú, contamos con algo que, generalmente, no se suele apreciar: esto es, perdón para los que esperan muerte o cárcel, o una vida más suave y bienestar para quienes mal arrastran sus míseras existencias. Y tampoco debemos olvidar a esos hombres del pueblo enriquecido, a quienes se prometerá mayor lucro... ¿No sería posible una labor de reclutamiento entre éstos y los otros?... Por mi parte, no olvido que en las mazmorras de este Castillo se pudren innumerables prisioneros del Sur y del país de los Weringios... ¿Acaso no sería posible una discreta labor de tanteo entre ellos? ¡Y los mercaderes!... Oh, mis muy amados nobles, no olvidemos a los mercaderes... pues sin ellos el mundo no sería lo que es. Y esto os lo dice quien conoce profundamente la historia de los hombres... y aún más, la ha sufrido en su débil carne de mujer y madre. En fin, aún a su edad Ardid sabía rematar sus discursos de forma que no admitía réplica.
Y si Urdska encendía la codicia de sus adeptos, Ardid, revestida de nobles sentimientos, heroicos gestos y majestad sin igual, despertaba idéntica codicia entre sus fieles. No en vano había vivido en tierras del Sur, había tratado a Leonia y había tenido -y tenía- conocimientos que iban más allá y más hondo que el de la simple piel. Como pocos sospechaban, sabía que el humo y el incienso de las palabras más huecas y vanas llenaban los cerebros tanto o más que la esperanza de una mejoría, de un buen botín o un favor que por siempre sería recordado y reclamado, incluso al mismo Rey.
No salió mal del todo. El Capitán Randal, aquel que disimulaba la ceguera y erguía el cuello cuando oía pasos en los pasillos o cercanías, para caer en el más desgraciado derrumbamiento en cuanto estas presencias se alejaban, sufrió una auténtica conmoción cuando la Reina le condujo con sigilo y ternura -y todo esto, oh cielos, sin perder un ápice de majestad- hasta un tapiz, para que allí tan fiel como valiente aliado pudiera enterarse de cuanto se tramaba y de hasta qué punto ella se hallaba en peligro; y no era por sí misma por quien pedía justicia, sino por aquel que conducía aun tan sabiamente el Reino, rodeado de incomprensión, traiciones y mezquindad. No llegó a saberse jamás si el viejo soldado supo de qué se trataba la conspiración; pero salió tras el tapiz como iluminado, dispuesto a levantar a los hombres del Castillo -tristes restos de un antiguo ejército de Volodioso que ya sólo evocaban los fantasmas del tiempo huido-, para defender hasta morir, a tan noble, grande, hermosa, digna y sacrificada Reina. Y así avanzó, y se perdió en la negrura de los sombríos pasillos -donde orinaban perros y soldados, donde la humedad florecía en siniestros hongos verdinegros clamando justicia y amor para Ardid y su hijo.
Llegó el último día del otoño: no el que señalan los hombres, con signos o símbolos, sino donde realmente ocurre. Esto es, en la propia tierra.
6
Y aquel último otoño fue, en verdad, el último Otoño de Ardid. Adelantándose a sus propósitos -sólo con dos días de desventaja-, las huestes de Urdska, aleccionadas en la Corte Negra, sorprendieron a los fieles de Ardid. Degollando a los Cachorros que no eran de su raza, atacaron el Castillo de Olar. Y estaba la Reina junto al tronco muerto del Árbol de los juegos, cuando el clamor de la lucha la sobrecogió. Apenas tuvo tiempo de comprender que sus adversarios, aunque no más inteligentes ni más jóvenes e impetuosos, habían tomado la delantera a sus propósitos. Bruscamente, se halló cercada, junto a sus jóvenes jardineros. Entonces, vio avanzar a Urdska -y sus ojos le trajeron el recuerdo de otra joven a quien ella abrió la puerta mohosa de la muralla-, y le oyó decir:
—Ah, vieja Ardid, vieja Ardid, algo me dijo mi madre antes de morir, cuando exhausta llegó a las murallas de la Ciudad más Rica del Mundo. Y esto fue: no ames al lobo, mátalo.