Authors: Ana María Matute
Pidió a su padre permiso para retirarse, y una vez el Rey se lo concedió, partió en persecución de Gudrilkja y llegó a tiempo de verla montar y huir en su caballo. Y como supuso adónde iría -y acertaba, pues allí la había encontrado-, fue en su seguimiento.
Era un día muy frío, el viento levantaba la nieve de los senderos y lágrimas de chispeante hielo caían entre las heladas ramas del bosque. Al fin, la halló junto al manantial de su primer encuentro, y tan embebida en sus pensamientos como la vez en que la tomó por Kiro o Arno. Oculto tras un tronco, la contempló, y le costaba creer que no fuese hija del Rey, tan parecida era a Gudú. Poco a poco creció en él un doble sentimiento, que por un lado le impulsaba a caer sobre ella y matarla, y por otro iba dominándole una inquietante atracción. Entonces, como un pálido fantasma, llegó a su recuerdo el rostro de Raiga y luego el de Contrahecho: y la ira, y los celos, y una infinita tristeza le invadieron. Llevado por un impulso incontenible, surgió de los árboles y, desenvainando la espada, avanzó hacia Gudrilkja y la sorprendió de nuevo. Pero esta vez, la muchacha saltó hacia él como un lobo y se aprestó a defenderse con su cuchillo; y en sus ojos había una expresión que nunca había visto.
Entablóse entonces entre ellos una encarnizada lucha, y jamás Raigo agredió a nadie con furor semejante, y lo mismo podía decirse de Gudrilkja, que sólo lo había hecho alguna vez por imitar a los soldados y cuando por broma alguno se había prestado a ello. En verdad era menos hábil y ducha que él, y así, resbaló en la nieve varias veces y aun varias veces estuvo a punto de recibir de lleno la estocada de Raigo. Pero tan ciega era la ira del joven como la furia de vivir de ella, de suerte que así equiparábanse en aquella absurda y cruel pelea. El entrechoque de sus armas parecía cortar el silencio del bosque y el pálido sol invernal encendía chispas de odio entre el ramaje. Rechinaban los dientes de Gudrilkja y jadeaba Raigo, más de pasión que de fatiga. Al fin, dominó a la muchacha de un certero golpe y se lanzó a desarmarla. La derribó en el suelo y apoyó su espada en la garganta de Gudrilkja, tal como ocurriera en su primer encuentro.
Imprevistamente un intenso frío sobrecogió a ambos, y todo el invierno pareció desplomarse dentro de sus corazones. Los encontrados sentimientos y, aún más, las turbadoras ideas que les dominaban, les paralizaron. El rostro de uno sobre el del otro, mirábanse de tal manera, que sus ojos llameaban en una oscuridad y vacío infinito, en un inmenso y glacial silencio.
—Gudrilkja -murmuró Raigo débilmente-, nunca vayas a la tienda del Rey.
—No iré -respondió ella, casi en un susurro. Y tan suaves eran ahora sus voces que más adivinaban las palabras que las oían. Y más y más el frío se apoderaba de ellos. Y Raigo notó cómo se helaba la mano que empuñaba la espada, los dedos no la sentían. Y ella tampoco sentía el filo del arma en su garganta, ni las rodillas que cruelmente la oprimían contra el suelo. Entonces, Raigo apartó la espada y dejó caer el brazo, y ella se liberó suavemente de la presión. Nuevamente en pie, enfrentados, se contemplaron en silencio. El viento empujaba un remolino de nieve y levantaba sus cabellos; y entre el viento y la nieve y los mil chispazos de luz que estallaban entre las lágrimas de los árboles, intentaban decirse algo uno al otro y no se oían. Al fin, el viento cesó, tornó el silencio sigiloso de la arboleda, y Raigo dijo:
—Regresa con las mujeres. Nunca vuelvas al Rey, ni jamás imites a los soldados, Gudrilkja... -y lo dijo con acento tan triste que Gudrilkja creyó oír el gemido entero del bosque, unidos todos los ecos en una misteriosa y profunda llamada: tal y como ella misma la sentía.
Bruscamente se dieron la espalda, montó cada uno en su caballo, y se alejaron. Y mientras Raigo volvía al campamento, ella regresaba a la ciudad, donde Lontananza, Indra y Krhin la esperaban llenos de zozobra.
Al ver a Gudrilkja de nuevo, las mujeres intentaron abrazarla: entre llantos y confusas palabras, algo querían decirle que en verdad no osaban. En silencio, Krhin la miraba con tan dolorido reproche, que la muchacha no pudo resistir más. Arrojó la espada al suelo, y gritó:
—¡No iré a la tienda del Rey, ni jamás seré soldado! Pero sabed una cosa -y los miró a los tres tan desgarradamente que causaba espanto y dolor-: ¡Nadie volverá a saber de mí, nunca, nunca!
Y sin atender los ruegos de ellas ni corresponder a la mirada suplicante de Krhin, salió de aquella casa. Y no volvieron a verla jamás.
De nuevo a lomos de su caballo, las trenzas al viento, tal que la imagen de la desesperación, cruzó la ciudad como un grito salvaje y desapareció hacia los bosques; perseguida por un viento, un eco lejano y sordo lamento, que repetía en sus oídos: «El Rey soy yo». Y en verdad que era el Rey, allí donde la soledad y el gran frío imperaban, allí donde los bosques se perdían hacia el Norte, hasta una zona donde nadie, que se supiera, había llegado a pisar. Como verdadero Rey del Invierno, solitario, blanco y helado, se perdió entre los altos árboles -aquellos de los que, según decían las gentes, nadie había logrado ver la cima de sus copas-, como Rey de la soledad y de la incertidumbre. Y también como muchacha perdida en la grande y triste noche del mundo. Ni siquiera recuperó su espada, y no abandonó -ni jamás abandonaría- su disfraz de niño olvidado, aunque poco la conocía Raigo ni cualquiera que la creyera capaz de anularse a sí misma. Cuando el Príncipe, el Rey Gudú y sus hombres emprendieron el regreso a Olar, rezagada y envuelta en sus pieles esteparias, de lejos, al igual que los propios Hermanos Pastores, Gudrilkja perseguía como una sombra, o un lobo, a aquellos dos que odiaba y amaba. A aquellos dos que, sobre todo, envidiaba con toda su alma.
2
En las fronteras de la estepa y en Ciudad Yahekia, permanecieron hasta el otoño en lucha contra Rakjel. Se aguardaba la llegada del invierno, y firmemente creían todos -y esto les animaba en aquella espera- que antes de que llegara lograrían una victoria más duradera.
Pero no fue así, y por vez primera, el Rey dejó al ejército sin su presencia. Como le suplicara Raigo y su buen sentido le indicaba, regresaba a Olar. Antes reunió a los Hermanos Pastores y ordenó a sus capitanes que fueran adiestrándolos -aunque no tan extensamente como deseara- en su particular forma de lucha y táctica guerrera. Y llegó a descubrir en ellos dotes y valor tan grandes, que todos comprendieron que aquellas criaturas serían excelentes defensores de su causa. Tomó consigo unos cien hombres, amén de los doscientos Hermanos, y con tal contingente, inició en unión de Raigo el regreso a Olar.
El camino fue duro para Gudú y sus soldados: pero a buena distancia les precedían los Hermanos Pastores, cabalgando a lomos de sus pavorosas cabras. Sobre las vertientes asomaban a trechos altos picos rocosos; y en ocasiones creían distinguir el brillo rojizo, fugaz, de pieles y cabelleras, y le parecía oír gritos que podían confundirse con el ulular del viento o el aullido de los lobos.
Aunque cargado de dificultades, el viaje fue más rápido que el que hiciera Raigo para alcanzar Yahekia. Cuanto más se aproximaban a Olar mejoraba el tiempo y no tuvieron ventisca de consideración ni grandes nevadas.
Al fin, una madrugada recuperaron la presencia de los Hermanos Pastores: les vieron descender cautelosamente desde la alta arboleda. Habían avistado las almenas de la Corte Negra, y así lo comunicaron al Rey. Antes de aproximarse al Castillo, Gudú y sus hombres se detuvieron, vigilantes. Un extraño silencio reinaba allí. Ya no se oían los gritos de los muchachos entrenando, ni las lejanas, aunque siempre audibles, voces de las mujeres desde el pabellón destinado a ellas. Tampoco distinguieron resplandor alguno, ni humo que indicara alguna forma de vida. Al cabo, Gudú decidió enviar un grupo de inspección que pudiera enterarles de cuanto allí ocurría.
Raigo pidió formar parte de esta misión, y, antes de responder a su demanda, Gudú le observó en silencio. El Príncipe, al menos a su juicio, ofrecía un raro aspecto. Sobre las negras pieles brillaban coloridas sartas de collares y un arete de oro pendía de su oreja. Gudú no acertaba a decirse si le producía repugnancia o una risa sin límites. Pero también descubrió en los ojos de su hijo un conocido resplandor: el resplandor de su propia ira y el de la astucia de Ardid. De modo que, alejando las primeras impresiones juzgó que -al menos en el presente- no era aconsejable desperdiciar tales cualidades. Así pues, le dijo:
—Ciertamente, Raigo, aún no te he puesto a prueba. Así que, en efecto, ahora tienes ocasión de demostrar si eres digno de sucederme en el trono. Como dirigente de esta misión te envío, y espero dos cosas de ti: que, sean quienes sean los que allí estén, nadie en la Corte Negra conozca vuestra presencia y vuestro acecho. Y después, que regreses sin una sola baja antes de que el sol se ponga, para darme cuenta exacta de cuanto allí sucede... o pueda haber sucedido.
Una risa brusca y breve, que sonó en los oídos de Gudú como el eco de la suya propia, fue la respuesta. Raigo volvió grupas a su caballo, y al frente de seis hombres -entre los que Gudú no le cedió ni uno solo de sus fieles Hermanos- desapareció entre los árboles hacia el Castillo Negro.
Entretanto, Gudrilkja había seguido al Rey y sus huestes sin darse reposo. Al fin, medio exhausta, cayó al suelo, entre los árboles. No había comido sino bayas y frutos silvestres en todo lo que duró el viaje, y ahora rodó sin fuerza pendiente abajo y vino a dar a los pies de un soldado. Asombrado, el hombre la levantó del suelo y, reconociéndola, sintió por ella compasión -en general, la muchacha despertaba simpatía entre la soldadesca-. Púsole una mano sobre los labios y dijo:
—Muchacha, si tanto deseo tienes de convertirte en soldado, yo te ocultaré entre nosotros. Nada digas a nadie, cúbrete con este yelmo y toma esta lanza. Y si así consigues pasar desapercibida, como un soldado más, únete a nosotros. ¡Pero jamás digas esto a nadie, pues podría ser causa de mi muerte y la tuya!
Dicho y hecho, le cortó las trenzas con la espada. Luego, mientras la reanimaba con vino y le daba de comer la mitad de su parca ración de pan y queso, Gudrilkja prometió cumplir la promesa. A partir de ese momento, confundida entre los hombres, ninguno de ellos -menos Jarjko, su nuevo amigo- conocía su verdadera condición.
A veces, a distancia, observaba la tienda del Rey. Deseaba verle, aunque no le fuera posible hablarle. Pero Gudú permaneció todo el tiempo oculto a su mirada. Sólo una vez, antes del anochecer, le vio montando sobre su caballo, frente a los hombres formados: aguardaba la llegada de Raigo. Y en efecto, tal como le ordenara el Rey, antes de que se pusiera el sol, Raigo regresó con todos sus hombres.
—Señor -dijo, mostrando una tosca parihuela donde portaban herido al fiel Rudinko-. Graves noticias os traemos: sabed que la Reina Urdska soliviantó a sus hombres, de forma que la mitad de la Corte Negra se pasó a su bando, y el resto fue sorprendido y vencido. Los traidores cayeron sobre Olar, donde mi abuela, vuestra madre, la Reina Ardid, ha sido hecha prisionera... o tal vez muerta. En tanto, los que aún permanecen fieles a vos, se baten con los hombres de Urdska. Creo que es providencial nuestra llegada, pues corre un gran peligro la ciudad de Olar, donde se sigue luchando entre ambos bandos... Sólo ruinas y muerte quedan en la Corte Negra, y ni las mujeres ni los niños han sido respetados en la carnicería. Así ha sido como, entre los cadáveres, sólo a Rudinko hallamos con vida y nos pudo referir cuanto os acabo de explicar.
El Rey palideció de ira. Pero al punto se rehízo y respondió:
—Raigo, espero que en el asalto a Olar sabrás conducirte con el arrojo de un futuro Rey.
Cuando las tropas de Gudú avistaron el Lago y, tras éste, las murallas de Olar, grandes resplandores rojizos anunciaban los incendios; y el negro vuelo de las aves carroñeras, y el fragor, el hedor y los gritos que traía el viento, anunciaban la desolación de aquella que fue poderosa capital del Reino.
Cinco días duró la lucha. Pero al atardecer del quinto, el grito del Rey era un grito que nadie, ni nobles, ni campesinos, ni villanos, olvidaría jamás. Pues el grito del Rey, cuando decidía el triunfo de una batalla, era sólo comparable al grito del huracán o el de las ocultas raíces de la tierra: cuando el vientre del mundo se levanta, hinchado de ira, y asola todo cuanto alienta sobre su corteza.
Las pezuñas de su negro caballo se hundían en las cenizas, y las ruinas parecían una enorme brasa al resplandor de los incendios. Al fin, Gudú entró en el recinto del Castillo. Aún se batían allí los últimos enemigos. Y junto a sus fieles, aquel atardecer era para él el renacer del sol tras las colinas y los bosques, y para sus hombres -los que con él venían y los que en su ausencia seguían defendiendo su causa-, el más hermoso regreso a la vida.
Cuando la Reina Ardid se vio encerrada con sus dos jardineros, Raiga y Contrahecho, creyó que el Reino estaba perdido. Un gran abatimiento, unido a una rara sensación de indiferencia, la llenaba. Y así, los aterrados jóvenes la veían vagar de un rincón a otro, desenterrando polvorientos jirones, viejísimos juguetes que casi se deshacían entre sus manos, como si hubiérase vuelto sorda a la cruel lucha que a su alrededor se enconaba. Pues a la Torre llegaban el fragor y los gritos, el entrechocar de las espadas y el galope de los caballos; y más tarde, el resplandor de los primeros incendios, sin que ninguna de estas cosas parecieran afectarle.
Allí encerrados, pasaron mucho tiempo: tanto que ni pudieron llevar la cuenta, pues la única que podía hacerlo parecía embebida en otras cosas. Y llegó el día en que sus carceleros dejaron de llevarles alimento, y ni tan sólo la Guardia quedaba a la puerta de la Torre: todos los hombres estaban entregados a una lucha encarnizada, pues el Duque Zore, y sus fieles, reaccionando ante el imprevisto ataque, atinaron recurrir a aquello que Ardid ya habíales indicado: se acordaron de cierto sector del pueblo que, gracias al Rey Gudú, tuvo por primera vez audiencia en la Asamblea. Y si no representaban al auténtico pueblo -pues éste siempre permaneció al margen, incluso ignorante de que tal Asamblea existiera-, al menos sí parte de él y nada despreciable, encabezados por los que veían sus bienes en grave peligro, uniéronse al Duque, ya que el dinero es una fuerza tan grande como el odio mismo, el ansia de poder o, quizás, el amor. Y así, el Duque -en mayoría numérica a los rebeldes- cercó a los partidarios de Urdska en el Castillo, y se entabló una cruenta lucha que precisó de todos los hombres y de todos los recursos.