Authors: Ana María Matute
—Ah, debo advertirte que en lo primero no puedo seguir tu consejo -dijo el Hechicero-, pues mi Señora no venderá jamás su sabiduría por moneda corriente. Ella, por gusto y gentileza, puede favorecer con sus conocimientos a quien le plazca (aunque una sola vez por persona). Toda su gran sabiduría (que no empieza ni termina en cuentas de mercader, ni en altos cálculos matemáticos) la guarda para favorecer con ella únicamente a aquel que la tome por esposa.
Al oír tal cosa, el Capitán detuvo el caballo. Y muy intrigado, preguntó:
—¿Cómo es eso? ¡Jamás oí nada parecido!
—Es así porque al nacer la Princesa fue dispuesto de ese modo por su Hada Madrina: venía escrito en su estrella que un gran Señor la desposaría y la colmaría de halagos, honores y respetos (como bien merece, por otra parte). Y sólo a él la Princesa podrá hacer entrega total de su prodigiosa sabiduría.
El soldado quedó muy admirado, y dijo:
—Así será, si lo ha dicho un Hada. Pero te confieso, buen anciano, que noto que no soy de la especie de los grandes señores: ten por seguro que jamás tomaría por esposa a una mujer dotada de tan agudos conocimientos. Y me barrunto que esa tan singular cualidad que posee (y no me preguntéis la razón de esta sospecha, pues tan sólo se trata de una corazonada) no va a traerle sino amargos tragos y sinsabores. Créeme que lo lamento en verdad. Pues, aunque soy hombre difícil a la amistad o a los afectos repentinos, te aseguro que tanto tú como tu gentil Señora habéis despertado en mí un no sé qué, donde rebullen sentimientos muy benignos. En suma, y dicho de otra forma: que me habéis caído en gracia.
Dicho lo cual, clavó espuelas y, seguido de sus hombres, se alejó. Acaso turbado por mostrar un rinconcito, tan desconocido para los demás como para él mismo, de su, en verdad, muy solitario corazón.
Cuando desaparecieron los soldados, el Hechicero se sintió muy satisfecho del cariz que iban tomando las cosas. Asió la brida del caballo, y, conduciéndole, atravesó la puerta de la ciudad, salió al campo y tomó la dirección de la cabaña.
Esta escena se repitió alguna vez más. Y apenas las gentes les veían avanzar por el Mercado de la Muralla, se aglomeraban ansiosas de beneficiarse de la sabiduría de la Doncella, o tan sólo para contemplar su paso. Ella, muy de tarde en tarde, y elegidamente, favorecía con sus conocimientos a algún que otro infeliz.
En cuanto a los soldados, si bien les amonestaron alguna que otra vez por desobedecer sus órdenes, se mostraban, de forma harto insólita, muy benignos con ellos. Y especialmente el Capitán que les mandaba -llamado Randal- hacía lo que suele llamarse la vista gorda. Y aún más: escuchaba arrobado y maravillado los claros y restallantes razonamientos de la misteriosa Princesa.
Sin embargo, así iba transcurriendo el tiempo, sin que se vislumbrara fruto alguno. Y ya discutían el Trasgo y el Hechicero la defectuosa contextura de su plan -que demasiado se prolongaba en su primera fase-, cuando, cierta mañana, les sobresaltaron galopes de caballos aproximándose a la cabaña. El Hechicero asomó la cabeza, y con ánimo suspenso contempló cómo Randal y sus hombres venían hacia ellos. Compuso su mejor semblante, y con toda amabilidad salió a recibirles. Hizo una graciosa reverencia y dijo:
—¿Qué os trae, valiente soldado, a nuestra humilde morada? Con gusto os ofreceré un vaso de buen vino, si ello os place. Ya que sólo así podré agradecer que tan amistoso y benigno os hayáis mostrado con mi desgraciada y extraordinaria Señora.
Si bien eran muy frugales sus comidas, la provisión de vino -que el Trasgo transportaba por cualquier túnel subterráneo y guardaba bajo el suelo de la cabaña- les permitía aquel desprendimiento.
—Mucho me agradaría, buen anciano -dijo Randal, desmontando, al tiempo que mostraba un pergamino cuidadosamente enrollado y sellado-. Pero nos está prohibido beber vino, excepto en las ocasiones en que el Rey lo manda para conmemorar sucesos extraordinarios, y ordena que de la fuente pública de nuestra Plaza mane vino blanco y vino rosado durante tres días. Aunque esto sólo ocurre cuando se trata de festejar alguna victoria sobre nuestros enemigos, o durante los bautizos o las bodas de alcurnia. Pero, ¡atiende!, es una carta del propio Rey lo que traigo aquí. Y tengo orden de que una vez la hayáis leído, os conduzca a su presencia.
—¿Es acaso una orden de arresto? -se lamentó el Hechicero-. ¡Ay de mí! Os juro que no hemos hecho nada malo; y mi pobre Señora bien merece (después del sufrimiento que lleva consigo) un poco de paz: ninguna otra cosa pide en este mundo.
—No es eso, precisamente -dijo Randal, rascándose el cogote (lo que indicaba ciertas dudas al respecto, aunque no se atrevía a manifestarlas)-. Más bien, creo yo, se trata de una gentil invitación.
Pero calló añadir: «y si esta invitación es rechazada por vosotros, tened por seguro que vuestras cabezas rodarán como manzanas maduras». Y mucho se notaba, aun en rostro tan severo y atezado, la pena que tal idea le causaba.
El Hechicero abrió el pergamino y lo leyó atentamente. Volodioso ordenaba que tanto la Princesa como él fueran sus huéspedes, pues habiendo llegado a sus oídos las maravillas que adornaban a la misteriosa Doncella, y enterado de la alta alcurnia de ésta y de sus muchas vicisitudes y aflicción por culpa de desgracias y pobreza presentes, brindábale cobijo en su propio palacio, ya que, suponía, las refinadas costumbres de tal Señora así lo exigían. No obstante, había en toda aquella misiva un tono tan conminatorio e inapelable, que no escapó a la sagacidad del Hechicero. Y ello le llenó de temor -nunca fue hombre arrojado-. Y se dijo que la tozudez de Ardid y las imprudentes ideas del Trasgo del Sur les habían conducido a una situación peligrosa. Pero como, en todo caso, la cosa ya no tenía remedio, entró resignadamente en la cabaña para avisar a la niña de que el temido y deseado momento había llegado después de todo. Aunque, a su juicio, fuese un disparate descomunal, capaz de cocerse sólo en los calenturientos meollos de una niña y un borracho.
Apenas entró en la cabaña vio a Ardid y al Trasgo cuchicheando. Y cuando iba a advertirles del acontecimiento, Ardid puso un dedo en sus labios, dándole a entender que ambos habían oído y presenciado -probablemente ocultos en los túneles subterráneos, a los que era la niña tan aficionada- todo lo acaecido fuera de la cabaña.
Ardid vistió sus ropas de viña septembrina, y se cubrió con el velo. Calzóse los zapatos y, reprimiendo un gesto de profundo desagrado, dijo a su Maestro:
—Decid al Capitán que estoy dispuesta a obedecer al Rey, y que me siento muy halagada por su gentileza.
—Recuerda todo lo planeado y estudiado, sin olvidar detalle, niña -susurró el anciano, procurando que el temblor de sus labios y los malos augurios que revoloteaban sobre su blanca cabeza no resultaran demasiado evidentes.
6
Las noticias que sobre Ardid habían llegado a la Corte de Olar eran tan fascinantes que todos ardían en deseos de conocerla. En verdad era una Corte muy tosca y sumida en austeridades militares, donde, especialmente las damas, tenían pocas ocasiones de lucir atuendos y aderezos. Para aquel acontecimiento dispusieron una suerte de recepción, en la cual todos tendrían ocasión de lucir sus mejores trajes -muy recientemente adquiridos en la fastuosa y sureña isla de la Reina Leonia- y de divertirse un poco con algo más que las decapitaciones, cacerías o comilonas de soldados beodos con las que acababa casi todo banquete. Sin embargo, al principio sufrieron una gran decepción.
Estaban ya todos reunidos, aguardando la llegada de la desconocida Doncella, cuando apareció únicamente un anciano de porte severo y larga túnica, que, inclinándose ante Volodioso, manifestó:
—Señor, ya que vos lo deseáis, mi Señora la Princesa acepta vuestra noble hospitalidad. Pero no por mucho tiempo, pues hemos de continuar viaje hasta dar con el Gran Señor Predestinado (como su estrella indica).
—¿Qué dice? -inquirió Volodioso, inclinándose hacia Tuso. Este, con gesto de prevención, como de costumbre, hallábase dos pasos a su espalda. Pero antes de oír la respuesta de su Consejero, la impaciencia hizo levantarse al Rey, y aflojando las cintas de su manto real (que le impedían moverse cómodamente), dijo:
—Buen viejo, habla más claro; no entiendo una palabra de lo que dices.
—Digo, Señor -repitió el Hechicero, con la segunda de sus mejores reverencias-, que mi Señora la Princesa tuvo en la cuna -al igual que muchas princesas, como sin duda sabéis- un Hada Madrina, con quien su buen padre el Rey estaba muy bien relacionado. Y así, tal Señora, llamada Hada Feliciante, diole como don su prodigiosa sabiduría. Pero, como todo don, éste hallábase sujeto a una condición (bien sabéis que tales señoras suelen amargar sus regalos con estos detalles). Éste consiste, en el presente caso, en que sólo podría poner toda su ciencia al servicio de un gran Señor que la tomara por esposa. Como os habrán referido, muchas desgracias han sobrevenido a nuestro difunto Rey y a mi Señora (su augusta hija). Guerra y ruina, el país pasto de piratas, andamos por el mundo en pos de ese Predestinado, a quien deba ella prodigar su ciencia, y él, matrimonio y honores. Por tanto, no debéis detener nuestro camino: pues así incurriríamos todos en el enojo de la noble Hada Feliciante. Y, conocedores de vuestra grandeza y generosidad, a ella nos confiamos humildemente, noble Rey Volodioso.
Volodioso parecía confuso. Meditó por un instante, y al fin dijo:
—Bueno, si así lo deseáis, no os retendré demasiado. Pero antes deseo ver a vuestra Señora, y escuchar sus raros parloteos.
—Ah, noble Rey -dijo el Hechicero. Y aunque sus piernas temblaban de insuperable miedo, aún exprimió la fuerza necesaria para una tercera y solemne reverencia-, con gusto os complacería, pero habéis de saber que sólo a una pregunta por persona le está permitido contestar; y que si bien podrá presentarse ante vos, no le está permitido mostrar su rostro a nadie antes que al que será su Señor y esposo, y aun así después del matrimonio; y no puede romper este mandato, pues mucha desgracia acarrearía a quienes sin haber cumplido tal requisito posaran los ojos en ella.
Volodioso, que era impaciente y curioso por naturaleza -ambas cualidades le habían ayudado a ser Rey-, descendió los peldaños del trono, y exclamó:
—¡Pues, al menos, que pase de una vez!
—Tampoco es esto posible, mi Señor -balbuceó el Hechicero (y aquí ya no pudo volver a inclinarse: pues si tal hacía, seguro estaba de no volver a levantarse en lo que le restaba de vida)-. Tampoco antes de su matrimonio le es dado mostrarse apeada de su caballo Magnífico Níveo.
—¿Pero cuánta tontería es ésa? -gritó al fin Volodioso-. ¿No sabéis que os puedo mandar degollar de una vez, si no obedecéis al acto?
—No lo dudo -farfulló el Hechicero (ya al límite de su resistencia)-. Pero no os lo aconsejo: Hada Feliciante es de carácter agrio y también sabe castigar muy duramente. Sabed que los asesinos de su padre y usurpadores de su Reino, en este momento, están todos ciegos, y el Reino es una pura ruina, pasto de las llamas. No quisiera que un noble Señor como vos, que tan gentil se muestra hacia mi Señora, hallara un fin tan miserable e impropio de su grandeza: no ignoráis que los poderes de tales Damas no son atacables por humanas fuerzas, ni espadas ni lanzas.
Volodioso hizo a Tuso gesto de que se aproximara, y en voz baja le preguntó qué opinaba de tales cosas, a su entender estúpidas y embrolladas. Pero Tuso -que tenía conocimiento de los males que podían acarrearse a quienes se oponían a las Fuerzas Mayores -dijo con cautela:
—Mejor será, Señor, que uséis de la prudencia. Y veamos, ante todo, si son ciertas o falsas las maravillas atribuidas a la tal Princesa. Por experiencia sé que no debemos afrontar las iras de tales Damas, ya que he visto con mis ojos algunas de sus represalias, y os aseguro que en ferocidad no tienen rival. Por tanto, bueno será andar despacio y con sigilo. Observad y meditad, pues nada malo podéis sacar de ello. Antes bien, sospecho buena fortuna para vos y para el Reino, si adquirís semejantes relaciones o incluso parentesco.
En su interior, Tuso había visto súbitamente brillar la posibilidad de aliarse al anciano y su Señora: y, en unión de ambos, disfrutar de un porvenir más risueño que el suscitado por las esperanzas puestas en el mayor de los Soeces, cada día más lerdo, ruin y taimado.
—Está bien -dijo Volodioso-. Veamos, pues, tanta maravilla, por confusa que parezca. Después decidiré qué debo hacer con vosotros.
Salieron todos, en verdad unos llenos de excitación, de recelo otros, al Patio de Armas, donde, a lomos del blanquísimo caballo de ojos azules -que maravilló a toda la Corte, e hizo rebullir la codicia de Volodioso, apasionado por estos animales-, se erguía una esbelta aunque, al parecer, menuda figura.
Ardid aparecía cubierta con su velo. Y era tal el resplandor de sus vestiduras y tules, que todas las damas sintieron una punzada de envidia en sus corazones: y hallaron que sus ropas eran burdas y mal confeccionadas. En lo que no les faltaba razón, pues la Corte de Volodioso sólo muy recientemente tuvo la posibilidad de conocer y adquirir las mercaderías de la Reina Leonia.
Volodioso quedó muy impresionado ante aquel espectáculo. No en vano el Trasgo, que permanecía oculto y al acecho, había conducido la luz de tal manera que casi cegaba mirar hacia la pequeña Ardid y su rica montura. Así impresionado, dijo el Rey:
—Princesa, quisiera que respondierais a una pregunta mía.
—Así lo haré, Señor -dijo Ardid. Y su voz sonó tan fresca y jugosa que embriagó los oídos de Volodioso como un dulce vino: pues sólo en la lejana Lauria había hallado semejante tersura y ausencia de chillidos, cosa que mucho le desagradaba. Pero precisamente las damas de Olar, deficientemente informadas aún del verdadero refinamiento y sus cánones, creían que debían forzar y aguzar sus voces, con el deplorable resultado que conocemos.
Volodioso consultó con Tuso, y éste le aconsejó preguntase a la Doncella cuántas horas había luchado y cuántas había descansado. Tuso conocía muy bien aquellas respuestas: éstas y otras cosas estaban apuntadas en sus secretos libros de zorro cortesano.
Así lo hizo el Rey, y Ardid repuso:
—Lo haré con gusto. Pero como mi ciencia no es cosa de brujería ni adivinación, sino de profundo estudio y lógica, debéis decirme antes cuántos inviernos y primaveras, cuántos veranos y otoños pasasteis en luchas o en paz. Así el cálculo será perfecto y sin artificios.