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Authors: Ana María Matute

Olvidado Rey Gudú (16 page)

BOOK: Olvidado Rey Gudú
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Ya estaba cercano el día en que decidieron recolectar los racimos, cuando oyeron aproximarse, desde la lejanía, unos cánticos conocidos. La niña y su Maestro se apresuraron a esconderse en el subterráneo del Torreón y, llamando al Trasgo con los nudillos, la pequeña Ardid aproximó los labios al suelo y murmuró en voz muy queda:

—¡Trasgo, hemos de andar con cuidado, porque se acercan los viñadores de Volodioso! Esos cánticos que trae el viento acompañan los de la época del vino: las viejas canciones de septiembre, que muy bien conozco.

—Cierto -dijo el Trasgo, estirando sus puntiagudas orejas-. Ocultaos con cuidado que yo también lo haré, pues desde las últimas alegrías, tal vez abusé de los tragos y no ando seguro del grado de mi contaminación.

Arrebujados el uno en las raíces de la viña, los otros en el subterráneo, oyeron, poco a poco, las pisadas y las voces de los viñadores. Luego, el ruido de carros, el entrechocar de sus cuchillas, sus risas y sus bromas.

Apenas habían recolectado un cuarto de la viña, los hombres de Olar se aprestaron a tenderse, rendidos de fatiga, bajo los cercanos almendros. Apretándose unos contra otros para darse calor, pronto quedaron dormidos. Cuando el sonoro ruido de sus ronquidos llegó hasta ellos, Ardid y el Trasgo salieron muy sigilosamente y, tomando las cestas de juncos, que para el caso había confeccionado y guardado el Trasgo en su pasadizo, aprestáronse a dejar la viña totalmente desnuda de grano. Pero si bien la niña se apresuraba hasta que su corazón parecía salírsele del pecho, y lo sentía en la misma garganta como si un pájaro quisiera huir de su jaula, la rapidez del Trasgo era ochocientas veces ocho superior a la de ella: y no apuntaba el día, ni con mucho, cuando ya habían llenado todas las cestas y, con ellas a hombros, regresaban por el pasadizo hasta el sótano del Torreón.

Una vez allí, el Hechicero apagó precipitadamente el fuego, para que no les delatase. Atrancaron bien la puerta y se apiñaron en la antigua bodega, en espera de que desaparecieran los viñadores.

Cuando despertaron, los hombres quedaron muy asombrados al comprobar que, durante aquella noche, la viña había sido totalmente despojada de racimos. En realidad eran soldados, ex campesinos alistados más o menos a la fuerza en las milicias de Volodioso. A los más expertos, el Rey de Olar les enviaba a vendimiar, por ser cuestión de gran importancia para él. Todo el día anduvieron recelosos por los alrededores, provistos amenazadoramente con largos palos y llenando el aire de juramentos. Al atardecer, se acercaron al ruinoso Castillo: pero les pareció tan agorera su negra silueta, que sintieron un gran escalofrío calándoles hasta los huesos. Como muchos de ellos habían participado en su saqueo y destrucción, tuvieron para sí que tal vez los espectros del Barón Ansélico y su hijo, cuyas cabezas habían clavado en lanzas, y de las cuales no quedaba el menor vestigio -cuando al menos, sus cráneos mondados debían brillar al atardecer- ...regresaron presos de espanto a los almendros. Reunidos en temblorosa asamblea, decidieron que debían alejarse de aquel lugar y comunicar al Rey Volodioso que algún espíritu maligno andaba por tales lugares. Recordaban que, según el decir de las gentes, el Barón había sido educado por un viejo extranjero, sospechoso de brujería. Tras mucho deliberar qué les daba más miedo, si la proximidad de los espectros o la ira de Volodioso, al fin decidieron no hacer ni lo uno ni lo otro. Esto es, ni permanecer en tan siniestro lugar ni presentarse en Olar con las manos vacías. Por lo que, despidiéndose los unos de los otros con grandes muestras de aflicción, se separaron en grupos de dos o tres, y se lanzaron en busca de algún puerto donde embarcar hacia lugares donde nadie pudiera hallarles.

Cuando el último soldado-viñador hubo desaparecido, el Trasgo -que seguía sus pasos bajo tierra- volvió al pasadizo secreto y comunicó las buenas nuevas a sus amigos. Al oírle, Ardid y el Hechicero se alegraron indeciblemente. Y desde aquel punto y hora, decidieron disponer de la cosecha. Según habían convenido -teniendo en cuenta que el Hechicero y Ardid eran mayoría-, dieron un tercio de las canastas al Trasgo. El resto lo distribuyeron según el Maestro indicó: la mitad se conservaría confitada en tarros y la otra convertida en vino -que, pese a todo, hubo de admitir como una sustancia de gran alimento-. El Trasgo quería sólo vino, y poco o nada pudieron contra tamaña temeridad. Pero al fin, hubieron de plegarse a sus deseos, sobre todo considerando que los alimentos de un Trasgo nada tienen en común con los de las criaturas humanas. Acudieron al lugar donde en tiempos se alzaba el lagar y, hallándolo en buen estado, se dispusieron a fabricar el codiciado tesoro. Y tan bien lo pasaron, y de tanta ayuda y diligencia fue el Trasgo en este menester -bien lo había aprendido de otros hombres, para causa de su mal, en otro tiempo-, que los odres quedaron llenos en menos tiempo del imaginable; y se aplicaron con ahínco a restaurar y luego llenar el viejo y gran barril que aún quedaba en la bodega. A poco, muy contentos, celebraron su particular fiesta de la vendimia.

Y en esto se hallaban cuando avistaron en lontananza un grupo de soldados de Volodioso. Desde su escondite, les vieron pasar y recorrer toda la zona. Seguramente iban en busca de los viñadores fugitivos. Pero al cabo de unos días y ante el agorero silencio, ruina y misterio que ofrecían aquellos parajes, ante la viña sin fruto y la desaparición del grupo anterior, un escalofrío debió recorrer sus espaldas. Eran olarenses al fin y al cabo y, como tales, supersticiosos. Y el aspecto que ofrecían las ruinas del Castillo y aldeas adyacentes decidió al jefe de la expedición:

—Está claro que algún embrujo aletea en este lugar. Y como, según vemos todos, la viña aparece despojada, creo que debemos regresar a Olar para contar al Rey todo lo que hemos visto. Y partieron.

Después del otoño llegó el frío, y los tres amigos permanecieron encerrados en la torre. Ardid y el Trasgo -ya que la estatura de la niña aún lo permitía- correteaban a veces por los túneles subterráneos. Así, en cierta ocasión, mientras Ardid revolvía con sus uñitas las raíces, por si atinaba a apresar algún resplandor -que huían sin remisión de entre sus dedos-, tocó algo duro y cálido a un tiempo. Tiró de aquel objeto, y quedó súbitamente pálida y tan temblorosa, que hubo de sentarse en el suelo. El Trasgo, perplejo, preguntó:

—¿Qué te ocurre, niña?

Ardid le mostró su hallazgo: era aquel soldadito que su hermano pequeño había fabricado para ella. Y dijo:

—Este juguete lo hizo para mí el más joven de mis hermanos. Yo apenas jugué con él ni con nada, porque prefería estudiar a estas cosas. Pero el último día en que lo vi, me dijo que lo llevara conmigo. Pero yo lo enterré: el Hechicero me enseñó que no debemos recrearnos en nuestro corazón, si deseamos ser grandes y sabios. Ahora lo he encontrado, y he visto de nuevo a mi hermano. Por eso siento un dolor tan grande.

—Verdaderamente -dijo el Trasgo-, el amor humano debe ser un terrible azote, o un gran castigo.

Arrebató el muñeco de las manos de Ardid y fue a ocultarlo lejos, donde nadie -ni siquiera los gnomos- lo encontraran. Después, las tardes fueron cada vez más cortas y las noches más largas. Y reunidos los tres junto al fuego, muchas historias y secretos se contaron, y así sus conocimientos se intercambiaban y acabaron interesándose mucho los unos en los otros. Hasta que llegó un día en que el Trasgo empezó a decir que los humanos le parecían gente muy particular, y que mucho le agradaría convivir algún tiempo con ellos. Cuando esto decía, solía estar bastante borracho, pero no por ello manifestaba algo que no deseara de verdad. Y si bien, según las apariencias y los dichos, su contaminación crecía, también el saber del Hechicero aumentaba. Y de ambos, mucho aprendía la pequeña Ardid y mucho reflexionaba.

4

Una noche en que se calentaban los tres junto a las brasas, dijo la niña:

—Estoy dándole vueltas a una idea.

—¿Qué idea es ésa? -le preguntaron.

—Según puedes recordar, Maestro, yo te juré que me vengaría del Rey Volodioso. Y estoy cavilando que va siendo hora de poner en práctica esa venganza. Por tanto, ya que tanto sabéis de estas cosas, quisiera que me aconsejarais cuál puede ser la venganza más acertada.

El Trasgo -que aunque no había llegado a su acostumbrada borrachera, empezaba a sentir sus primeros efectos- opinó, con voz un tanto tartajosa:

—Al decir de quienes saben más que yo, recuerdo que una vez algo muy curioso escuché a un puro gnomo: y éste dijo que si un humano deseaba vengarse de otro, ninguna venganza más feroz había que instarle (o condenarle) a matrimonio.

—¿A matrimonio? -dijo el Hechicero, revolviendo pensativamente el caldero donde ensayaba una cocción de Raíces Fuentes de juventud, sin resultados aún previsibles-. No veo la relación que ello pueda tener con lo que nuestra niña dice.

—Nuestra niña es lo suficientemente inteligente para entender a este viejo borracho -dijo el Trasgo, haciendo barbotear una risa prestada al hervor del caldero, que dicho sea en honor a la verdad, llenaba de un apetitoso aroma la estancia. A medida que el invierno avanzaba y su intimidad iba en aumento con el Hechicero y Ardid, iba tomándole mayor gusto a la risa, aunque fuera de segunda mano, y llamaba a la pequeña «nuestra niña», como el Hechicero.

Ésta les escuchó pensativa, mordiendo una raicilla que, según recomendó el Hechicero, no sólo nutría, sino que fortalecía los dientes y las encías. Al fin, dijo:

—Pues bien: me casaré con él.

—¿Pero qué dices? -el Hechicero frunció las cejas-. Según mis cálculos aún no tienes siete años. No estás en edad de esas cosas. Y por otra parte, no estoy dispuesto a semejante crimen: ¡entregar a lo que más estima mi viejo corazón a ese lobo singular! Te despedazaría a ti (y a mí por añadidura), si es que tan sólo llegáramos a insinuar tan peregrina proposición -y añadió, mirándoles con la severidad que le permitió su estatura sobre los restantes contertulios-. No sé qué disparate mayor, comparable a éste, puede cocerse en mentes de niños o de borrachos.

—Pues demuestras estar muy mal informado -continuó el Trasgo del Sur, echándose al coleto un buchecito más largo de lo prudente-. Según mis noticias, el Rey Volodioso contrajo primeras nupcias (por razones de Estado) con la hija del Rey de los weringios cuando ésta tenía seis meses. Claro que esta criatura fue fácilmente eliminada antes de hallarse en edad de ejercer o reclamar funciones de esposa. Volodioso tenía otros proyectos más urgentes que llevar a cabo.

—Bueno -dijo el Hechicero-, pero con ello no queda rebatida la estupidez de semejante idea, ni la desgracia que puede acarrear tal proposición...

—Dejadme pensar-les interrumpió Ardid.

Y retirándose a su rinconcito predilecto, estuvo arañando el suelo con una ramita. Hasta que al fin exclamó:

—No sé cómo os las ingeniaréis, pero como sois aún más duchos que yo en sutilezas y artimañas, debéis conseguir que ese matrimonio se lleve a efecto. Y si no lo hacéis, en cuanto raye el alba me marcharé de aquí y no me veréis más: no estoy dispuesta a pasar mi vida en este agujero, oyendo los delirios de dos viejos necios.

La dureza de aquellas palabras dejó mudos de espanto y de pena a los dos ancianos -bien que el Trasgo no era aún anciano, sino muy lozano representante de su especie.

—No serás capaz de apuñalar tan cruelmente nuestros sentimientos -dijo el Hechicero, con lágrimas en los ojos.

Por su parte, el Trasgo quedó pensativo, y sus ojillos de endrina parecían querer ocultarse en la maraña de sus cejas escarlata.

—Niña, niña -dijo al fin-, no debías sembrar sentimientos tan dolorosos en quienes te rodean. No dice bien de tu educación -y miró con reproche al Hechicero.

—Si no te dieras al vino como majadero que eres -se exaltó el anciano-, no proferirías tan ridícula sugerencia, ni te hallarías ahora envuelto en ese funesto -para ti- cariño hacia esta tierna desagradecida.

—Pues bien -dijo Ardid, mirándoles con sus brillantes ojos negros, que rebosaban fiereza y una pizquita de burla-, sea como sea, así lo haré. Con que si es verdad que tanto me queréis, empezad a urdir un plan que no resulte demasiado idiota. Voy a dormir y cuando despierte quiero saber qué habéis decidido.

Entre algunas discusiones más, los dos viejos acabaron, al fin, dispuestos a elaborar el malhadado plan.

Aún no había asomado el sol cuando, entre tiras y aflojas de mayor o menor agudeza, aunando sus fuerzas y entendimiento, el Hechicero y el Trasgo llegaron a proponer la siguiente aventura:

—Querida niña -dijo el Hechicero, despertándola-, creo que al fin hemos dado con algo útil. Siéntate, échate agua a la cara y escucha con gran atención lo que te vamos a decir.

Con gran diligencia hizo Ardid ambas cosas. Y sentándose en el suelo, con las piernas cruzadas como tenía por costumbre para la lección, abrió mucho los ojos y oídos.

—Aunque el Trasgo no ama las tierras del Norte, en especial porque se acercan al Lago de Olar y quedan muy próximas a la Dama del Lago (de la que justamente teme algún castigo o desplante), tanto es el cariño que has despertado en él, que se halla dispuesto a horadar los caminos ocultos y llegar hasta el Reino de Volodioso. Una vez allí, sembrará en las gentes la creencia de que en las cercanías existe una prodigiosa criatura, Princesa de Allende el Mar, recién arribada a estas costas por culpa de la saña de los sarracenos, o similares, arrasadores del Reino de su padre. Y que ella, acompañada sólo de un anciano y fiel servidor, ha asombrado a todos aquellos por cuyas tierras pasa con la gran sabiduría que atesora. Y que esa sabiduría convierte en ricos y poderosos a quienes de ella se benefician. Pero dicha Princesa sólo guarda el tesoro de su total sapiencia para aquel que acepte o elija como su esposo, con cuyo matrimonio le será transferida. En especial, se hará conocer el gran talento que posee en matemáticas, astrología y botánica, amén de los mil conocimientos aliviadores del dolor físico y la facultad de dispersar la peste. Como todos conocemos la gran ignorancia que aflige a Volodioso, y cuánto él se lamenta, preocupado sólo en su sanguinario engrandecimiento, de no haber llegado a conocer ciencia alguna, bien cierto es que no tardará mucho en buscar a quien puede decirle cuánta es la capacidad de talento y los conocimientos de tal Princesa. Ésta, que eres tú, tapada con un velo, no dejará ver su rostro antes de que se haya celebrado el matrimonio: sólo así, se dirá, podrá su esposo alcanzar iguales talentos y sabiduría. Una vez el matrimonio se verifique, tu astucia sabrá hacer el resto. Pues eres tú quien así lo quiere, y tú sabrás cómo piensas utilizar ese matrimonio para tu venganza.

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